Bibliotecas. Vol. XXVIII, No. 1. Enero-Junio, 2010. pp.5-28



PROPIEDAD INTELECTUAL Y UNIVERSALIDAD DE LA LECTURA: ¿CONFLICTO DE INTERESES?

Dr. Héctor Guillermo Alfaro López

Resumen

Se busca clarificar el problema sobre la relación entre propiedad intelectual y universalidad de la lectura, para comprender si es que existe o no un conflicto de intereses. A partir del cruce de un eje sincrónico, de carácter histórico, con un eje diacrónico, de carácter filosófico: se hace un seguimiento para explicar las fuerzas profundas que han dado forma al problema aquí tratado. Asimismo, se explica el tema jurídico de los derechos de autor y de propiedad que está estrechamente relacionado con la cuestión aquí tratada. De todo lo cual se deduce que detrás del problema de la propiedad intelectual se encuentra la construcción histórica occidental de la figura de la subjetividad, que ha dado lugar a la función de “autor”. El(la) autor(a) al que se le atribuye la autoría única de un discurso (obra) es producto del discurso social situación que ha sido ocultada históricamente a lo que ha contribuido el aparato jurídico que protege los derechos de autor. Lo que ha redundado en que se establezca un antagonismo con la universalidad de la lectura. En este trabajo, por consiguiente, no se ha buscado dar una respuesta al problema sino hacerlo más claro para sus posibles soluciones.

Palabras clave

Propiedad Intelectual, Universalidad de la Lectura, Derechos de Autor, Subjetividad, Discurso, Bibliotecología, Historia, Filosofía.

Abstract

It seeks to clarify the issue about the relationship between intellectual property and universality of reading, to understand if it exists or not a conflict of interest. From a synchronic axis crossing, historical, with a diachronic axis, of philosophical: is tracked to explain the deep forces that have shaped the problem arises here. It also explains the legal issue of copyright and property which is closely related to the issue treated here. From all this it follows that underlie the problem of intellectual property is the construction of the Western historical figure of subjectivity, which has led to the role of "author." The author who is credited with authorship of a speech only (work) is a product of social discourse situation that historically has been obscured what has contributed the legal apparatus that protects copyright. What has led to the establishment of an antagonism to the universality of reading. In this paper therefore has not sought to respond to the problem but to make it clear to potential solutions.

Keywords

Intellectual Property, Universality of Reading, Copyrights, Subjectivity, Speech, Library Science, History, Philosophy

La vía que conduce a la resolución de un problema en no pocas ocasiones pasa primero por la clarificación del problema mismo. Por ello antes de buscar la respuesta resulta pertinente hacer legible el problema, precisar sus contornos y depurar su contenido, aunque para ello el camino pueda ser más arduo que el de la propia respuesta. Y al hacer legible un problema no debe contrariarnos que se abra la puerta a más interrogantes, que a respuestas. Pero un problema que en cuanto tal ha sido clarificado ya no puede exhibirse como opaco o irresoluble por el pensamiento. Un problema que requiere precisar contornos y depurar contenidos es el que aquí se expone: el cuestionamiento sobre el conflicto de intereses que puede existir o no entre la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura. Problema que para la Bibliotecología entraña una peculiar significación, puesto que toca temas que se encuentran en el centro de los intereses cognoscitivos de ésta disciplina y porque además inciden en las actuales tendencias de las sociedades contemporáneas signadas por la preponderancia de la información y las tecnologías o, en su defecto, de las tecnologías de la información.

Cuando llevamos a cabo un acercamiento inicial o superficial a este problema se nos muestra como un ineludible antagonismo de intereses entre la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura. Al grado de que la solución de tal dilema pareciera consistir en abrir breves resquicios entre ambos extremos a través de los que pudieran establecer relaciones entre sus “naturales” diferencias. Pero como veremos hay un mar de fondo en esta ardua problemática. Para entender cómo se ha constituido tal problemática veamos primero lo característico de cada una de las instancias en conflicto.

El antagonismo no podía ser aparentemente más manifiesto, puesto que contrapone la esfera individual de la propiedad intelectual a la esfera social de la universalidad de la lectura. De forma intuitiva e inmediata puede caracterizarse a la propiedad intelectual como aquello que podría considerarse una emanación de lo que ha sido definido como ámbito de la vida privada. Y aún de manera más circunscrita podría afiliarse a ese resquicio de la vida privada que es la intimidad. Así un producto intelectual es logro íntimo, personal del(de la) autor(a). De ahí que la obra se encuentre signada por este nexo umbilical con su autor(a): la interioridad del(de la) creador(a) se expresa en el acto creativo que da lugar a la obra. La creatividad lleva el sello indeleble e individual de su gestor(a). Esto es lo que bien podría considerarse como el derecho natural de propiedad intelectual del autor.

Pero esta concepción, llamémosla, naturalista de la propiedad intelectual se complica cuando, por ejemplo, el(la) autor(a) ya falleció y quien posee ahora los derechos de propiedad intelectual son sus herederos(as) o los impresores. Porque aquí ya no hay una relación de intimidad e incluso ya tampoco es una situación que se ubique del todo en el espacio de la vida privada: se ingresa en esa zona en que una obra es expuesta a la vida pública (y esto incluso estando con vida el(la) autor(a) que ha cedido los derechos de propiedad a una editorial) para que circule y sea conocida, pero no poseída por el dominio público. En el espacio público la obra se encuentra “expuesta” en el doble sentido del término: como una forma de mostrarse a los(as) demás y de encontrarse en riesgo de que sea poseída por aquellos(as) otros(as) que no tienen su propiedad, como por ejemplo a través de esa plaga que es el plagio o, como aconteció recientemente a Google, acusada por la editorial francesa Martínière por “falsificación de derechos de autor”3; así como la piratería en sus múltiples modalidades. De ahí que desde largo tiempo atrás se haya procurado la elaboración de instancias jurídicas de protección de la propiedad intelectual, que a la vez son mecanismos de defensa de intereses políticos y económicos de los(as) propietarios(as) de un bien intelectual. Derechos de propiedad que jurídicamente penalizan a aquellos(as) que pretendan plagiar y falsificar tal propiedad. Más adelante se ahondará en la cuestión jurídica de los derechos de autor y de propiedad, así sus implicaciones para la cuestión aquí tratada.

El otro término en pugna es la universalidad de la lectura, que como ya se indicó se muestra en la esfera social. Con terminología pretendidamente actualizada podría caracterizarse como una variante del acceso a la información. El hecho de considerar la practica de la lectura en términos de universalidad (a pesar de que por supuesto es asimismo una actividad claramente localizable en la vida privada) la ubica desplegándose en el ámbito de la vida pública. Ahora bien, es menester clarificar cómo puede entenderse el sentido de universalidad atribuido a la lectura así como su función. La Era Moderna nace y se acompaña en su recorrido multisecular con la imprenta de tipos móviles de Gutemberg. Lo que va a significar que una mayor producción de libros esté disponible para amplias capas de la población; esto fue factor que influyó en que se promoviera la alfabetización universal. Lo que permitía que un mayor número de personas entrara en posesión de ese poderoso instrumento que es la lectura. Lo que redundó en que se gestaran el espíritu y los movimientos que apelaban a la democracia. Así la lectura se convirtió en una llave maestra que podía abrir a la sociedad en su conjunto las puertas del conocimiento. La lectura era, por tanto, un instrumento democrático que permitía la igualdad entre los individuos, a la par que les daba el sentido de acceso de los bienes intelectuales, que antaño les habían sido vedados cuando privaba la oscuridad del analfabetismo. He aquí que la universalidad de la lectura no se corresponde con la restricción individual de la propiedad intelectual. Lo que deriva en un dualismo: por un lado una lectura que no puede poseer el bien intelectual y por el otro lado una lectura que sólo puede circunscribirse, en el mejor de los casos, la apropiación del contenido intelectual de tal bien. Así la universalidad de la lectura aparece como antagónica de la propiedad intelectual. Lo que lleva a plantearnos ¿si esta situación de conflicto de intereses ha sido siempre así o es que ha habido algún momento en que haya sido de manera distinta, esto es, sin antagonismo? También con ello se nos plantea la cuestión sobre ¿qué es lo que hay debajo de tal conflicto, en otras palabras, cuáles son las fuerzas, movimientos y tensiones que dan lugar precisamente a tal antagonismo?

Para clarificar la problemática sobre el “antagonismo” entre la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura se hará a partir del cruce de un eje sincrónico con un eje diacrónico. A partir del primer eje se llevará a cabo un seguimiento histórico en base a lo que podría caracterizarse como tres escenificaciones de tal problemática: la primera aunque es de raigambre literaria debe subrayarse su fidelidad al contexto histórico de fines de la Edad Media, se trata de la famosa novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. La siguiente escenificación es la que corresponde a la controversia entablada en el siglo XVIII a partir de un texto de Denis Diderot: la Carta sobre el comercio de libros. Y la tercera escenificación nos ubica en el mundo presente con el desarrollo de las tecnologías de la información y comunicación (TIC). Por último, se harán las consideraciones que muestran a lo largo de tales escenificaciones un proceso de construcción humana, subjetividad, determinante para el desenvolvimiento histórico de Occidente. En cuanto al eje diacrónico, este tendrá un carácter filosófico puesto que se hará a partir de implementar algunos elementos de la teoría sobre la construcción de la figura del autor formulada por el filósofo francés Michael Foucault. De esta forma el eje histórico y el eje filosófico convergen en el punto central que es la problemática de raigambre bibliotecológica. Con ello además se da cumplimiento a los supuestos sobre los que se sustenta la Bibliotecología, ser una ciencia cuyo fundamento es de carácter interdisciplinario.

En la novela El nombre de la rosa, de la que incluso se ha hecho una discreta adaptación cinematográfica,4 Umberto Eco funde la novela culta con la novela popular para recrear el ambiente de una abadía en el primer tercio del siglo XIV, pleno otoño de la Edad Media. Abadía medieval que es el escenario en que se lleva a cabo el encuentro entre distintas facciones de la Iglesia para dirimir sus diferencias teológicas y políticas, pero también es el escenario de crímenes: varios monjes han sido asesinados con énfasis apocalíptico. El encargado de descubrir al asesino y los motivos de ello es el monje franciscano Guillermo de Baskerville, que viene a ser una especie de trasunto religioso de Sherlock Holmes. Este detective franciscano acaba descubriendo al asesino que resulta ser el bibliotecario de la abadía Jorge de Burgos, alter ego del inmenso escritor Jorge Luis Borges (que también fue director de la Biblioteca Nacional de Argentina), cuyo motivo para llevar a cabo los crímenes es porque los monjes leyeron un libro “peligroso” y “subversivo” o peligrosamente subversivo, escrito por Aristóteles: la parte perdida de la Poética donde trataba sobre la comedia, complemento de la parte donde analiza la tragedia.

En el momento culminante de la novela se entabla dentro de la biblioteca laberinto de la abadía el diálogo entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos, donde se dilucida el misterio que es el leit motiv que da forma a El nombre de la rosa y que a la vez sirve para la finalidad de mi argumentación. Así, la trama gira en torno a ese texto, hoy desaparecido, de Aristóteles por lo que sobre él dialogan el detective y el bibliotecario, cuando el primero pregunta:

-Pero ahora dime –estaba diciendo Guillermo–, ¿por qué? ¿Por qué quisiste proteger este libro más que tantos otros? ¿Por qué, si ocultabas tratados de nigromancia, páginas en las que se insultaba, quizá, el nombre de Dios, sólo por las páginas de este libro llegaste al crimen, condenando a tus hermanos y condenándote a ti mismo? Hay muchos otros libros que hablan de la comedia, y también muchos otros que contienen el elogio de la risa. ¿Por qué éste te infundía tanto miedo?

A lo que el bibliotecario responde, y aquí compendio en lo sustancial su larga y elocuente respuesta:

- Porque era del Filósofo. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos (…) Cada palabra del Filósofo, por la que ya juran hasta los santos y los pontífices, ha trastocado la imagen del mundo. Pero aún no había llegado a trastocar la imagen de dios. Si ese libro llegara… si hubiese llegado a ser objeto de pública interpretación, habríamos dado ese último paso. (…) Pero si algún día la palabra del Filósofo justiciase los juegos marginales de la imaginación desordenada, ¡oh, entonces sí que lo que está en el margen saltaría al centro, y el centro desaparecería por completo! El pueblo de Dios se transformaría en una asamblea de monstruos eructados desde los abismos de la terra incógnita, y entonces la periferia de la tierra conocida se convertiría en el corazón del imperio cristiano, los arimaspos estarían en el trono de Pedro, los blemos en los monasterios, los enanos barrigones y cabezudos en la biblioteca, ¡custodiándola! Los servidores dictarían las leyes y nosotros (pero entonces tu también) tendríamos que obedecer en ausencia de toda ley. Dijo un filósofo griego (que tu Aristóteles cita aquí, cómplice e inmunda auctoritas) que hay que valerse de la risa para desarmar la seriedad de los oponentes, y a la risa, en cambio, oponer la seriedad. La prudencia de nuestros padres ha guiado su elección: si la risa es la distracción de la plebe, la licencia de la plebe debe ser refrenada y humillada y atemorizada mediante la severidad. Y la plebe carece de armas para afinar su risa hasta convertirla en un instrumento contra la seriedad de los pastores que deben conducirla hacia la vida eterna y sustraerla a las seducciones del vientre, de las partes pudendas, de la comida, de sus sórdidos deseos. Pero si algún día alguien, esgrimiendo las palabras del Filósofo y hablando, por tanto como filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil, si la retórica de la convicción es reemplazada por la retórica de la irrisión, si la tópica de la construcción paciente y salvadora de las imágenes de la redención es reemplazada por la tópica de la destrucción impaciente y del desbarajuste de todas las imágenes más santas y venerables… ¡Oh, ese día también tu, Guillermo, y todo tu saber, quedaríais destruidos!

Lo que se desprende de este diálogo teológico y alucinado es que Jorge de Burgos, como representante de un orden social y jefe de la biblioteca, teme de los efectos que las palabras, las ideas, del inmenso filósofo griego puedan ocasionar en todo aquello que él representa. Aunque de manera específica a lo que mayormente teme es al tema de la risa, que se desprende como leit motiv central de la parte perdida de la Poética. El hecho de que Aristóteles hable, reflexione, sobre la risa le brinda a este don humano un poder disolvente, dislocador y transgresor del jerárquico, estático y adusto orden medieval. Al quedar legitimada la risa por el Filósofo se le abre la puerta a lo carnavalesco y con ello a que no se tomen en serio las instituciones religiosas. Y, peor aún, que el centro que da sentido a ese orden social y religioso que es Dios, resulte objeto de irrisión.

Y cuando la gente ría de Dios, todo estará perdido. Es claro que un monje como Jorge de Burgos con una alarmante falta del sentido del humor no podía comprender que no es que las criaturas creadas por Dios se rían de él, sino por el contrario por semejarse a él, ríe con él.

Ante lo que se considera el peligro apocalíptico de la risa Jorge de Burgos no duda en asesinar a aquellos monjes que queriendo ejercer su “derecho de acceso a la información” se han atrevido a leer el “nefando” texto aristotélico. Esta conduce a las cuestiones a dirimir aquí: el(la) bibliotecario(a) se convierte a la par en un(a) censor(a) que al restringir el acceso a los documentos dice que es lo que se puede o no puede leer. Censura que cumple la función de preservar y estabilizar un orden. De ahí que no deba comprenderse la censura sólo de manera negativa, tiene un aspecto positivo: la continuidad inalterada de lo ya conocido, con lo que se evitan las crisis y el caos. El problema radica en que cuando se excede en el celo de preservar lo inalterado se llega a la aniquilación de todo aquello que atente contra el status quo. El poeta y dramaturgo Bertold Brecht dejó claro los excesos de la censura, cuando vio la quema de libros que hacían los nazis dijo: “se comienza con los libros y se sigue con los autores”.

Como puede deducirse la censura funge asimismo como mecanismo regulador de las relaciones entre la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura. Como ya se explicó, Jorge de Burgos restringe la universalidad de la lectura al ejercer la censura. Pero también, por otra parte, él o más exactamente la institución eclesiástica que él encarna al ser la detentadora de la cultura oficial se asume como propietaria de los textos clásicos preservados, por ejemplo, en las bibliotecas de los monasterios, por tanto, es la propietaria del texto aristotélico. De ahí que se sienta con el derecho de propiedad para disponer de él como lo desee, incluso destruirlo, como lo hace el bibliotecario ciego al devorar, textualmente, las páginas envenenadas y morir con el libro, él mismo cae victima de su propia censura. A lo que por supuesto su verdadero autor intelectual (Aristóteles) es incapaz de oponerse. Así la Iglesia es la propietaria de ese ejemplar completo y único de la Poética y por medio de la censura dispone de quien puede o no leerlo, en aras de proteger el orden establecido. Lo que es importante subrayar es que todo esto se lleva a cabo dentro del marco de la biblioteca y ello no es gratuito: porque es en ella donde se expresa de manera más perfilada la proyección de la universalidad de la lectura, pero asimismo su problemática relación con la propiedad intelectual.

Algo que es importante señalar es que la trama de la novela se ubica en el primer tercio del siglo XIV, que es el momento en que los vientos del mundo moderno ya se dejan sentir en el medioevo. Lo que por otra parte significa que es el momento en que las obras intelectuales ya llevan nombre del autor. Recordemos que en gran parte de la Edad Media las obras de artesanos, escultores, arquitectos, amanuenses no llevaban firma. Tales creadores no se asumían como diferentes del resto de los integrantes de su colectividad. De ahí que sus creaciones las concibieran como un asunto colectivo: de múltiples maneras todos participaban en tales creaciones, por lo que tenían acceso universal a ellas. Al no existir diferencia no existía conflicto. Pero en el contexto de Jorge de Burgos las cosas comienzan a cambiar: el antagonismo se ha instalado entre propiedad intelectual y universalidad de la lectura. Es el umbral que deja entrever lo que vendrá a lo largo de la era Moderna. Y que para el siglo XVIII ha alcanzado una gran depuración.

La siguiente escenificación histórica se lleva a cabo en el conocido como Siglo de las luces. Y el protagonista de tal escenificación es el proteico filósofo ilustrado Denis Diderot, el cual se encontró en el centro del debate sobre la propiedad intelectual encubierto por el tema de la libertad de prensa, con su Carta sobre el comercio de libros. El historiador Roger Chartier en el estudio preliminar que hace a la susodicha Carta nos explica con agudeza la problemática que ella concitaba, argumentación que en líneas generales aquí será retomada en lo que sigue.

En 1763 el gremio de libreros de París, por intercesión de su síndico Le Breton (principal editor de la Encyclopédie), le encargan la redacción de la carta cuyo “compendioso” titulo original era: Carta histórica y política dirigida a un magistrado sobre la Librería, su estado, sus reglamentos, sus privilegios, los permisos tácitos, los censores, los vendedores ambulantes, el cruce de puentes y otros asuntos relativos al control literario. Título enciclopédico a tono con la época. La carta destinada al lugarteniente general de policía de la ciudad de París así como también la dirección de la Librería, tenía como finalidad defender los intereses del gremio de libreros (impresores, editores) que en ese momento se veían amenazados por la eventual supresión de los privilegios de la librería, que les aseguraba un derecho exclusivo y perpetuo para la publicación de todas aquellas obras que habían adquirido sus autores. Todo ello a partir del decreto que el Consejo del Rey (1761) había emitido para que el privilegio de publicación de las Fábulas de La Fontaine pasara a sus descendientes. Ante esto se le pide a Diderot una memoria para legitimar la permanencia inalterable de los privilegios de librería.

Lo que resulta interesante, por lo contradictorio, es la posición de Diderot, puesto en la tesitura de defender el privilegio de los libreros contra los que tenía diferencias y largas cuentas pendientes. Pero el sabía que por el bien de los escritores tenía que estar del lado de los libreros. Al defender el privilegio otorgado por la Corona a los libreros para poseer y publicar con renovaciones automáticas (que es una forma tácita de perpetuidad) una obra, Diderot pretendía también defender a su propio gremio, por lo que buscó darle otro estatuto a la figura del privilegio y con ello paralelamente justificar el derecho del autor sobre su obra:

“Yo lo repito: el autor es dueño de su obra, o no hay persona en la sociedad que sea dueña de sus bienes. El librero entra en posesión de la obra del mismo modo en que ésta fue poseída por el autor”. Se trata, pues, de demostrar que es el carácter imprescindible del privilegio de librería lo que funda la propiedad literaria. Semejante operación supone diversas etapas en el razonamiento. En primer lugar hay que definir el privilegio, ya no como gracia real, concedida, rehusada o revocada por la sola voluntad del soberano, sino como la “garantía” o la “salvaguardia” de una transacción, consignada bajo sello privado, por la cual el autor cede libremente su manuscrito al librero. La propiedad así adquirida es semejante a la que un comprador obtiene de una tierra o de una casa. Es perpetua, imprescriptible, transmisible y no puede ser transferida ni compartida sin el acuerdo de su dueño.”

Como se aprecia, el argumento de Diderot hace del privilegio una mera sanción oficial de un contrato que se establece entre librero y autor, en el que se reconoce el derecho de propiedad. Lo que de paso conlleva la diferenciación entre los derechos adquiridos por el librero y el derecho natural del autor sobre su obra.7 Como se verá adelante esta distinción será fundamental para la conformación jurídica de la propiedad intelectual. De esta tensión entre los derechos del autor y del editor Diderot perfila la figura del escritor que vive de su pluma. El escritor en ese momento como bien lo sabe por experiencia propia Diderot, tiene que unir por necesidad su destino con aquel que compra y pública su obra: o, lo que es lo mismo, depende de la existencia de los privilegios perpetuos e imprescriptibles de los libreros sobre su obra. Como era previsible al gremio de libreros no les convenció la argumentación por lo que le introdujeron profundos cambios y le antepusieron un nuevo título: Representaciones y observaciones en forma de memoria sobre el estado antiguo y actual de la Librería y particularmente sobre la propiedad de los privilegios. Esta última parte del título explica por qué la insatisfacción de los libreros con la memoria de Diderot: sólo les interesaba la detentación de los privilegios a perpetuidad sobre las obras, de ninguna manera los derechos del autor. Era la defensa de sus intereses gremiales ante todo. Pero este sólo es el primer acto del affaire Diderot. El siguiente acto aconteció trece años después de que Didierot escribió su memoria.

En 1776 Marie-Jean-Antoine Caritat, marqués de Condorcet, mejor conocido simplemente como Condorcet, para apoyar la política liberal del ministro Turgot escribe un panfleto: Fragmentos sobre la libertad de prensa, en el cual uno a uno va destruyendo los principios que dan forma a la memoria de Diderot. De manera directa Condorcet se lanza contra el punto fuerte de la argumentación de su predecesor: acabar con todos los privilegios y exclusividades de la índole que sean. Es de indicar que esto estaba en consonancia con el pujante ascenso del liberalismo en Europa, entre cuyos objetivos beligerantes contra el antiguo orden estaban el socavar su estructura gremial y, por tanto, con los privilegios sobre el que se sustenta (para Diderot al defender los privilegios de librería pretende que ello sirva de aval a los contratos firmados entre los autores y los libreros). Por lo que una obra al estar sostenida por los hilos de los privilegios se convierte en una barrera para la libertad, noción fundamental del liberalismo, de los demás ciudadanos:

Una obra no puede ser protegida por un privilegio exclusivo ni puede ser considerada como una propiedad personal. El progreso necesario de las Luces, exige que cada uno pueda componer, mejorar, reproducir y difundir libremente las verdades útiles a todos. En ningún caso ellas pueden ser el objeto de una apropiación individual. Para Diderot, esto es posible porque cada obra expresa, de una manera irreductiblemente singular, los pensamientos o los sentimientos de su autor, y por lo tanto constituye su legítima propiedad.

Como se aprecia en las sustanciosas palabras de Chartier, las posiciones de Diderot y Condorcet no sólo son diferentes sino hasta antagónicas. Y en ese antagonismo se ventila el tema de ésta argumentación, la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura: Diderot es un preclaro exponente del primer término, mientras que Condorcet se erige en adalid de la universalidad. Es interesante apreciar cómo para Condorcet eso que marca exteriormente un texto como son las expresiones, las fórmulas agradables o en términos generales lo que puede definirse como el estilo que vendría a ser como el sello personalísimo de un autor, eso no tiene importancia. Por el contrario, lo fundamental son las ideas y los principios que se desarrollan en una obra y como tal pertenecen al orden de las verdades universales, que finalmente son de todos. Por su parte para Diderot el estilo es emanación de un pensamiento personal y completamente singular del autor, que queda plasmado en cada obra que escribe. Obra, que por tanto, sólo él y nadie más puede crear: de ahí su natural derecho de propiedad.

El affaire Diderot reviste una importancia adicional, porque en él se esboza de manera particular el ambiguo perfil jurídico del problema de la propiedad intelectual, que para el siglo XVIII se encontraba ya avanzado. El dilema que busca dirimir Diderot es el derecho de autor en relación al derecho de propiedad del librero-editor. Y si él se plantea esa cuestión es porque en ese momento ya ha adquirido una presencia insoslayable y que hay que hacerle frente. Recordemos que los atisbos iniciales sobre derechos de autor datan desde el origen mismo de la imprenta, pero es hacia finales del siglo XV en Venecia, república de los comerciantes, donde se delinean las primeras normas, que consistían en monopolios que las autoridades daban a algunos impresores a cambio de alianzas políticas y económicas. El derecho de propiedad como tal se gestó en Inglaterra en 1710 y en el se estipulaban disposiciones como el aseguramiento de la propiedad intelectual para el autor y un control sobre los editores que debían obligar así a los autores a registrar sus obras. Es de señalar que el derecho de propiedad original era de catorce años y era renovable sólo por una vez, para que luego pasara al dominio público. La protección autoral se expandió hacia Francia en 1716; por lo que para 1763 cuando Diderot escribe su Carta sobre el comercio de libros la cuestión del derecho autoral es una preocupación que acompaña al acto de creación de los autores. Asimismo en la forma en como Diderot construye su argumentación se perfilan las dos expresiones jurídicas que giran en torno al problema autoral y lo definitorio de cada una de ellas.

En respaldo a la posición de Diderot está el ancestral derecho romano-canónico que apunta a que el derecho de autor es un derecho moral y en cuanto tal radica en la dimensión subjetiva del acto, proceso de creación de una obra por parte del(de la) autor(a); hay, pues, como trasfondo una concepción jurídica de carácter humanista que considera la obra como parte inalienable del espíritu, del pensamiento, claramente humano del(de la) autor(a). Por lo que aunque ceda los derechos de propiedad la obra sigue relacionada con él o ella. Y esto es lo que busca hacer visible, sustentar y defender Diderot distinguiéndolo del derecho de propiedad o patrimonial que permite la explotación comercial y que es lo que cede el autor al librero-editor por medio de contratos; es la dimensión de la propiedad material de la obra. Y esto era lo que sólo interesaba defender a la comunidad de libreros de París que le solicitaron la memoria a Diderot. Por lo mismo, anexo a ello, les preocupaba la renovación del privilegio a perpetuidad de impresión, con lo que evadían el plazo en que una obra debía pasar al bien común: querían el derecho de explotación material de la obra a perpetuidad. No puede dejar de observarse que en la actualidad los grandes conglomerados comerciales se las ingenian para que les renueven una y otra vez el derecho de propiedad, con lo que las obras jamás pasan al bien común. Lo que sigue significando el límite contra el que se estrella, como es el caso, la universalidad de la lectura. Por otra parte es de acotarse que el conocido como copyright, propio de la tradición del derecho consuetudinario anglosajón, comulga con el derecho patrimonial latino en cuanto avocarse primordialmente al aspecto comercial que permite la explotación o la copia de una obra, se basa centralmente en consideraciones económicas. Para el copyright el derecho moral no es primordial, de ahí su gran orfandad humanística. Lo que es de notar es que tanto la posición del derecho de autor (moral) que defiende Diderot, como la del derecho de propiedad, patrimonial, que interesa a los libreros en ningún momento consideran el derecho universal del lector, lo que va a ser relevante en la tercera escenificación histórica.

A lo largo de los cuatro siglos que median entre la censura y bibliofágia de Jorge de Burgos y la cruzada autoral de Diderot en Occidente se define la figura del autor en consonancia con los aparatos editoriales así como los dispositivos jurídicos que la acotan. Lo que por otra parte redunda en el ahondamiento del antagonismo de esas dos instancias que de una u otra forma detentan la propiedad intelectual (derecho de autor y derecho de propiedad) contra la universalidad de la lectura la cual entraña una búsqueda de posesión de la obra por parte del dominio público. Tendrán que pasar otros dos siglos para que esta problemática evolucione mostrando nuevas aristas.

Hacia fines del siglo XX una escena que se ha tornado común e incluso por lo mismo trivial es la de millones de individuos a lo largo de todo el mundo sentados(as) frente a la pantalla de una computadora devorando ingentes cantidades de información de toda índole. Tal escena ha sido producto de una revolución en las telecomunicaciones, que incluso ha reconfigurado el orden social en sus múltiples estructuras. En la década del setenta comienzan a desarrollarse las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC), rápidamente tales tecnologías evolucionaron, alcanzando formas más sofisticadas y veloces en la producción, recuperación y transmisión de información. Reconfigurando con ello las nociones tradicionales de espacio y tiempo en relación a la información. Y en el inicio del siglo XXI las TIC se han convertido en un factor que a la par de reconstruir el universo de la información son también el centro de controversiales debates así como de la constitución de toda una mitología tecnológica nimbada por el imaginario social. Tienen su origen en un pasado reciente, que sigue pasando y por lo mismo es un pasado que no ha dejado de ser presente.

Las TIC también han reconstituido la ancestral relación de las sociedades con la información. Como nunca antes las personas tienen acceso a océanos de información en los que pueden navegar con sólo pulsar el timón de unos clicks. Lo que ha acarreado problemas de diversa índole que van desde los de carácter social de cómo las TIC afectan las esferas política, económica y cultural; hasta problemas de carácter cognitivo: ¿Qué hacer con esa desmesura de información? ¿Cómo procesarla intelectivamente para que genere procesos creativos y no sólo pasmo mental?... Estas nuevas formas de relación entre las sociedades y la información ha replanteado la interacción entre el particularismo de la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura: como jamás lo hubieran podido imaginar Jorge de Burgos y Diderot.

El arrollador avance globalizador de las TIC va a darle a la universalidad de la lectura una preponderancia que ya no va a poder ser soslayada.10 Al abrir las puertas de la información como llevan a cabo las nuevas tecnologías pareciera que hacen caer las antiguas limitantes que pesaban sobre la cantidad y el tipo de información a la que se podía tener acceso: con lo que la delirante censura de Jorge de Burgos acaba por derrumbarse. Asimismo, el que ahora los(as) usuarios(as) de las TIC puedan participar más activamente en la elaboración individual o conjunta de una textualidad fluyente, así como en la alteración de textos ya existentes, para lanzarlos a la red: con lo que la cruzada autoral de Diderot comienza a perder el rumbo. Y en cuanto a la proliferación de copias de las obras que favorecen las TIC pone en jaque los derechos patrimoniales o copyright de los editores. Todo lo cual obliga a replantear los marcos jurídicos sobre la propiedad intelectual y la universalidad de acceso a las obras, como lo ilustra Juan Voutssas, sobre todo con la particular cuestión del derecho de copia:

Con el advenimiento de las publicaciones electrónicas y la posibilidad de las bibliotecas y del público de efectuar copias muy fidedignas y masivas de las obras, es necesario poner en contexto nuevamente las legislaciones mundiales para que el equilibrio sea restablecido. Es cierto que el publico se vuelve ahora un riesgo potencial para el editor en la medida que puede copiar y distribuir masivamente una obra y por ende debe ser controlado, pero también es verdad que el público no puede ser tratado y restringido partiendo del supuesto de que siempre se convertirá en otro editor comercial. El público ha creado derechos y costumbres de cómo usar una obra y a obtener sus “copias incidentales temporales”, como ha sido ratificado nuevamente en la DMCA a lo largo de siglos, y es imposible ahora simplemente pretender que cuando se paga por una obra sólo se adquiere el derecho de ver esa obra por un periodo finito de tiempo, o en un solo lugar, y que es exclusivamente para sus ojos y no puede ser compartida en modo alguno. Eso va en contra de la naturaleza hombre-libro. Ningún modelo comercial, tecnológico o legal de alta restricción entre los establecidos a la fecha parece prometer algo real para el futuro. El equilibrio entre el derecho de comercializar de unos y el derecho de copiar de otros debe ser reestablecido en la era digital; la formula debe ser de ganancia para ambos; ninguna otra fórmula funcionará a la larga. Como afirma la sabiduría popular: Todos los extremos son malos.

Las TIC reconfiguran por consiguiente la cuestión del derecho de copia, puesto que desplaza el foco que antes concentraba la atención como era la pugna entre los distintos editores por la posesión de las obras, lo que generaba (o degeneraba) en feroz competencia, con todos los subterfugios que ello acarreaba por ambas partes. Guerra de la que quedaban excluidos(as) los(as) lectores(as); ahora la atención recae precisamente sobre estos(as) últimos(as), lo que a su vez pone en predicamento la universalidad de la lectura que favorecen las TIC. Universalidad que parecía que realizaba por mediación de las TIC la vertiginosa apropiación del contenido textual de las obras conjugándose con la posesión material de las mismas por vía de su derecho de copia. Pero conforme las TIC alcanzan un mayor desarrollo, lo que implica una mayor complejización en su estructura se estabilizan el conocimiento y la concepción que sobre tal tecnología se tiene socialmente: “ya no ofrecen asombro” son parte de la vida cotidiana. Todo lo cual permite introducir una normatividad jurídica acorde a las peculiares característica de las TIC, con lo cual se restablecen los derechos de autor y de propiedad: con lo que a su manera se reactiva el conflicto de intereses entre propiedad intelectual y universalidad de la lectura.

Ahora bien, la especificidad que entraña esta tercera escenificación histórica en relación a las dos anteriormente expuestas, es que en ella se lleva al límite el conflicto aquí rastreado, y que por lo mismo deja entrever otras alternativas, vías distintas, por donde pudiera discurrir. Tal vez la completa realización de la universalidad de la lectura, una vez que las TIC le han mostrado ese camino, se lleve a cabo cuando estas instancias tecnológicas sean socializadas verdaderamente; lo que a su vez, con un cierto halo utópico podría redundar en la difuminación de la cuestión de los derechos de autor y de propiedad. Aunque es claro que las soluciones al problema en este momento son de otra índole. También es de acotar que esta última escenificación se desenvuelve en un contexto histórico y sociocultural muy diferenciado a los contextos en que se desplegaron las otras dos escenificaciones. El contexto con el que se entretejen las TIC puede ser considerado también como un punto final en la trayectoria de una figura fundamental en el desarrollo civilizatorio de la modernidad occidental: la de la subjetividad y, más aún, la muerte de la subjetividad.

La construcción de la subjetividad comienza a asomarse desde el ocaso de la Edad Media: fue la figura que dio forma a una concepción del hombre diferente a la del hombre medieval. Tal subjetividad se caracteriza por circunscribir al hombre a un marco individual ya no atado a los nexos comunales. Lo que lo hace libre y autosuficiente, cuyo factor englobador y potenciador de tales atributos es la racionalidad. La subjetividad se encuentra, por tanto, signada por la racionalidad que le da un carácter propio y diferencial a cada individuo respecto a los(as) demás(as), es signo definitorio de la identidad de cada persona. El hombre moderno concebido como subjetividad dio la pauta para el despliegue y cohesión de los procesos históricos que conformaron el mundo moderno occidental. Pero además, como puede deducirse, tal subjetividad por su propia conformación y tendencia va a contramarcha de la universalidad de la lectura.

En la primera escenificación histórica podemos apreciar como la precoz manifestación de la subjetividad se hace presente en el protagonista de El nombre de la rosa, Guillermo de Baskerville. Es una personalidad claramente individualizada entre los otros personajes coetáneos de la novela (y de su tiempo). Individualidad cuya base de sustentación es una racionalidad inquisitiva, que todo el tiempo está en busca del conocimiento. De ahí su inclinación científica que lo lleva a cuestionar los dogmas establecidos, pero que lo hace acreedor de suspicacias y reprimendas de la comunidad clerical. Guillermo de Baskerville es una individualidad crítica, cuya compleja interioridad es ya una prefiguración de la subjetividad moderna, a contramarcha de Jorge de Burgos que encarna el respeto y la sumisión a la autoridad de Dios y a la institución eclesiástica. Es la voz indiferenciada de la comunidad religiosa que teme a la racionalidad que cuestiona el orden establecido. El bibliotecario ciego es el paradigmático representante del viejo orden feudal que comienza su eclipse.

Para el siglo XVIII la subjetividad ha definido y clarificado perfectamente sus perfiles. Diderot como autor así como su argumentación sobre los derechos de autor son clara muestra de una subjetividad ya instituida. Nuestro filósofo de las luces tiene una conciencia nítida sobre su individualidad que, incluso, lo diferencia respecto de los otros famosos filósofos de la Ilustración, como Voltaire y Rousseau, que son sus pares. Y además sabe que el fundamento de su individualidad es la manera en cómo ejerce la racionalidad que es ahí de donde emerge su obra. Por eso su obra, en cuanto autor, tiene su propia impronta que hace que en lo profundo le pertenezca y que la diferencie respecto a la obra de todos los demás autores. Todo lo cual de manera coherente lo lleva a creer, justificar y defender el derecho de autor o, en otros términos, la subjetividad creadora y diferenciada de cada uno de los autores.

A lo largo del siglo XX todas las hecatombes y avances tecnológicos, que en buena medida fueron producto de la subjetividad racionalista, llevaron a la quiebra a la misma subjetividad. Al grado de que en las décadas finales de esa centuria se hablara de la muerte de la subjetividad. Aunque en realidad ésta ha mutado sobreviviendo entre los intersticios de las sociedades masificadas y globalizadas del mundo actual; por lo que más bien debería hablarse de una “subjetividad blanda”. Pero tal mutación ha dejado en evidencia aquello que ha encubierto el largo periplo histórico de la subjetividad occidental y que fue visto con lucidez por el filósofo galo Michael Foucault. Lo que ahora conduce a esta argumentación clarificadora del problema aquí tratado al abordaje del eje diacrónico, filosófico.

Foucault en uno de sus más deslumbrantes textos ¿Quést-ce qu’un auteur? Hace una reflexión en la que busca dilucidar el problema de “qué es un autor” en la cultura occidental. Reflexión que es un afluente del gran cauce de su obra que es la crítica del discurso. Para Foucault la elaboración y circulación del discurso permite el movimiento y cohesión de las sociedades. Por lo que el discurso se articula de manera específica en cada esfera social; así, puede adquirir un valor comunicacional cuando se desenvuelve a través de la realidad social cotidiana. Por su parte en las esferas profesionales el discurso adquiere una textura cognoscitiva, acorde con las necesidades de los(as) integrantes de tales espacios, cuya relación radica en el intercambio de conocimientos organizados. Pero tanto en una u otra manifestación del discurso subyace el despliegue del poder. Con lo que entramos en el ámbito de lo que Foucault define como la microfísica del poder, esto es, el poder que se manifiesta en las relaciones cotidianas entre los(as) individuos.

Foucault acuña el arduo neologismo gubernamentalidad para expresar con el la manera de cómo el poder se manifiesta a través del discurso. Gubernamentabilidad es el gobierno de la conducta del(de la) otro(a) por medio del discurso para que obedezca los mandatos del(de la) que emite el discurso. Pero ese movimiento es bidireccional, el(la) que dirigía la conducta del(de la) otro(a) a su vez es dirigida su conducta por ese(a) otro(a). Así la microfísica del poder muestra cómo el discurso fluye anónimo y multiforme a lo largo de todo el cuerpo social. Pero esa forma de desplegarse el discurso que exhibe la unidad innominada de la colectividad, donde nadie se diferencia de los(as) demás y donde unos(as) y otros(as) se retroalimentan discursivamente, se transfigura cuando el discurso es atribuido a alguien, con lo que se construye la figura del(de la) autor(a):

Finalmente, el nombre de autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso, el hecho de tener un nombre de autor, el hecho de que pueda decirse que <>, o que <>, indica que este discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va, que flota y que pasa, una palabra inmediatamente consumible, sino que se trata de una palabra que debe ser recibida de un cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto.

Como señala Foucault en el texto supracitado, el dispositivo llamado “autor” es el discurso que ha sido descuajado del fluir de la palabra cotidiana, dotándosele de un estatuto especial: es la ruptura de un cierto grupo de discursos y que los singulariza, recortándose sobre el amplio océano de los demás discursos. Pero cuya singularización hace las veces de barrera que limita, que conjura a los demás discursos y sus significantes.

Así el discurso al ser seccionado y focalizado en la figura del(de la) autor(a) oculta su fuente y le dota de legitimidad y poder discursivo. Las diversas obras escritas por un individuo le son adjudicados bajo el rubro de autor(a) de las mismas. Y la crítica legitima la obra del(de la) autor(a) al mostrar la unidad estilística y de contenido aún por sobre sus variaciones e incluso rupturas. El discurso así legitimado de un(a) autor(a) deja en claro que sólo él o ella podía haber creado tal obra y nadie más, lo que le da una aureola de poder respecto a los demás discursos que circulan en la sociedad, de donde en última instancia ese discurso fue extraído. Esta visión del(de la) autor(a) como productor(a) de una obra, esto es, de un discurso propio y diferenciado de los demás es lo que tenían en mente Diderot cuando defendía el derecho de autor: él no hubiera aceptado que su obra en conjunto era una emanación de la constelación del discurso social; cosa que estuvo más cerca de entrever Condorcet. Bajo el supuesto de que el discurso diderotiano es un fragmento del discurso colectivo, bien podría argüirse que en el siglo XVIII Diderot era todos sus contemporáneos y todos ellos a su vez eran Diderot. Y así al volver la obra de Diderot a su fuente originaria, los discursos sociales, redime su individualismo (subjetividad), al fundirse en la fragua de la universalidad colectiva. Y más aún perforando el tiempo, nosotros(as) también somos Diderot y él es todos los hombres del naciente siglo XXI. Lo cual también fue intuido con luminoso genio literario por Jorge Luis Borges, que siempre comprendió su obra como caja de resonancia de un sin fin de voces, de ahí su profundo carácter intertextual; su discurso es nuestro discurso: todos(as) somos de múltiples formas Borges.

Después de la senda hasta aquí recorrida podemos apreciar como se cruza el eje sincrónico (histórico) con el eje diacrónico (filosófico) y en el exacto punto de intersección se encuentran las señalizaciones de la propiedad intelectual y la universalidad de la lectura que indican caminos seguidos o por seguir. A través del largo arco histórico de la modernidad representado en tres escenificaciones se siguió la gestación, desarrollo y ocaso de la subjetividad occidental. Tal subjetividad ha sido el marco dentro del cual se recorta la figura del(de la) autor(a): por lo que puede decirse que la condición de posibilidad para la conformación del(de la) autor(a) es la subjetividad. Tenía que de haberse dado un retraimiento de la colectividad hacia el racionalismo individualizado para que a su vez se seccionara un segmento del discurso social asignándole la función de autor(a), el cual a su vez propició la causa jurídica que acabó por delinear los contornos de tal situación. Así el derecho de autor y el derecho de propiedad más allá de establecer instancias jurídicas de protección para el(la) autor(a) o el editor, sanciona y brinda legitimidad al proceso de subjetividad y con él a la figura de autor(a), con lo que se termina por soslayar el movimiento de la marea social de donde tal subjetividad y el autor surgieron. Lo que finalmente dio lugar al antagonismo entre propiedad intelectual y la universalidad de la lectura. Antagonismo que visto al trasluz de lo aquí expuesto debe de plantearse más como una pregunta abierta: ¿conflicto de intereses?

Pregunta que en cuanto tal es un problema que, en este caso, más que darnos una respuesta nos conduce al umbral de nuevos problemas. Con lo que puede apreciarse cuán poco se ha adelantado en la respuesta a este problema tan importante para la Bibliotecología. Pero algo se ha logrado con esta labor de asepsia argumentativa: clarificar el problema al exhibir las fuerzas profundas que le han dado forma a lo largo de la historia.

Notas

1 Recibido el 15 de abril del 2010, aceptado el 30 de abril del 2010

2 Investigador, Centro Universitario de Investigaciones Bibliotecológicas, Universidad Nacional Autónoma de México.

3 Lo que obligó a que el gigante de la Internet tuviera que retirar un centenar de obras francesas que había incluido sin autorización en su biblioteca online.

4 Por las obvias razones de las limitaciones del formato cinematográfico, la adaptación que se hace de la novela deja de lado la gran riqueza histórica y teológica que Umberto Eco tan laboriosa y documentadamente construyó en su obra maestra literaria.

5 Eco, Umberto, El nombre de la rosa, España, RBA Editores, 1993, pp. 446-449

6 Diderot, Denis, Carta sobre el comercio de libros, Argentina, FCE, 2003, Estudio preeliminar Roger Chartier, p. 13.

7 “El alegato de Diderot en favor de los privilegios de librerías subvierte, de hecho, su definición tradicional y los reduce a no ser más que la sanción oficial de un contrato que es suficiente por sí mismo para fundar el derecho de propiedad. De este modo, identificado con un título de posesión, el privilegio debe ser respetado por la autoridad pública dado que constituye uno de los derechos fundamentales de los „ciudadanos‟. Sólo los tiranos se atreven a expoliar a los propietarios de sus bienes, reduciéndolos a sí a la condición de „siervos‟. Al incluir el privilegio dentro de la lógica del contrato, Diderot disocia implícitamente los títulos de posesión de los libreros, cuya legitimidad descansa enteramente en la convención pretérita entre dos sujetos libres, y los dispositivos corporativos y estáticos que rigen el comercio de libros.” Ibíd., p.14.
8 Ibíd.. p. 26.

9 “Es la razón por la cual, en cuanto a la propiedad de los autores sobre sus obras, Diderot y Condorcet defienden conclusiones radicalmente opuestas. Para el primero, se trata de un derecho legítimo e inalienable, salvo por decisión propia; para el segundo, la propiedad de los autores es una pretensión nociva y contraria al interés general. Regresando a las dos definiciones incompatibles de lo que es una obra –expresión de un genio singular o vehículo de verdades universales– la oposición traduce también las relaciones muy diferentes establecidas por Diderot y Condorcet con el mundo de la edición. Entre el escritor que vivía de su pluma y el marqués que disfrutaba de sus rentas, son pocos los rasgos comunes; salvo el hecho de que sus dos textos inspiraron a las asambleas revolucionarias una legislación ambigua que intentará conciliar sus tesis incompatibles”, Ibíd.. pp. 28-29.

10 También mezclados, o más bien confundidos, están los modos de lo universal y lo general. Hablar con todos y tener acceso a todo el saber, como lo reivindican los internautas, sólo puede entenderse como una generalidad transformada en universal. Una cosa es adicionar unidades (aquí, los usuarios), y otra es plantear un principio de universalidad. En efecto, es universal toda ley cuya verdad, oponible a todos, ha sido proclamada ante el conjunto del pueblo o de sus representantes, o surgió incluso de redes selectivas de opinión, elaborada por instituciones. Pero para Internet, el número, la generalidad, constituyen, en principio la universalidad. Sfez, Lucien, Técnica e ideología, un juego de poder, México, Siglo XXI, 2002, p. 36.

11 Voutssas, J., Bibliotecas y publicaciones digitales, México, CUIB-UNAM, 2006, p. 215.

12 Nótese que las disposiciones que el copyright imponía eran limitaciones a acciones que ningún lector normal podía realizar por sí mismo, por lo que de hecho no suponían ningún problema para el usuario. Los derechos de la propiedad intelectual intentaban regular productos tangibles, manufacturados. El fundamento estaba en el soporte físico. El copyright era una regulación industrial. En la medida en que se van conformando las legislaciones de derechos autorales a lo largo del siglo XIX es conveniente resaltar que el espíritu de la ley que animó la restricción para copiar en todas ellas nació como una restricción para otros impresores, no para el público. El derecho de copia, más allá de los derechos morales que protege a un editor, a quien el autor le ha cedido los derechos patrimoniales de una edición, de otros editores para que no le dupliquen su edición y le disminuyan sus posibles ganancias. En la reproducción vía imprenta el riesgo no provenía del público sino de otros impresores rivales; para el público no era práctico poder conseguir una imprenta y empezar a obtener copias de una obra. Por ello la venta de las copias ya impresas y pagadas por parte del público, no representaban ningún riesgo económico para el editor, ni siquiera si él decidía por algún medio manual obtener una copia para sí. No era necesario amenazar con cárcel a un lector que obtenía así una copia eventual”. Ibíd., pp. 213-214.

13 Cfr., Bürger, Peter y Bürger, Christa, La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blabchot, Madrid, Akal, 2001.

14 Foucault, Michael, “¿Qué es un autor”, en: Entre filosofía y literatura, Obras esenciales. Vol. I, España, Paidós, 1999, p. 338.

15 “Pero existen también unas razones que dependen del estatuto “ideológico” del autor. La pregunta se convierte entonces en: ¿cómo conjurar el gran riesgo, el gran peligro mediante el que la ficción amenaza a nuestro mundo? La respuesta es que puede conjurarse a través del autor. El autor hace posible una limitación de la proliferación cancerígena, peligrosa, de las significaciones en un mundo donde no sólo se economizan los recursos y riquezas sino también sus propios discursos y sus significaciones. El autor es el principio de economía en la proliferación del sentido. Por consiguiente, debemos proceder al derrocamiento de la idea tradicional de autor. Estamos acostumbrados a decir, lo hemos examinado antes, que el autor es la instancia creadora de la que brota una obra en la que se deposita, con una infinita riqueza y generosidad, un mundo inagotable de significaciones. Estamos acostumbrados a pensar que el autor es tan diferente a todos los demás hombres, hasta tal punto trascendente a todos los leguajes, que a partir del momento en el que habla el sentido prolifera y prolifera indefinidamente. La verdad es completamente diferente: el autor no es una fuente indefinida de significaciones que se colmarían en la obra, el autor no precede a las obras. Existe un cierto principio funcional mediante el que, en nuestra cultura, se delimita, se excluye, se selecciona: en una palabra, el principio mediante el que se obstaculiza la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, descomposición, recomposición de la ficción. Si estamos acostumbrados a presentar al autor como genio, como surgimiento perpetuo de novedad, es porque en realidad lo hacemos funcionar de un modo exactamente inverso. Diremos que el autor es una producción ideológica en la medida en que tenemos una representación invertida de su función histórica real. El autor es pues la figura ideológica mediante la que se conjura la proliferación del sentido.” Ibíd., pp. 350-351.