Revista Latinoamericana de Derechos Humanos
http://www.revistas.una.ac.cr/derechoshumanos
Volumen 34 (2), II Semestre 2023
ISSN: 1659-4304 • EISSN: 2215-4221
Doi: https://dx.doi.org/10.15359/rldh.35-1.05
Recibido: 29-5-2023 • Aceptado: 20-10-2023
Las concepciones crítico-alternativas de los derechos humanos: un espacio a la emancipación y la utopía Critical-Alternative Conceptions of Human Rights: A Space for Emancipation and Utopia As concepções crítico-alternativas dos direitos humanos: um espaço para a emancipação e a utopia Alfonso Chacón Mata1 |
Resumen
En este trabajo vamos a referirnos a tres posiciones que, desde nuestra perspectiva, representan concepciones crítico-alternativas de los derechos humanos. Concretamente en la teoría crítica, el decolonialismo y el pluralismo jurídico, encontraremos puntos en común para pensar en su afinidad para plantear espacios de visión más ligados con la lucha, la construcción de alternativas posibles y por lo tanto, consolidación de horizontes utópicos. La experiencia sociopolítica latinoamericana es fundamental para esta concepción que nos permitimos reseñar.
Palabras clave: Teoría crítica, decolonialismo, pluralismo jurídico, utopía, lucha emancipadora, derechos humanos, américa latina, alternatividad
Abstract
In this paper, we will discuss three positions that, from our perspective, represent critical-alternative conceptions of human rights. Specifically, in the context of critical theory, decolonialism, and legal pluralism, we will discover shared elements to consider their affinity in proposing spaces of vision intricately intertwined to struggle, the construction of viable alternatives, and, consequently, the consolidation of utopian horizons. The Latin American sociopolitical experience is pivotal to this conception that we undertake to review.
Keywords: Critical theory, decolonialism, legal pluralism, utopia, emancipatory struggle, Human Rights, Latin America, alternativity
Resumo
Neste trabalho, vamos nos referir a três posições que, de nossa perspectiva, representam concepções crítico-alternativas dos direitos humanos. Especificamente na teoria crítica, no decolonialismo e no pluralismo jurídico, encontraremos pontos em comum para pensar em sua afinidade em propor espaços de visão mais alinhados com a luta, a construção de alternativas possíveis e, consequentemente, a consolidação de horizontes utópicos. A experiência sociopolítica latino-americana é fundamental para esta concepção que nos permitimos resenhar.
Palavras-chave: Teoria Crítica, decolonialismo, pluralismo jurídico, utopia, luta emancipatória, Direitos Humanos, América Latina, alternatividade
En los últimos tiempos se han venido suscribiendo una serie de concepciones de raigambre crítico-alternativas en materia de derechos humanos. En esta oportunidad, para tratar de explicar inicialmente, en términos generales, la concepción crítico-alternativa de los derechos humanos, nos valdremos de Solórzano (2010) y su reflexión en torno a la vinculación entre praxis y derechos humanos. Para este autor, los derechos que nos ocupan son convencionales, y se realizan en el plano de la actividad humana y sus realidades históricas (pp. 158-159). Y será dentro de este plano descrito, que nos moveremos a lo largo del presente artículo, debido a que las concepciones en estudio son el resultado de esta interacción sociopolítica.
De nuestra parte, como tesis de principio, concebimos que los derechos humanos son justificados dentro de una perspectiva de autoevaluación que conjugue las realidades vivenciales, las posibilidades de cambio, tomando en cuenta a los “otros” y las personas invisibilizadas, así como los efectos simbólicos que tienen las instituciones y la juridicidad como un todo. Es una manera de buscar alternativas humanas y dignificantes, teniendo claro que la vida política continental ha presentado oscilaciones que se encauzan más hacia las privaciones, exclusión y miseria, toleradas y permitidas dentro de un estado de cosas pasivo. Falta el apropiamiento de la noción ejecutiva de cambio y transformación social de la cotidianidad y este ejercicio puede alcanzarse a través de la visión crítica, liberadora o endógena que supere los lazos coloniales, obligando a buscar nuevas miradas.
Como un común denominador a las tendencias a analizar en esta oportunidad, podemos acotar que estas responden al contexto y realidades principalmente del continente latinoamericano y con esa vocación han sido inspiradas. En efecto, podemos acotar que estas ideas de construcción de un sendero propio no son nada nuevas y ya desde mediados del siglo XX tuvieron lugar en América Latina y el Caribe significativas contribuciones como el Centro-Periferia (Raúl Prebisch), la Teoría de la Dependencia (Theotonio Dos Santos, Fernando Cardoso, Enzo Faletto, Osvaldo Sunkel y Pedro Paz); la Filosofía de la Liberación (Enrique Dussel), la Pedagogía de la Liberación (Paulo Freire), la Teología de la Liberación (Gustavo Gutiérrez, Pablo Richard), los análisis sobre Marginalidad Social (José Nun); el Postdesarrollo (Arturo Escobar) o el Buen Vivir (Patricio Carpio, Eduardo Gudynas), entre otras corrientes que sentimos que se movieron o han movido en la dirección de la alternatividad y el replanteamiento de la mirada hacia nuestro continente, con enfoques liberadores y confrontativos de la praxis política imperante.
Gándara (2019) enfatiza la necesidad de superar el error de creer que toda referencia a los derechos humanos está animada por una intencionalidad crítica; los derechos humanos no son críticos per se. Los derechos humanos pueden servir a una praxis de liberación, o bien para legitimar y reforzar procesos de opresión (p. 14). Precisamente las posturas que se anidan en esta concepción crítico-alternativa propugnan por el sentido de liberación emancipatoria de quienes han sido relegados y hasta negados en sus derechos humanos elementales. Es en este escenario de criticidad al sistema implementado como nugatorio a la dignidad personal y colectiva, que la alternativa cobra vigencia y significado absoluto.
Para ir finiquitando este breve esbozo argumentativo y explicativo de las concepciones que analizaremos seguidamente, resta únicamente indicar que las reflexiones sobre las posturas crítica, liberadora y decolonial se encuentran igualmente muy congruenciadas con lo que contemporáneamente se conoce como las Epistemologías del Sur, aunque claro está, muchas de estas posturas tienen inclusive una génesis de más décadas hacia atrás en el tiempo. El gran científico social portugués Boaventura de Souza Santos (2001) ha sido el gran teorizador de esta corriente y enuncia que tales epistemologías reflexionan creativamente en torno a la realidad imperante del mundo marcada por la desigualdad y la exclusión, con la finalidad de ofrecer un diagnóstico crítico del presente que, obviamente, tiene como su elemento constitutivo la posibilidad de reconstruir, formular y legitimar alternativas para una sociedad más justa y libre (p. 11).
Así las cosas, las concepciones crítico-alternativas que nos hemos permitido sistematizar en este ensayo, parten de visualizaciones comunes de fenómenos de los derechos humanos, que los hemos sintetizado en tres particularidades. En primer lugar, estas concepciones a exponer son reflexivas en sí mismas, y revisan críticamente el entorno social o espacial del ejercicio de los derechos en sentido amplio, tanto del poder político hacia la ciudadanía como viceversa. En segundo lugar, asumen una praxis posible de involucramiento en la construcción cotidiana de los derechos humanos, por lo que sus visiones son constructivistas y eclécticas por parte de los movimientos y subjetividades, según la variedad de los seres humanos y los amplios saberes existentes. Finalmente, su alternatividad es su bandera de lucha, y conciben otros mundos posibles, diferentes a los que recrea y seduce el statu quo a las colectividades; por lo que el conocimiento social es esencial para desdeñar visiones preestablecidas de la realidad.
Con la finalidad de sistematizar las posturas que consideramos como propugnadoras de la alternatividad, vamos a hacer repaso a la teoría crítica de los derechos humanos, así como las teorías de la colonialidad/decolonialidad y el pluralismo jurídico. Nos parece sin duda alguna que estas tres corrientes epistemológicas encierran las mismas variables que una concepción alternativa de los derechos humanos debe de tener y máxime que la mayoría de ellas se han gestado tomando en cuenta los sucesos histórico-políticos latinoamericanos.
Posición crítica de los derechos humanos
Para empezar diremos que la “Teoría Crítica de los Derechos Humanos”, enarbolada por Herrera Flores y su escuela de seguidores, se empieza a desarrollar en la Universidad Pablo de Olavide en Sevilla-España, amalgamando pensadores y posiciones alrededor de la misma Europa y sobre todo, del continente americano. Nos vamos a centrar en los rudimentos de esta teoría con la finalidad de explicar sus alcances más inmediatos y particulares.
Esta visión de los derechos en estudio posee un carácter ecléctico que deviene de su forma de concebir tales derechos, sobre la base de conjunción de diferentes posturas que hemos analizado anteriormente, tales como la dimensión historicista, cultural-integradora, indivisible-transversal, las cuales repasamos anteriormente en las dimensiones pragmáticas de los derechos humanos. La Teoría Crítica de los Derechos Humanos, que aunque ha sido nombrada para postular y defender diferentes tesituras en el ámbito de los derechos humanos, según se ha sostenido por autores como Arias Marín y el concepto crítico de víctima (2016 a) o Helio Gallardo con su constructo de interpelación a América Latina desde la teoría crítica de los derechos humanos (2010), para los efectos de este trabajo se circunscribe a todo un movimiento gestado en la academia andaluza de España y cuyo propulsor, como se expuso anteriormente, fue el catedrático Joaquín Herrera Flores. Se ha expresado que lo que este autor intentó levantar con su teoría crítica consistía en responder en esa área particular del discurso jurídico y de una cierta práctica cultural social comprometida con los derechos humanos, preguntas sobre la crisis y agotamiento de las formas, instrumentos y racionalidades que el paradigma moderno, sobre todo en su más reciente formulación capitalista global, impone a las comunidades humanas (Calderón, 2018).
Se concibe a la actitud crítica dentro de esta teoría, como la práctica de análisis y explicación de la realidad circundante para poder llegar a los fines propuestos, siendo que, en todo caso, no habría que olvidar que, como bien lo dice un autor como Bauman, “el trabajo del pensamiento crítico es sacar a la luz los muchos obstáculos que entorpecen el camino hacia la emancipación”. Prosigue diciéndonos que dada la naturaleza de las tareas actuales, los principales obstáculos que deben ser examinados con urgencia se relacionan con las crecientes dificultades que hay para traducir los problemas privados a problemáticas públicas, para galvanizar y condensar los problemas endémicamente privados bajo la forma de intereses públicos que sean mayores que la suma de sus ingredientes individuales, para recolectivizar las utopías privatizadas de la “política de vida”, de modo que estas vuelvan a ser visiones de una “sociedad buena” y de una “sociedad justa” (Bauman, 2015, p. 57).
Este ideal de proyecto político emancipador, que se constituye como una posibilidad de entender los derechos humanos, se encuentra muy alineado a la perspectiva de la teoría crítica y, en ese sentido, Herrera Flores sostiene que los derechos humanos son las prácticas y medios por los que se abren espacios de emancipación, que incorporan a los seres humanos en los procesos de reproducción y mantenimiento de la vida (Herrera, 2000, pp. 22-23). En otras palabras, la vigencia de los derechos humanos no se construye en el vacío sin la debida participación y protagonismo de los diferentes intereses colectivos, quienes fraguan sus necesidades en una lucha constante contra la carencia, la arbitrariedad y la negación de sus condiciones mínimas o satisfactorias de vida. Estamos hablando de una teoría pragmática que pretende ser construida de «abajo hacia arriba», cimentada en la interpretación de las necesidades no satisfechas, que tienen los invisibilizados o excluidos del disfrute de los derechos básicos y que atentan contra su existencia digna.
Siguiendo con la perspectiva propositiva de Herrera (2000), a través de la teoría crítica tenemos que para este autor los derechos humanos distan de ser categorías únicamente normativas que existen en un mundo ideal que espera ser puesto en práctica por la acción social. Los derechos en cuestión se van creando y recreando a medida que vamos actuando en el proceso de construcción social de la realidad (p. 27), y por ende, la teoría crítica de los derechos humanos se separa de una visión formalista del Derecho, adoptando un enfoque si se quiere de corte realista. En la primera posibilidad, el formalismo-normativista impone una doble reducción del conocimiento, deformación profesional que amputa de antemano los posibles contactos jurídicos y realidad y paralelamente, los significados aplicados al derecho valen en sí y por sí mismos. El normativista no se detiene a examinar qué repercusiones pueda presentar su discurso en los hechos (Haba, 2009, pp. 224-225).
Por su parte, en el enfoque realista se parte de la conexión del derecho con la realidad social y, por ende, es imperioso un estudio mucho más disciplinado de la sociedad, así como la manera en que la juridicidad coadyuva o no a la construcción de mejores vías regulatorias, atendiendo necesidades y problemáticas específicas. Atienza lo caracteriza como un medio de construcción e “ingeniería social”, teniendo vertientes como las del realismo jurídico en su versión americana de orden extrema (Frank) o del moderado (Llewellyn); o sino el realismo escandinavo (Ross) (citados por Atienza, 2012, pp. 33-37).
Se hace imperioso abordar, para un mejor conocimiento del fenómeno, lo expresado por el profesor Meoño (2018), quien nos aborda la perspectiva ontológica de la teoría crítica de los derechos humanos a través de los constructos de «filosofía impura» y de la «metodología relacional de los derechos humanos». Tales constructos están inmersos dentro de lo que Herrera Flores denominaba como la construcción de la alternativa, basada en una concepción histórica y contextualizada de los derechos humanos (2000: capítulo III, pp. 59-81). En el primer caso, una filosofía impura impone el abordaje de un derecho humano a partir de su ubicación en un espacio y en un contexto determinado, desde los cuales muestra una posición y sus vínculos con la pluralidad de los Derechos Humanos. Esta posibilidad amplia y diversa permite que se exhiban “sus diferencias y la disposición del derecho humano frente a otros derechos en función de sus contenidos. Lo anterior nos conduce a examen del devenir de su relato en el tiempo, en tanto una narración cambiante al estar sujeta a la temporalidad” (Sierra Caballero et al., 2018, p. 47). Por su parte, la metodología relacional implica en primer lugar superar la dicotomía entre lo absoluto y lo relativo. Igualmente supone la superación de la dicotomía entre la representación y la distorsión. Lo anterior significa que no se puede representar la realidad sin distorsionarla de algún modo, así como que toda distorsión implica una forma particular de representación de lo real. Sintetiza el autor, diciéndonos que ambas categorías se implican mutuamente, todo ello que los derechos humanos no se entienden como un fenómeno aislado, sino siempre con el resto de situaciones prevalecientes en una sociedad (Sierra Caballero, et al., 2018, p. 47).
La teoría crítica podríamos manifestar de nuestra parte que aspira a constituirse por sí misma, en un instrumento explicativo de la realidad diversa y evolutiva y que, por supuesto, tiene performance dentro de una conflictividad dialéctica de circunstancias entrelazadas al ejercicio del poder, que empujan el cambio basada en la realidad. Y en esta realidad, está inmersa la vida y las condiciones de existencia digna de los excluidos o relegados de las políticas que, se supone, son creadas para ser igualmente partícipes de su beneficio. Por otra parte, el pensamiento crítico en derechos humanos afirma como un paso trascendental para la integración y reconocimiento de las carencias humanas, la necesidad de reconocer las diversas experiencias de las distintas culturas, y en esta perspectiva se enmarca la propuesta del universalismo como punto de llegada defendida por Herrera (2000): “hablamos mejor de un universalismo que no se imponga, de un modo u otro, a la existencia y a la convivencia interpersonal e intercultural. Si la universalidad no se impone, la diferencia no se inhibe” (p. 76).
Al decir de Gándara (2017), frente al universalismo a priori, este universalismo a posteriori apunta a la posibilidad de construir un consenso en torno al respeto de determinados principios básicos a través del diálogo y el intercambio cultural, en el que se expresen las múltiples aproximaciones al reconocimiento de los derechos (o sus equivalentes en otros contextos) que puedan existir, cada una de ellas apoyada en una determinada forma de ser justificada y a la vez consciente de su propia relatividad y, por tanto, susceptible de entrar en diálogo con otras aproximaciones. Se trata de una apuesta por la fecundación mutua entre las culturas y las diversas modalidades de saber y conocer, considerando que todas las culturas, que son incompletas, se construyen a través de procesos de lucha de signos, saberes y significaciones, donde permanentemente se transforman las relaciones sociales, culturales e institucionales, y en esas relaciones es donde se edifican los significados. Para este tipo de interculturalismo, toda cultura está contaminada por muchas culturas y racionalidades, y lo que debe defender es una igualdad en la diferencia, que sepa combinar ambos principios frente a toda situación que produce desigualdad (Gándara, 2017, p. 3127).
Concluye el autor anteriormente citado, que la propuesta que viene presentando la corriente de la teoría crítica de los derechos humanos, implica la necesaria apertura al diálogo
como forma de confrontación y el reconocimiento del otro en cuanto distinto, que nos posibilita el acceso a aspectos de la totalidad que desde nuestro esquema de comprensión se escapan. Se abre así la oportunidad de establecer discusiones en las que cada uno ofrezca su aporte; negarme a la apertura al otro implica por tanto una forma de empobrecimiento de mi propia realidad (Gándara, 2017, p. 3129).
Para un autor como Arias (2013), la adopción de una perspectiva modulada por la tradición de la teoría crítica supone asumir dos premisas metodológicas fundamentales respecto del concepto derechos humanos. Por un lado, los derechos humanos son considerados como movimiento social, político e intelectual, así como (su) teoría propiamente dicha. Su determinación básica, a lo largo de su historia, consiste en su carácter emancipatorio (resistencia al abuso de poder, reivindicación de libertades, regulación garantista por parte del Estado); su sustrato político indeleble, la exigencia y afirmación de reconocimiento (pp. 98-99).
Por otro lado, los derechos en cuestión son simultáneamente proyecto práctico y discurso teórico (lejos de ser solo derechos). Por ello la teoría crítica tiene su consistencia en la multiplicidad de prácticas que se despliegan en múltiples dimensiones y se configuran en variados repertorios estratégicos y tácticos, su intencionalidad o sentido busca la instauración de acontecimientos, acontecimientos políticos, es decir, irrupción de exigencias de reconocimiento que modifican las correlaciones de fuerza y dominio prevalecientes (Arias, 2013, p. 99 y Gallardo, 2010, p. 67).
La Teoría Crítica de los Derechos Humanos alcanza una veta de culturalidad y por ende de mayor eclecticismo, cuando el mismo Herrera (2004), en torno a la relación entre cultura y derechos humanos, determinó las diferencias entre dos formas contrapuestas de entender la construcción de los procesos culturales –emancipadores o reguladores (pp. 39-58)–, siendo estos identificados por las diferentes aperturas o cercamientos suscritos ante ese contexto correlacional. La lucha confrontativa entre la regulación y la emancipación tiene un sustrato funcionalmente político-ideológico; todo ello que reproduce la contienda entre el mantenimiento del statu quo y la postura contestataria. En el ámbito sociocultural existe resistencia cuando se trata de “normalizar” o hasta usar la fuerza impositiva de una visión de mundo; a la vez que el proceso emancipatorio supone un rompimiento con las anteriores estratagemas.
Es por ese motivo, tal y como manifiesta Joaquín Herrera (2000), que “son las acciones sociales “desde abajo” las que pueden ponernos en camino hacia la emancipación con respecto a los valores y los procesos de división del hacer humano hegemónico” (p. 12). A su vez, hablar de Derechos Humanos, para el citado autor, es hacerlo de “la apertura de procesos de lucha por la dignidad humana” (Herrera, 2000, p. 14). En la lucha por los derechos humanos, desde los movimientos sociales y con una clara base desde abajo, se puede encontrar el carácter contrahegemónico de estos en la medida en que logran articular necesidades y demandas no satisfechas en un determinado orden social, incluso cuando determinados discursos sobre los derechos humanos se encuentren institucionalizados, pero no respondan a estas, o bien, respondan incluso limitando, restringiendo o penalizando esas aspiraciones (Suari en González y Morales, 2012, pp. 81-82).
Posición Colonial/Decolonial de los derechos humanos
Con respecto a la vinculación de este pensamiento colonial/decolonial con los derechos humanos, pudimos habernos decantado por encasillarlo como una postura ecléctica en la que convergen variables pragmáticas como la histórica; cultural-integradora; la no discriminadora-equitativa; sin embargo, estimamos que esta postura viene siendo estudiada a lo largo de los últimos años, con sendos debates que han propiciado su autonomía y necesidad de ser estudiada individualmente en asocio con otras posturas afines, como serían la postura crítica y la postura de liberación, las cuales hemos clasificado como concepciones crítico-alternativas de los derechos humanos, dentro de este mismo artículo.
Esta posición parte de que el discurso eurocentrado de derechos humanos ha sido un componente que ha funcionado para la «colonialidad del poder, del saber y del ser». La manera en que concretiza la comprensión de dignidad humana y, en especial, las formas y mecanismos de protegerla, es una forma de ejercer la colonialidad. Por ello, se ha considerado necesario repensar los derechos humanos para lograr su descolonización (Rosillo, 2016, p. 729), siendo un asunto que retomaremos en este mismo acápite para su mejor comprensión.
Empezamos esta postura refiriéndonos en primera instancia al entorno colonial y sus implicaciones fáctico/ideológicas con respecto al espacio invadido, no solo físicamente, sino que en todas las manifestaciones culturales e ideológicas posibles. Para Bonfil (2000), toda empresa colonial requiere una justificación ideológica, por precaria e indeleble que sea, puesto que la dominación pasa siempre por una razón de superioridad que la transforma en una obligación moral, tanto para el dominado como para el dominante. No basta la coerción ni el predominio de la fuerza; es necesaria la hegemonía, la convicción de que los respectivos papeles no podrían ser otros ni estar a cargo de otros protagonistas (p. 230). Por esta razón, se hace imperiosa la necesidad de una historia propia, que “… no es sólo necesaria para explicar el presente sino también para fundamentar el futuro. El futuro, en estos casos, es ante todo la liberación, la recuperación del derecho a conducir el propio destino. Una historia expropiada es la cancelación de la esperanza y la sumisa renuncia a cualquier forma de autenticidad” (Pereira, 2000, p. 232).
Para adentrarnos al tema, se ha entendido que al hablar de “colonialidad” se señala un patrón de poder que hoy continúa en las sociedades poscoloniales, reproduciendo relaciones de marginación y dicho esquema está ligado al fenómeno capitalista. Un autor como Robert Young (2010) ha venido a estudiar y delimitar no solo el concepto referido, sino que además el de la poscolonialidad. Con respecto al primero nos aduce que “La cuestión de cómo ‘nosotros’ en occidente construimos y hemos construido conocimientos del ‘Otro’, de otras gentes y otras culturas, constituye la base para lo que se ha dado en llamar ‘teoría del discurso colonial’, que examina la manera en la que se desarrolló un tipo especial de discurso para describir y administrar el terreno colonial” (p. 288).
El otro término descrito por el mismo Young sería el de la crítica poscolonial, y en ese sentido, el autor asocia su génesis con el fenómeno de la descolonización. El fenómeno de la descolonización se dio con relativa rapidez después de que la India consiguiera su independencia en 1947. Los países descolonizados todavía están tratando de comprender la larga historia del colonialismo, que podría decirse comenzó hace quinientos seis años, en 1492: una historia que incluye historias de esclavitud, de innumerables e innombrables muertes por opresión o negligencia, de migración impuesta y diáspora de millones de personas, de la apropiación de territorios y de tierra, de la institucionalización del racismo, de la destrucción de culturas y la imposición de otras culturas (Young, 2010, p. 282).
En palabras de Poggi, el postcolonialismo es un cuerpo teórico difícil de definir por su diversidad y complejidad, debido a que una variedad de autores, a veces contradictorios entre sí, componen esta corriente de pensamiento que abarca diferentes disciplinas y que hace cuatro décadas que viene articulándose, especialmente, en el mundo anglosajón. Sin embargo, también es innegable que los autores denominados postcoloniales comparten ciertas características teóricas comunes, las cuales pueden ser identificadas con una misma categoría de análisis. Nos dice el citado autor que “aunque los imperios existen desde el comienzo de la humanidad, la novedad de los estudios postcoloniales nacidos en los años ochenta es que trabaja a nivel discursivo. Para estos pensadores, el colonialismo y el imperialismo no se acaba con las independencias políticas, sino que permea las concepciones del mundo y tienen un efecto concreto en las distintas decisiones cotidianas” (Poggi, 2019, p. 52).
Para el postcolonialismo, siguiendo a la filosofía posestructuralista, las nociones eurocéntricas e imperialistas se pueden aprecian en los textos. Estas teorías develan cómo la concepción de una superioridad blanca europea frente a lo primitivo y exótico no-Occidental persiste en la cultura contemporánea con sus dispositivos discursivos; y tiene su origen en el proyecto imperialista moderno (Poggi, 2019, p. 53).
En el fondo, la historia ha construido una identidad dominante e importante, y las otras dóciles que se someten a su paso, siendo según el decir de Pérez (2018), racionalidades no eurocentradas que se relacionan la mayoría de las veces con formas de acceder al conocimiento surgidas en la periferia del mundo. Prosigue al respecto aduciendo lo siguiente:
Muchas de las veces, las racionalidades no eurocentradas se encuentran atadas a formas de expresiones religiosas, cosmovisiones y/o espiritualidades no tenidas en cuenta y denigradas debido a las jerarquías del sistema mundo. Estas otras formas de racionalidad vinculadas a cosmovisiones, religiones y espiritualidades no hegemónicas expresan visiones radicalmente distintas de entender el mundo, las relaciones humanas, la naturaleza y la producción de conocimiento y el poder en general. Esto devela la razón del porqué no han sido tenidas en cuenta como fuentes válidas para informar a los contenidos del derecho, frente a la cerrazón que impone la epistemología dominante del sistema– mundo (p. 194).
Centrándonos en el espacio geográfico latinoamericano, tenemos que el sociólogo peruano Aníbal Quijano y uno de los principales representantes de esta línea de pensamiento de la «colonialidad», plantea que dicho fenómeno:
(…) es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social cotidiana y a escala societal […]. Con la constitución de América (Latina), en el mismo momento y en el mismo movimiento histórico, el emergente poder capitalista se hace mundial. […] con América [Latina] el capitalismo se hace mundial, eurocentrado y la colonialidad y la modernidad se instalan asociadas como los ejes constitutivos de su específico patrón de poder, hasta hoy […]. Dentro de esa misma orientación fueron también, ya formalmente, naturalizadas las experiencias, identidades y relaciones históricas de la colonialidad y de la distribución geocultural del poder capitalista mundial […]. Se consolidó así, junto con esa idea, otro de los núcleos principales de la colonialidad/modernidad eurocéntrica: una concepción de humanidad según la cual la población del mundo se diferenciaba en inferiores y superiores, irracionales y racionales, primitivos y civilizados, tradicionales y modernos (citado por Gándara, 2019, p. 93).
Desde los mismos albores de la historia colonial, las riquezas extraídas desde las Indias por parte de los conquistadores españoles incrementaron el poder de la clase dominante. En la cúspide surge una nobleza que desarticulaba en diferentes sectores, tales como “Los Grandes” “Los Títulos” “Los Caballeros” y “Los Hidalgos”, quienes fueron consolidándose según se suscitaban elementos nuevos dentro del modelo económico, tales como el comercio intramarítimo; transformaciones financieras; evolución de las estructuras rurales y el ascenso de una burguesía comercial que preparó las bases de lo que Cueva (1982) caracteriza como la acumulación originaria (pp. 65-78), de lo que luego vendría a ser el sistema capitalista en la formación y consolidación de los Estados nacionales. Cada uno de estos sectores tenía su importancia y funcionalidad dentro de una clase hegemónica que se asociaba al clero, que en su función de evangelización y propagación de la fe, se hicieron poderosos y recaudaron grandes sumas como gratificación.
Haciendo una exposición que sobre la clase colonial dominante realiza Darcy Ribeiro (1984), diremos que para este autor el estrato tradicional estaba representado por un patronato mercantil y minero, productor de mercancías de exportación dentro de la formación social esclavista; el segundo componente era un patronato parasitario que se dedicaba a mercadear, financiar zafras, traficar esclavos y a la importación y exportación. Por último, nos habla de la conformación de un patriciado burocrático civil y militar de agentes de dominación colonial (p. 128).
En torno a los estratos inferiores o relegados, nos encontramos con que el modelo de explotación económica necesitó para su consolidación, el aporte que daban los indígenas explotados. Así tenemos que este modelo se implementó en zonas poco densas adonde llegaron los europeos y se les redujo a la mano de obra indígena a la esclavitud, la reducción, el pago de tributos y exterminio.
Con respecto a la organización política, en este período las clases oligárquicas, que hicieron dinero a través del modelo agroexportador, son los que empiezan a asumir la conducción de la organización política. Fue un grupo de estatus social que le tocó asumir la conducción de sus respectivos países. Se encabezaron movimientos independistas en contra del yugo español, mas en el fondo lo que se hizo fue acrecentar o hasta repetir el modelo de dependencia económica, esta vez con nuevos socios comerciales: Inglaterra, el mismo Estados Unidos, etc. Al decir de Halperín Donghi (1986), se genera un «pacto neocolonial» que redefine las bases sobre las que se apoyará la base financiera y mercantil de Latinoamérica (p. 56).
Lo curioso de esta coyuntura es que se hereda el verticalismo político que imperaba en la América prehispánica, y lo que otorgó el poder a estas clases de la América colonial no fueron los excedentes de tributos como en el pasado; sino la necesidad de controlar el orden social que tenían las oligarquías dominantes, al ser las dueñas de los factores de producción más necesarios, tales como la tierra o el latifundio. Por lo tanto, la historia social latinoamericana –y Costa Rica no es la excepción–, se enfrente al sempiterno debate entre autoridad elitista y representación popular.
Un autor como Polo Blanco (2018) ha sostenido que su intervención crítica resultó crucial a la hora de construir modelos explicativos capaces de desasirse de los tradicionales esquemas de desarrollo, y erigió una nueva hermenéutica de los procesos históricos capaz de evidenciar “aspectos cruciales que hasta el momento habían permanecido sepultados bajo el fulgurante relato del desarrollismo ortodoxo” (p. 113). Prosigue aduciéndonos que esta Teoría de la Dependencia apareció como una teoría innovadora, que sirvió para alimentar las posiciones que iban en contra de la dominación, siendo una explicación teórica que resulta imprescindible de omitir.
Ahora bien, la perspectiva de análisis planteada por el grupo de investigación modernidad/colonialidad2 asume que, junto a la crítica epistemológica a los saberes hegemónicos, “...es necesaria la recuperación, reconocimiento y producción de opciones alternativas prioritariamente desde los grupos que han sido subalternizados a lo largo de la historia; por ello, todo el debate en torno a la necesaria descolonización se vincula con diversos movimientos populares y colectivos sociales que reivindican otras formas de conocimiento y modos de vida” (Gándara, 2019, p. 45). Según Méndez y Mendoza (2007), quienes asuman la tarea de practicar un pensamiento contrahegemónico tienen el desafío de romper con los esquemas colonialistas en todos los aspectos; “por ello, para la filosofía latinoamericana, la descolonización del poder, la descolonización del saber y la descolonización del ser, son las formas fundamentales como se ha de abordar la descolonización, dado que es en esas tres formas donde subsiste la colonialidad como remanente de los procesos colonizadores que se vivieron en nuestros territorios (p. 43).
Los primeros aportes de esta corriente decolonial se plasman en una obra considerada clave para este nuevo paradigma: La colonialidad del saber: eurocentrismo y Ciencias Sociales. Se trata de una recopilación a cargo de Edgardo Lander publicada por CLACSO en el año 2000. Es el resultado de numerosas conferencias cuyo objetivo central era plantear los ejes del Núcleo Modernidad/Colonialidad. A esta obra, podemos sumarle la compilación publicada en el año 2007, por parte de Castro Gomez y Grosfoguel: El giro decolonial, reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, donde se avanza en los ejes establecidos en el año 2000. Asimismo, otros autores en aras de ir delimitando los espacios de actividad han establecido posteriormente, toda una distinción entre el «pensamiento descolonial» –así llamado por algunos– y lo que esta corriente logra distinguir entre colonialidad y colonialismo (Rosillo, 2016, pp. 725-726).
En otro orden de cosas y con la finalidad de ir caracterizando la trilogía de las diferentes descolonializaciones; empezaremos por la descolonialización del poder. Uno de los ideólogos más prominentes de esta corriente decolonial, como lo es Walter Mignolo, argumenta que el conocimiento en el continente ha sido impuesto en función de una modernidad exógena. Para este autor, “la idea de América y de América Latina podía justificarse dentro del marco filosófico de la modernidad europea, incluso cuando las voces de esa justificación provenían de los criollos descendientes de europeos que habitaban las colonias y compartían el punto de vista de los españoles o los portugueses. Sin embargo, lo que cuenta es que la necesidad de narrar la parte de la historia que no se contaba requiere de una trasformación en la geografía de la razón y el conocimiento” (citado por Donoso, 2014, p. 47). En este sentido, según la propuesta del autor, América Latina se habría ido fabricando como algo desplazado de la modernidad, un desplazamiento que asumieron los intelectuales y estadistas latinoamericanos, los cuales se esforzaron por llegar a ser modernos, como si la modernidad fuera un punto de llegada y no la justificación de la colonialidad del poder; noción que cobra preponderancia para la propuesta decolonial, pues para esta perspectiva, el mundo no ha sido completamente descolonizado, y muestra de ello es que la primera descolonialización, iniciada en el siglo XIX por las colonias españolas y seguida en el siglo XX por las colonias inglesas y francesas, fue incompleta, ya que se limitó a la independencia jurídico-política de las periferias (Donoso, 2014, p. 130).
Dentro de la construcción de la modernidad, la colonialidad, según Quijano (2007), es definido así: “La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder, y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social” (citado por Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 93). De la misma manera un autor como Maldonado, denomina «giro decolonial» a esta crítica al pensamiento occidental, puesto que este giro significa una expresión de la colonialidad que ejercen los imperios a nivel político, económico y epistémico. Estamos ante una categoría histórica y fáctica de dominación, que fue implementada con el avance del expansionismo de los imperios europeos franceses e ingleses en Asia y África, a partir de finales del XVIII y principios del XIX. Las primeras manifestaciones del giro decolonial se encuentran igualmente en los virreinatos hispánicos del siglo XVI y comienzos del XVII (citado por Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 28).
La descolonización del saber implica desmontar la tesis sociohistórica que se produjo con la conquista donde se coloca a las poblaciones sometidas en una posición donde sus conocimientos no forman un conjunto sistemático válido para la explicación de sus realidades, por ende, han de aceptar (por las buenas o por las malas) los preceptos legitimadores del régimen colonial. En este sentido, se construye una narrativa histórica en la cual los pueblos sometidos, colonizados, racializados, no tienen historia y esta comienza desde el momento en que son “descubiertos”, pero no una historia que puedan construir por sí mismos, sino que se construye a partir del dictamen del colonizador europeo, teniendo como centro de todo acontecimiento a Europa (Méndez y Mendoza, 2007, p. 46). Para explicar la creación de la colonialidad del saber, los decoloniales ofrecen una lectura crítica de la filosofía occidental moderna. Uno de sus principales planteamientos sería el análisis de los efectos de los orígenes sexistas, racistas y clasistas de la filosofía moderna sobre el pensamiento único occidental. En su repaso por la filosofía de René Descartes, Immanuel Kant, G. W. F. Hegel y Karl Marx, los decoloniales sostienen que se encuentra una tendencia jerárquica del pensamiento europeo, y que por tanto, se contribuye al epistemicidio al imponer una forma particular de conocimiento como el único conocimiento válido. Entienden que la imposición de esa supremacía epistémica se sostiene en el universalismo: un particular pensamiento para y por el resto (Fonseca y Jerrems, 2012, p. 106).
Por último, con la “descolonización del ser” se refiere la dimensión ontológica de la colonialidad misma, que convierte en datos naturales los procesos de esclavitud y servidumbre a los que son sometidos los pueblos colonizados, toda vez que se sustenta en la violenta negación del no-europeo, del otro en tanto que otro. Lo europeo agota la totalidad del ser; lo no europeo no es. El Otro, negado en su diferencia, ha de ser, por tanto, asimilado, domesticado, conquistado, pudiendo por ello ser explotado o aniquilado (Gándara, 2019, p. 44).
Como cualquier otra teoría que se expone dentro del academicismo, no está exenta de tener sus detractores o adversarios. En este sentido, tenemos las argumentaciones del profesor australiano Browitt (2014), que considera que “los decolonialistas están ansiosos de proponer una “diferencia colonial” que evite dualismos culturales e ideológicos. Sin embargo, no siempre obedecen sus propios dictados ya que considera que, una y otra vez, ponen en práctica un tipo de interpretación estática y reductora de Europa” ( p. 26). No está de acuerdo con esas categorías reduccionistas como «Occidente-Modernidad»; «Centro-Periferia»; «Europa-no Europa» o hasta «Modernidad- el otro de la Modernidad», todo ello que no están claras sus fronteras. Apela a que este tipo de categorías son flexibles y no tan estáticas, a la vez que se resiste a pensar que el concepto de «modernidad» sea reducido a «colonialidad». Nos dice al respecto lo siguiente:
...para los decolonialistas la modernidad/colonialidad es un artículo de fe inquebrantable, razón por la cual culpan a todo lo europeo y todo lo “moderno” por los males del mundo. Limitan el desarrollo de la modernidad casi exclusivamente al pillaje de las Américas (que sin duda es un elemento clave), pero sin reconocer ninguna de las dinámicas que estaban dentro del desarrollo de la modernidad europea mucho antes del punto inicial simplista y reduccionista de la colonización ibérica (Browitt, 2014, pp. 27-28).
Otra crítica viene de Poggi, para quien el concepto decolonial defendido por el Grupo Modernidad/Colonialidad puede entenderse también como un significante vacío que engloba las demandas de los grupos afectados por las colonizaciones. Sentencia su crítica aduciendo que, por momentos, al leer los intelectuales latinoamericanos de esta corriente, se tiene la impresión de que están creando una cadena de equivalencias entre todos los movimientos antiimperialistas, sin tener en consideración sus particularidades, o peor aún, sus dimensiones negativas: “Al abandonar la desconfianza postcolonial de las construcciones dicotómicas, los pensadores decoloniales caen en la trampa de los binarios y los llevan a justificar los proyectos por su oposición a lo europeo/occidental/moderno” (Poggi, 2019, p. 59).
Ahora bien y de cara a un esfuerzo de síntesis de la postura decolonial de los derechos humanos, desde nuestra perspectiva la podemos connotar en sus principales variables de la siguiente manera: (1) El pensamiento decolonial tiene una base originaria en la «autonomía de los pueblos originarios colonizados», así como en el replanteamiento de lo que «se es colectivamente», que ha sido muy influenciado por el contexto (o sistema-mundo, según decía Wallerstein). En el fondo, esta consabida autonomía colectiva se constituye en una idea baluarte o estandarte de la lucha contra el colonialismo y la imposición de creencias exógenas o eurocéntricas, que ha seguido perdurando hasta nuestros días; (2) En correspondencia con lo anteriormente expuesto, tenemos que la decolonialidad rescata la vigencia e importancia del «ser en el mundo» y en constante interrelación con «los otros» y, por ende, el conocimiento es construido por la particularidad y la contingencia histórica; (3) Esta pertenencia histórica y política bajo la influencia capitalista primero europea y luego norcéntrica, coadyuva a buscar un «proceso emancipatorio» de parte de los antiguos pueblos colonizados, que defina maneras propias de construir nuevas maneras de entender y optar por su propio saber. Solamente en esta constitución del saber se pueden llegar a cambiar las roídas formas del poder, que han flagelado la institucionalidad y la destrucción de las matrices de derechos humanos.
Desde la óptica de los derechos humanos, entonces, el pensamiento decolonial pretende centrar la atención en todos aquellos procesos que tiendan a visualizarnos como sujetos, que requieren de la construcción colectiva para la identificación de carencias, necesidades o aspiraciones. Asimismo, el pensamiento en cuestión replantea la acción política, fomentando un diálogo horizontal o abierto entre las culturas, sin ningún sesgo jerárquico, que atenta a una libre y sana multiculturalidad, lejos de estructuras de poder.
De todo esto se desprende la necesidad de un pensamiento decolonial con propuestas liberadora, emancipadora y libertarias donde se enarbole, según palabras de Mignolo (2007), “la bandera de la universalidad decolonial frente a la bandera y los tanques de la universalidad imperial” (p. 31). Esta postura procura entonces desmitificar la constante histórica gestada desde la colonia, que implementó un saber trazado, no solo en coordenadas geográfico-culturales, sino también absolutamente anidado en el imaginario y un «nuevo orden» preconcebido de antemano. Y ante tales barreras se erige una visión que, desde los derechos humanos, enfatiza la autonomía del ser y de la necesidad o pertinencia en la construcción de mundos paralelos al sendero colonialista (Polo, 2018, pp. 117-118).
El pluralismo jurídico y los derechos humanos como proceso de emancipación
La apología a la singularidad o individualidad es una máxima que dista mucho de una visión colectiva. Inclusive, en el liberalismo clásico del siglo IX, un pensador como J. S. Mill sostuvo que “Cada persona, cuanto más desarrolla su individualidad, más valiosa se hace a sus propios ojos y, en consecuencia, más valiosa se hará a los ojos de los demás. Alcanza una mayor plenitud de vida en su existencia, y, habiendo más vida en las unidades, más habrá en la masa, que, al fin, se compone de éstas” (Mill, 1998, pp. 106-107).
Ahora bien, los procesos emancipatorios –entendidos como aquellos que reivindican los intereses y aspiraciones de las mayorías excluidas–, han pasado por desenlaces y trances históricos determinados. Hinkelammert nos describe que, en el siglo XVIII, el propio pensamiento del empirista/contractualista John Locke surge en nombre de la emancipación. Se trata de la emancipación del individuo autónomo y se manifiesta en emancipación frente a la tradición, frente al despotismo monárquico, frente a la sociedad feudal, frente a los dogmas de la sociedad medieval y, en consecuencia, frente a los dogmas provenientes de la tradición cristiana que dominan hasta el siglo XVII en todos los ámbitos (Hinkelammert, 2003a, p. 125).
Sin embargo, en el siglo XIX, la anterior situación se modifica radicalmente y el citado autor nos enuncia que el concepto de emancipación cambia, apareciendo así otras “nuevas emancipaciones:
la emancipación obrera, la emancipación femenina, la emancipación de los esclavos, y cada vez más, la emancipación de los pueblos colonizados, la emancipación de las culturas, la emancipación frente al racismo, que es diferente a la emancipación de los esclavos – la esclavitud es una cuestión normativa, mientras la emancipación frente al racismo es diferente-. Esta nueva concepción de emancipación es una demanda frente a los efectos de la igualdad contractual, de la igualdad de Locke (Hinkelammert, 2003a, p. 126).
Fue entonces cuando apareció el sujeto, pero un nuevo concepto de este: el sujeto corporal, que juega su corporeidad, al que corresponde un habeas corpus ampliado, ya no restringido como el del siglo XVII. Esa garantía de habeas corpus, se plantea con respecto de un sujeto que requiere comida, casa, educación, salud, cultura, género, y todo eso aparece como derechos humanos. Son todos derechos humanos emancipativos frente a la libertad contractual, los cuales creo que no se pueden llamar simplemente de segunda generación, porque no es que se añada derechos humanos. Se establece un conflicto entre los derechos de la igualdad contractual y estos derechos humanos propiamente dichos (Hinkelammert, 2003b, p. 49).
Wolkmer (2010) concibe un “proyecto emancipatorio de pluralismo jurídico” como una propuesta de consolidación democrática coherente para la América Latina. Aduce que las estructuras sociales y sus respectivos actores se encuentran en permanente cambio de influencias y continúa reacomodación, haciendo posible la reconstrucción crítica de la esfera jurídica hacia una reordenación de cuño político (p. 10). Estamos ante una propuesta que no se conforma con la participación, sino que la asimila a la necesaria inclusión, como elementos detonantes de la reconstrucción del tejido social en el continente, incorporando nuevas sensibilidades que se traducen en diversos autores históricamente excluidos.
En un sentido muy similar, pero visualizándose desde la óptica de la disciplina jurídica, Solórzano (2010) discierne la función del «Derecho como emancipación», entendiéndolo como la necesidad de no sacrificar o abdicar de su dimensión emancipadora (su cara utópica). Es decir, concibe que el derecho pueda ser una “fuente de libertad”, un vehículo para las reivindicaciones que, desde los movimientos emancipadores, se hacen, que es tan propio como su capacidad para cumplir con los cometidos de regulación social (p. 53).
Una de las situaciones que debe sortear una visión emancipadora de los derechos humanos en la actualidad, consiste en lo que Bauman ha señalado como una marca de origen de la sociedad moderna: la asignación de sus miembros en el rol de individuos. Esa asignación de roles, sin embargo, no fue un acontecimiento único: es una actividad reescenificada diariamente, y en ese sentido para este autor el fenómeno se explica de la siguiente manera:
La sociedad moderna existe por su incesante acción “individualizadora”, así como la acción de los individuos consiste en reformar y renegociar diariamente la red de lazos mutuos que llamamos “sociedad”. Ninguno de los dos socios dura mucho tiempo. Y por lo tanto el significado de “individualización” sigue cambiando, tomando siempre nuevas formas –mientras el resultado acumulado de su historia pasada socava las reglas heredadas, establece nuevos preceptos de comportamiento y corre nuevos riesgos-. “Individualización” significa ahora algo muy diferente de lo que significaba hace cien años y de lo que implicaba en los albores de la era moderna –en tiempos en que se exaltaba la “emancipación” del hombre de la ceñida urdimbre de la dependencia comunal, de su vigilancia y su coerción- (Bauman, 2015, p. 36).
Como vemos, esta preocupación por el individualismo ha sido una constante histórica y en la coyuntura presente, se ha hablado de la sociedad global y de la sociedad del riesgo global como formas que replantean esta particularización de lo individual dentro de entornos colectivos. El primer constructo, lo desarrolla Ianni (1998) y sostiene que, a pesar de sus diversidades y tensiones internas y externas, las sociedades contemporáneas están articuladas en una «sociedad global». Esta sociedad global incluye relaciones, procesos y estructuras sociales, económicas, políticas y culturales, aunque operando de manera desigual y contradictoria. En este contexto, las formas regionales y nacionales evidentemente continúan subsistiendo y actuando. Los nacionalismos y regionalismos sociales, económicos, políticos, culturales, étnicos, lingüísticos, religiosos y demás pueden incluso resurgir, recrudecerse. Pero lo que comienza a predominar, a presentarse como una determinación básica, constitutiva, es la sociedad global, la totalidad en la que poco a poco todo lo demás comienza a parecer parte, segmento, eslabón, momento (p. 23). Sin duda alguna, esta visión de desagregación de lo unitario o lo singular, para ceder a favor de la sociedad civil global, es una tesitura que refuerza un supuesto sentido colectivo de la humanidad, en el que se diluyen las expresiones propias de los movimientos sociales. Estamos ante un esquema amorfo y supuestamente articulado, mas lo cierto del caso es que el sentido de la colectividad es difuso y mucho menos se apuesta a la preservación de la individualidad.
En relación al segundo concepto, se ha hablado de la “sociedad del riesgo global”, que produce como uno de sus efectos colaterales, que las amenazas globales motivan o motivarán a la gente a actuar, y por lo tanto, a repensar esta individualidad. Ulrich Beck (1999) nos dice que ante este fenómeno, caben dos perspectivas (ámbitos o actores) distintas y posibles: en la primera, tenemos la globalización desde arriba (por ejemplo, mediante tratados e instituciones internacionales); en la segunda, la globalización desde abajo (por ejemplo, a través de nuevos actores transnacionales que operan al margen del sistema de política parlamentaria y desafían las organizaciones políticas y los grupos de intereses establecidos) (p. 58). En la idea-eje de este intento de aproximación de definición de los derechos humanos, se trata de plantear ante todo y sobre todo, a estos derechos como una genuina reivindicación de los seres humanos, sobre todo; los “de abajo”, que han sido curtidos con el olvido y la exclusión.
Precisamente esa emancipación desde abajo que es quizás a la que queremos hacer énfasis, parte en primer lugar según De Souza Santos (2010), de una necesaria “refundación del Estado” como dimanador de poder. Es así como debe pasarse del Estado moderno capitalista colonial con sus diferentes modalidades históricas, a una forma organizativa e institucional diferente de manejo de lo público/colectivo y que incorpore las demandas de los sectores tradicionalmente marginados (pp. 81-135). Así es como caracterizamos a las democracias fetichizadas: democracias que ocultan la historicidad conflictiva de su constitución como régimen político de dominación de clase y además, democracias que coartan las potencialidades emancipadoras que no intencionalmente fundan (Hinkelammert, 2017, p. 134).
Además, como otro elemento de análisis conexo, la emancipación ha sido visualizada por un autor como Pisarello (2007) como una “ampliación de la autonomía”, constituyéndose en una categoría que no significa una posesión indiscriminada de cosas. Existen amplios colectivos que no tienen aseguradas la satisfacción de las necesidades básicas y en este contexto, podemos decir que la “globalización desde abajo” supone que “…el punto de vista productivista que vincula el progreso al crecimiento económico cuantitativo e ilimitado y que identifica la satisfacción de los derechos básicos con el acceso a un consumo de bienes también sin fin, resulta insolidario desde varias perspectivas” (p. 55).
La defensa de los derechos humanos de ninguna manera es la defensa solo de aquello que el Estado quiere conceder a la sociedad civil, sino que, por el contrario, los desposeídos ven sus necesidades como “derechos” que el Estado está violando. Por tanto, los derechos humanos son precisamente lo contrario de lo que quiere el ente estatal: son subversivos cuando se convierten en la reivindicación de mejores formas de vida. Y la mejor prueba de que los derechos humanos son subversivos es la saña con que el poder persigue a sus defensores y activistas, en muchos casos hasta con su vida (Correas, 2017).
Estamos ante lo que se denomina como las “luchas por los derechos humanos contra hegemónicos”, en los que las mayorías que son vistas como minorías por los poderes fácticos políticos, deben asumir un protagonismo emancipador, como único antídoto de revertir sus condiciones de olvido y precariedad (De Souza, 2014, pp. 104-105). Desde la posición de la teoría crítica de los derechos humanos y concretamente de su máximo exponente –Herrera Flores–, no podemos entender los derechos sin verlos como parte de la lucha de grupos sociales empeñados en promover la emancipación humana “por encima de las cadenas, con las que se sigue encontrando la humanidad en la mayor parte de nuestro planeta” (2010, p. 65). Ahonda sobre el particular diciéndonos que esta mancomunidad de sectores en lucha tienen incidencia en el quehacer de la vigencia de los derechos humanos:
Los derechos humanos no sólo se logran en el marco de las normas jurídicas que propician su reconocimiento, sino también, y de un modo muy especial, en el de las prácticas sociales de ONGs, de Asociaciones, de Movimientos Sociales, de Sindicatos, de Partidos Políticos, de Iniciativas Ciudadanas y de reivindicaciones de grupos, sean minoritarios (indígenas) o no (mujeres), que de un modo u otro han quedado tradicionalmente marginados del proceso de positivación y reconocimiento institucional de sus expectativas (Herrera, 2008, p. 65).
Nos adherimos nuevamente a Bauman (2015) cuando establece que el trabajo del pensamiento crítico consiste en sacar a la luz los muchos obstáculos que entorpecen el camino hacia la emancipación. Considera que dada la naturaleza de las tareas actuales, los principales obstáculos que deben ser examinados con urgencia se relacionan con las crecientes dificultades que hay para traducir los problemas privados a problemáticas públicas, “para galvanizar y condensar los problemas endémicamente privados bajo la forma de intereses públicos que sean mayores que la suma de sus ingredientes individuales, para recolectivizar las utopías privatizadas de la “política de vida” de modo que estas vuelvan a ser visiones de una “sociedad buena” y de una “sociedad justa” (p. 57). En este caso, el autor entiende el proyecto político emancipador, como una forma de darle a la connotación de “lo público”, un sentido que efectivamente atienda y se encauce al objetivo de hacer más digna la vida de los seres humanos en sociedad. Estamos ante una praxis que rescate la dignidad de lo colectivo y de allí deviene su sentido emancipador. Sin embargo, en otra oportunidad ha descrito que esta cohabitación de lo privado y lo público no es fácil, describiéndola como una relación “que está llena de ruido y de furia” (Bauman, 2011, p. 128) .
Finalmente y para ir cerrando todo este entorno, según Vargas (2018) la razón pública determina los límites de las acciones y el pensamiento de los individuos y los grupos. Lo anteriormente dicho implica que el objetivo de la razón pública es a nivel gubernamental, con la estructuración de mecanismos que le permitan al Estado vivir de unos ingresos que obtiene en la esfera privada para fines privados, y que deben ser desviados de estos fines por el poder político:
Esa desviación es una orden que el Estado emite para asegurar su permanencia mediante la creación de una red jurídica y legislativa de carácter burocrático para administrar los ingresos, con tal de velar por la calidad de vida de sus ciudadanos miembros, que son partícipes en el acuerdo político y el contrato social, así como mantenerla y mejorarla en el futuro, considerando que abarca más que el nivel de poder adquisitivo a la población (p. 39).
La razón pública y el componente de lo público en el quehacer del Estado, se debe enmarcar en la articulación de políticas globales que incluyan el “nosotros” en la agenda pública, referida prioritariamente a seres humanos que propugnan por una emancipación de sus intereses y aspiraciones. No es tanto un criterio economicista de ingresos, puesto que este es el presupuesto inicial del que se parte. Lo que se requiere es la atención focalizada y urgente de aquellos y aquellas, que han estado excluidos por siempre.
En este epílogo deseamos enfatizar que las concepciones crítico-alternativas de los derechos humanos han respondido a una necesidad de resignificar una lectura particular y si se quiere relativizada, de la práctica de los derechos que nos ocupan en el marco del continente latinoamericano. Se ha entendido que debe ser de esta manera, por matrices muy propias, que tienen asidero en siglos de desigualdad, autoritarismo y carencia de instituciones democráticas efectivas.
Hemos visto igualmente a lo largo de estas líneas, que las tres vertientes que clasificamos como partes de esta concepción han sido cuestionadas por algunos autores; en su originalidad, contrastación en la práctica y viabilidad entre otras cosas. Siempre en el marco del devenir constructivo del pensamiento humano, son válidas las inquietudes epistemológicas de toda índole, siendo este tipo de debates, connaturales al imperativo de clarificación científico social. Por esta razón, la labor, que coadyuva a delinear y posicionar más este tipo de corrientes, debe enfatizar en su validez como categoría pragmática, que es a la postre donde se anidan los constructos axiológicos que moldean tales posturas.
Asimismo, buscábamos con este artículo contextual de las concepciones crítico-alternativas a los derechos humanos, presentar una construcción teorética que sirviera de contraste a las concepciones que se han posicionado a lo largo del tiempo, para explicar el fenómeno de los derechos humanos: iusnaturalismo, positivismo, axiologismo, posturas ético-morales, historicismo, garantismo, etc. Deseábamos mostrar sobre el lienzo otra clase de pintura explicativa de la consistencia y finalidad de los derechos humanos.
La tarea que han asumido los autores y autoras de esta concepción crítico-alternativa radica desde nuestra óptica, en tratar de validar la necesidad de utopía como un estado de vida digna y extensiva, bajo la aspiración de mejores condiciones. La criticidad, la alteridad, la construcción desde la historia propia, la necesidad de cuestionar lo “impuro”, o la recuperación de la acción política por parte de los sujetos, son algunos de los valiosos aportes que nos presenta esta visión alternativa de mundo. Solo queda asumir el compromiso de generar mejores y mayores márgenes de apropiamiento de lo edificado conceptualmente hasta el momento, para robustecer la praxis política. O si no, de qué serviría la teoría si no se entrelaza con una práctica efectiva y transformadora de lo dado. Este es el gran paradigma que nos sumen las concepciones de derechos humanos, estudiadas y reseñadas a lo largo de estas líneas.
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1 Máster en Protección Internacional de los Derechos Humanos (Universidad Alcalá de Henares, España), Máster en Derecho del Trabajo y Seguridad Social (UNED-Costa Rica), Diplomado y especialista en Derecho Internacional de los Derechos Humanos (Universidad para la Paz-Costa Rica). Profesor Asociado, Escuela de Administración de Negocios y Facultad de Derecho (Universidad de Costa Rica), profesor de la Escuela de Ciencias Sociales (Instituto Tecnológico de Costa Rica). ORCID: https://orcid.org/0009-0003-5571-6962, correo electrónico: alfonso.chaconmata@ucr.ac.c.r
2 Se refiere al Grupo Modernidad/Colonialidad compuesta por sociólogos, cientistas sociales, economistas y filósofos, tales como Quijano, Lander, Grosfoguel, Mignolo, Dussel, Maldonado entre otros(as). Su perspectiva es decolonial y de estudio de las relaciones de poder, que inclusive se remontan desde el lejano 1492, con el descubrimiento de los españoles en el continente.
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