Revista Electrónica Educare (Educare Electronic Journal) EISSN: 1409-4258 Vol. 23(1) ENERO-ABRIL, 2019: 1-22
doi: http://dx.doi.org/10.15359/ree.23-1.20
URL: http://www.una.ac.cr/educare
CORREO: educare@una.cr
[Cierre de edición el 01 de Enero del 2019]
Facundo Giuliano
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
giulinanofacundo@gmail.com
http://orcid.org/0000-0003-3404-1612
Recibido • Received • Recebido: 04 / 01 / 2017
Corregido • Revised • Revisado: 19 / 04 / 2018
Aceptado • Accepted • Aprovado: 15/ 09 / 2018
Resumen: El presente ensayo parte de una pregunta que se propone buscar una profundización crítica en torno de la indagación de un tipo de racionalidad que habita la educación moderna y que en nuestra investigación hemos optado por llamar razón evaluadora. La reflexión deleuziana sobre las sociedades de control, subsidiaria de la noción de sociedades disciplinarias de Foucault, será un punto de referencia fagocitado para introducirnos en la cuestión de este tipo de racionalidad que, como aquí analizamos, aloja también características del llamado poder pastoral en íntima relación con las configuraciones contemporáneas del capitalismo. Se ofrecerá una definición provisoria de esta para luego, a la luz de los análisis propios que involucran nociones como las de disciplina, tecnologías de gobierno, normalización y biopolítica –que aquí repensaremos–, avanzar en una mirada más compleja que relacione lo ético, lo político, lo social y lo económico con lo filosófico-educativo de nuestro planteo como modo de aproximarnos al nexo que esta racionalidad esboza entre la educación y las actuales sociedades de control. De este modo, la razón evaluadora se abrirá como un problema ético-político que es fundamental atender, ya que: a) se ha configurado históricamente de modo tal que atraviesa y fundamenta prácticas, tecnologías y dispositivos; b) con vigilancias cada vez más sutiles y sanciones cada vez más justificadas en su afán “pedagógico”, se erige entre el monitoreo y el cálculo que reducen toda potencia de alteridad; c) posee una dimensión racista cuya versatilidad le permite moverse entre la normalización y la normación; d) coadyuva a multiplicar el modelo de mercado fijando procedimientos que ponen al sujeto como empresario de sí. Finalmente, los trazos de este análisis esperan constituirse en pistas para elucidar nuevas formas de resistencia y re-existencia contra la compulsión evaluativa contemporánea.
Palabras claves: Ética; pedagogía; razón evaluadora; filosofía de la educación; evaluación; control social.
Abstract: This essay is based on a question that seeks to find a critical deepening around the investigation of a type of rationality that inhabits modern education and that in our research we have chosen to call evaluative reason. The Deleuzian reflection on the control societies, subsidiary of Foucault’s notion of disciplinary societies, will be a phagocyte reference point to introduce us to the question of this type of rationality that, as we analyze here, also harbors characteristics of the so-called pastoral power in intimate relationship with the contemporary configurations of capitalism. It will be offered a provisional definition of the evaluative reason, in the light of the own analyzes that involve notions such as those of discipline, technologies of government, normalization and biopolitics–which we will rethink here–to advance in a more complex look that relates the ethical, the political, the social, and the economic, with the philosophical-educational, aspects of our approach as a way of approaching the nexus that this rationality sketches between education and the current control societies. In this way, the evaluative reason will open up as an ethical-political problem that is fundamental to address since: a) it has been historically configured in such a way that it crosses and bases practices, technologies and devices; b) with more and more subtle vigilance and increasingly justified sanctions in their “pedagogical” eagerness, it stands between monitoring and calculation that reduce all power of otherness; c) it has a racist dimension whose versatility allows it to move between normalization and normation; d) it helps multiply the market model by setting procedures that place the subject as a self-entrepreneur. Finally, the lines of this analysis hope to become clues to elucidate new forms of resistance and re-existence against the contemporary evaluative compulsion.
Keywords: Ethics; pedagogy; evaluative reason; philosophy of education; evaluation; social control.
Resumo: Este ensaio é baseado em uma questão que busca um aprofundamento crítico em torno da investigação de um tipo de racionalidade que habita a educação moderna e que em nossa pesquisa optamos por chamar de razão de avaliação. A reflexão deleuziana sobre as sociedades de controle, subsidiária da noção de sociedades disciplinares de Foucault, será um fagócito ponto de referência para introduzir a questão desse tipo de racionalidade que, como analisamos aqui, também abriga características do chamado poder pastoral em íntima relação com as configurações contemporâneas do capitalismo. Uma definição provisória será oferecida para, à luz das próprias análises que envolvem noções como disciplina, tecnologias governamentais, normalização e biopolítica - que vamos repensar aqui -, avançaremos em uma visão mais complexa que relacione a ética, política, o social e econômico com a abordagem filosófico-educacional de nossa proposta, como uma maneira de abordar os nexos que essa racionalidade delineia entre a educação e as atuais sociedades de controle. Deste modo, a razão avaliadora se abrirá como um problema ético-político que é fundamental para abordar, uma vez que: a) historicamente se configurou de tal maneira que atravessa e baseia práticas, tecnologias e dispositivos; b) com vigilância cada vez mais sutil e sanções cada vez mais justificadas em sua ânsia “pedagógica”, focado entre o monitoramento e o cálculo que reduzem todo o poder da alteridade; c) tem uma dimensão racista cuja versatilidade permite que se desloque entre normalização e regulação ; d) ajuda a multiplicar o modelo de mercado, estabelecendo procedimentos que tornam o sujeito como empresário de si mesmo. Finalmente, as linhas dessa análise esperam constituir pistas para elucidar novas formas de resistência e re-existência contra a compulsão avaliativa contemporânea.
Palavras-chave: Ética; pedagogia; avaliar a razão; filosofia da educação; avaliação; controle social.
Evaluar. Estimar, apreciar, calcular, pero también: escudriñar, espiar, vigilar, controlar. Su origen es francés, su presente es universal. Su pronunciación muestra algo que no es posible observar con los propios ojos en medio de los acontecimientos en que participamos y somos responsables. Crea infinitos modelos de sí misma, desde los más coercitivos hasta los más participativos. Si bien se dirige a sujetos, objetos y relaciones, la vista suele clavarse en un sujeto-otro o en un grupo-otro o en una comunidad-otra. En los últimos tiempos es pronunciada antes que nada y después de todo. (Skliar, 2011, p. 150-151)
Una cita y una pregunta quizá fundamental, podrían indicar el comienzo de un amor o de una guerra. Con este inicio, no se buscan nuevos modos, nuevas modas, o una novedad que alimente algún canon de citación. Tal vez, entonces, la invitación se trate de profundizar una intuición, una cuestión, una investigación. En esta ocasión, será sobre una temible razón de ser y de hacer que pareciera andar al acecho de cualquiera hace ya un tiempo considerable.
Preguntar si algo tiene razón es intentar trazar cierta interrogación por un estado de cosas y prácticas que de algún modo han llegado a ser como están siendo. Este podría ser uno de los propósitos más explícitos del presente ensayo: indagar la razón -de ser- en la tan auspiciada evaluación y explorar las formas más o menos explícitas que ella toma en la educación contemporánea.
A diferencia de lo que los griegos entendían por escuela (scholé) –fuente de tiempo libre y experiencia de lo disponible como bien común–, la modernidad hizo de ella una instancia burocrática-institucionalizada que cimentó una serie de prácticas, tecnologías y dispositivos, atravesadas por el establecimiento de diversas racionalidades siempre conducentes a lo mismo. Mediante una permanencia relativamente diferencial a lo largo del tiempo, estas racionalidades con sus respectivas prácticas, tecnologías y dispositivos, impactaron directamente en la educación de la población –y aún lo siguen haciendo–. Aquí interesa interrogarnos sobre un tipo de racionalidad que ha sido dominante desde hace al menos cinco siglos a esta parte, una racionalidad cuya pervivencia está atada a las lógicas pedagógicas más naturalizadas respecto de examinar o evaluar a la otra persona o a sí misma.
Comenio en su Didáctica Magna, en pleno siglo XVII, ya se ocupaba de dejar en claro que la acción de educar y aprender estaría en vinculación con ciertas prácticas de examen. Hoy, dicho planteo encuentra continuidad en todos los discursos que muestran pregnancia a seguir cimentando la relación de sinonimia acrítica instalada entre educación y evaluación. Deleuze (2014) ya lo anticipaba, en su Posdata sobre las sociedades de control, señalando la posibilidad de que viejos medios vuelvan a la escena pero con las adaptaciones necesarias. Se trata de pensar, entonces, la continuidad de ciertas lógicas que perviven al interior de los espacios educativos (hoy más versátiles, por las formas mismas que van tomando las sociedades de control a diferencia de las anteriores sociedades disciplinarias, aunque se conserven diferentes formas de esta).
Así como las sociedades disciplinarias reemplazaron a las sociedades de soberanía (en Europa, pero con sus respectivos efectos coloniales en el resto del mundo), y esto supone una serie de cambios en las prácticas sociales y políticas que Foucault analiza1 en detalle, hoy las sociedades de control introducen modificaciones respecto de las sociedades disciplinarias y no sin consecuencias para la educación en su conjunto. Esto es, haciendo una lectura propia del planteo deleuziano a este respecto, la formación permanente replantea el papel históricamente central que la modernidad le ha asignado a la escuela2 y la evaluación continua resignifica el papel del examen: lo cual constituye el medio más seguro para librar la escuela a la empresa, que introduce sus lógicas de rivalidad o competencia y que opone a los individuos entre sí, en medio de modulaciones (como un molde auto-de-formante que cambia continuamente) meritocráticas y de ciframiento.
Es contemporáneo el diagnóstico de Deleuze (2014) sobre que la escuela –al igual que las prácticas de examen– de las sociedades disciplinarias se ve afectada por esta nueva reconfiguración que suponen las sociedades de control, pero habría que reservarse el beneficio de la duda sobre si esta afectación es del orden de la tendencia al reemplazo o la sustitución de esas formas –cuando no de su intensificación–. De aquí que es preferible rescatar la idea de la reaparición de ciertos mecanismos con nuevas adaptaciones, pues nos inclinamos a pensar el presente desde esta óptica (más en un tiempo donde el paso por la escuela y los diferentes niveles del sistema educativo tiende, al menos en América Latina, a institucionalizarse como obligación o derecho, a la vez que la formación permanente crece en medio de las ofertas que las mismas instituciones educativas ofrecen haciendo uso de la “sociedad en red” o la on-line education). Tal vez habría que pensar aquí lo educativo desde la convivencia entre el control y cierta pervivencia de lo disciplinario, lo cual sugiere las modulaciones mencionadas anteriormente pero también la insistencia de determinados moldes (como módulos distintos); la escuela, a la par de las “formas de lo escolar” que hacen a la educación permanente y se encuentran más allá de la escuela (medios masivos de comunicación, clubes, instituciones de formación ad-hoc, centros de “apoyo escolar”, etc.); la evaluación continúa nutriéndose de las lógicas propias del examen (por ejemplo, la persistencia de una jerarquía que vigila cualquier error o desviación y la consecuente sanción que busca normalizar cualquier forma de alteridad), ciframientos y competencias que comienzan, pero no terminan nunca.
Así mismo no pueden dejar de atenderse los análisis actuales a cerca de las nuevas configuraciones que implican las sociedades de control y tienen consecuencias para nuestro tema en cuestión. Por ejemplo, Rodríguez (2008) muestra cómo la vigilancia comienza a expresarse en datos estadísticos que duplican al sujeto en sí mismo y dicha información, en el espacio biopolítico, establece curvas sobre lo normal y lo patológico que vuelven sobre el sujeto vigilado bajo la forma de reglas de comportamiento esperado. Cálculo, monitorización, management y auditoría se vuelven significantes claves de este nuevo lenguaje numérico que posibilita una vigilancia discreta y hasta voluntaria, al tiempo que involucra la flexibilidad de los cuerpos y las mentes3 donde se graban consignas variables y cambiantes de acuerdo con las prerrogativas que el capitalismo impone. Costa (2014) ha trabajado lo que esto implica al nivel de la productividad del cuerpo en relación con el planteo de la “buena presencia” y el imperativo de gestionar las propias posibilidades, incrementando –mediante dispositivos como el fitness– el propio capital humano para ofrecerse al precio más alto posible en el mercado afectivo, libidinal, social o laboral. Pero todo esto no podría pensarse sin la educación o la pedagogía, y mucho menos la evaluación o, mejor aún, el tipo de racionalidad que atraviesa estas cuestiones y proponemos analizar a continuación.
Foucault (2001) hace tiempo señaló la importancia de no considerar como un todo la racionalización de la cultura o la sociedad, sino analizar ese proceso en diversos campos, cada uno en relación con una experiencia fundamental. De este modo invita a analizar las racionalidades específicas –que organizan el orden de las prácticas–, antes que subsumir todo análisis bajo el parangón homogeneizante del progreso de una racionalización general.4 De aquí partimos para profundizar la cuestión del tipo de racionalidad que suponen las prácticas, dispositivos y tecnologías históricas de examen y, hoy, de evaluación, particularmente en el campo problemático de la educación. Como mencionamos anteriormente, al ser la evaluación heredera de muchas de las lógicas propias del examen y contener nuevas adaptaciones o formas, se ha optado aquí por entender como razón evaluadora a este tipo de racionalidad que atraviesa la racionalidad pedagógica desde al menos ya más de cinco siglos. De manera provisoria, y sin pretensiones de exhaustividad, podemos decir que esta racionalidad impele a medir, comparar y normalizar a sujetos tan singulares como diferentes, operando en la acción un principio de clasificación que marca la cercanía o lejanía de los sujetos respecto de un ideal de sujeto y una representación pedagógica que funciona como norma e indica quién está dentro y quién queda fuera de lo que se establece como “aprobado” (que podría decirse incluido/normal) y “desaprobado” (que podría mencionarse como excluido/anormal). De aquí que la apuesta se sitúe al nivel de dar con una mirada amplia que permita ver esta racionalidad específica imbricada en una práctica o en un sistema de prácticas que se condensan en diferentes dispositivos, mecanismos y tecnologías:
Digamos que no se trata de calibrar unas prácticas con la medida de una racionalidad que llevaría a apreciarlas como formas más o menos perfectas de racionalidad; sino, preferentemente, de ver cómo se inscriben en unas prácticas, o en unos sistemas de prácticas, unas formas de racionalizaciones, y qué papel desempeña en ellas. Pues es cierto que no hay «prácticas» sin un cierto régimen de racionalidad. (Foucault, 1982, p. 66)
De este modo puede detectarse que, en el planteo de Foucault (2001) sobre un régimen de racionalidad y en sintonía con el que aquí hacemos, prima un sentido instrumental y relativo a cierta estrategia, ya que se designan los medios (prácticos o técnicos)5 a emplear para a alcanzar cierto fin o llegar a un determinado objetivo siempre en relación a otros seres y a sí.6 Pues la misma “pedagogía por objetivos” termina de reforzar la idea de que no hay educación sin examen y evaluación, y sin objetivos pre-establecidos en relación a otros o a sí mismo. El auge evaluador llega incluso hasta planteamientos que sostienen la coevaluación y la autoevaluación como prácticas educativas que, incluso, se han puesto de moda hasta en los discursos progresistas de nuestros tiempos.
Algo del orden de unas prácticas o tecnologías de gobierno se juega en esta racionalidad. En una de sus últimas entrevistas, Foucault (1994) sostiene que las tecnologías gubernamentales se ubican entre los juegos de estrategia y los estados de dominación. Allí sostiene la necesidad de analizar dichas técnicas, porque a través de ellas se establecen y mantienen los estados de dominación –que aluden a un tipo de relación de poder más estructurada, más estable, más institucionalizada en juegos de penalidades y coerciones– donde el margen de maniobra de los objetos del poder se encuentra mucho más restringido que en los juegos estratégicos entre libertades –“que hacen que unos intenten determinar la conducta de los otros, a lo que los otros responden tratando de no dejar que su conducta se vea determinada por ellos o tratando de determinar a su vez la conducta de los primeros” (Foucault, 1994, p. 140)–7. Esto convida a pensar este tipo de racionalidad en el marco general de las formas múltiples que adquieren las situaciones de gobierno de unos por otros en una sociedad, las cuales según Foucault (2001) se caracterizan por superponerse, entrecruzarse, limitarse, anularse o reforzarse. En este sentido, la estatización continua de las relaciones de poder hace referencia no solo al sentido restringido de la palabra gobierno sino a su gubernamentalización, es decir, su elaboración o racionalización centralizada en la forma o los auspicios de instituciones estatales (como es el caso de la educación institucionalizada y el sistema educativo como marco burocrático-estatal donde se desarrolla).
Esta operación de racionalización del poder la pueden llevar a cabo varios tipos de autoridades, a muy diferentes niveles de la conducta y con diversas justificaciones morales de los modos de ejercer el poder, en el marco del cambiante campo discursivo educativo. Esto implica, de modo general, hacer la misma pregunta sobre el gobierno para la evaluación: ¿quién puede gobernar/evaluar, qué es gobernar/evaluar, qué o quién es gobernado/evaluado? Aquí entra en juego todo un sistema de reglas, formas de pensar, procedimientos tácticos con un conjunto de condiciones que también incluyen las resistencias que ello pueda generar por parte de otros actores. Así podremos ver que la razón evaluadora cimienta sus propias tecnologías de gobierno como mecanismos prácticos (con pretensiones de objetividad y/o veracidad), sugestivos y puntualizados (con aspiraciones de efectividad y/o eficacia), juiciosos e individualizados, locales (aunque también globales), a veces in-significantes en apariencia, ritualizados y casi naturalizados por su aplicación cotidiana habitual, “a través de los cuales los diversos tipos de autoridades pretenden conformar, normalizar, guiar, instrumentalizar las ambiciones, aspiraciones, pensamientos y acciones de los otros, a los efectos de lograr los fines que … [se] consideran deseables” (Miller y Rose (1990) en De Marinis, 1999, p. 89).
Los procedimientos de examen y evaluación forman parte de los numerosos ejemplos que pueden mencionarse en este contexto y están estrechamente ligados de una manera u otra. Técnicas de notación, de cómputo y cálculo, invención de dispositivos de informe, modos tabulados de presentar la información, la estandarización de los sistemas de entrenamiento y la inculcación de hábitos o la introducción de profesionalismos y vocabularios técnicos pueden ser otros ejemplos estrechamente relacionados. Así vemos también en estos procedimientos, por los cuales el saber se inscribe en el ejercicio del poder, la autoridad y el dominio, intervenir siempre al menos un elemento de cálculo y previsión, dirección y moldeamiento, modelación y modulación, orientado a producir determinados efectos –no sin resistencias– en la conducta de los otros seres. Como podrá notarse, no hay primacía epistemológica de la racionalidad por sobre las tecnologías sino más bien imbricaciones interdependientes o vinculaciones intricadas entre ambas.
De manera más específica, Foucault (1990, pp. 48-49) reconoce cuatro tipos principales de tecnologías que cada una de ellas representa una matriz de la razón práctica:
1) tecnologías de producción, que nos permiten producir, transformar o manipular cosas; 2) tecnologías de sistemas de signos, que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos o significaciones; 3) tecnologías de poder, que determinan la conducta de los individuos, los someten a cierto tipo de fines o de dominación, y consisten en una objetivación del sujeto; 4) tecnologías del yo, que permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad. Estos cuatro tipos de tecnologías casi nunca funcionan de modo separado, aunque cada una de ellas esté asociada con algún tipo particular de dominación. Cada una implica ciertas formas de aprendizaje y de modificación de los individuos, no sólo en el sentido más evidente de adquisición de ciertas habilidades, sino también en el sentido de adquisición de ciertas actitudes.
Tal vez podría pensarse a la racionalidad evaluadora y sus prácticas, mecanismos y dispositivos, como un fondo donde estas tecnologías podrían encontrarse operando en constante interacción porque, a partir de ella y los elementos que la constituyen, los individuos establecen relaciones de elaboración, transformación o manipulación de objetos (en los cuales quedan inscritos subjetivamente) utilizando signos, símbolos y significaciones que hacen o dan sentido a su conducta en relación con determinado tipo de fines –que delimitan un marco “objetivante” del sujeto–. Estas relaciones que muchas veces, sino todas, hacen devenir a la singularidad en objeto8 que se comporta en forma condicionada con arreglo a determinados fines, se caracterizan también, y esta quizá sea su motivación más seductora, por adecuar la efectuación de unas operaciones sobre sí (en cualquiera de sus formas, físicas o intelectuales) para obtener una transformación tal que permita alcanzar cierto estado de saber-poder asociado a una promesa de felicidad por los (c)réditos que dicho estado trae o traerá. Esto da el pie para pensar a la razón evaluadora como un elemento contemporáneo de lo que Foucault (2007) llamaba gubernamentalidad, ya que hay elementos de contacto entre las tecnologías de dominación de los demás y las referidas a uno mismo.
Así podemos notar que el tipo de racionalidad en cuestión y sus tecnologías refuerzan el clima de época con su permanente oda a la lógica de la competencia, el éxito y la responsabilidad individual, lógica mercantil, lastimosamente, nos atraviesa y a la que sobran motivos históricos para resistir de toda forma posible e imposible. En la búsqueda de liberar a la educación de esta lógica cruel y los mandatos capitalistas que la constituyen, una pista quizá la daría el intento de potenciar la enseñanza que las tecnologías decoloniales del yo (Giuliano, 2016) suponen, no como dominio de un determinado saber-poder o habilidad, sino como una actitud ética basada en una experiencia del pensamiento que acontece siempre junto a otros.
En una de las clases del curso Defender la sociedad, dictado en el College de France, Foucault (2000, p. 219) dice:
En los siglos XVII y XVIII constatamos la aparición de las técnicas de poder que se centraban esencialmente en el cuerpo individual. Todos esos procedimientos mediante los cuales se aseguraba la distribución espacial de los cuerpos individuales (su separación, su alineamiento, su puesta en serie y bajo vigilancia) y la organización, a su alrededor, de todo un campo de visibilidad. Se trataba también de las técnicas por las que esos cuerpos quedaban bajo supervisión y se intentaba incrementar su fuerza útil mediante el ejercicio, el adiestramiento, etcétera. Asimismo, las técnicas de racionalización y economía estricta de un poder que debía ejercerse, de la manera menos costosa posible, a través de todo un sistema de vigilancia, jerarquías, inspecciones, escrituras, informes: toda la tecnología que podemos llamar tecnología disciplinaria. … Ahora bien, me parece que durante la segunda mitad del siglo XVIII vemos aparecer algo nuevo, que es otra tecnología de poder, esta vez no disciplinaria. Una tecnología de poder que no excluye la primera, que no excluye la técnica disciplinaria sino que la engloba, la integra, la modifica parcialmente y, sobre todo, que la utilizará implantándose en cierto modo en ella, incrustándose, efectivamente, gracias a esta técnica disciplinaria previa. Esta nueva técnica no suprime la técnica disciplinaria, simplemente porque es de otro nivel, de otra escala, tiene otra superficie de sustentación y se vale de instrumentos completamente distintos.
Por tanto, siguiendo a Foucault (2000, p. 220), puede notarse que “tras un primer ejercicio del poder sobre el cuerpo que se produce en el modo de la individualización, comienza a aparecer un segundo ejercicio que no es individualizador sino masificador”: esto es lo que dará a entender como biopolítica y de ella señalará algunos puntos, a partir de los cuales se constituyó, en relación con sus prácticas y sus primeros ámbitos de intervención, saber y poder. Entre los que interesan para el análisis del tipo de racionalidad en cuestión conviene mencionar el interés en las previsiones, las estimaciones estadísticas o las mediciones globales, pero más aún el elemento que va a circular de lo disciplinario a lo regularizador, que va a aplicarse del mismo modo al cuerpo y a la población, que permite a la vez controlar el orden disciplinario del cuerpo y los acontecimientos aleatorios de una multiplicidad biológica, dicho elemento es la norma como aquello que “puede aplicarse tanto a un cuerpo al que se quiere disciplinar como a una población a la que se pretende regularizar” (Foucault, 2000, p. 229). Esto da el pie para situar la sociedad de normalización como una sociedad donde se cruzan, según una articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la regulación: se visualiza así un poder que se hizo cargo del cuerpo y de la vida en general, y que Foucault (2000) entenderá como biopoder.
Con el biopoder se inscribe el racismo en los mecanismos del Estado y este no es un tema menor para nuestro análisis, ya que, haciendo una relectura del planteo foucaultiano, no podemos pensar el biopoder sin su racismo (siempre d-evaluador) ni a la razón evaluadora sin una dimensión racista constitutiva. Para argumentar tal afirmación podemos detenernos en los argumentos expuestos por Foucault en su curso a propósito de lo que es el racismo y su relación al “dar muerte” en una sociedad de normalización. Como allí sostiene Foucault (2000, p. 230), el racismo es “el medio de introducir por fin un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir”.
La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización. Donde hay una sociedad de normalización, donde existe un poder que es, al menos en toda su superficie y en primera instancia, en primera línea, un biopoder, pues bien, el racismo es indispensable como condición para poder dar muerte a alguien, para poder dar muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en la modalidad del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el racismo. … Si el poder de normalización quiere ejercer el viejo derecho soberano de matar, es preciso que pase por el racismo … Desde luego, cuando hablo de dar muerte no me refiero simplemente al asesinato directo, sino también a todo lo que puede ser asesinato indirecto: el hecho de exponer a la muerte, multiplicar el riesgo de muerte de algunos o, sencillamente, la muerte política, la expulsión, el rechazo, etcétera. (Foucault, 2000, pp. 231-232)
En consecuencia, es desde este lugar que puede sostenerse algo así como lo que podríamos llamar la dimensión racista de la razón evaluadora o, al mismo tiempo, el racismo evaluador del biopoder. Porque esta racionalidad y todas las prácticas, tecnologías o técnicas, mecanismos y dispositivos que supone, implican siempre una dimensión mortífera de reducción de la alteridad. Porque el hecho de cifrar o (sub)clasificar al otro ser, su normalización o sanción, su a-plazo (o el negar su plazo, su tiempo), entre otros ejemplos que pueden darse, ponen de manifiesto en muchas ocasiones la expulsión, el rechazo, la muerte política o la multiplicación del propio riesgo de muerte (tan simbólica como real) del otro sujeto. En este registro funciona la lógica de la distinción y jerarquización de unos grupos frente a otros, la calificación de lo bueno y la descalificación de lo inferior a la norma(lidad) esperada, toda una manera de fragmentar o de desfasar a unos grupos respecto de otros en el marco de la pedagogía moderna/colonial como continuación de la guerra por otros medios. (Si bien el racismo va a desarrollarse, en primer lugar, con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador, los avances decoloniales muestran que estas lógicas propias del patrón colonial del poder continúan aún sin las colonias en la forma de lo denominado por Quijano como colonialidad del poder, o por Mignolo como colonialidad del saber y del ser o de la subjetividad).
El hecho de que una concepción de sujeto previa opere en esta racionalidad pone en juego una dinámica excluyente que busca eliminar o reducir toda diferencia mediante procesos de selección y lucha que buscan una regeneración de los sujetos de acuerdo con lo estipulado. Como en una lucha por la vida donde para vivir un otro tiene que morir, dicha muerte del de-generado o del a-normal es lo que hace la vida de esta racionalidad más pura: algunos sujetos didactas le llaman constante macabra al hecho de que haya personas aplazadas en los exámenes o evaluaciones y esto, dicen, daría la tranquilidad de que el trabajo evaluador se está llevando a cabo de la manera correcta. Como si el hecho de reducir o eliminar los errores y las desviaciones hicieran del yo evaluador o evaluadora una especie más fuerte que se expande e invita a los otros individuos a pasar la prueba de sobrevivencia para ser también yo evaluadores o evaluadoras (de sí, con la autoevaluación, o de los otros seres). La diferencia, lo errado o erróneo, lo desviado de la norma, serían peligros para la población que el Estado asume evaluar en nombre de una educación o una re-educación que corrija o excluya todo rasgo que no coincida con –o altere– lo establecido como correcto o esperable. De aquí que Foucault (2000, p. 232) sostiene:
En el fondo, el evolucionismo, entendido en un sentido amplio–es decir, no tanto la teoría misma de Darwin como el conjunto, el paquete de sus nociones (como jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados)–, se convirtió con toda naturalidad, en el siglo XIX, al cabo de algunos años, no simplemente en una manera de transcribir en términos biológicos el discurso político, no simplemente en una manera de ocultar un discurso político con un ropaje científico, sino realmente en una manera de pensar las relaciones de la colonización, la necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la locura y la enfermedad mental, la historia de las sociedades con sus diferentes clases, etcétera.
Como venimos analizando, podrá notarse la tendencia a inclinarnos por reconocer flujos de continuidad entre mecanismos que reaparecen aunque con nuevas adaptaciones, y técnicas o tecnologías que engloban e integran sus formas anteriores introduciendo algunas modificaciones. En este marco, observamos que la razón evaluadora podría englobar e integrar, de diferentes modos, determinados mecanismos, dispositivos y tecnologías que conservan –tanto como atraviesan– algunos designios propios del poder disciplinario en el marco de las actuales sociedades de control o de seguridad.
Si bien, en el curso Seguridad, territorio, población dictado en el Collège de France, Foucault (2006) enseña que los dispositivos de seguridad tienen una tendencia constante a ampliarse, son centrífugos, integran sin cesar nuevos elementos (como la producción, la psicología, los comportamientos), poseen un grado de permisividad, responden a una realidad de tal manera que la respuesta la anule (la limite, la frene o la regule), funciona con libertad; si bien tal vez al interior de la sociedad la razón evaluadora cimiente mecanismos o dispositivos, como los recién descriptos, al punto de que ya se habla de una “cultura de la evaluación” o una “ideología de la evaluación” que atraviesa todo el campo social. Nos interesa aquí detenernos a pensar lo que sucede de modos diversos en la educación institucionalizada, donde se presenta cierta pervivencia de la lógica disciplinaria más allá de los variadas reconfiguraciones actuales. A este respecto no se puede soslayar el lugar de la idea foucaultiana de sociedad de normalización que mencionamos anteriormente, siempre de la mano de su relación con los designios disciplinarios que la caracterizan y aún permanecen a pesar de los cambios contemporáneos.
Siguiendo la enseñanza de Foucault (2006), vemos que la disciplina:
• Es esencialmente centrípeta.
• Funciona aislando un espacio y determinando un segmento.
• Reglamenta todo, no deja escapar nada.
• No solo no deja hacer sino que su principio reza que ni siquiera las cosas más pequeñas deben quedar libradas a sí mismas y la más mínima infracción debe ser señalada con extremo cuidado.
• Las cosas se distribuyen según un código de lo prohibido y lo permitido o lo obligatorio, así prescribe en todo momento lo que debe hacerse.
• Sus artificios son más apremiantes cuando la realidad se torna insistente y difícil de vencer, de normalizar o analizar.
Esto invita a pensar el lugar que los designios disciplinarios tienen en el tipo de racionalidad en cuestión y que, por ejemplo, no podría analizarse sin perder de vista lo que Foucault (2006) entendía por normalización disciplinaria, ya que esta descompone a los individuos, los lugares, los tiempos, los gestos, los actos, las operaciones, en elementos que son suficientes para percibirlos-identificarlos, modificarlos y clasificarlos en función de objetivos (pre)determinados:
…establece las secuencias o coordinaciones óptimas … fija los procedimientos de adiestramiento progresivo y control permanente y por último, a partir de ahí, distingue entre quienes serán calificados como ineptos e incapaces y los demás. Es decir que sobre esa base, hace una partición entre lo normal y lo anormal. La normalización disciplinaria consiste en plantear ante todo un modelo, un modelo óptimo que se construye en función de determinado resultado y la operación de normalización disciplinaria pasa por intentar que la gente, los gestos y los actos se ajusten a ese modelo; lo normal es, precisamente, lo que es capaz de adecuarse a esa norma, y lo anormal, lo que es incapaz de hacerlo. En otras palabras, lo primero y fundamental en la normalización disciplinaria no es lo normal y lo anormal, sino la norma. Para decirlo de otra manera, la norma tiene un carácter primariamente prescriptivo, y la determinación y el señalamiento de lo normal y de lo anormal resultan posibles con respecto a esa norma postulada. (Foucault, 2006, pp. 75-76)
Pero, seguidamente, Foucault (2006) dirá que lo que ocurre en las técnicas disciplinarias se trata más de una normación que de una normalización, ya que todo parte de la norma como prescripción primaria, a diferencia de lo que ocurre con el señalamiento de las diferentes curvas de normalidad:
[donde] la operación de normalización consistirá en hacer interactuar esas diferentes atribuciones de normalidad y procurar que las más desfavorables se asimilen a las más favorables. Tenemos entonces algo que parte de lo normal y se vale de ciertas distribuciones consideradas … como más normales o, en todo caso, más favorables que otras. Y esas distribuciones servirán de norma. La norma es un juego dentro de las normalidades diferenciales. … Lo normal es lo primero y la norma se deduce de él, o se fija y cumple su papel operativo a partir del estudio de las normalidades. (Foucault, 2006, pp. 83-84)
Así vemos que dicha operación (más propia de los mecanismos de seguridad) ya no se trata de una normación sino de una normalización, puesto que la norma no es un punto de partida sino una deducción a posteriori del juego en el que ella participa dentro de las normalidades diferenciales y las distribuciones de normalidad. Lo normal funciona aquí, entonces, como prescripción primaria.
Como puede notarse, este planteo nos permite pensar que el tipo de racionalidad en cuestión, junto a sus prácticas, mecanismos, dispositivos y tecnologías, opera(n) principalmente en el terreno de la normalización; pero también, y dependiendo de las circunstancias, en el terreno de lo que Foucault (2006) ha llamado normación. Resulta relevante esta arista del problema porque da lugar a observar que la complejidad de la razón evaluadora tiene una versatilidad tal que su terreno de acción puede partir de una norma como condición de posibilidad para el establecimiento de lo normal y lo anormal (en el caso de la normación), así como también puede partir de lo normal que establece la norma cuya operatividad se da a partir de distribuciones que marcan la lejanía o la cercanía con el grupo-parámetro de normalidad que se toma de referencia (en el caso de la normalización).
La sinonimia instalada entre educación y evaluación, así como lo que aquí llamamos razón evaluadora, tampoco puede pensarse al margen de los procesos socioeconómicos. Como ha podido apreciarse anteriormente, la racionalidad propia de la lógica evaluadora ejerce una función clave en la preparación de la subjetividad –o la subjetivación– para el mercado y sus normas o pautas de normalidad que impactan de entrada en la producción de los cuerpos como capital humano. Pero será necesario observar esta cuestión con mayor precisión, puesto que desde este prisma no sería difícil afirmar que las subjetividades y cuerpos mejor evaluados, es decir, mejor valorados o valuados, tendrán mayores posibilidades de insertarse en el amplio espectro que implica el mercado ya no solo laboral sino, como Costa (2014) indica, también afectivo, libidinal o social.
En 1979, en el marco del curso Nacimiento de la biopolítica, Foucault (2007) enseña que la teoría del capital humano representa dos procesos: el adelanto del análisis económico en un dominio hasta entonces inexplorado y, a partir de este, la posibilidad de reinterpretar en términos económicos dominios que podían considerarse y de hecho se consideraban como no económico. A este respecto, la doctrina económica neoliberal comienza a ubicar la economía como una “ciencia del comportamiento humano” en una relación entre fines y medios escasos que tienen usos que se excluyen mutuamente… Y esto va de lleno con la educación contemporánea.
Viene a cuento la anécdota de esa pregunta que un grupo de investigadores hacían a niños el primer día de clase antes de entrar a la escuela y después de salir de ella: “¿Qué te imaginas que vas a hacer en la escuela?” – comenzaban preguntando. “Hacer amigos, jugar, conversar, dibujar, pensar…” –respondían, entre otras cosas, entusiasmados. “Finalmente, ¿qué hiciste hoy en la escuela?” – les preguntaban al salir. Y varias voces respondieron, en un tono que iba del cansancio al suspiro, pronunciando la misma palabra: “trabajé…”
En este breve, pero tragicómico relato comienza a (entre)verse esa definición del capital como renta futura que será indisociable de quien posee, el desarrollo de la llamada aptitud para el trabajo como idoneidad para poder hacer algo: la idoneidad del sujeto trabajador es una máquina que ya no se podrá separar de sí y producirá sus –futuros– flujos de ingresos (porque no se vende de manera puntual en el mercado de trabajo a cambio de un salario determinado, sino que será remunerada durante un período mediante una serie de salarios que comenzarán por ser relativamente bajos cuando empiece a utilizarse, luego aumentarán y terminarán por bajar con la obsolescencia o envejecimiento) de manera que es la propia persona trabajadora quien aparece como si fuera una especie de empresa para sí misma –pues es así su propio capital, su propio productor– (Foucault, 2007). Por tanto, desde esa mirada, este capital humano está compuesto de algunos elementos innatos (hereditarios y congénitos, a partir de los cuales la genética permite conocer riesgos y potencialidades) y otros adquiridos (donde entran las “inversiones educativas”, los cuidados parentales y estímulos culturales, atenciones a la salud, entre otros). Lo que está en juego es el problema de la inversión de las relaciones de lo social a lo económico; como dice Foucault (2007, p. 277):
…generalizar efectivamente la forma “empresa” dentro del cuerpo o el tejido social; quiere decir retomar ese tejido social y procurar que pueda repartirse, dividirse, multiplicarse no según la textura de los individuos sino según la textura de la empresa. Es preciso que la vida del individuo … pueda inscribirse en el marco de una multiplicidad de empresas diversas encajadas unas en otras y entrelazadas. … Y por último, es necesario que la vida misma del individuo … lo convierta en una suerte de empresa permanente y múltiple.
De este modo, Foucault (2007, p. 280) nos advierte cómo “la generalización de la forma económica del mercado” puede funcionar como “principio de inteligibilidad, principio de desciframiento de las relaciones sociales y los comportamientos individuales” teniendo en cuenta lo siguiente:
Por un lado se trata, desde luego, de multiplicar el modelo económico, el modelo de la oferta y la demanda, el modelo de la inversión, el costo y el beneficio, para hacer de él un modelo de las relaciones sociales, un modelo de la existencia misma, una forma de relación del individuo consigo mismo, con el tiempo, con su entorno, el futuro, el grupo, la familia. (Foucault, 2007, p. 278)
Omnes et singulatim, podría traducirse desde el latín como “todos y cada uno”. Así comienza el título de uno de los célebres textos de Foucault (1990) al que le sigue un interesante subtítulo que ora “Hacia una crítica de la razón política”. Allí realiza un “desarrollo de las técnicas de poder orientadas hacia los individuos y destinadas a gobernarlos de manera continua y permanente” (p. 98). Esto resulta interesante para nuestro análisis puesto que, si bien allí reconoce en el Estado la forma política de un poder centralizado y centralizador, llamará pastorado al poder individualizador en el que un pastor (el pedagogo por ejemplo, diría Platón) ejerce el poder sobre un rebaño: lo agrupa, guía y conduce, asegura su salvación, dispone una meta, se ve llevado a conocerlo en su conjunto y en detalle –supone una atención individual a cada miembro–; en relación con su responsabilidad, asume dar cuenta, no solo de cada uno, sino de todas sus acciones, de todo el bien o el mal que sean capaces de hacer, de todo lo que les ocurre como si lo hiciera o le ocurriera a sí; en relación al problema de la obediencia, las tradiciones van desde la típica relación de dependencia individual y completa hasta la obediencia a una ley (o voluntad mayoritaria), o la persuasión racional de un particular por un objetivo estrictamente determinado (como, por ejemplo, la adquisición de una destreza); entra en juego también el examen de conciencia como
…una forma de contabilizar cada día el mal y el bien realizados respecto a los deberes de cada uno. Así, cada cual podría medir su progreso en la vía de la perfección, por ejemplo, el dominio de uno mismo y el imperio ejercido sobre las propias pasiones. (Foucault, 1990, p. 115)
Con todo, se busca conseguir que los individuos lleven a cabo su propia «mortificación» en este mundo, que no es la muerte literal, pero es una renuncia al mundo y a uno mismo o a una misma: una especie de muerte (pedagógica) diaria que, en teoría, proporciona la vida en otro mundo (podría pensarse, entre otros, el del mercado). Los hechos o personajes de este planteo son reales, cualquier parecido o similitud con la ficción de la evaluación –y su racionalidad– no es pura coincidencia: evaluar la realidad, el otro sujeto, lo otro, la enseñanza, el aprendizaje, los resultados, las condiciones, informaciones, procesos, desempeños, así hasta lo impensado, de tal modo que el hartazgo o el tedio pervive en las arduas perturbaciones que ello genera y un cinismo naturalizado caracteriza todo lo relacionado a esta razón (evaluadora) de ser y hacer.
Da la sensación [sic] que, así, enseñar se ha vuelto evaluar. Que educar es evaluar. Que deberíamos ser evaluadores, no educadores, no maestros, no enseñantes: evaluantes. Que en vez de querer transmitir, habría que evaluar. Y un día nos daremos cuenta que estamos evaluando antes que cualquier cosa. O que poca o que ninguna enseñanza es necesaria ya para comenzar a evaluar. Demandar lo aprendido, volver mezquina la enseñanza, hacer eterno deudor al aprendiz. (Skliar, 2011, p. 153)
Es cierto, como podría observarse, que el poder pastoral ha tomado nuevas formas en el marco del capitalismo contemporáneo. Lo vemos puntualmente en la educación cuando el deseo de enseñar o el arte de la transmisión se convierten en un mero requerir pruebas sobre lo enseñado o, incluso, en exigir un aprendizaje siempre improbable (por su propio enigma constitutivo). Así se instala la mezquindad y el mercadeo, se siembra una paranoia por el afán persecutorio de la razón evaluadora que siempre corre en busca del error prohibido, se trazan objetivos pre-determinados cual normas de ser que se camuflan con nombres de ocasión (competencias, metas, habilidades para la vida, desarrollo de capacidades) y que generan relaciones de dependencia, obediencia y sometimiento a la persona pedagoga-evaluadora como jueza capaz de salvar o condenar. El artilugio moral del examen de conciencia mutó en la configuración del examen como dispositivo disciplinario para que, más tarde, su lógica moral perviva hoy en la evaluación y su racionalidad de control. Pues, de este modo, se sigue contabilizando el mal o el bien realizado en función de los deberes establecidos y desde allí se mide el progreso del sujeto. Y así “hacer los deberes”, se traduce en pagar las deudas.
Habitamos una educación cada vez con más deberes, tareas, requerimientos, y menos tiempo libre. La razón evaluadora nos hace deudores o deudoras para gobernarnos y, en ella, el poder pastoral pervive en la forma de una orientación constante hacia la auto-vigilancia como exigencia de auto-gobierno en la que el sujeto está obligado a decir la verdad sobre sí mismo y su proceso. En este punto, la lógica de la confesión puede notarse presente en los dispositivos de examen y evaluación, lo cual quizá evidencia cierta genealogía presente en la razón evaluadora: lo que antaño se dirimía en el marco de una relación con el juicio, con juzgar-se en el marco del dispositivo confesional, donde quedaba establecida una relación entre la subjetividad y la ley, luego integra la producción del saber y la ceremonia del poder disciplinario en el examen (en el marco de la relación entre norma e identidad) y esto se reifica en la evaluación cuando la identificación y el reconocimiento se tornan constantes en pos de medir, comparar y calificar la producción del sujeto como cifra inteligible para el sistema. Quizá entonces la edad del juicio y la confesión fue continuada por el cada vez más temprano sometimiento al examen y esta herencia hoy es recogida por la temporalidad constante y obstinada de la evaluación y su racionalidad. Por lo tanto, la vigencia del poder pastoral se evidencia en su capacidad de generar nuevos modos de pastores y rebaños, nuevas formas de subjetivación juzgables, esto es, sujetos confesantes pasibles de ser examinados y evaluados. De este modo podríamos notar cómo la razón evaluadora se vale de relaciones históricas como las de la ley y el juicio, la norma y el examen, la identidad y el control. El fantasma confesor retorna en el de examinador y ahora evaluante, así como también el de confesante en el de examinado y ahora evaluado. Por tanto, la resistencia se dará en la lucha con-vivencial y educativa por la re-existencia de enseñantes y estudiantes.
A lo largo de estas páginas hemos intentado responder a nuestro interrogante de partida y, desde la noción inicialmente propuesta, realizar un movimiento de búsqueda que convidó a cierta ampliación conceptual. De este modo, la escucha y re-lectura de algunos textos de Foucault en la clave propuesta indica el carácter fecundo del problema analizado y muestra claros síntomas de no poder ser circunscripto a una tradición de pensamiento aunque sí a determinadas posiciones ético-políticas de lucha, resistencia y re-existencia (en todo caso, las citas funcionan aquí como una invitación al encuentro como potencia de fagocitación). En este sentido, interesa realizar algunas puntualizaciones que de forma in-conclusiva ilustren el movimiento de profundización conceptual realizado:
1. Luego de la travesía propuesta, no solo hemos visto que abunda una obstinada razón de evaluar sino que esta, además, se ha configurado históricamente como tipo de racionalidad que atraviesa (y fundamenta) prácticas, tecnologías y dispositivos. En su afán de impeler a medir, comparar, normalizar a sujetos tan singulares como diferentes opera en la acción un principio de clasificación que marca distancias o cercanías respecto de un ideal de sujeto que funciona como representación educativa o norma que indica grados de aprobación y reprobación en cierta escala construida con base en parámetros de normalización y de a-normalidad. Así, esta racionalidad coadyuva a que de la educación se haga un mero espacio-tiempo destinado a la connivencia del control y la disciplina con sus respectivas modulaciones, moldes y módulos desigualitarios favorables a la lógica de las jerarquías.
2. Con vigilancias cada vez más sutiles y sanciones cada vez más justificadas en su afán “pedagógico”, esta racionalidad se erige entre el monitoreo y el cálculo que reducen toda potencia de alteridad a una mensuración, a una cifra auditable o inscribible en el management del comportamiento educativo y sus reglas. Su sentido instrumental, relativo siempre a cierta estrategia, designa medios prácticos y técnicos a emplear para alcanzar cierto objetivo. Aquí entran en juego las mencionadas tecnologías de gobierno, mayormente favorables a los estados de dominación pero que también deben lidiar con los juegos estratégicos entre libertades. De este modo, entre procedimientos tácticos y sistemas de reglas, estas tecnologías actúan como mecanismos sugestivos y puntualizados, juiciosos e individualizados, locales y globales, insignificantes en apariencia, naturalizados por su aplicación habitual, eficaces y con pretensiones de objetividad y veracidad. Estos elementos constantes de previsión y dirección constituyen, en el marco de esta racionalidad, una situación de gobierno caracterizada por reforzamientos, superposiciones, entrecruzamientos y limitaciones.
3. Dicha racionalidad, como elemento y función de gubernamentalidad, impone relaciones de elaboración, transformación o manipulación de objetos, que objetivan y objetualizan al sujeto para obtener una transformación que permita alcanzar cierto estado de saber-poder asociado a una promesa de felicidad por los (c)réditos que dicho estado trae o traerá.
4. La dimensión racista de la razón evaluadora, o la biopolítica que manifiesta el racismo evaluador del biopoder, integra las tecnologías disciplinarias modificándolas parcialmente y orientándolas hacia la masificación. Así, las estimaciones estadísticas, las mediciones globales, las normas disciplinarias y de regulación se constituyen en la matriz práctica de una sociedad de normalización en la que la mortificación simbólica o el “dar muerte” toma las formas de un asesinato indirecto como multiplicación o exposición a una muerte política que a veces se traduce en expulsión, rechazo, reducción, exclusión, a-plazo (como negación del tiempo singular), descalificación de lo inferior a la normalidad (la cual es establecida por la misma lógica de la colonialidad), reificación de la diferencia.
5. Hemos visto también la versatilidad de la razón evaluadora para moverse entre la normalización (donde la norma se deduce de curvas de normalidad y es más propia de los dispositivos de seguridad) y la normación (donde la norma es punto de partida en el marco de un modelo más prescriptivo y resultadista). Asimismo la relación de esta racionalidad con los dispositivos de seguridad enseña su tendencia constante a la ampliación y a integrar sin cesar nuevos elementos (por eso cada vez hay más tipos de evaluación y hasta algunos plantean “evaluar con el corazón”) al mismo tiempo que ofrece distintos grados de permisividad.
6. Coadyuva a multiplicar el modelo de mercado fijando procedimientos que ponen al sujeto como una máquina productora (de resultados, de valoraciones, de promedios, de reconocimientos) que hacen de sí mismo un sujeto empresario en plena competición por obtener la máxima rentabilidad de su esfuerzo e inversión como capital humano. Aquí el poder pastoral actúa con su mortificación singular que implica la renuncia al mundo (en pos del mercado) y del sujeto mismo (en pos del progreso en el rendimiento de la empresa y la obediencia a los parámetros –leyes, deberes, objetivos- impuestos por la lógica de competencia).
De este modo, vemos la razón evaluadora constituirse en un problema ético-político clave de nuestros tiempos. Ético porque demanda una respuesta crítica que cambie los términos de la conversación y no solo sus contenidos (como ha venido pasando de hace cinco siglos a esta parte en el campo pedagógico), y político, porque hay un conflicto que traza un antagonismo entre quienes defenderán o alimentarán la hegemonía de esta razón evaluadora y entre quienes intentamos pensar las formas de su constitución y elucidación de sus mecanismos para dar lugar a posibles bloqueos, desenganches y des-aprendizajes de esta, de manera que interrumpan la sinonimia entre educación y evaluación.
Por tanto, para dar cuenta de la complejidad del problema ético-político aquí abordado, ya no alcanza con la imagen pedagógica clásica en la que docentes les dicen a sus estudiantes (que se representan con las figuras animales de un pájaro, un mono, un pingüino, un elefante, un pez en una pecera, una foca, un perro o, en otras versiones, un gato y, además, un caracol y un sapo): para que la evaluación sea justa, todas las personas realizarán la misma prueba: subirán a ese árbol. Si bien brinda una idea de lo que supone, como hemos visto, la normación y cierta idea de disciplina, también permite visualizar la advertencia foucaultiana que leímos anteriormente sobre la expansión del evolucionismo en un sentido amplio, que involucra la puesta en juego de sus nociones en tanto reconfiguración del espacio social y educativo, a partir de lo que podría ser la jerarquía de las especies en relación al “árbol común de la evolución”, la lucha por la supervivencia entre las diferentes especies en el marco de la selección que elige/aprueba a las más aptas y elimina/desaprueba a las menos adaptadas a la gramática impuesta. En este sentido, ese “árbol común”, que también podría leerse como árbol común de la evaluación, promueve (cual árbol del conocimiento o de la vida) escalar posiciones para acceder a sus prometedores frutos. Esto plantea toda una manera de pensar las relaciones de colonialidad en sus diferentes aspectos, así como la patologización de todo aquello que no logre responder como se espera que lo haga. Pero es en este punto donde la imagen no alcanza y la cuestión se complejiza ya que, en tiempos de falsa valorización de la diferencia (es decir, de diferencias aceptadas, toleradas y reificadas por el mercado) y expansión de los múltiples modos y dispositivos que suponen la razón evaluadora, la educación contemporánea cada vez más convertida en mera evaluación, en su afán de incluir lo Mismo, perfecciona sus instrumentos en pos de ofrecer a cada singularidad una forma de ser evaluada (en caso de que la normación falle, por supuesto, entra en juego la normalización).
El análisis anterior nos alerta sobre las implicancias en la búsqueda de una educación radicalmente liberadora o emancipatoria, puesto que el mismo argumento de la educación como generadora de nuevos modos de vida tambalea, si esos modos se reducen a subir un árbol prediseñado para cada singularidad transformada en caso o en empresaria de sí. Este parece ser el derrotero de las nuevas tecnologías y la innovación educativa, tan caro a nuestros tiempos. De modo que la casificación, la patologización, la tecnologización y el destino reducido a una educación al servicio de la razón evaluadora promete elevar al “árbol común” no solo a quienes por sus propios medios podrían, sino también a aquellos sujetos cuyas diferencias se lo imposibilitarían. No se trata de un hacer lo imposible (como un gesto subversivamente educativo provocaría), sino de una posibilidad teñida de oportunidad para que el pez en su pecera tenga el propio árbol al cual subir (y así, en cada caso para el tiempo que la institución imponga). Subir allí sería el “aprendizaje”, la adaptación a lo normal y el requisito de aprobación para poder continuar en los procesos de selección en las carreras del mérito y la certificación. (En la imagen mencionada tampoco resulta menor aclarar que el único “ser humano” representado es el personal docente y que, entre las especies animales representadas, no figura la clásica animalidad estigmatizada y estigmatizante en educación como puede ser el burro o asno, pero esta sería otra discusión aunque al interior de nuestro planteo).
En efecto, podríamos decir que rebelarse, es decir, agarrárselas con una imposición del mundo que no admite paciencia alguna, u oponer resistencia (como forma de desobediencia o rebelión éticamente necesaria) contra una forma de poder como la que aquí se evidencia no consiste meramente en el hecho de denunciar su violencia o criticar la institución que lo encarne –como podría ser la escuela moderna/colonial para nuestro planteamiento–. Hace falta poner “contra las cuerdas” la razón evaluadora como tipo de racionalidad relativa a una experiencia que nos demanda prestar atención a sus formas de poder condensadas en prácticas, técnicas, mecanismos y dispositivos que llevan la marca de su surgimiento ineludiblemente totalitario. Así es que, tal vez, la liberación no puede venir más que del ataque a las raíces mismas de la racionalidad evaluadora. La cuestión es: ¿cómo se neutraliza una racionalidad que contiene semejantes relaciones de poder? Quizá una pista la den aquellas luchas inacabadas, iterativas y entre co(a)rtadas, que han mostrado ser verdaderamente eficaces logrando modificar los efectos de poder allí donde ellas, en sus formas (pedagógicas) mínimas, dan forma a la vida.
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1 Es necesario destacar que si bien los análisis de Foucault tienen su centro de gravitación en la sociedad europea, particularmente sin descuidar su locus francés de enunciación, esto no quita la influencia de estos procesos en la consolidación de la matriz colonial de poder que desde el siglo XV a esta parte no ha cesado de atravesar subjetividades como territorios y saberes.
2 Para un abordaje detenido de este argumento respecto del momento preciso de consolidación global de la escuela como “máquina de educar”, propia de la modernidad con características particulares, se recomienda ver Pineau, (1999) o Simons y Masschelein (2014).
3 No en vano las neurociencias ocupan un papel protagónico en el discurso pedagógico neoliberal actual, con sus respectivas apuestas a la evaluación como política educativa transversal al sistema educativo.
4 Foucault (1990, p. 97) al estudiar las relaciones entre racionalidad y poder, como la palabra «racionalización» le era peligrosa, sostenía que “el problema principal –cuando la gente intenta racionalizar algo– no consiste en buscar si se adapta o no a los principios de la racionalidad, sino en descubrir cuál es el tipo de racionalidad que utiliza”.
5 En el Diccionario Foucault. Temas, conceptos y autores, Castro (2011) subraya la relación que establece Foucault en la noción de racionalidad con la de técnica y tecnología (la regularidad que organiza un modo de hacer u obrar orientándolo hacia un fin), así como también con la de práctica (definida por la racionalidad de los modos de hacer u obrar que tiene su sistematicidad y su regularidad; abarca el ámbito del saber –como prácticas discursivas-, del poder –como relaciones entre sujetos–, de la ética –como relaciones del sujeto consigo mismo– y tiene un carácter recurrente).
6 Aquí comienza a entrar en juego, en un primer sentido muy amplio ya señalado por De Marinis (1999), el concepto foucaultiano de gobierno que hace referencia a “la conducción de la conducta”, es decir, a una forma de actividad práctica que tiene el propósito de conformar, guiar o afectar la conducta de uno mismo o de otras personas. En el marco de la razón evaluadora, dicha noción de gobierno puede manifestarse en acciones y relaciones del individuo consigo mismo así como en relaciones interpersonales que involucren algún tipo de control o guía de la conducta de los demás. Como sabemos, en educación, estas relaciones se dan en el marco de instituciones o “comunidades de aprendizaje” e involucran el ejercicio de un poder pedagógico-político.
7 Por ello De Marinis (1999) sostiene que la idea de los juegos estratégicos deja abierta y potencia las posibilidades de resistencia, evasión y contestación, que hacen a la movilidad, la reversibilidad y la inestabilidad de este tipo de relaciones de poder.
8 “Objeto” que funciona como representación de la singularidad o donde la singularidad queda inscrita, y en el cual el sujeto siempre puede establecer una estrategia de resistencia que opera desde los márgenes del juego de poder establecido, pero nunca fuera de él.