Revista Latinoamericana de Derechos Humanos
http://www.revistas.una.ac.cr/derechoshumanos
Volumen 33 (2), II Semestre 2022
ISSN: 1659-4304 • EISSN: 2215-4221
Doi: https://dx.doi.org/10.15359/rldh.33-2.9
Recibido: 1-6-2021 • Aceptado: 13-5-2022
¿A mayor punitivismo, mayor justicia de género? Una mirada crítica al sistema penal y sus consecuencias sobre las mujeres The greater punitivism, the greater gender justice? A critical look at the penal system and its consequences Quanto maior o punitivismo, maior a justiça de gênero? Um olhar crítico sobre o sistema penal e suas consequências para as mulheres Camila Ristoff1 |
Resumen
En el presente artículo abordaremos algunos de los obstáculos que enfrentan las mujeres al entrar en contacto con el sistema de justicia penal, ya sea en el lugar de imputadas o de víctimas. Luego, definiremos si la ampliación del aparato represivo es una respuesta concordante con las obligaciones internacionales de protección y promoción de los derechos de las mujeres, o si dicha respuesta, por el contrario, termina manteniendo un statu quo social, en el cual siguen existiendo y reproduciéndose jerarquías y estereotipos de género. La conclusión irá en este último sentido y exigirá al Estado la implementación de políticas públicas efectivas y de una perspectiva de género transversal a todos los ámbitos estaduales.
Palabras claves: estereotipos; género; punitivismo; violencia
Abstract
In this article we will address some of the obstacles that women face when coming into contact with the criminal justice system, whether as defendants or as victims. Then, we will define if the expansion of the repressive apparatus is a response consistent with the international obligations of protection and promotion of women’s rights, or if said response, on the contrary, ends up maintaining a social status quo in which gender hierarchies and stereotypes continue to exist and reproduce. The conclusion will go in the latter sense and will require the State to implement effective public policies and a transversal gender perspective at all state levels.
Keywords: Gender; punitivism; stereotypes; violence.
Resumo
Neste artigo abordaremos alguns dos obstáculos que as mulheres enfrentam ao entrar em contato com o sistema de justiça criminal, seja como rés ou como vítimas. Em seguida, definiremos se a ampliação do aparelho repressivo é uma resposta condizente com as obrigações internacionais de proteção e promoção dos direitos das mulheres, ou se tal resposta, ao contrário, acaba por manter um status quo social, em que continuam a existem e reproduzem hierarquias e estereótipos de gênero. A conclusão será neste último sentido e exigirá que o Estado implemente políticas públicas efetivas e uma perspectiva transversal de gênero em todos os níveis estaduais.
Palavras-chave: Estereótipos; Gênero sexual; punitivismo; violência.
Históricamente hemos representado a “la justicia” con la imagen de aquella mujer de ojos vendados, que juzga en forma igualitaria, sin sesgos ni preferencias. Pese a ello, la realidad nos demuestra que el funcionamiento de nuestros sistemas de justicia se encuentra lejos de esta representación ideal y que, por otra parte, son propensos a reproducir las injusticias de sociedades con estructuras patriarcales y androcéntricas.
En dichas sociedades la ciudadanía no es ejercida de igual forma por hombres y mujeres, siendo estas últimas quienes cargan con las peores consecuencias -en el hogar, en el ámbito educativo o laboral, en la vida social, etc. (Larrauri, 1992)-. La exclusión que atraviesan todas las mujeres en cada uno de estos contextos conlleva a que el goce de los derechos sea sexuado.
En la Conferencia de Naciones Unidas de Derechos Humanos de 1993, la comunidad internacional reconoció que los derechos de las mujeres son derechos humanos y afirmó que el Derecho se forjó desde una visión androcéntrica, “legalizando”, implícitamente, las relaciones de desigualdad y discriminación entre hombres y mujeres (Leiro, 2019). Por ello, toda adopción de una “neutralidad valorativa” en el ámbito del Derecho -y en cualquiera- invisibiliza la jerarquización de lo masculino, según la cual el hombre es el centro de medida de todas las cosas y las mujeres somos “el otro” que se constituye en relación con ese universal (Maffía, Gómez & Moreno, 2019).
Al asumir esto, tanto el Sistema Universal de Protección de Derechos Humanos como el Sistema Regional Interamericano, disponen de mecanismos y organismos destinados a la protección de los derechos humanos en general y a la protección de los derechos de las mujeres en particular, destacándose la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, 1979), su Protocolo Facultativo y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará, 1994). Por su parte, el Comité de la CEDAW (2017) recomienda de manera explícita a los Estados que examinen todas aquellas leyes y políticas que hayan sido “neutrales” en cuanto al género, para asegurarse que esa neutralidad no cree o perpetúe las desigualdades existentes; si lo hacen, el Comité sugiere derogarlas o modificarlas.
Ante este panorama, uno de los grandes desafíos de la teoría legal feminista es encontrar un espacio de diálogo con el derecho penal, rama especialmente sometida al dominio masculino (Di Corleto, 2013). En este sentido, y con principal apoyo en la perspectiva de autoras como Elena Larrauri (1992; 2003), Vanina Escales (2016) y María Luisa Piqué (2017), abordaremos algunas de las dificultades que atraviesan las mujeres a la hora de enfrentarse cara a cara con el sistema penal, para luego definir si la ampliación del aparato represivo del Estado es una respuesta positiva y concordante con las obligaciones internacionales de protección y promoción de los derechos de las mujeres, o si esto termina por mantener un statu quo social, en el cual siguen existiendo y reproduciéndose jerarquías y estereotipos de género.
EL DERECHO PENAL Y SU RELACIÓN CON LAS MUJERES
El derecho penal fue diseñado desde una óptica androcéntrica y patriarcal, aprehendiendo, en consecuencia, todas aquellas pautas culturales que otorgan una primacía a lo masculino en detrimento de lo femenino. Por supuesto que esto no es explícito, sino que este diseño institucional y normativo tiene la característica de pretenderse neutral, al desconocer los efectos negativos que produce sobre los grupos más desventajados o vulnerados. Debido a esto, el contacto de las mujeres con el sistema de justicia penal “sigue siendo en buena medida una experiencia negativa, y hasta traumática” (Piqué, 2017, p. 309), por ser un lugar donde se producen revictimizaciones y reproducen estereotipos de género, muchas veces por procesos y decisiones sesgadas que repercuten de forma negativa en la vida de las mujeres.
Aunque algunas de estas cuestiones puedan deberse a las falencias estructurales de los sistemas penales -que impactan en todas las personas usuarias de los mismos-, el mayor y especial sufrimiento que atraviesan las mujeres durante el proceso, sumado a las consecuencias disvaliosas de algunas decisiones judiciales, se deben precisamente a aquellos estereotipos y sesgos de género que los rigen y caracterizan. Compartimos, en este sentido, la reflexión de Piqué (2017) cuando afirma que estas formas de proceder y decidir constituyen una forma de discriminación que, al originarse en el Estado, configuran violencia institucional.
A continuación, ilustraremos lo dicho, distinguiendo el caso de las mujeres imputadas por algún delito, de aquellos en los que se presentan ante nuestros tribunales para denunciar hechos de violencia de género.
En sociedades donde prima el paradigma de la mujer “ama de casa”, “buena”, “dulce”, “comprensiva” y “débil”, esta no puede ni debe ser perpetradora de delitos. Y si lo es, será más bien una “desviada”, una “irresponsable”, una “mala madre”; en fin, una mujer que no ha sabido adaptarse a los roles de género y será tratada en consecuencia.
Por su parte, en sistemas penales diseñados desde una perspectiva androcéntrica, los delitos que se les atribuyen a las mujeres se vincularán, en gran medida, con estereotipos de género y vulnerabilidades múltiples, lo que recae sobre mujeres que, generalmente, son madres de más de tres personas o jefas de familias monoparentales, sin estudios primarios o secundarios terminados, ni acceso al mercado laboral formal (Escales, 2016). En tal sentido, encontraremos imputadas por abandono de persona u homicidio por omisión, en casos en los que, por distintas razones, se entiende que no han sido “buenas madres”, juzgándoselas por ello y dejando de lado teorías del delito y algunos cuantos principios penales, que son reemplazados por estereotipos y creencias de lo que “una madre debe hacer”; imputadas por ataques contra la vida o integridad física de sus parejas o exparejas, realizados muchas veces en defensa de su propia vida y la de su familia, debido a contextos más generales de violencia de género, que suelen ser excluidos en el análisis del caso; y, en una gran cantidad de oportunidades, delitos vinculados al tráfico de estupefacientes, que suele ser la única vía de sustento para muchas mujeres en situación de vulnerabilidad.
Para desmantelar la pretendida neutralidad del sistema punitivo, un buen ejercicio es preguntarnos ¿cómo viven la experiencia punitiva estas mujeres -y todas las mujeres imputadas-? En efecto, aunque coincidamos en que esta puede ser drástica para cualquier persona, veremos cómo, en su caso, resulta especialmente discriminatoria y violatoria de sus derechos humanos.
La inadecuación de algunos institutos en particular.
El diseño de los institutos del derecho penal, desde la ya mencionada perspectiva androcéntrica, hizo que los mismos no contemplen los efectos de su aplicación sobre las mujeres, en especial cuando atraviesan circunstancias de violencia de género.
Larrauri (1992) analiza diversos ejemplos en este aspecto. Siguiendo sus lineamientos, ilustraremos aquí con el caso de la legítima defensa y la alevosía.
En cuanto al instituto de la legítima defensa, los requisitos exigidos para su configuración lo vuelven de difícil aplicación a las mujeres que matan o lesionan a sus parejas producto de la violencia sufrida, casi siempre, durante largos períodos de tiempo. Así, se exige, en primer término, la existencia de una agresión ilegítima, que, en el caso bajo estudio, estaría configurada por las agresiones sufridas por quien ahora es imputada de algún delito. Esto puede llegar a ser relativamente fácil de probar, si es que la mujer en cuestión tiene lesiones físicas visibles o se indaga en el contexto de violencia -cosa que, por cierto, no siempre sucede-.
El principal problema aparece, sin embargo, al momento de exigirse que el ataque del cual la mujer se defiende sea actual o inminente. La formación en género, nos permite tener un conocimiento más acabado sobre el funcionamiento y los ciclos de la violencia de género, los contextos en los que se produce y sus implicancias. En este sentido, podemos saber que, en situaciones de inminencia, es muy posible que las mujeres no respondan (por desigualdad de fuerzas, por miedo a un mal mayor, etc.), sino que lo hagan cuando la inminencia del ataque ya haya pasado y su vida o la de su familia no corra más peligro que si se mantuvieran en una actitud pasiva.
Luego, en lo que respecta a la necesidad racional del medio empleado, corresponde definir si la respuesta de la mujer fue racional o no, en relación con la agresión sufrida. Para resolver este interrogante, suele acudirse a preguntas que colocan la responsabilidad de protegerse de la violencia en las propias mujeres -¿por qué no escapó antes?; ¿por qué no buscó ayuda?; ¿por qué matar?-, e implican, de nuevo, un desconocimiento del funcionamiento de la violencia de género y de las pocas herramientas que muchas mujeres tienen para actuar como la sociedad espera o cree que debe actuarse. En todo caso, y desde una formación en género, las respuestas a tales interrogantes, nos dice Larrauri (1992), son sencillas, aunque, nos permitimos agregar, complejas en su significado: porque no tenía a dónde ir; porque no podía dejar a sus hijos e hijas; porque no tenía a quien acudir; por dependencia económica u emocional; entre otras.
Por supuesto que la ley no recepta el contenido que las lecturas feministas puedan hacer sobre las exigencias legales de configuración de la legítima defensa y, muchas veces, esto no es siquiera receptado por quienes sean operadores del derecho. Este instituto, diseñado desde una mirada masculina, pensado para ataques puntuales, de personas extrañas y para defensores (hombres) que puedan repeler los mismos, de modos menos lesivos que la muerte, termina no siendo aplicable al caso de mujeres que se defienden de la violencia y ultrajes sufridos durante años.
Un análisis similar propone Larrauri (1992) en relación al instituto de la alevosía: si alguien aprovecha que una persona está dormida para matarla, se configura el delito de homicidio con alevosía, por haberse aprovechado de la indefensión de la víctima. Cuando ese “alguien” es una mujer víctima de violencia de género, muchas veces desamparada social y estatalmente, esta forma de perpetrar el delito puede ser la única alternativa que encuentra para salir del contexto violento en el que se halla inmersa, y no una forma de ensañamiento o aprovechamiento de la víctima.
Todo lo dicho no debe entenderse, en ninguna circunstancia, como una apología del delito, sino como una invitación a reflexionar y preguntarnos ¿cuánto daño puede causar un derecho penal que, al diseñarse, no pensó siquiera un segundo en la realidad que viven las mujeres en sociedades machistas y patriarcales? Así, podemos preguntarnos ¿Si es posible ampliar los márgenes de ciertos institutos penales sin caer en su desnaturalización absoluta; si es justa la aplicación de estos sin consideración a las circunstancias excepcionales de la violencia de género; si deberíamos crear institutos especiales para estos casos en particular; si es posible aplicar una perspectiva de género sin desmantelar los principios más caros del derecho penal?, entre muchos otros interrogantes.
De lo que no nos cabe duda alguna es que la aplicación automática e irreflexiva de ciertos tipos e institutos penales -pretendidamente neutrales en cuanto al género- produce efectos que no son igualitarios para todas las personas, y esto es algo que el Estado no puede soslayar.
Mujeres privadas de la libertad.
La cárcel también implica una mayor afrenta para las mujeres (Larrauri, 1992). Entre los factores que explican esta afirmación se encuentra el ejercicio de la maternidad. Así, atravesar un embarazo en prisión está lejos de cumplir con derechos esenciales, como el acceso a la alimentación adecuada o a la salud integral; tampoco se respeta la integridad física, psíquica y moral de la mujer gestante, cuando es obligada a parir esposada, atada o en el piso; o cuando se obliga a una madre a decidir entre practicar la crianza tras las rejas, bajo condiciones insalubres, poca higiene y mala alimentación, o alejarse de sus hijos o hijas, para que vivan en el medio libre, ya sea con familiares o en forma institucionalizada si nadie más puede cuidarlos (Escales, 2016).
Aunque algunos países imponen la obligación legal de otorgar arresto domiciliario a las mujeres embarazadas y madres,2 afirma Escales (2016) que aún existen obstáculos para su efectivo cumplimiento. Por ejemplo, algunas mujeres, encontrándose en condiciones de acceder a la prisión domiciliaria, solicitan permanecer detenidas para poder continuar con la actividad laboral que venían realizando al interior de las cárceles y así sostener a sus familias fuera de ellas -de forma especial en los casos donde las mujeres ejercen la jefatura del hogar-. Así, el sistema penal termina amplificando su vulnerabilidad, porque deben permanecer inmersas en el sistema penitenciario, única alternativa que el Estado ofrece para que puedan mantener a sus familias (Centro de Estudios Legales y Sociales [CELS], Ministerio Público de la Defensa [MPD] y Procuración Penitenciaria de la Nación Argentina [PPN], 2011).
Además de la maternidad, otra de las cuestiones que hace que la cárcel sea particularmente nociva para las mujeres es el hecho de que los programas de rehabilitación o aprendizaje de oficios no estén diseñados para que puedan valerse por sí mismas en el medio libre. Al contrario, dichos programas refuerzan el rol doméstico por encima del ocupacional -como los talleres de costura o de confección de bolsas-, en desmedro de otros oficios con mayor salida laboral (Larrauri,1992).
Como vemos, las mujeres se ven atrapadas en un círculo vicioso, que comienza por catalogarlas como “malas madres”, por no adecuarse al rol social asignado a su género, al tiempo que se les impide u obstaculiza maternar en condiciones dignas dentro de la prisión y se las incapacita para valerse por sí mismas fuera de ella. En definitiva, dentro de las cárceles -diseñadas por hombres y para hombres- estos y otros paradigmas patriarcales de la sociedad se reproducen de igual forma que fuera de ellas.
Mujeres en situación de violencia de género.
El abordaje de la violencia de género desde una perspectiva punitivista también presenta grandes dificultades, aun cuando su aplicación ha sido y sigue siendo una de las mayores demandas sociales.
En términos generales, existe una gran tensión entre las violencias contra las mujeres y el tratamiento que puede darles el sistema penal. En efecto, la criminalización y la lógica adversarial del juicio penal transforman los significados que la teoría legal feminista pretende dar a dichas violencias; así, lo que el feminismo ve como un conflicto social y político, es convertido en un asunto interpersonal entre agresor y víctima, por lo que termina siendo calificado como un “conflicto de pareja” o “incidente puntual” (Di Corleto, 2013).
Por otra parte, el sistema penal no logra recoger la complejidad de las vulneraciones que atraviesan las mujeres en sociedades patriarcales, sino que las vincula mayormente a la violencia física. Esto invisibiliza otros tipos y modalidades de violencia -como la psíquica, sexual, económica-, fragmentando y valorando solo parcialmente la violencia habitual (Piqué, 2017).
Luego, aquella mujer que se presenta como sujeta pasiva de una desigualdad social, es transformada por el sistema penal en una víctima de violencia; es decir, en un sujeto -u objeto- esencialmente marcado por la vulnerabilidad de ser víctima, lo que termina limitando su suerte y autonomía en el proceso (Di Corleto, 2013).
La causa que subyace a estas cuestiones es la misma que venimos analizando: el derecho penal no fue diseñado para dar respuesta a la violencia de género como conflictividad social. Esto implica que esta herramienta, en su forma actual, no siempre sea la más adecuada para prevenir, sancionar y erradicar dichas violencias.
Como dijimos al inicio de este trabajo, la comunidad internacional se ha visto en la obligación de reconocer la especial situación que atraviesan las mujeres en nuestras sociedades y ha debido dar una respuesta específica a ello. En tal sentido, la necesidad de imponerle a los Estados obligaciones reforzadas que garanticen el acceso a justicia a las mujeres que se encuentren en situación de violencia -como aquellas emanadas de la Convención de Belém do Pará-, se debe al hecho de que tal acceso se ha visto históricamente minado de obstáculos y dificultades.
Sabemos que las falencias en el acceso a justicia pueden producirse ante cualquier víctima de un delito, debido a los déficits estructurales de nuestros sistemas de justicia. Sin embargo, debemos insistir aquí en que la persistencia de estereotipos sexistas y discriminatorios al interior de los sistemas penales produce que las víctimas de violencia de género sean quienes soporten mayores cargas en su tránsito por el proceso, ya que las consecuencias negativas no devienen solo de las características, gravedad y secuelas del delito de que se trate, sino también de “la existencia de patrones, normas y prácticas socioculturales discriminatorios que permean el sistema de justicia penal” (Piqué, 2017, p. 316).
Ello conduce a nuevas revictimizaciones, que tienen su raíz en ciertas acciones u omisiones que ocurren después, a causa del delito original y que terminan ubicando a las mujeres en una situación de vulnerabilidad ante la justicia, lo que obstaculiza su acceso a la misma y configura, además, violencia institucional -que reviste mayor gravedad cuantos más factores interseccionales de vulnerabilidad se presentan: origen étnico, migrante, nivel socio económico, edad, orientación sexual, identidad de género, etc.- (Piqué, 2017).
Si analizamos los obstáculos que existen para gozar de un acceso efectivo a la justicia -tanto los estructurales como los específicos en razón del género-, veremos que estos comienzan a operar desde el momento mismo de la denuncia: por la centralización de los tribunales de justicia en el radio urbano; por los múltiples fueros, no coordinados, que operan en la materia y en los que se obliga a deambular a las víctimas; por la falta de información clara y accesible; por no existir centros de recepción de denuncias con espacios adecuados para ello, lo cual lesiona el derecho a la intimidad y privacidad de las personas denunciantes; porque se les exige reiterar los hechos una y otra vez, ante distintas personas; porque quienes reciben las denuncias no siempre tienen formación o sensibilidad en género, por lo que actúan con indiferencia, apatía y una total ignorancia de la conflictividad que se les presenta; y, como ya mencionamos, por el predominio de los estereotipos discriminatorios: que las mujeres fabulan, que pretenden utilizar el proceso penal para obtener ventajas, que son rencorosas, que tienen la culpa de lo sucedido, etc.
Así, una mujer que denuncia hechos de violencia de género con mucha probabilidad será sea sometida a exámenes para determinar si es una “víctima inocente” o “apropiada”; es decir, una víctima que no provocó el delito (Larrauri, 1992). Para ello se investigará su vida privada (cuál era su estilo de vida, qué hacía y cómo vestía al momento del hecho, cómo era su vida sexual, cómo cumplía su rol de madre, cuál era su carácter, etc.) y se la someterá a lo que se conoce como “pericias de credibilidad”, para ver qué tan cierto, doloroso, racional y posible es lo que denuncia ante los tribunales. Claro que esto no debe ser soportado por una víctima de cualquier otro delito, como un robo, a quien se le toma la denuncia sin preguntarle qué tan segura está de haber llevado el bolso consigo al momento del hecho o si es posible que su actitud insinuara que ella quería entregar su bolso al autor del hecho y no que este lo hubiera tomado sin su consentimiento. Por el contrario, estas inquisiciones solo se dirigen a mujeres que atraviesan situaciones de violencia de género, en especial cuando se trata de ataques a su integridad sexual.
A este escenario y al contexto de vulnerabilidad en el que muchas veces se encuentran estas mujeres -por el desamparo económico y estatal- se le añaden los extensos lapsos transcurridos entre el hecho, la denuncia y las medidas que, finalmente, dispone el sistema de justicia. Esto favorece que las mujeres retiren sus denuncias o desistan del proceso, lo que conduce a que sean catalogada como seres irracionales, que no saben lo que quieren y a quienes es imposible ayudar (Larrauri, 1992).
Si el proceso continúa más allá de la denuncia, aquellos obstáculos que comenzaron a operar al momento inicial del mismo es probable que terminen interfiriendo también en la conducción de la investigación, en la producción y valoración de la prueba y, por último, en la sentencia final. En efecto, a la luz de la categorización entre “buenas víctimas” y “malas víctimas” es que se evaluará la veracidad del relato, se orientará la investigación y se ordenarán o no las medidas de prueba pertinentes. Por último, los procesos conducidos de esta forma culminarán en decisiones judiciales que, en lugar de basarse en hechos relevantes, lo harán en estereotipos, creencias y prejuicios, lo que afecta el derecho de las mujeres a recibir un proceso judicial imparcial (Piqué, 2017).
Sin duda alguna, las falencias estructurales del sistema judicial y la existencia de estereotipos sexistas al interior del mismo -cuestiones que solo hemos delineado en este acápite- constituyen una forma de violencia institucional contra las mujeres, al negarles una protección diligente y su derecho de acceso efectivo a la justicia.
Durante el proceso penal la víctima cumple un papel que está lejos de ser protagónico. En lugar de ello, su conflicto es expropiado por el Estado, lo que implica que el caso sea llevado adelante sin consideración a sus necesidades y sin brindarse información central sobre el mismo, como las medidas de protección ordenadas o su cese, la decisión de culminar el caso con un juicio abreviado, las alternativas procesales existentes, etc. Esto conduce a que la víctima no pueda aprovechar todas las herramientas que brinda el sistema penal, el cual termina otorgando respuestas que muchas veces no son las deseadas y fomenta la sensación de que acudir a los tribunales de justicia es siempre inútil (Piqué, 2017).
Aquí entran en juego debates centrales, que se dan incluso al interior de los feminismos, y que tienen que ver con la participación que debe darse a la mujer en el proceso: si los delitos que las afectan deben perseguirse de oficio o respetarse y priorizarse la voluntad de las víctimas; si proceden medidas alternativas de resolución del conflicto o si el juicio oral es la única vía posible para sancionar los hechos de violencia de género, aun si la víctima no desea tal proceso; si la mediación o conciliación pueden ser vías posibles de resolución del conflicto, o si la mujer siempre tiene viciada su voluntad de decidir, producto del contexto de violencia en el que vive y, por lo tanto, la “negociación” no podría ser jamás una alternativa para ella; entre otras.
Quienes propician un mayor intervencionismo del Estado, aun en contra de la voluntad de las víctimas, puntualizan que de esta manera se emite un mensaje contundente respecto de la gravedad de los hechos de violencia de género y el interés público que acarrean; que es la única forma de cumplir con la obligación de investigar y sancionar tales actos, derivada de la Convención de Belém do Pará; que solo el Estado puede saber qué es lo mejor para una víctima de violencia, producto de la situación de desigualdad estructural y los componentes de dominación que caracterizan a la violencia machista; y cuál es la forma de ofrecer mayor protección a la víctima, ya que al quitarle el control sobre la acción o dirección del proceso se la resguarda de presiones que puedan coartar su libre decisión (Piqué, 2017).
Sin embargo, promover posturas de este tipo tiene consecuencias perjudiciales para las propias mujeres en situación de violencia. Debido a que presumen, sin prueba en contrario, que el hecho de haber atravesado aquellas violencias las convierte en personas no autónomas e incapaces de decidir qué es lo mejor para sí mismas, reforzando así el estereotipo de debilidad de la mujer; además, generan enormes consecuencias revictimizantes, en especial cuando la mujer no quiere acudir a la justicia penal o continuar un proceso y someterse a sus consecuencias, pero se le obliga a hacerlo de todos modos. Por si esto fuera poco, son posturas que restringen o eliminan la posibilidad de acudir a otros mecanismos de gestión del conflicto -como la suspensión del juicio a prueba-, donde las víctimas tengan una mayor intervención y poder de decisión -por ejemplo, en lo que respecta a la reparación esperada- y se apunte al tratamiento de las causas que subyacen a la violencia y a la deconstrucción de las mismas -como puede ser, a través de programas psicoeducativos o de trabajo con masculinidades-.
Como vemos, el sistema penal no está preparado para mujeres que quieren perdonar, que no desean denunciar o que se retractan, sino que solo acoge a aquellas que optan por el castigo del agresor (Piqué, 2017), y aún a estas últimas las margina y encasilla en un rol pasivo.
La adopción de posturas paternalistas por parte del Estado no es solo una posibilidad o una teoría, sino que ha recibido respaldo en decisiones jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con impacto directo en casos concretos, como sucedió en el famoso precedente Góngora (CSJN, 2013).
La prevención, sanción y erradicación de la violencia contra las mujeres, requiere un esfuerzo conjunto de los operadores del derecho, quienes, haciendo un uso coordinado de los elementos que tienen a su alcance -normativos, doctrinarios, jurisprudenciales, institucionales, fácticos, etc.-, puedan brindar una mayor y mejor escucha a la mujer agredida, haciéndola partícipe de determinadas decisiones y, finalmente, dar respuestas a medida, en razón de la complejidad del caso y sus necesidades concretas. Consiste, ni más ni menos que, en devolverle a la mujer su calidad de sujeta de derecho, ubicándose el Estado a su lado lado y no por encima de ella.
Lo cierto es que convertir al Estado en otro medio paternalista de supresión de su autonomía que pretende, otra vez, decidir por ella -respecto de su vida, libertades y preferencias-, está muy lejos de garantizarles una vida libre de violencia y discriminación.
La dinámica del sistema penal acarrea innumerables consecuencias dañinas, que repercuten con mayor fuerza sobre las poblaciones más vulneradas. En relación con las mujeres, hemos visto solo algunas de las dificultades que dicho sistema les opone y evidenciado que el sistema punitivo no es más que un reproductor de las desigualdades y discriminaciones de género que se dan al interior de nuestras sociedades.
Pese a lo descrito, sigue encontrándose en la función simbólica del derecho penal un elemento de peso para acudir a él. En este sentido, la criminalización de ciertos comportamientos indica la gravedad que una sociedad determinada le otorga a tales conductas, enviando un mensaje contundente respecto a la no tolerancia estatal y social de las mismas (Larrauri, 2003). Sin embargo, descansar en dicha función sin considerar la evidente ineficacia del sistema, su casi nulo poder preventivo, su potencialidad revictimizante, los sesgos y estereotipos de género que lo rigen y la impunidad a la que puede conducir es, sencillamente, contradictorio con la obligación de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres.
Es por esto que debemos preguntarnos si queremos seguir buscando respuestas en el aparato represivo estatal y en la ampliación de sus alcances. Bien sabemos que las reformas legislativas orientadas al incremento de penas, el aumento de conductas punibles o la limitación de excarcelaciones y medidas alternativas a la prisión, suelen no tener resultados positivos en relación con la reducción del delito (CELS, 2017). Y, aun cuando sean deseables, en algún caso en particular, serán siempre insuficientes si van a mantenerse intactas las estructuras sociales, culturales e institucionales que permiten el surgimiento de la violencia.
Un claro ejemplo de esto ha sido la reforma a la ley argentina de ejecución de la pena privativa de libertad (Ley 24.660, 1996). El femicidio de Micaela García llevó a una escalada de demandas sociales en torno a la erradicación de la violencia de género y el abordaje que el Estado argentino debe dar a los delitos contra la integridad sexual. Estas demandas fueron receptadas por los sectores más punitivistas del arco político de aquel país y derivaron en la sanción de la Ley 27.375 (2017) -reforma de la Ley 24.660-, la cual, en términos generales, limita salidas o libertades de los condenados por delitos de violencia sexual, pero también por otros no vinculados a la demanda originaria, como el robo con armas o el tráfico de estupefacientes (CELS, 2017).
Como vemos, los reclamos sociales fueron convenientemente receptados por quienes creen que en el aumento del punitivismo está la solución al delito, sin profundizar en las causas del mismo, en las consecuencias de la prisión y en la vida pos-cárcel de quienes delinquen. En efecto, el texto de reforma no discute el trato que debe darse a los ofensores sexuales ni plantea políticas penitenciarias y pos-penitenciarias para evitar reincidencias (CELS, 2017) -cuestiones centrales en la discusión sobre la actitud que debe tomar el Estado en relación con la violencia de género-.
Por si esto fuera poco, esta reforma tuvo un impacto directo y negativo en las mujeres -en favor de quienes se alzó el pedido de justicia-, dado que limitó el acceso a las libertades anticipadas o medidas alternativas para aquellas personas detenidas por delitos de droga, entre quienes hay un gran número de mujeres cis o personas trans -los últimos y más débiles eslabones de la cadena del tráfico de estupefacientes-.
Una intervención eficiente del Estado en torno a la erradicación de la violencia de género no puede agotarse en el endurecimiento del derecho penal, el cual no busca solucionar vulnerabilidades subyacentes ni actúa sobre las causas del delito y, además, recae, de manera selectiva, sobre quienes ya sufren la marginación social. En todo caso, si en realidad quisiéramos hacer del sistema penal una herramienta positiva para el cambio, debemos discutir ¿cómo queremos que sea su intervención? En este sentido, más allá de la mega ampliación del aparato represivo, podemos comenzar por emplearlo, de forma tal que pueda atender a las necesidades que surjan del proceso ya sean de protección, económicas o de participación (Larrauri, 2003). Asimismo, es necesario criticarlo desde una óptica de género, que deje en evidencia su funcionamiento patriarcal y las consecuencias que esto produce en imputadas y víctimas.
En síntesis, reclamar la aplicación y ampliación del sistema penal en forma sistemática, sin reparar en sus consecuencias y alternativas, no es más que legitimar un statu quo, que hasta el momento no logró reducir la violencia e incluso tiene el potencial de reproducirla o incrementarla; en otras palabras, no es más que responder a las demandas feministas desde una perspectiva patriarcal.
Es necesario quitar el velo que cubre nuestros sistemas de justicia y enfrentarlos en su completa imperfección: no son neutrales, ciegos ni objetivos, sino que reproducen los estereotipos y sesgos de nuestra sociedad, asentando a las mujeres en un lugar subalterno y de inferioridad.
En consecuencia, el camino a la construcción de sociedades más igualitarias no es más poder punitivo, sino mejor poder punitivo y mayor presencia estatal: un Estado presente no solo en su brazo represivo, sino, principalmente, en políticas públicas transformadoras de las raíces que subyacen a la violencia y promotoras de la equidad; en educación sexual integral desde edades tempranas, que modele infancias libres e inclusivas; en capacitación de género a funcionarios y funcionarias del Estado; en el diseño de protocolos específicos e interdisciplinarios para el abordaje de los casos de violencia; en auxilios económicos a las víctimas y programas de promoción de su autonomía personal; en la proyección de presupuestos que contemplen las desigualdades de género; en reformas institucionales y normativas que forjen una perspectiva de género transversal a cada uno de los ámbitos estatales, incluido, por supuesto, el sistema de justicia penal.
Desmantelada la pretendida neutralidad del derecho y, en forma específica, del derecho penal, resta convertir a nuestros Estados en una verdadera fuerza de oposición a las violencias de género, y no ya en su fuente de retroalimentación.
CELS. (26 de abril de 2017). Reforma de la Ley 24.660: soluciones ineficaces que agravan la crisis penitenciaria. https://www.cels.org.ar/web/2017/04/reforma-de-la-ley-24-660-soluciones-ineficaces-que-agravan-la-crisis-penitenciaria/
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Jurisprudencia
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1 Abogada por la Universidad Nacional del Sur y estudiante de la Maestría en Derechos Humanos por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Correo electrónico: camiristoff@gmail.com https://orcid.org/0000-0002-8356-675X
2 Como es el caso de Argentina (Ley n. ° 24.660, art. 32 e. y f., 1996).
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