Revista Latinoamericana de Derechos Humanos
Volumen 29 (1), I Semestre 2018, EISSN: 2215-4221
Doi: http://dx.doi.org/10.15359/rldh.29-1.1

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Multiculturalidad y pluralismo jurídico:

Nuevas perspectivas para la construcción del discurso sobre los Derechos Humanos1

Multiculturalism and Legal Pluralism: New Perspectives for the Construction of the Discourse on Human Rights

Pluralismo Jurídico e Multiculturalidade: Novas Perspectivas para a Construção de Discursos sobre Direitos Humanos


Ana María Bonet de Viola2

Resumen

Este trabajo aborda la cuestión de la vigencia y adaptación de los discursos clásicos-liberales sobre los derechos humanos en el contexto de multiculturalidad de la comunidad global. Metodológicamente se utiliza un enfoque genealógico, que, a partir de la crisis de la teoría clásica sobre los Derechos Humanos, fundada en la lógica de la identidad, pretende rastrear alternativas discursivas diferentes en gestación, en vistas a una re-construcción pluralista del sistema de Derechos Humanos. Este recorrido se llevará a cabo a través del abordaje de las crisis de los postulados universalistas, laicistas y liberales, que constituyen los principales ejes críticos que perfilan el debate actual en la materia. De esta manera, se propone analizar este proceso de transformación discursiva, que define la arena jurídica para el desarrollo venidero en materia de Derechos Humanos, poniendo de relieve el potencial de los discursos de la diferencia para la superación de las crisis generadas a partir de la lógica individualista de la identidad.

Palabras claves: Derechos Humanos, Multiculturalidad, Pluralismo Jurídico, globalización del Derecho, Derecho Moderno, discurso de la diferencia.


Abstract

This paper addresses the issue of the validity and adaptation of classical-liberal discourses on Human Rights in the multicultural context of the global community. A genealogical approach is methodologically introduced, which, from the crisis of the classical theory on Human Rights founded on the logic of identity, aims to trace different discursive alternatives that are still in development, towards a pluralistic re-construction of the system of Human Rights. This itinerary will include an approach to the crisis of the universalistic, secular and liberal postulates, which constitute the main critical axes that shape the current debate on the subject. It is thus proposed to analyze the process of discursive transformation which defines the legal arena for future development in the field of Human Rights, highlighting the potential of the discourses of difference which would help to overcome the crises stemming from the individualistic logic of identity.

Keywords: human rights, multiculturalism, legal pluralism, globalization of law, modern law, discourse of difference.


Resumo

Este artigo aborda a questão da validade e adaptação dos clássicos discursos liberais sobre direitos humanos, no contexto de multiculturalismo da comunidade global. Metodologicamente, se utiliza uma abordagem genealógica, que, com a crise da teoria clássica sobre Direitos Humanos, com base na lógica da identidade, tem o objetivo de acompanhar diferentes alternativas discursivas vigentes, tendo em vista uma reconstrução pluralista do sistema de Direitos Humanos. Esta analise será feita abordando a crise dos princípios de laicidade, universalista e liberal, que são os principais pontos críticos de fundo no atual debate sobre esse tema. Desta forma, a proposta é analisar o processo de transformação discursiva que define a área jurídica para o desenvolvimento futuro relacionado aos Direitos Humanos, destacando o potencial dos discursos das diferenças para superar as crises geradas a partir da lógica individualista da identidade.

Palavras chave: Direitos Humanos, multiculturalismo, pluralismo jurídico, globalização do direito, direito moderno.

Introducción

La consagración normativa internacional de los Derechos Humanos, hace ya más de medio siglo, dio lugar a una abultada proliferación de discursos en torno a la cuestión de su fundamentación y alcance. Las graves problemáticas sociales vigentes, ambientales y humanitarias, ponen en evidencia, empero que, lejos de agotarse el desarrollo de dichos discursos, la agenda de los Derechos Humanos aún está pendiente y sigue más vigente que nunca. Pero sobre todo, estas carencias ponen de relieve que es necesario un replanteo de sus fundamentos y perspectivas, en vistas a una convivencia más solidaria y más pacífica de la comunidad global.

Como hipótesis principal, se sostiene que la teoría clásica de los Derechos Humanos, construida sobre los pilares liberales e individualistas de la Ilustración, encuentra serias dificultades de armonización pacífica con el contexto multicultural de la comunidad global, pues la lógica de la identidad que le es inherente resulta incompatible con el acontecimiento de una convivencia armónica en la diferencia.

Para explicar esta incompatibilidad, y desde una perspectiva genealógica, se analizan ciertos factores decisivos en la construcción moderna de la lógica de la identidad como sustento de la teoría clásica de los Derechos Humanos. La influencia liberal proveniente de la modernidad ilustrada, que debe sus pilares ideológicos a la Revolución Francesa, tuvo, por ejemplo, un rol determinante. Así también, el contexto de posguerra fue fundamental para el surgimiento del sistema jurídico de los Derechos Humanos como límite al autoritarismo estatal. Por otro lado, el poder económico transnacional influyó de manera decisiva en la última etapa del desarrollo del discurso relativo a los Derechos Humanos, y sobre todo en su homologación ideológica y normativa con el modelo de desarrollo occidental, que, en la práctica jurídica, contribuyó a que prevalezcan los derechos de la libertad por sobre los sociales y ambientales.

Sin embargo, el fracaso global de tal desarrollo unilateral y sobre todo la identificación de su perspectiva discursiva y el modelo de desarrollo que sustenta con las crisis sociales, humanitarias y ambientales vigentes, dan lugar, cada vez más, al surgimiento de enfoques alternativos en torno a los Derechos Humanos, que prometen definir su arena en el futuro (Sousa Santos, 2010).

En esta línea, por ejemplo, se encauzan los debates, incluso en el seno de Naciones Unidas, sobre las colisiones entre los Derechos Humanos y el sistema económico vigente,3 las perspectivas pluralistas y multiculturalistas, que ponen en cuestión la visión universalista clásica de los Derechos Humanos (Sousa Santos, 2010; Shiva, 2006; Fischer-Lescano, 2005), y los enfoques sociales y tercermundistas, que buscan adaptarlos al contexto multicultural de la comunidad global (Fischer-Lescano y Möller, 2012; Barreto, 2012; Sousa Santos, 2010).

Este trabajo analiza esta transición discursiva a partir de un enfoque genealógico: partiendo de la crisis de la teoría clásica sobre los Derechos Humanos, basada en la lógica de la identidad, rastrea alternativas discursivas diferentes en gestación, en vistas a una re-construcción pluralista del sistema de Derechos Humanos.

Ello se llevará a cabo a través del abordaje de tres crisis que afectan el debate actual sobre los Derechos Humanos: la primera se refiere al alcance internacional de los enfoques universalistas a partir de su confrontación con el contexto multicultural de la comunidad global. La segunda pone en cuestión la hegemonía del laicismo racionalista como fundamento de expansión del discurso racionalista-liberal de los Derechos Humanos. La tercera hace referencia a la influencia del modelo hegemónico liberal en la dificultad de los Derechos Humanos, sobre todo los de contenido social y ambiental, en lograr su exigibilidad en cuanto tal. La presentación de estas crisis de los discursos clásicos hegemónicos se llevará a cabo en diálogo con alternativas discursivas en construcción, que a partir de la consideración de las diferencias, pretenden generar un sistema pluralista que permita adaptar los Derechos Humanos al contexto de diversidad de la comunidad transnacional.

La crisis del alcance: universalismo y multiculturalidad

El cuerpo teórico sobre el que se sostienen los Derechos Humanos se gesta con y a partir de los acontecimientos forjadores de la modernidad misma. Más allá de la discusión sobre su precedencia “natural”, cuyos orígenes pueden remontarse todavía más atrás, el proceso de consagración normativa de los Derechos Humanos durante la posguerra encuentra su origen en ocasión de las revoluciones occidentales de finales del siglo XVIII: la Revolución Americana de 1776 y la Francesa de 1789. Los postulados liberales que alentaban tales revoluciones se plasmaron en los sistemas jurídicos que, a partir de entonces, se establecieron como derechos fundamentales en las constituciones modernas, y desde el final de la Segunda Guerra Mundial, como Derechos Humanos en los pactos internacionales.

Así, con la modernidad se estructuró un sistema de convivencia social que permanece vigente hasta nuestros días, a saber: el Estado liberal y su sistema jurídico se instauraron bajo el presupuesto hobbesiano de la violencia total, de todos contra todos, inherente a la dinámica autorreferencial e individualista de la lógica antropocéntrica moderna, fundada en torno al concepto de identidad. En este marco, el derecho público funciona como límite de la violencia intrínseca de la individualidad de los particulares (protegida por otro lado, por el derecho privado), y los Derechos Humanos –o fundamentales– como límite a la violencia propia del Estado, como límite al autoritarismo estatal (Cf. Mattei, 2013).

En el ámbito internacional, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tuvo un rol fundamental en la expansión global de este sistema. En primer lugar, la firma de los principales documentos internacionales en materia de Derechos Humanos se llevó a cabo en su seno. Pero además, ella tuvo un papel decisivo en la promoción de la adhesión ulterior de cada vez más naciones a tales pactos, y de esa manera, en la expansión mundial del sistema jurídico occidental. A través de ella se propulsó, en definitiva, la globalización del derecho como expansión del sistema hegemónico occidental, plasmada en los documentos internacionales de Derechos Humanos (Sousa Santos, 2010; Sousa Santos, 2002; Chimni, 2006).4 Esta colonización ideológica, inculcada universalmente a través de sistemas educativos basados en los principios intelectualistas de la Ilustración y el Enciclopedismo (Da Silva, 1997), se impuso jurídicamente, en nombre de la civilización, a través de la conquista del monopolio de la violencia estatal (Barreto, 2012a, p. 3). De esta manera, la ONU y el derecho internacional público llevaron a cabo la pretensión universalista occidental (Chimni, 2006).

Aunque puedan identificarse antecedentes teológicos en los fundamentos universalistas de la Europa imperial medieval, recién en la modernidad se instauró la lógica secular racionalista que impregnó el postulado de universalidad en materia de Derechos Humanos. El racionalismo moderno, a partir del postulado de una razón única, formal y universal, sentó las bases del universalismo, pretendiendo justificar una teoría jurídica sin tiempo ni espacio, descontextualizada (Barreto, 2012a). Ello se tradujo a nivel jurídico en la pretensión occidental de instaurar un sistema global y eterno de “derechos del hombre”, en torno a un individuo abstracto, ahistórico, aislado, “natural” y prepolítico (Ciaramelli, 2003). Esta descontextualización implica una abstracción que conduce a la eliminación de las diferencias y en este sentido significa violencia para con la alteridad.

Incluso las propuestas de superación del racionalismo con base en la experiencia, como la de una “experiencia humana elemental” que se desarrolla en la relación entre culturas (Cartabia, 2008, p. 42), no logran superar esta descontextualización, porque permanece en la lógica de la identidad. La experiencia es siempre autorreferencial, porque es siempre del yo. En efecto, el contexto europeo, o “las experiencias humanas europeas” que impregnan la teoría de los Derechos Humanos colisionan con los contextos no-europeos –o las “experiencias humanas no-europeas”– sobre los que pretende expandirse.

Por ejemplo, la construcción antropocéntrica de un sistema jurídico en torno a lo humano, como es precisamente el sistema de los Derechos Humanos, deriva en la cosificación de lo no humano (Latour, 2010; 2012) y entra por eso en colisión directa con cosmovisiones holísticas como la cosmovisión andina del buen vivir, o el hinduismo que procuran una convivencia armónica entre todos los seres, incluidos los no humanos (Gudynas, 2009; Vanhulst & Beling, 2014; Shiva, 2006).

Así también, la lógica dominial del sistema de propiedad privada, convertido en derecho humano por la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (Art. 17) y el Protocolo I de la Convención Europea de Derechos Humanos (Art. 1), encuentran dificultades para lograr su conciliación con formas comunales de socialidad propia de muchos pueblos no europeos, como tantas comunidades indígenas (Chimni, 2006; Sousa Santos, 2010; Shiva, 2006).

Las propias ideas de vida y muerte difieren según las culturas, lo cual se pone de manifiesto sobre todo en la diversidad de razonamientos y justificativos frente a la pena de muerte, el aborto o la eutanasia. La concepción de intimidad e integridad física también varía; ello se evidencia, por ejemplo, en la diversa forma de acepción de actos –como la circuncisión, la ablación de clítoris o la colocación de aretes– como violaciones a la integridad física. En Alemania, por ejemplo, existe cierta reticencia en la colocación de aretes a los niños, acentuada sobre todo después de una sentencia condenatoria de unos padres y un rabino por los daños causados a un niño luego de que se infectara una circuncisión. Más allá de la discusión sobre la ponderación de dos derechos fundamentales como la libertad religiosa y la integridad física, estos casos abrieron el debate sobre la interpretación cultural del concepto de integridad física, que alcanza el tema de la colocación de aretes y la circuncisión hasta la cuestión de la ablación de clítoris (Conf. Greven, 2012).

Esta diversidad de perspectivas plasma una diversidad de experiencias, irreducibles a una experiencia única elemental y “humana”. La reducción de la diversidad de vivencias a una unicidad de la experiencia implica la eliminación de toda pluralidad genuina y, por lo tanto, de la alteridad en cuanto tal. Esta eliminación de lo diverso se realiza a la manera de una absorción de la alteridad en la identidad, lo cual deriva en su anulación o neutralización total.

En contextos de multiculturalidad, si existe una experiencia elemental es justamente la de la diversidad, la de la diferencia, que no es universalizable, porque no es reducible, porque por su carácter acontecimiental es escurridiza y no se puede cristalizar (Cf. Derrida, 2003).

Por eso, la construcción de un sistema de Derechos Humanos genuinamente pluralista debe superar la lógica identitaria de la socialidad como coexistencia autónoma. La convivencia en una auténtica paz de sistemas jurídicos diversos, solo es posible a partir de una lógica que no elimine la diferencia y que, por lo tanto, no neutralice la alteridad; es decir, que priorice la responsabilidad de los unos para con los otros. Esta responsabilidad que solo es concebible más allá de la lógica centrípeta identitaria de la autorreferencialidad.

La crisis de la fundamentación: laicismo y religiosidad

La consolidación del Estado laico en Occidente pareció desterrar la perspectiva religiosa del debate sobre la fundamentación del derecho y, por lo tanto, también de los Derechos Humanos. El racionalismo ilustrado logró imponer una justificación, a través del imperio de la ley –de la rule of law–, del poder político, sin recurrir a Dios. De esta forma se llevó a cabo una rebelión contra la alianza entre poder político e Iglesia, afianzada esta última en la expansión de las monarquías e imperios teocráticos medievales.

La Revolución Francesa reforzó estos esfuerzos secularizadores con la consagración de los pilares liberales, laicos, del Estado moderno, renegando así, de alguna manera, de la matriz política onto-teológica (tanto hobbesiana como hegeliana) que fundamentó ideológicamente su gestación (Lettieri, 2008). A partir de entonces se extendió en Occidente –y sobre todo en los países románicos5– una cierta reticencia a cualquier alusión religiosa en los ámbitos políticos e incluso públicos, relegando cualquier expresión de “lo religioso” o “lo espiritual” al ámbito privado de la intimidad (Viola, 2011).6

Esta delimitación de las esferas de lo público-secular, por un lado, y de lo religioso-privado, por el otro, es producto de la identificación del Estado moderno con la racionalidad universalista y secular de “la Razón”, que con la excusa de desterrar las mitologías medievales, impuso sus propias ficciones: la autonomía de la voluntad y la libertad absoluta del sujeto, la división entre lo público y lo privado y el imperio de la ley, que funcionan todas, plasmadas en los Derechos Humanos liberales, como garantía de protección del sujeto moderno (Mattei, 2013).

De esta manera, el secularismo racionalista francés instituyó conjuntamente en Occidente las bases del Estado laico y del laicismo: el imperio de la razón única –convertida kelsenianamente en ley– suplantó al imperio teocrático,7 consolidando políticamente la lógica autorreferencial y expansiva de la identidad. El discurso moderno fue constituido en torno a la centralidad del “sujeto moderno”, identificado con un individuo humano, masculino, adulto, activo, funcional, propietario y capaz y, por lo tanto, también y sobre todo, libre (Da Silva, 1997). Este discurso se sostiene en la lógica de la identidad, que justifica la centralidad cósmica del yo: un yo autorreferente, que prevalece, que tiende a imponerse frente a cualquier alteridad. Así, el discurso moderno otorga primacía a la identidad, relegando a cualquier alteridad (humana o no humana) a la marginalidad.

La genealogía iluminista del discurso clásico de los Derechos Humanos se impregnó en su consagración normativa, junto con los valores liberales modernos, en torno a los conceptos de libertad e igualdad, y su lógica - secular, individualista, autorreferencial, centrípeta, expansiva y excluyente - de la identidad.

Así, el potencial diferencial –en el sentido de la primacía de la alteridad– de la referencia teológica del poder político medieval, ya entonces a menudo socavado por espúreas alianzas político-eclesiales, fue definitivamente suplantado, en nombre del secularismo, por el paradigma autorreferencial identitario del Estado moderno. El príncipe de Maquiavelo destronó al Mesías de las religiones, imponiendo una dinámica sacrificial alternativa: la lógica mesiánica del sacrificio del sí mismo por el otro es definitivamente eliminada de la esfera política occidental y suplantada por la lógica identitaria del sacrificio del otro por el sí mismo (Lettieri, 2008). Esta lógica identitaria, racionalista, laicista, eurocéntrica y con pretensión universal, que se globalizó a través de la expansión occidental del Estado laico y su sistema jurídico hegemónico, es la principal fuente de inspiración de la concepción liberal clásica de los Derechos Humanos.

En este contexto de crisis que planteó la modernidad respecto del estatus político-religioso medieval, el catolicismo romano, influenciado por la filosofía occidental hegemónica, de matriz griega, logró compatibilizar los postulados racionalistas modernos con su pretensión de universalidad. El naturalismo consiguió satisfacer su pretensión de una fundamentación prejurídica del derecho, articulable con la doctrina cristiana, posibilitando la coexistencia pacífica –por lo menos en una paz formal– entre laicismo e Iglesia, a través del discurso secularista (Viola, 2011).

Ahora bien, cuando en el ambiente político occidental parece reinar este acuerdo secular, el debate sobre la fundamentación religiosa de los Derechos Humanos proviene de afuera de Occidente. En efecto, una de las principales dificultades planteadas por los países reticentes a la asimilación del discurso clásico de los Derechos Humanos, tiene que ver con su contenido laico y su escisión de la ética y la espiritualidad. Si bien la Carta Internacional de los Derechos Humanos (integrada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos –1945–, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos –1966– y el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales – 1966–), así como la mayoría de los documentos internacionales en materia de Derechos Humanos cuentan con una gran aceptación internacional, su recepción en los ordenamientos internos no se encuentra igualmente generalizada. Este diverso estado de desarrollo de los sistemas regionales refleja la dificultad que encuentran los países no (o menos) occidentalizados en la traducción local de los Derechos Humanos consagrados internacionalmente.

En el ámbito internacional, quienes han logrado un mayor grado de asimilación del esquema clásico-liberal-hegemónico de los Derechos Humanos han sido, además del Sistema Europeo, en primer lugar, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y, en segundo grado, el Sistema Africano. En cambio, los pueblos asiáticos y musulmanes encuentran cierta dificultad en la adaptación local del sistema hegemónico, sobre todo a causa de su carácter secular. En efecto no existen sistemas regionales de Derechos Humanos en Asia ni en Medio Oriente. La Carta Asiática de los Derechos Humanos es solo un documento propuesto por una ONG, que con el apoyo de la ONU, propulsa la integración de los Derechos Humanos en Asia. Por su parte, la Declaración Islámica Universal de los Derechos Humanos, de 1981, del Consejo Islámico de Europa (ONG con sede en Londres), la Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (CDHRI) del Cairo, de 1990, de la Organización de la Conferencia Islámica y la Carta Árabe de Derechos Humanos, de 1994, del Consejo de la Liga de Estados Árabes, tampoco son instrumentos jurídicamente vinculantes para los Estados, sino que representan más bien una reacción de algunas organizaciones locales con más o menos peso político, al discurso clásico de los Derechos Humanos reflejado en los instrumentos internacionales respectivos.

Si bien tanto África como Asia fueron también escenarios de colonización europea, puede advertirse en el sistema americano una correspondencia ideológica tal con el sistema hegemónico, que plasma el mayor grado de asimilación del ideal europeo ilustrado laico en el continente americano; aunque un reciente renacer de las cosmovisiones ancestrales originarias ponga en cuestión cada vez más la hegemonía clásica-hegemónica en el continente. Son paradigmáticas, en esta línea, las constituciones de Ecuador y Bolivia, que, en una conjunción susceptible de ser caratulada de sincretismo, plasman principios provenientes de cosmologías ancestrales como el Buen vivir, articulando armónicamente elementos religiosos con principios jurídicos como la comunalidad en el acceso a los recursos y los derechos de la madre tierra (Gudynas, 2009; Sozzo, 2014).

Por su parte, en el momento de justificar su reticencia a la recepción local de los Derechos Humanos, los pueblos asiáticos también señalan como límites del sistema hegemónico occidental, el individualismo y el carácter secular de estos, centrados en el concepto de autonomía, al encontrarlos como obstáculos para compatibilizar el sistema con sus cosmovisiones tradicionales, ajenas a la clara separación occidental entre ética y derecho. Esta reticencia fue puesta de manifiesto en diversos documentos como la Declaración de Bangkok, de 1993, firmada por Singapur, Malasia, Taiwán y China, o el comunicado de Singapur de 1991 sobre “Valores Compartidos”.

La secularización moderna del Estado, derivada de la soberanía del pueblo y su consecuente autorregulación, que eliminó toda idea de trascendencia de la esfera política en Occidente, no consigue ser receptada por los países asiáticos, cuyo profundo sentido de la espiritualidad, no logra desligarse del ambiente público. El principio de tolerancia, que favorece la autenticidad y la coexistencia, prevalece en Oriente frente a la pretensión occidental de neutralidad estatal (Habermas, 1999). Esta hostilidad frente al carácter secular de los Derechos Humanos se acentúa en los pueblos islámicos, en cuyos países la ley tiene un fuerte matiz religioso (Sousa Santos, 2010).

Esta crisis en torno a la fundamentación religiosa de los Derechos Humanos contribuye a justificar la búsqueda de escenarios alternativos que permitan la coexistencia de racionalidades diversas. Se trata de imaginar, en el marco de un pluralismo jurídico, sistemas normativos diferentes, que posibiliten la convivencia del secularismo occidental con cosmovisiones religiosas de profesión pública.

La crisis de la exigibilidad: liberalismo y solidaridad

La pretensión de universalidad y dominio –propios de la lógica de la identidad–, que debe sus orígenes ideológicos a la Europa grecorromana, es monopolizada en el ámbito global, desde la posguerra fría, por Estados Unidos (Mattei, 2003). Este desplazamiento del centro de poder mundial, que refleja la victoria de la racionalidad económica por sobre la académica y la política (Ciaramelli, 2003), se plasma también, como parte del proceso de globalización de Occidente, en la tendencia expansiva de los Derechos Humanos: estos se propagan junto con la dinámica capitalista de la acumulación, la explotación, el descarte y el derroche.

Esta correlación entre los Derechos Humanos y el sistema económico capitalista proviene de la impronta liberal que marcó sus orígenes, y continúa impregnando su implementación práctica, su justiciabilidad (Bonet de Viola, 2016). En efecto, el capitalismo es inescindible de la lógica identitaria de la libertad y el individualismo. En este sentido, cabe recordar la advertencia habermasiana acerca de la dificultad de gozar del bienestar capitalista independientemente de la asunción de sus postulados liberales (Habermas, 1999). La adopción del sistema capitalista implica necesariamente la aceptación de la lógica liberal de la identidad. Surgen aquí, de esta forma, dos cuestiones a tener en cuenta: la primera relativa a la posibilidad de lograr un genuino bienestar social en un sistema alternativo al capitalista, y la segunda, respecto del carácter genuino del bienestar capitalista, pues sus virtudes no se pueden separar de sus vicios. En efecto, la expansión del bienestar capitalista implica un nivel de consumo energético y de recursos –por ejemplo, los acondicionadores climáticos, los aparatos electrónicos– insostenibles globalmente por nuestro planeta (Meadows et al. 1973, 2006; Latouche, 2008, 2010; Sousa Santos, 2014). Por otro lado, la incorporación de la dieta occidental rica en grasas animales y azúcares implicó, y los pueblos orientales ya lo están experimentando, la aceptación de enfermedades relacionadas con la alimentación como la obesidad, la diabetes, la hipertensión. Ambas cuestiones son abordadas por las corrientes decrecentistas (Meadows et al. 1973, 2006; Latouche, 2008, 2010), posdesarrollistas (Escobar, 2005) y críticas del desarrollo en general (Sousa Santos, 2014), que objetan la hegemonía capitalista como único modelo de bienestar e incluso advierten acerca de las graves consecuencias sociales y ambientales de su expansión mundial. Tales consecuencias pueden ser analizadas incluso, desde el punto de vista de los Derechos Humanos, como efectivas violaciones a los derechos sociales y ambientales.

En este sentido, la expansión de los Derechos Humanos de contenido liberal, que son los derechos que responden a la lógica de la identidad, se realiza en el ámbito internacional a costa de los derechos sociales y ambientales, a costa de los derechos de la alteridad. En efecto, una realización seria, efectiva y a largo plazo de los derechos sociales y ambientales no es posible sino bajo un paradigma de responsabilidad, incompatible con la lógica autorreferencial de la identidad, que prioriza siempre los derechos por sobre los deberes.

Para impulsar tal predominio de las libertades –y la consecuente postergación de las responsabilidades–, esta lógica liberal favoreció la escisión de los Derechos Humanos en generaciones. Ello se plasmó en la división de estos en dos Pactos y permitió que algunos países, como Estados Unidos, adhieran a los derechos civiles y políticos pero no a los económicos, sociales y culturales. En el sistema internacional de Derechos Humanos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos incorpora de manera integrada derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Sin embargo, los Pactos respectivos, que receptan tales derechos de forma vinculante, escinden los Derechos Humanos según la clásica división en generaciones: derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por el otro. Ello permitió que Estados Unidos, fiel a su postura liberal, no ratifique su firma al segundo tratado. Para profundizar en las consecuencias de esta división véase Bonet de Viola (2016). Tal escisión sí afectó la exigibilidad de los derechos “de segunda y tercera generaciones” en cuanto tales, generando que los reclamos ocurran siempre en nombre de la libertad.

Esta prioridad de los derechos por sobre los deberes y las responsabilidades, que constituye el individualismo occidental, es incompatible con la prioridad que los pueblos asiáticos dan a la comunidad y acarrea una grave dificultad para la incorporación de los Derechos Humanos en los sistemas jurídicos internos orientales; pues los Derechos Humanos occidentales funcionan meramente como garantía de la libertad, como límites recíprocos de libertades protegidas (Habermas, 1999). En cambio, para cosmovisiones holísticas tales como la del dharma indio,8 estas dicotomías occidentales significan una simplificación artificiosa que escinde al individuo de su relación con el todo, en la que lo primordial es su deber de encontrar un orden, antes que cualquier derecho (Sousa Santos, 2010).

En tal escenario, y frente a la asimilación ideológica y práctica del sistema liberal europeo por los pueblos americanos, por un lado, y la reticencia oriental (sobre todo ideológica, a causa de la fortaleza del carácter debitorio del derecho en los países asiáticos), por el otro, el sistema africano es, de los sistemas de derechos humanos no europeos, en el ámbito transnacional, el que mejor logra integrar los postulados del discurso clásico con los propios de las tradiciones locales. En este sentido, cabe destacar cómo la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos (firmada en Banjul en 1986) incorpora los derechos civiles y políticos junto con los económicos, sociales y culturales de manera armónica, incluso integrándolos también con derechos de tercera generación como los derechos al ambiente y al desarrollo.

Esta integración armónica, única en el sistema internacional, coloca al sistema africano en una posición de vanguardia a nivel transnacional, ya que tanto los instrumentos internacionales multirregionales vinculantes, así como los de los sistemas europeo y americano, escinden los derechos individuales de la libertad de los sociales y comunitarios. Además, la denominación “Derechos Humanos y de los pueblos” plasma el perfil colectivo del sistema africano, que rompe con el individualismo del discurso clásico, en armonía con los postulados de comunalidad africanos (Battle, 2009; Gade, 2011). Es de resaltar esta articulación de lo individual con lo común, pues permite revalorizar el reconocimiento occidental de la individualidad del sufrimiento, que se plasma en la concepción subjetiva del reclamo por las violaciones de los Derechos Humanos (Sousa Santos, 2010), sin dejar de lado al mismo tiempo la importancia de lo común para la convivencia social, propia de las cosmovisiones africanas.

Perspectivas

El ámbito de los Derechos Humanos, por su contenido ético y relacional, tiene potencial para revertir la lógica de la colonización impuesta por el proceso de globalización, que hasta ahora ocurrió como expansión del Occidente hegemónico (Rajagopal, 2006) en vistas a una convivencia armónica en la diferencia.

Sin embargo, la adaptación del discurso de los Derechos Humanos al contexto multicultural de la comunidad global requiere un proceso de transformación de los ámbitos de discusión y construcción discursiva. Las pretensiones universalistas hicieron de los ámbitos de debate, espacios de confrontación, de lucha, entre identidades autorreferentes. El futuro de los Derechos Humanos exige comenzar a vislumbrar caminos más allá de Grecia y el eurocentrismo (Mignolo, 2003, p. 85), más allá de la lógica de la identidad.

El Estado moderno y su sistema liberal de Derechos Humanos hicieron posible el modelo vigente de “paz” internacional: una coexistencia determinada por un equilibrio tenso entre identidades autorreferentes. En este esquema, los Derechos Humanos contribuyeron a sostener la prevalencia global del paradigma occidental moderno, identitario y liberal.

Sin embargo, desde los márgenes de la modernidad, provienen cada vez más reclamos por una nueva paz, por un nuevo “contrato social”, fundado en la limitación no ya de la violencia total de todos contra todos, sino en la limitación de la desmesura de la responsabilidad de un individuo por otro. El desafío del pluralismo jurídico consiste justamente en la constante armonización de diferencias inabarcables, infinitas, escurridizas. La arena del derecho posee el potencial emancipatorio suficiente como para convertirse en espacio de verdadero diálogo, de verdadero intercambio con el Otro, en vistas a la construcción de una convivencia en la diferencia, de una convivencia que haga posible una paz genuina, que se concreta como convivencia responsable en y por la diferencia (Penchaszadeh, 2011).

El reclamo ético, espiritual y debitorio de los pueblos no occidentales, contiene algo de este “potencial diferencial”, y por eso constituye una coyuntura propicia para el desarrollo de esta forma alternativa de convivencia. En este sentido, el mismo Occidente cristiano está llamado a retomar el anuncio mesiánico del amor: la dinámica de la entrega –de sí mismo por el Otro– es la condición para cualquier convivencia en la diferencia, la condición para la paz (Derrida, 2000).

La traducción normativa de esta dinámica de convivencia en la diferencia, en materia de Derechos Humanos, implica repensar este sistema ya no como una unidad hegemónica, indivisible, homogénea, única, de derechos universales, sino como un conjunto heterogéneo, denso, complejo de derechos holísticos, vivos, diferentes. La ocasión para dicha forma alternativa del derecho exige la deconstrucción del esquema hegemónico imperante como condición precisamente para la convivencia en la diferencia, es decir como condición para la paz.

Referencias

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1 Este trabajo plasma los conceptos presentados en el seminario “La construcción del discurso sobre los Derechos Humanos. Nuevas perspectivas”, dictado por la autora en la Universidad Católica de Santa Fe, en 2016 y desarrolla los conceptos esbozados en el resumen publicado entonces por la Universidad.

2 Investigadora posdoctoral Universidad Católica de Santa Fe – CONICET, Santa Fe, Argentina. Doctora en Derecho (Universidad de Bremen, Alemania), Máster en Derecho – LLM (Universidad de Friburgo, Alemania), Abogada (UNL, Argentina), Mediadora. Directora del Proyecto de Investigación “Derechos Humanos y Desarrollo”, UCSF, Argentina. Miembro del grupo de investigación “Hacia la construcción de una regulación agroalimentaria. Perspectivas local, internacional y global”, UNL, Argentina. Docente UCSF, Santa Fe, Argentina.

3 Como las plasmadas en el programa UN-Global compact o en los UN-Principios rectores sobre las empresas y los Derechos Humanos.

4 Sousa Santos advierte que la globalización del derecho ocurrió hasta entonces, a través del derecho internacional público, como expansión de un localismo, identificado con el sistema jurídico hegemónico de raigambre europea. Conf. Sousa Santos, 1998.

5 Se refiere a los países cuyos territorios formaron parte, en algún momento, del imperio romano y, por lo tanto, hablan lenguas romances y tienen fuerte influencia católica, pues el centralismo católico sirvió de herramienta de hegemonía imperial.

6 Es llamativo que en los países anglogermánicos, que el poder romano no logró colonizar, la alianza Estado-Iglesia permanece. En Alemania, por ejemplo, subsiste el sustento estatal a las iglesias reconocidas oficialmente (católica y evangélica), a través del cobro del impuesto para la Iglesia. En Inglaterra, la monarquía es cabeza de la iglesia anglicana, la oficial.

7 Los esfuerzos eclesiales en diferenciar las doctrinas del Estado laico de las del laicismo no lograron hasta ahora, en la práctica, minimizar la reticencia pública a la alusión religiosa como fundamento de lo político.

8 Se refiere a un concepto de la tradición india que significa “lo que da cohesión a todas las cosas”, es omnipresente y está más allá del derecho. Conf. Sousa Santos, 2010, p. 73.


Recibido: 6/10/2017 • Aceptado: 14/3/2018

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