Revista Latinoamericana de Derechos Humanos |
Violencia sociopolítica contra líderes sociales y defensores de derechos humanos en el postconflicto: dificultades y retos para la implementación de una paz estable y duradera en Colombia1 Sociopolitical Violence Against Social Leaders and Defenders of Human Rights in the Post-Conflict: Difficulties and Challenges for the Implementation of a Stable and Durable Peace in Colombia Violência sócio-política contra os líderes sociais e defensores de direitos humanos no pós-conflito: dificuldades e desafios para a implementação de uma paz estável e duradoura na Colômbia Diana Nocua Caro2 |
Resumen El presente artículo aborda la reflexión acerca de las dificultades y los retos que se evidencian frente a la construcción de la paz territorial en Colombia, ante la creciente violencia sociopolítica contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, en el periodo posterior a la firma del acuerdo de paz suscrito entre las Farc y el gobierno de Juan Manuel Santos. Para ello, se abordan algunos de los factores que dan cuenta de la sistematicidad en la comisión de estos hechos, a partir del análisis de las dinámicas de los poderes locales que contribuyen a la criminalidad y la vulneración de los derechos de quienes realizan el ejercicio de defensa de estos; para, posteriormente, dar lugar a la reflexión sobre la creciente polarización política y social que promueve, a partir de la incitación al odio y la persecución contra los contradictores políticos, el uso de la violencia y la permanencia de prácticas institucionales e irregulares ligadas a la doctrina del “enemigo interno”. Palabras clave: crímenes, conflicto armado, enemigo interno, reparación, líderes sociales Summary The present article addresses the reflection on the difficulties and challenges that will surge in the construction of territorial peace in Colombia, in view of the growing socio-political violence against social leaders and human rights defenders, in the period after the signing of the Peace Treaty between FARC and the government of Juan Manuel Santos. For this, some of the factors that account for the systematic nature of the commission of these events are addressed, from the analysis of the dynamics of the local powers that contribute to crime and the violation of the rights of those who perform the exercise of defense of these; to subsequently reflect on the growing political and social polarization that promotes, through incitement to hatred and persecution against political opponents, the use of violence and the permanence of institutional and irregular practices linked to the doctrine of the "internal enemy". Keywords: Crimes, Armed conflict, Internal enemy, Repair; Social leaders Resumo O presente artigo aborda a reflexão sobre as dificuldades e os desafios que se evidenciam em frente a construção da paz territorial na Colômbia, diante da crescente violência sociopolítica contra líderes sociais e defensores de direitos humanos, no período posterior à assinatura do acordo de paz assinado entre as Farc e o governo de Juan Manuel Santos. Para isso, se abordam alguns dos fatores que tratam da sistematicidade na comissão desses fatos, a partir da análise das dinâmicas dos poderes locais que contribuem à criminalidade e a vulneração dos direitos daqueles que realizam o exercício de defesa destes; para posteriormente, refletir sobre a crescente polarização política e social que promove, a partir do incitamento ao ódio e à perseguição contra os opositores políticos, o uso da violência e a permanência de práticas institucionais e irregulares ligadas à doutrina do "inimigo interno". Palavras-chave: Crimes, Conflito armado, Inimigo interno, Reparação, Líderes sociais |
Introducción
El 24 de noviembre de 2016, el gobierno nacional y las Farc – Ep firmaron el acuerdo final para “La Terminación del Conflicto y la Construcción de Una Paz Estable y Duradera”, al marcar el tránsito hacia el “Postconflicto”3; para ello, tanto el Estado Colombiano como los excombatientes, definieron una serie de compromisos ligados a la implementación del Acuerdo Final, a través de la instancia creada para tal fin como parte del punto 6 (Implementación, verificación y refrendación): La Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI), conformada por tres integrantes del gobierno nacional y tres de las FARC, con miras a materializar las condiciones para la reincorporación, dejación de armas y demás aspectos necesarios para avanzar en la dinámica de la reconciliación nacional. Poco tiempo después, tuvo lugar la formalización del proceso de dialogo y “cese al fuego y de hostilidades de carácter temporal y bilateral” entre el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional – ELN, cuya realización permitió a muchos colombianos, pensar en la posibilidad de una paz real, efectiva y duradera.
Entre los primeros compromisos que se concretaron entre las partes en la mesa de Quito, se encuentran las medidas preventivas en relación con la creciente violencia sociopolítica que ha tenido lugar en los últimos años contra quienes asumen el ejercicio de la oposición, la defensa de los derechos humanos y la restitución de tierras en diversas regiones del país, teniendo en cuenta los elevados índices de asesinatos que se han presentado hacia los líderes sociales que impulsan los procesos de restitución de tierras en el curso de los dos últimos años (2016 – 2017), tal y como lo evidencia el informe 010 –17 realizado por la Defensoría Nacional del Pueblo, el cual señala con claridad los factores que han incidido en el ascenso de dicha violencia: “Colombia vive en la actualidad una coyuntura caracterizada por la recomposición del control ejercido por las organizaciones armadas ilegales en distintos territorios. Cambio que en buena medida es consecuencia directa del proceso de concentración y tránsito a la vida civil de las FARC EP en el marco de la implementación de los Acuerdos de Paz” (Defensoría Nacional del Pueblo, 2017, p. 17). El control territorial por parte de nuevos actores armados ilegales, ligados al narcotráfico y el copamiento de regiones que anteriormente eran ocupadas por las Farc, son algunos de los detonantes de la persecución contra líderes sociales, cuyas reivindicaciones están basadas en la defensa del territorio y el arraigo a este, la promoción del medioambiente, la restitución de tierras que les fueron despojadas, la lucha contra la revictimización y el ejercicio de los derechos como víctimas del conflicto, la construcción de la paz territorial y el posicionamiento de agendas y planes de gobierno comunitarios y locales, entre otros aspectos.
A este accionar, se suma la anuencia de los poderes locales que viendo en riesgo sus intereses económicos y políticos ante las reformas que conlleva el acuerdo de paz, promueven el ejercicio de la violencia para intimidar y oponerse a la concreción de los acuerdos, atentando principalmente contra líderes sociales que habitan en el campo, entre los cuales se encuentran numerosos indígenas y afrodescendientes. Ello comporta la reflexión sobre la responsabilidad que tienen políticos, terratenientes y beneficiarios del ejercicio de la violencia sociopolítica en la incitación al miedo y el terror, como mecanismos para frenar cualquier ejercicio de oposición o desestabilización del statu quo, garantizando a su vez la protección de sus intereses económicos. No obstante, al limitar el ejercicio de la Jurisdicción Especial para la Paz en materia del juzgamiento a terceros responsables (Corte Constitucional, Sentencia C- 17, 2017), se expresa una de las principales dificultades y retos en materia de Justicia Transicional e implementación efectiva del acuerdo de paz entre las Farc y el Gobierno nacional y el posible acuerdo con el ELN: garantizar que los políticos y élites locales, empresarios y terratenientes involucrados en graves violaciones a los derechos humanos en medio del conflicto, sean investigados, juzgados y sancionados, ya que ello no fue posible a través de la ley de justicia y paz, modelo de justicia transicional que se implementó para la desmovilización de grupos paramilitares, lo cual vulnera en gran medida el derecho a la verdad de las víctimas y la sociedad colombiana, obstaculizando a su vez los esfuerzos en pro de la reconciliación nacional.
Además del incremento de la violencia contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, en el transcurso del último año, de acuerdo a información registrada por la Fiscalía General de la Nación, entre noviembre de 2016 y marzo de 2018 fueron asesinadas 50 personas, “entre excombatientes, familiares de guerrilleros desmovilizados y otras personas cercanas al hoy partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común” (Alerta de la Fiscalía por asesinato de integrantes de las Farc, 2018), lo cual complejiza más el panorama y la necesidad de que en el nivel institucional se brinden tanto para los excombatientes, como para la sociedad en general, garantías efectivas para la no repetición de estos hechos, como de aquellos factores y causas que han desencadenado la violencia y el conflicto social y armado.
A comienzos del mes de agosto de 2018, el periódico El Espectador puso en evidencia una situación mucho más dramática en relación con los asesinatos de los excombatientes de Farc; según este diario “desde noviembre de 2016, mes de la firma del Acuerdo de Paz, hasta junio de 2018 han sido asesinados cerca de 68 excombatientes de las Farc en 18 departamentos del país”. No obstante, las cifras en relación con la comisión de estos hechos son disimiles, en tanto algunos observatorios de derechos humanos del país hacen mención a que las personas asesinadas son más de 70, para el mismo periodo señalado. La mayoría de estos hechos han sido perpetrados bajo la modalidad del sicariato, en zonas aledañas a los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (en adelante ETCRS), o cerca a los lugares de residencia de los excombatientes que han optado por la generación de proyectos de reincorporación individual.
Con el ánimo de comprender las dimensiones de este nuevo ciclo de violencia sociopolítica en el país, así como los factores que dan cuenta de la sistematicidad en la comisión de las violaciones a los derechos humanos de líderes y defensores de estos, se presentan a continuación, algunos aspectos que permitirán esbozar algunos retos y apuestas para un proceso de implementación que persiga la construcción de una paz estable y duradera.
En primera medida se analizarán las dinámicas de los poderes locales que contribuyen a la criminalidad y la vulneración de los derechos de quienes realizan el ejercicio de defensa de derechos para, posteriormente, dar lugar a la reflexión sobre la creciente polarización política y social que promueven tanto las elites locales como algunos partidos políticos, a partir de la incitación al odio y a la persecución contra los contradictores políticos, al naturalizar a su vez el uso de la violencia y la permanencia de prácticas institucionales e irregulares como la doctrina del “enemigo interno”; legado del contexto de la guerra fría que parece tener vigencia en la actualidad en tanto quien se opone a lo establecido es considerado como “un adversario, un combatiente, un soldado en armas, y un ser humano que además es satanizado. Se reconoce por sus acciones, por su indumentaria, por su ideología, y se le hace responsable de la agudización de la crisis nacional” (Ahumada, 2007, p. 71).
Este tipo de estigmatizaciones se expresó en los comicios electorales de marzo de 2018 y las elecciones presidenciales de primera y segunda vuelta para el periodo 2018 – 2022, al polarizar aún más a la opinión pública bajo el argumento de que el supuesto “castrochavismo”4 liderado por los partidos políticos de centro e izquierda y el naciente partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común – FARC, pueden llevar al país al desabastecimiento, “el comunismo” y la crisis económica, al emular la experiencia de Venezuela.
Breve análisis sobre la persistencia de los poderes locales y grupos armados ilegales que promueven la persecución contra líhos hderes y defensores de derecumanos
Poco tiempo después de la desmovilización paramilitar que se llevó a cabo durante los años 2004 y 2005 en Colombia, se desencadenó el conocido escándalo de la parapolítica, a partir de la revelación de los vínculos de importantes políticos, integrantes de las elites locales y regionales con el proyecto paramilitar, al evidenciar tanto el control territorial como los alcances de estas estructuras, cuya infiltración en la vida social y política del país quedó en expuesta a mediados del año 2006, posteriormente, al proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC.
Entre los años 2002 y 2003, se expresaron claramente algunos fenómenos de corrupción, clientelismo y maromas electorales, a través de situaciones como la presencia de candidatos únicos, para las elecciones de alcaldías y gobernaciones en varias regiones del país, o votaciones atípicas para el Congreso de la República en zonas donde el paramilitarismo había logrado su consolidación en el nivel social, político y económico, lo cual produjo la reacción de políticos de oposición y medios de comunicación que comenzaron a indagar sobre estos sucesos; no obstante, ninguna autoridad sancionó a los responsables.
Algunos meses después de que se develara el escándalo de la parapolítica, el sistema jurídico colombiano comenzó el proceso de indagación sobre los nexos de políticos y paramilitares, lo cual finalmente dio como resultado la judicialización de más de 79 congresistas, además de 253 servidores públicos que fueron objeto de investigación por relaciones con el paramilitarismo (López y Sevillano, 2011). El 98 % de los políticos investigados por la Corte Suprema de Justicia hacían parte de la coalición del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, durante el proceso de su mandato (2002 – 2010). Este fenómeno que fue conocido como el capítulo de la “Parapolítica”, siguió presentándose durante el proceso electoral de las elecciones locales de octubre de 2015, como lo demostraron los procesos de investigación que se abrieron contra 128 congresistas, por sus posibles vínculos con grupos armados ilegales, conocidos como BACRIM (Bandas Criminales Emergentes, que surgieron posteriormente a la desmovilización de las estructuras paramilitares), en regiones del país como la costa caribe, los llanos orientales, Sucre, Córdoba, y los departamentos del Valle del Cauca y Nariño, además de varios municipios de Antioquia, donde se mantiene intacto su accionar, tal y como se denunció en dichas elecciones locales.
La Fundación Paz y Reconciliación presentó en el informe A eso le llaman Democracia (2015), claros indicios sobre como 10 años después de que se visibilizará la grave problemática de la parapolítica en el país, se mantenían las mismas relaciones entre las elites locales y las estructuras paramilitares, las cuales a la fecha no han perdido el control territorial, político y económico en varias regiones, mediante los vínculos con políticos locales, empresarios, ganaderos y terratenientes. Para el 2015, por lo menos 131 candidatos, 83 a la cámara y 48 al senado fueron duramente cuestionados por sus relaciones con el paramilitarismo, pese a que para el gobierno estas estructuras dejaron de existir hace más de diez años y lo que se expresaba para la época era la manifestación del poder de las Bacrim5. Como parte de la radiografía del poder económico, político y social alcanzado por estas, estos grupos armados ilegales, pueden señalar el monopolio de la ganadería ilegal, la salud y la seguridad privada en departamentos como la Guajira, Sucre, Córdoba y Cesar, a lo cual se suman los negocios frente a la producción de monocultivos y exportación de alimentos como la industria bananera, entre otros.
El gobierno de Álvaro Uribe Vélez argumentó que el accionar de los grupos armados ilegales con control militar, territorial y monopolio del narcotráfico, en las zonas donde antiguamente hacia presencia el paramilitarismo, obedece a la persistencia de grupos organizados de delincuencia común, llamados BACRIM, categorización que fue retomada a su vez durante el primer periodo del mandato de Juan Manuel Santos. Posteriormente, la administración de Santos identificó dichos grupos como grupos Armados Organizados – GAO y Grupos Delincuenciales Organizados – GDO. En relación con esta nueva conceptualización la Fundación Ideas para la Paz (2016), señala los orígenes e implicaciones de esta nueva definición:
Desde 2016, el Ministerio de Defensa expidió las directivas permanentes 015 y 016 que fijan los lineamientos para caracterizar las estructuras criminales con base en el nivel de violencia y en el de organización, y reconocen la existencia del crimen organizado en dos dimensiones: los Grupos Armados Organizados (GAO) y los Grupos Delincuenciales Organizados (GDO). Los términos GAO y GDO reemplazaron al de “bandas criminales” o “Bacrim” que se venían utilizando desde la desmovilización de las AUC en 2006 y que fueron adoptados en 2011, cuando el Gobierno definió la Estrategia Multidimensional contra el Crimen Organizado. (Fundación Ideas para La Paz, 2016, p. 77)
Dentro de los Grupos Armados Organizados se incluye a las Autodefensas Gaitanistas, el Clan del Golfo y el Ejército Popular de Liberación (EPL) entre otros, que mantienen el control territorial a partir del uso de la violencia en regiones del país donde las rutas del narcotráfico y el control de los recursos naturales son claves para el crecimiento de sus economías, como el pacífico colombiano y las zonas fronterizas de Nariño y Norte de Santander (región del Catatumbo). Asimismo, estas estructuras, que cuentan en muchos casos con la participación de desmovilizados y líderes del paramilitarismo, controlan negocios ilícitos, tales como la minería ilegal y el despojo de grandes territorios, lo cual ha desencadenado en la persecución y el incremento de la criminalidad contra los líderes sociales y los defensores de derechos humanos que protegen la permanencia en el territorio y la construcción de la paz territorial. Entre los Grupos Delincuenciales Organizados, que son de menor proporción y muchas veces subcontratados por los GAO, se encuentran Los Rastrojos, La Cordillera y la Empresa (Fundación Ideas para la Paz, 2016, p. 14), cuyas principales actividades se focalizan en entornos urbanos a través del control de economías como la del pagadiario, redes de prostitución y extorsión, entre otros.
Estas disputas territoriales van de la mano con la reconfiguración de los poderes de las elites locales, que nuevamente hacen uso de su maquinaria política, la criminalidad y la corrupción para alcanzar sus curules en el Congreso de la República. Entre los candidatos que estuvieron en la contienda electoral del pasado 11 de marzo, más de 70 fueron cuestionados por sus vínculos con actividades ilegales, además de pertenecer a las familias y los clanes herederos de la parapolítica con un importante poder económico en zonas como la costa caribe colombiana. La Fundación Paz y Reconciliación (Paz y Reconciliación, 2017), plantea que varios de ellos están “ligados a los sobornos de la empresa Odebrecht y vinculados al “Cartel de la Toga”6, además de estar involucrados en investigaciones por delitos como enriquecimiento ilícito, homicidio culposo, peculado por apropiación, prevaricato por omisión y por acción, y delitos contra la administración pública, entre otros.
La jornada electoral del 11 de marzo de 2018, expresó como la mayoría de los poderes locales que se disputan su permanencia en diversas regiones del país continua intacta; de los 70 congresistas que tienen deudas con la justicia 42 fueron electos (Fundación Paz y Reconciliación, 2018). En medio de múltiples denuncias por fraude, trasteo y quema de votos para las consultas de los candidatos de Centro – Derecha e Izquierda que se presentaron a las elecciones de la presidencia en mayo (Iván Duque y Gustavo Petro) y el triunfo del partido político del expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez en el congreso, las organizaciones defensoras de derechos humanos y quienes hicieron las veces de veedores del proceso electoral, denunciaron la poca legitimad de quienes ganaron sus curules en medio de procesos de investigación o son herederos de la parapolítica.
Los congresistas investigados, pertenecen en su orden a los siguientes partidos:
El Partido Cambio Radical encabeza la lista con 13 congresistas cuestionados, 5 senadores y 8 representantes a la cámara. Sigue el Partido de la U con 11 congresistas cuestionados, 6 senadores y 5 curules en cámara. En tercer puesto está el Partido Conservador, con 8 congresistas cuestionados, 5 senadores y 3 representantes a la cámara. En cuarto lugar, está el Partido Liberal con 7 congresistas cuestionados, 3 senadores y 4 curules en cámara. Le siguen el Partido Opción Ciudadana con 2 representantes a cámara y Centro Democrático con un representante a cámara cuestionado. (Fundación Paz y Reconciliación, 2018, s. f., parr. 2)
Entre quienes asumieron la representación democrática en el congreso de la Republica se encuentran personas vinculadas al escándalo de Oderbrecht, procesos de despojo y usurpación de tierras, nexos políticos, promoción y financiación de estructuras criminales de las estructuras paramilitares de las AUC, concierto para promover grupos armados, clientelismo, peculado por apropiación y celebración indebida de contratos, relación con redes y carteles del narcotráfico, falsedad en documento público, lavado de activos, tráfico de influencias, entre otros delitos.
Este difícil panorama, pone en entredicho la legitimidad y la trasparencia del ejercicio democrático en Colombia y plantea serias dificultades y retos de cara a la implementación del acuerdo de paz con las Farc y la necesidad de dar lugar a un periodo de transición, que implique la construcción de escenarios de participación política reales a escala local y nacional. A estas dificultades se añade, como lo señalan organizaciones sociales como la Marcha Patriótica (2018), “la nula o incipiente presencia del estado (en el nivel político, social y económico), en algunos de los territorios en los que en el pasado las Farc tuvo presencia, y en consecuencia se presenta una creciente confrontación entre actores armados ilegales, para hacerse al control militar y político, para la permanencia de sus circuitos económicos (que representan importantes fuentes de rentas)”.
Entretanto, y como lo expresa el Movimiento Político y Social Marcha Patriótica (2018), en su informe “Todos los nombres, todos los rostros”, “persisten en el país la desigualdad, la discriminación y el irrespeto a la autonomía, la integridad, dignidad y cultura de las comunidades campesinas, afrocolombianas, e indígenas”, aunado al desconocimiento y la banalización de la situación que enfrentan los líderes, las lideresas sociales y los defensores de derechos humanos por parte del Estado; tal y como quedó en evidencia a través de la polémica que se generó entre el Defensor Nacional del Pueblo Carlos Negret y el exministro del Interior Guillermo Rivera, ante las escasas e ineficaces medidas tomadas por esta instancia frente a la Alerta Emitida por la Defensoría Nacional del Pueblo el 30 de marzo de 2017, al instar al gobierno nacional a tomar medidas urgentes frente al elevado riesgo de líderes sociales, comunales y defensores de derechos humanos, y asesinatos contra estos, que se expresa en cifras tan dramáticas como las que presentó el Informe Anual del Programa Somos Defensores (2018), al dar cuenta de los homicidios contra estos sectores poblacionales, cuyo incremento anual sostenido desde que empezó el proceso de paz, manifiesta el ascenso de una oleada de violencia sociopolítica que se mantiene hasta la fecha (2013 – 78 casos, 2014 – 55 casos, 2015 – 63 casos, 2016 – 116 casos, 2017 – 174 casos, 2018 – 173 a 1 de septiembre de 2018, según cifras de Marcha Patriótica). Ante la falta de acciones efectivas y eficaces por parte del gobierno nacional, el defensor argumentó que el Ministerio del Interior archivó durante cuatro meses el informe 010 – 2017, lo que a su vez fue desmentido por el ministro Rivera.
Pese a la polémica, en la nota de seguimiento 026 de 2018 emitida por la Defensoría, se hace referencia a 282 personas, líderes sociales y defensores de derechos humanos, asesinados entre el 1.˚ de enero de 2016 y el 27 de febrero de 2018, lo que permite analizar el grado de sistematicidad mediante el cual se están perpetrando estas graves violaciones a los derechos humanos, sin que el gobierno nacional haya logrado poner fin a esta problemática. De acuerdo a este informe, en 32 de los 33 departamentos, está focalizado el riesgo contra quienes asumen el ejercicio de defensa y promoción de los derechos humanos; esto equivale al 96,96 % del territorio colombiano. Estas cifras son aún más preocupantes de cara a la división administrativa en los municipios colombianos, dado que el riesgo se mantiene en 324 de los 1122 municipios, lo que corresponde al 28.87 % de los municipios.
Fuente: Defensoría Nacional del Pueblo – Colombia, julio de 2018.
A comienzos del mes de julio de 2018, la Defensoría Nacional del Pueblo dio a conocer a la opinión pública nacional e internacional las alarmantes cifras de asesinatos de líderes sociales que tuvieron lugar entre el 1.˚ de enero de 2016 y el 30 de junio de 2018. Un promedio de 311 personas, fueron asesinadas en poco más de año y medio; situación que cobró dimensiones dramáticas en departamentos como el Cauca (78 asesinatos), Antioquia (43 asesinatos), Norte de Santander (21 asesinatos), Nariño (18 asesinatos) y Chocó (16 asesinatos). El Diario Vanguardia Liberal (2018), señaló en su emisión del 23 de agosto de 2018, el pronunciamiento realizado por el Defensor Nacional del Pueblo Carlos Alfonso Negret, en una visita realizada por las instituciones al municipio de Apartadó, departamento de Antioquia, quien le comunicó al Nuevo presidente de la Republica Iván Duque, como en tan solo mes y medio perdieron la vida violentamente 32 líderes sociales más, lo cual suma la alarmante cifra de 343 dirigentes sociales y defensores de derechos humanos asesinados.
Al analizar la situación de derechos humanos en las regiones en las que se ha incrementado la violencia sociopolítica contra dirigentes y líderes sociales, se evidencian algunas características comunes: 1) La violencia se incrementa particularmente en los departamentos caracterizados por ser zonas de frontera o aledañas al pacífico colombiano, donde los GAO y GDO se disputan el control territorial y las rutas marítimas y terrestres del narcotráfico (tal es el caso de departamentos como Nariño, Cauca, Chocó y Norte de Santander), 2) En estos departamentos hizo presencia anteriormente con gran fuerza las Farc – Ep, cuyo proceso de desarme y reincorporación ha dejado un vacío de poder que han ocupado las disidencias de dicho grupo y las GAO y GDO; 3) La mayoría de estas regiones no cuentan con una presencia institucional estable que se exprese en garantías políticas y de satisfacción de derechos para sus ciudadanos; 4) pese a la creciente militarización de estos departamentos, la persecución y la violencia ejercida contra los líderes sociales y los defensores de derechos humanos, sigue en aumento.
Entre la polarización política y la incitación al odio: Elevados índices de riesgo contra líderes sociales y defensores de derechos humanos
La promulgación de discursos y prácticas que incitan al odio es uno de los factores que ha favorecido la polarización política en Colombia y, en consecuencia, la legitimación de la desigualdad, a raíz no solamente de factores económicos, sino de la promoción de diferencias y exclusiones en los ámbitos de la clase, la raza, el género y la religión, entre otros ámbitos. Según Serrato (2016) la doctrina del odio:
…pretende extirpar no solo a aquel que se encuentre armado y dispuesto a cometer actos de violencia con contenido político, sino también a quien por razón de su ideología se le considere potencialmente terrorista según los lineamientos básicos de la doctrina, que, entre otras, es el fundamento para oponerse a los diálogos de paz con las guerrillas de las FARC y con toda vehemencia, a cualquier posibilidad de reconciliación entre los colombianos. (párr. 10)
Además de estigmatizar al contradictor y caracterizar como ilegítimo su accionar político y social, quienes incitan al odio se convierten en seres mesiánicos, que buscan convencer a la sociedad de que el otro no debe existir para poder así alcanzar el bienestar común, al ocultar de esta manera la satisfacción de sus propios intereses individuales. Para el caso colombiano, el discurso del odio en contra de líderes sociales y defensores de derechos humanos se ha incrementado en los últimos 20 años, pese a que los últimos gobiernos han emitido una serie de directivas y mandatos para la protección de su vida e integridad personal.
El discurso de odio e intolerancia fomentado por algunos sectores políticos afines a la derecha colombiana, retoma aspectos de la lucha contrainsurgente al relacionar directamente a líderes sociales y defensores de derechos humanos como “auxiliadores de la insurgencia” o “auspiciadores del castrochavismo” , considerando que este tipo de expresiones contribuyen indirectamente a que se genere un clima de hostilidad que pueda propiciar, eventualmente, actos discriminatorios o ataques violentos (Gagliardone, et al. 2015).
La creciente polarización del país, resultado de campañas mediáticas y políticas asociadas a la identificación de quienes apoyan y respaldan ciertas ideas y propuestas programáticas de izquierda o derecha (Granés, 2014), tuvo entre su máximas expresiones, el triunfo del no en el plebiscito que se llevó a cabo durante el 2016, con el fin de que la ciudadanía refrendara el acuerdo de paz suscrito entre las Farc y el gobierno nacional; y cobró un renovado auge de cara a los comicios electorales del 2018, tal y como se evidenció durante los meses de enero y febrero en varias regiones del país, donde cientos de ciudadanos atacaron a los candidatos políticos del naciente partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), en departamentos como Valle del Cauca, Risaralda y Caquetá, además de los hostigamientos que se presentaron en la ciudad de Popayán contra el principal dirigente del Centro Democrático, Álvaro Uribe Vélez. En la opinión de Jorge Iván cuervo, docente e investigador de la Universidad, Externado de Colombia, “en el ambiente gravita una sensación de pugnacidad y polarización general. Es como si la mitad de la población estuviera contra la otra mitad. “Claro que es así”(El tiempo, 2018).
No obstante, lo sucedido en el periodo previo al cierre de las campañas electorales a la presidencia y el Senado de la República, fue apenas el inicio de una oleada de informaciones que a través de las redes sociales caracterizaron las posiciones políticas, tanto de los candidatos como de los sufragantes, a través de la utilización de distintas tácticas que incluyen informaciones distorsionadas y falsas, además de la satanización del contrario, suscitando resentimientos y mayores dificultades para que pueda generarse un clima propicio para la reconciliación nacional y la transición democrática.
Estas prácticas populistas, referenciadas por Cadahia (2018) como reactivas, implican “coquetear a veces con el fascismo porque la solución a los problemas implica la eliminación de un ‘otro’ que se ve como amenaza”. Esta acepción, es reforzada por la autora con los siguientes argumentos:
El odio, lastimosamente, lo crean las élites cuando obstaculizan la ciudadanización de su pueblo y les niegan los derechos y las oportunidades. Y Colombia tiene una larga experiencia en eso. El odio es una reacción humana y comprensible a una violencia previa. Y la tarea de la política primero es evitar esa violencia previa y, paralelamente, deshacer el odio hasta convertirlo en pasiones constructivas y más reflexivas. (Párr. 38)
Entretanto, la labor de líderes sociales y defensores de derechos humanos sigue siendo objeto de persecución, sin que la sociedad colombiana sea consciente aún de la importante labor que llevan a cabo en pro del bienestar común. En particular han sido amenazados y silenciados cientos de dirigentes que respaldan y desarrollan labores para la protección y la permanencia en el territorio y la construcción de la paz territorial. Los principales responsables de los homicidios, las amenazas, los desplazamientos y las demás violaciones son en su orden, los grupos armados ilegales sucesores del paramilitarismo (González y Delgado, 2018, p. 3), seguidos por la fuerza pública cuyos integrantes en varios de los casos, siguen actuando en connivencia con dichos grupos o estigmatizando a la población civil. Por otra parte, los altos niveles de impunidad en relación con el esclarecimiento de estos hechos, han conllevado a la tipificación de “autores no precisados”, cuyos modos criminales van ligados estrechamente al sicariato, práctica muy común en los años ochenta, que otra vez ha sido utilizada en este nuevo capítulo de la violencia sociopolítica en Colombia. La mayoría de los homicidios en contra de líderes sociales “corresponden a defensores relacionados con la tierra y el territorio con enfoques étnicos y poblacionales" (Semana, 2018).
Las causas de las agresiones contra líderes sociales y defensores de derechos humanos en los últimos dos años, han sido objeto de debate entre instituciones como la Fiscalía General de la Nación y el Ministerio de Defensa Nacional, quienes desconociendo los factores sistemáticos que conllevan a la comisión de estos crímenes, argumentan que hay una multicausalidad en la ocurrencia de los hechos, tal y como lo manifestó el exministro de Defensa Luis Carlos Villegas, quien señala que la inmensa mayoría de los asesinatos en contra de defensores y líderes sociales “son frutos de un tema de linderos, de un tema de faltas, de peleas por rentas ilícitas” (El Espectador, 2017). El fiscal general de la Nación, quien durante el 2016 negó la sistematicidad en la comisión de los crímenes, admitió “algún grado de sistematicidad” en la ocurrencia de estos y resaltó el ejercicio de la Fiscalía para esclarecer lo sucedido, “Estamos identificando unos fenómenos que son preocupantes desde el punto de eventual presencia de reductos de autodefensas, que estarían actuando con algún grado de sistematicidad en algunas regiones del país” (El Espectador, 2018 b)
En contraposición a las declaraciones oficiales, las organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos, plantean la necesidad de analizar todos los casos de amenazas, riesgos y vulneraciones, al atender a los contextos y las particularidades que revisten las luchas sociales de quienes han sido asesinados, sobre todo si se tiene en cuenta que los crímenes se presentan en zonas geoestratégicas, en las cuales se persigue la puesta en marcha de importantes megaproyectos minero energéticos o el control territorial de las rutas del narcotráfico.
Entre las principales reflexiones que suscita el análisis del incremento de la violencia sociopolítica en contra de líderes sociales y defensores de derechos humanos, vale la pena resaltar el clima de intimidación y miedo que se ha desencadenado en amplias zonas de la costa Caribe y departamentos como Cauca y Nariño, donde los victimarios ponen a circular panfletos y amenazas a nombre de grupos armados, señalando a los líderes sociales de colaborar con los grupos insurgentes bajo el “falso argumento” de promover la paz, razón por la cual les dan un tiempo específico para abandonar el territorio, afirmando que de no hacerlo acabarán con sus vidas y/o con las de sus familiares y allegados. Este tipo de señalamientos pone de manifiesto la permanencia de la doctrina del enemigo interno y la consecuente incitación al odio por parte de aquellos que ven en la labor de promoción y defensa de los derechos humanos y el liderazgo social y colectivo, serios obstáculos para la protección de sus intereses.
Por otra parte, es preciso hacer mención de que la comisión de los asesinatos en contra de líderes sociales se ha presentado en zonas caracterizadas por una fuerte militarización, lo cual evidencia la necesidad de que el Estado implemente medidas efectivas para que este tipo de hechos no se repitan. Como lo denunció el exrepresentante a la cámara Alirio Uribe Muñoz, “cuando cruzamos el mapa anterior con el registro de homicidios reportados desde el 1.˚ de enero de 2016 hasta el 5 de marzo de 2017 por la defensoría del pueblo, se evidencia que en los departamentos donde hay más presencia militar es donde se están presentando estos hechos” (González y Delgado, 2018, p. 5).
Finalmente, es preocupante el ensañamiento de los Grupos Armados ilegales contra líderes y lideresas indígenas y afrodescendientes, población campesina y comunal, así como la persecución y asesinatos contra excombatientes de las Farc, sus familiares y allegados. Asimismo, los campesinos encargados de liderar los procesos de sustitución gradual de cultivos de uso ilícito o que posicionan las reivindicaciones de los cultivadores de coca, marihuana y amapola, se han convertido en objetivos primordiales de esta nueva oleada de violencia. Esto se expresa en los informes y las denuncias emitidos por espacios de convergencia como La Cumbre Campesina, Étnica y Popular, espacio que pone de manifiesto cómo tan solo en el 2018, se han reportado 41 asesinatos de líderes sociales y defensores de Derechos Humanos de los cuales 20 eran campesinos, indígenas y afrodescendientes que hacían parte de las organizaciones que conforman dicho proceso organizativo (Cumbre Agraria, 2018), 8 de los asesinados hacían parte de Marcha Patriótica, 6 de la Organización Nacional Indígena de Colombia, 4 del Proceso de Comunidades Negras y 2 del Congreso de los Pueblos.
A manera de conclusión
El proceso de implementación del acuerdo final para la terminación del conflicto suscrito entre el gobierno nacional y las FARC – EP y los acercamientos para generar un proceso de igual magnitud con el ELN, son sin duda alguna importantes retos para el logro de un periodo efectivo de transición que posibilite que los factores que desencadenaron el conflicto social, político y armado no se repitan y pueda construirse una paz real y efectiva, donde la democracia y las garantías reales para la participación política permitan edificar un estado pluralista. Sin embargo, la creciente oleada de violencia sociopolítica contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, se expresa, tal y como lo enuncia el Sacerdote Javier Giraldo (2015), en el Informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, a partir de sucesos que evidencian la permanencia de los mecanismos represivos del establecimiento, mediante los cuales el contradictor es equiparado al “enemigo”:
Ninguna de las estrategias de represión del aparato estatal se ha modificado; el estado sigue utilizando e incrementando su material bélico, para forzar las opciones políticas de sus ciudadanos en torno al beneficio de los intereses de la elite dominante y continúa combinando todas las formas de lucha contra “el enemigo interno”, incluyendo el terror militar y judicial contra los más vulnerables para aniquilar las opciones alternativas de sociedad (Giraldo, 2015, p. 445).
El fenómeno social, político y económico que supone la persistencia del poder político, económico y militar de los poderes locales, coadyuvados por las bandas y los grupos delincuenciales herederos del paramilitarismo, es claramente un riesgo inminente que conlleva a graves riesgos para que la paz pueda ser materializada. En esta vía, “la depuración de las instituciones, los entes de control, el aparato militar, los órganos de toma de decisión del país, las leyes que soportan el paramilitarismo, entre otras, son acciones necesarias para que la sociedad colombiana pueda acceder a un cambio democrático” (Comisión Nacional de Derechos Humanos Marcha Patriótica, 2017, p. 12).
Por otra parte, entre las principales reivindicaciones de las organizaciones sociales y populares y de las mujeres en particular, se resalta “la necesaria lucha contra la corrupción, la recuperación de los bienes del estado, monopolizados por estas estructuras, como la salud y la minería, la ganadería, los cultivos de palma africana entre otros, como acciones necesarias para que Colombia alcance la solución política y se constituyan nuevas bases para la democracia” (Colectivo Popular de Mujeres Tea, 2016, p. 4), y para una transición efectiva que implique el cumplimiento de lo acordado en La Habana y las reformas conducentes a un país con mayores niveles de igualdad y justicia social.
Entre las dificultades y los retos que supone la implementación del acuerdo de paz, se encuentran sin duda alguna la persecución y el asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos, la permanencia de discursos y prácticas que incitan al odio y a la creciente polarización política, aspectos que requieren de especial atención y toma de decisiones por parte del gobierno saliente, si lo que se espera es dejar sentadas las bases para que los acuerdos de paz con las insurgencias puedan llegar a feliz término. En este sentido, no solo basta con que se ponga en marcha el andamiaje institucional para el cumplimiento del punto 3 del acuerdo o con promover reformas a la constitución que permitan derogar:
“las leyes lesivas contra el pueblo colombiano o aquellas que han dado soporte históricamente al paramilitarismo; se requiere del concurso y compromiso político de la sociedad colombiana, de los gremios económicos, partidos políticos, sectores académicos, movimientos sociales y populares, fuerzas militares y expresiones sociales y políticas, para que no se repitan nunca más las graves violaciones a los derechos humanos que históricamente han marcado de sangre nuestro país” (Nocua, 2016, párr. 34).
En este sentido, otro de los retos de cara al proceso de implementación, radica en evitar la revictimización de todas aquellas personas que han tenido que sufrir los impactos de la guerra, lo cual se garantiza en gran medida favoreciendo la construcción de una verdad histórica que dé cuenta de todos los factores, las responsables y los beneficiarios de la violencia sociopolítica, como paso fundamental para la reconciliación nacional. Para ello, es fundamental atender a las dimensiones de la reparación, en tanto no solo se debe procurar intentar aliviar el sufrimiento de las personas y las comunidades afectadas por las graves violaciones a los derechos humanos, sino también, a superar las consecuencias y las daños de los crímenes en el marco del conflicto social, político y armado, y en el periodo posterior a su finalización.
Atendiendo a ello, la reparación implica a su vez una acción social permanente que transforme a largo plazo las condiciones socioeconómicas, que han dado lugar a la victimización de diversos sectores de la población. La búsqueda de la reparación integral supone, la democratización de la sociedad y sus instituciones y la adopción de medidas que prevengan futuras violaciones a los derechos humanos, para que no vuelvan a repetirse jamás este tipo de actos, ante lo cual es menester que además de la puesta en marcha del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, el estado brinde plenas garantías para el ejercicio de la oposición política y sancione efectivamente a los beneficiarios de la violencia que ha afectado al país durante más de sesenta años, aspectos que se encuentran en el acuerdo final y se retomaron en la agenda de negociación entre el gobierno y el Eln.
Las garantías de no repetición son “un derecho de las víctimas que sólo puede ser satisfecho plenamente mediante la puesta en práctica de mecanismos institucionales que lleven al desmonte de las estructuras que hicieron posible la comisión de los crímenes atroces” (Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, 2014, párr. 20), con miras a prevenir que estos vuelvan a repetirse. Dichos mecanismos tienen el propósito de proteger los derechos de las comunidades afectadas, la lucha por la no repetición de los crímenes y la materialización de las garantías políticas que den lugar a la superación de los señalamientos y la intolerancia a las formas de pensar, opuestas al establecimiento. En esa medida, la generación de políticas públicas conducentes a la satisfacción del derecho a la no repetición constituye ”una condición fundamental para el éxito de cualquier proceso de superación del conflicto armado” (Giraldo S. J. 2015). De ahí que resulte vital, como parte de las transformaciones institucionales necesarias, diseñar mecanismos destinados al desmonte de las estructuras de poder que hicieron posible que los grupos paramilitares (Dejusticia, Proyecto de Acto Legislativo, 2007, p. 4) y las elites locales realizarán las atrocidades que, hasta la fecha, han sido miles y se siguen presentando. La principal garantía de no repetición es la sanción de los responsables para que los hechos no se sigan cometiendo.
Otras medidas necesarias para garantizar la no repetición del ciclo de violencia que ha desencadenado más de 53 años de conflicto social y armado y la implementación de los acuerdos son: el desmonte de la doctrina militar “del enemigo interno”, que da sustento a la persecución de la oposición política, el acompañamiento de la fuerza pública y de seguridad a la población civil, con el ánimo de protegerla y respaldarla, lo que a su vez implica un cambio sustancial de la doctrina militar, en tanto esta debe enfocarse en el ejercicio de la soberanía nacional, sancionar efectivamente a los funcionarios judiciales que no asuman un ejercicio imparcial e independiente, promover una política de derechos humanos preventiva que posibilite que los líderes sociales y defensores de derechos humanos puedan realizar su trabajo comunitario sin que se ponga en riesgo su vida, la promoción de una cultura de paz y respeto por los derechos humanos en todo el territorio nacional, atender a los problemas y las necesidades sociales de las comunidades a través de una mayor presencia estatal en materia de salud, vivienda y educación, entre otros; prohibir tajantemente la presencia de grupos armados ilegales que persigan la protección de intereses de particulares, derogar las leyes nocivas para la ciudadanía, tales como los estados de excepción y marcos como la Ley de Seguridad Ciudadana y la Ley de Inteligencia y Contrainteligencia. Adicionalmente, el estado colombiano debe garantizar la toma de medidas y sanciones efectivas contra los funcionarios públicos que participen por acción u omisión en graves violaciones a los derechos humanos, protegiendo a las víctimas y a quienes defienden sus derechos, atendiendo a las dinámicas sociales y poblacionales de cada contexto, mediante la inclusión de los enfoques étnico y de género.
Por último y como lo señala la investigadora Ann Payne, en el informe "Cuentas Claras" (Payne, et. al. 2018, p. 25), al señalar la responsabilidad empresarial en graves violaciones de derechos humanos, lo que a su vez ha sido identificado como la “pieza perdida del rompecabezas” de la justicia transicional (Bohoslavsky y Opgenhaffen, 2010, pp. 157-203). En relación con los actores económicos que se han beneficiado de la violencia en medio del conflicto, plantea además que la investigación de los empresarios nacionales y trasnacionales comprometidos en graves hechos de violencia contra los líderes sociales, es un imperativo de cara a la dignificación de las víctimas. Los llamados terceros, y agentes del Estado no integrantes de la fuerza pública (alcaldes, ministros, funcionarios públicos y gobernadores) no están obligados, a responder por sus delitos políticos ante la JEP, dada la decisión de la corte constitucional en esta materia, al condicionar su participación a una decisión que será voluntaria, lo cual supone graves dificultades en materia de verdad.
Un reto más en relación con la responsabilidad de terceros (políticos, empresarios y empresas trasnacionales, directamente comprometidas con la violencia sociopolítica), radica en la necesidad de que el estado colombiano tome medidas tendientes a la reparación individual y colectiva, para las víctimas, por parte de estos actores, mediante la participación real de estas y la sociedad colombiana, cuyo proceso de exigencia es imperativo para la concreción de una comisión de la verdad que permita reconocer públicamente la responsabilidad de todos los actores en los hechos de violencia que tuvieron lugar en el conflicto social y armado.
Referencias
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1 El artículo es resultado del ejercicio de sistematización y análisis de información recopilada por el equipo Nacional de Derechos Humanos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica y la Corporación Alternativas para la Paz –ALTERPAZ– en el periodo comprendido entre el 27 de noviembre de 2016 y el 28 de febrero de 2017 y el proceso de investigación: “Acompañamiento y verificación a los procesos de diálogos y construcción de paz en Colombia”, realizado por la Iglesia Presbiteriana de Colombia en el año 2016.
2 Magíster en Educación con énfasis en Pedagogía y Política de la Universidad Pedagógica Nacional. Docente e Investigadora de la Corporación Universitaria Minuto de Dios (Colombia). Hace parte del Grupo de Investigación: Centro de Educación para el Desarrollo. Últimas Publicaciones: (Guerra Sucia, Doctrina Contrainsurgente y Paramilitarismo de Estado. En: Magazín páginas de Nuestra América 15, 31 – 37, (2015)
3 El Postconflicto es entendido desde su dimensión espacio temporal, atendiendo a las particularidades que implican la finalización de confrontación armada, para dar lugar a la concreción de un acuerdo de paz, mediante la implementación de los compromisos acordados, los cuales hacen referencia a aspectos como: reconstrucción del tejido social, rehabilitación, reparación y restitución de los derechos de las víctimas, garantías de no repetición, reincorporación a la vida civil, y garantías políticas, entre otros. Para el caso particular del contexto colombiano, el postconficto implica un adecuado proceso de implementación de los cinco puntos del acuerdo final, atendiendo a la construcción de medidas políticas, sociales y económicas tendientes a la materialización de los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, la superación de la violencia y la generación de condiciones de justicia social.
4 El castrochavismo es un término creado por sectores de la Derecha colombiana para conceptualizar la relación social, política y económica entre el Chavismo y el Castrismo, marcada por la fuerte influencia del comunismo en Cuba y los idearios del Socialismo del siglo XXI durante los mandatos de Hugo Chavez y Nicolás Maduro en Venezuela; al abarcar este término como una relación negativa que ha conllevado a la crisis económica y social que actualmente, se vive en Venezuela, para lo cual ciertos sectores de la política Colombiana lo han acuñado con el propósito de cuestionar los alcances de los procesos de paz con las FARC EP y el ELN, ya que la participación política de estos actores y el auge del progresismo en el país, desencadenarían, el supuesto fin de la democracia, el colapso de las instituciones y la perdida de la propiedad privada, entre otros aspectos. Como lo señala el analista político Andrei Gómez Suárez (Gómez, 2018), la utilización de este término “cumple el propósito de despertar entre los colombianos tres temores: 1) el perder la identidad nacional (bajo una amenaza externa), 2) que se imponga una dictadura (una amenaza a la libertad), 3) que se instale el comunismo (una amenaza interna a la propiedad privada).
5 Con la desmovilización paramilitar en el marco del proceso de Justicia y Paz, el Estado comenzó a argumentar que las estructuras paramilitares ya no existen y que aquellos grupos que tienen el mismo accionar, estructura y control territorial son bandas criminales, más conocidas como BACRIM, cuya existencia se enfoca a la delincuencia común y el control del tráfico de estupefacientes.
6 El Cartel de La Toga hace parte de uno de los escándalos de corrupción más graves para la justicia colombiana en el contexto reciente. A partir de las declaraciones del exgobernador de Córdoba, Alejandro Lyons, la sociedad colombiana tuvo conocimiento de las prácticas realizadas por varios magistrados y exmagistrados de la Corte Suprema de Justicia con el fin de incidir en las decisiones judiciales que emitían, para lo cual cobraban millonarias cifras de dinero. Esta red de corrupción contó con la participación de los exmagistrados y expresidentes de la Corte Suprema de Justicia, Francisco Ricaurte, José Leónidas Bustos y Camilo Tarquino.
Recibido: 13/11/2018 • Aceptado: 2/5/2019