Revista Ensayos Pedagógicos |
Deconstruyendo la educación: una reflexión sobre algunos de los desafíos a los que se enfrentan los sistemas escolares latinoamericanos
Deconstructing Education: A Reflection on Some of the Challenges Faced by Latin American School Systems
Recibido: 26 de febrero de 2024. Aprobado: 26 de junio de 2024
http://doi.org/10.15359/rep.19-1.3
Henry Giovanni Parrado Torres1
Universidad de Panamá
Panamá
Resumen
El presente ensayo hace una reflexión crítica sobre algunas de las situaciones que afronta la educación latinoamericana, en la cual los pobres resultados de los estudiantes, en comparación con los de las naciones del primer mundo, los difíciles y cambiantes escenarios que viven los maestros y las grandes demandas de la sociedad, que pugnan por una formación de mayor calidad, requieren un sistema escolar que continuamente suscite transformaciones profundas. En tal sentido, este análisis plantea varios elementos, como parte de las acciones que se deberían emprender en pro del mejoramiento continuo de los procesos. A saber, inicialmente se considera imprescindible que los sistemas educativos reconozcan el conocimiento pedagógico de los docentes y lo inmiscuyan en la configuración de políticas educativas. Por otro lado, se hace imperante un estudio reflexivo sobre el rol de las facultades en educación, donde pareciera haber una desconexión entre la teoría y la práctica, entre el maestro que se proyecta formar y el que se logra forjar. Finalmente, se destaca la línea de convertir la labor investigativa en educación, la fuerza motriz con la cual se construye el saber pedagógico.
Palabras clave: Educación, formación docente, investigación pedagógica, maestro, sistema educativo.
Abstract
This essay makes a critical analysis of some of the situations that Latin American education faces, in which the poor results of students compared to those of first world nations, the difficult and changing scenarios that teachers experience, and the great demands of society, that strive for higher quality education, require a school system that continually provokes profound transformations. The following identified actions do not in any way attempt to reduce the complex realities of education to a few elements; however, they point out actions in which attention could be paid to in favor of the continuous improvement of processes. Initially, it is considered essential that education systems recognize the pedagogical knowledge of teachers and involve it in the configuration of educational policies. On the other hand, a reflective study on the role of faculties in education is imperative, where there seems to be a disconnection between theory and practice and between the teacher that is planned to be trained and the one that is achieved. Finally, the perspective of making educational research the driving force with which pedagogical knowledge is built is highlighted.
Keywords: education, teacher training, teacher, educational system, pedagogical research
Asistimos, actualmente, a sociedades cada vez más globalizadas, en las que la inmediatez de la información, la volatilidad de las realidades y los emergentes desafíos culturales, económicos, sociales y políticos requieren educadores y sistemas educativos capaces, mediante reflexión, análisis, innovación, creatividad, flexibilidad y liderazgo, de conducir hacia el aprovechamiento efectivo y crítico de los conocimientos, tendencias, avances y hallazgos, de la ciencia y la investigación. Bajo este marco, privilegiar el saber pedagógico del docente en la configuración de las políticas educativas, contextualizar los programas formativos de los educadores a la realidad actual y al desarrollo decidido de la investigación pedagógica en los recintos del saber, en todos los niveles académicos, se establecen como pilares básicos para lograr una educación de mayor calidad.
Desde esta perspectiva, necesariamente se deberá tener implícito un ejercicio autocrítico que conduzca a la evaluación individual y colectiva de todo lo que concierne al acto educativo. Para ello, es preciso dar a los distintos actores la posibilidad de repensar los principios, las formas y finalidades de su accionar, lo que, en consecuencia, tendría que llevar a la restructuración y actualización de las prácticas pedagógicas dominantes. Así, décadas atrás lo advertía el ilustre profesor Giroux (2001) y aún muchos años después no termina de darse, en especial en los contextos latinoamericanos.
En consecuencia, un nuevo enfoque en educación requiere redefinir el rol del maestro quien, como lo afirma De Zubiría (2013), necesita ajustarse al mundo actual, flexible, diverso e interconectado. Lo anterior resultaría muy contrario a la escuela de hoy, en la cual las clases rutinarias, los programas desactualizados y las metodologías ortodoxas parecieran transitar a destiempo con las sociedades del conocimiento en las que se desarrollan los estudiantes.
Lo anterior se presenta con el agravante del rol pasivo al que ha sido llevado el maestro por las vigentes políticas educativas, en las que, con miras a un soñado perfeccionamiento de la enseñanza, bajo supuestos teóricos de calidad, se han diseñado y adoptado propuestas teóricas, metodologías y didácticas a las cuales han sido sometidos los docentes. No se consideran las realidades de los contextos, las posibilidades de los medios ni aquello que necesitan las comunidades de aprendizaje; esto relega al profesorado a ser simple reproductor de programas formativos, rol que tampoco pareciera molestarle, pues, aun estando inconforme, no trabaja en propuestas serias para solucionarlo.
Todo esto ha ocurrido, en gran medida, por las apuestas tecnocráticas de los Gobiernos, pero también ha derivado de la falta de apropiación de los educadores hacia su labor. Ejemplo de lo anterior se sustenta en planteamientos como los de Verdejo-García y Bechara (2010), quienes sostienen que los docentes no hacen investigación pedagógica y dejan esta tarea a profesionales de otras áreas o científicos. En consecuencia, la mayoría de las teorías, propuestas y modelos son diseñados por sujetos (psicólogos, médicos, filósofos, etc.) que, aunque poseen conocimientos en educación, no sustentan sus proposiciones desde la pedagogía.
Por décadas, la investigación en el campo educativo ha tenido un rol secundario, al punto de ser considerada proceso reservado para académicos e intelectuales brillantes. En la actualidad, con la profesionalización educativa y el creciente interés de las naciones por alcanzar altos estándares de calidad en los procesos formativos de sus sociedades, la investigación en pedagogía viene configurándose como una importante herramienta para la introspección y el análisis de las realidades de las aulas, que contribuye resignificar el papel de la educación, los docentes y el aprendizaje.
Alcanzar el anterior objetivo requiere que los maestros en práctica, pero especialmente los que están formación, asuman el control de la profesión y sean tanto los generadores como los promotores, a través de su saber pedagógico, de las nuevas teorías, tendencias y recursos de aprendizaje, fruto de la sistematización y del contraste de su vivir en las aulas. Desarrollar estas competencias y despertar esta curiosidad implica facultades educativas que aviven la pasión y el interés por lo desconocido, donde la reflexión sistemática y la innovación se convierten en procesos recurrentes, que permiten al educador ser un verdadero sujeto transformador, forjador de sueños, arquitecto de proyectos de vida.
Repensando el papel del maestro
Históricamente los bajos desempeños en educación se le han atribuido casi que de forma automática a los docentes, lo que ha llevado a un deterioro generalizado de la imagen del maestro, quien es concebido por un amplio grupo de la sociedad como “un sujeto mal preparado, sin motivación, con formación inadecuada y como si fuera poco, desconectado de las realidades cambiantes del mundo de hoy” (Cabra y Marín, 2015, p. 155), sin dar un espacio a la reflexión y evaluación rigurosa de los múltiples factores que encajan en estos fracasos.
Es evidente el rol preponderante del docente, quien es el mediador y protagonista visible, encargado de orientar los programas educativos con los que se forma a las futuras generaciones. Sin embargo, desde esta posición, se desvirtúa el papel de los sistemas educativos, los responsables directos, los cuales, mediante sus políticas educativas, guían y direccionan el acto de enseñar.
Las tendencias actuales han privilegiado “las ideologías instrumentales que acentúan el enfoque tecnocrático tanto de la formación del profesorado como de la pedagogía del aula” (Giroux, 2001, p. 3). El docente es reducido a un sujeto pasivo, acrítico y receptor de teorías, propuestas y metodologías; diseñadas y planificadas por “expertos”, quienes, desde sus posiciones eruditas, intentan dar soluciones a los rezagos escolares. Son conocedores de la teoría, pero ajenos a la práctica, esa que solo se adquiere con el reconocimiento de los contextos reales de enseñanza y aprendizaje, y que está muy lejos de conocerse desde la comodidad de una oficina.
Al respecto, Giroux (2001) hace un llamado de atención a la forma como el actual enfoque apunta a “la estandarización del conocimiento escolar con vistas a una mejor gestión y control del mismo; y la devaluación del trabajo crítico e intelectual por parte de profesores y estudiantes” (p. 3). Esto genera, de alguna forma, un negacionismo al saber desarrollado por el docente, a su experticia y su capacidad de ponerse al frente tanto de los retos como de los desafíos que demandan las sociedades del conocimiento emergentes. Así, se reduce a los docentes “a la categoría de técnicos superiores encargados de llevar a cabo dictámenes y objetivos decididos por expertos totalmente ajenos a las realidades de la vida en el aula” (Giroux, 2001, p. 2).
La visión descrita degrada la labor del educador aún más y la lleva a una posición confusa, en la cual el énfasis se centra en ejecutar y transitar a través de currículos y programas diseñados bajo supuestos de calidad, pero que, en realidad, en nada responden a la necesidad de formar sujetos integrales, quienes respondan reflexiva y creativamente tanto a los dilemas como a las situaciones propias de su entorno social, cultural y familiar. Por tanto, estos se convierten en fichas del sistema, donde, como lo describe Gorodokin (2006), se es más sencillo estar sumiso a una “subjetividad normatizada, disciplinada, pobre de impulsos transformadores y desposeídos de un espíritu crítico” (p. 4), que asumir posiciones que exijan repensar su profesión y cuestionar con argumentos lo establecido.
Se constituye así la mercantilización educativa, al hacer de los estudiantes datos y de sus aprendizajes metas, validadas mediante métodos predefinidos, en los cuales los resultados importan más que las formas como se alcanzan, donde la consigna se reduce a una situación de control, cuyo interés trasciende lo pedagógico y lo académico, a lo estadístico, espacio en el que la premisa se centra en “¿Cómo asignar los recursos (profesores, estudiantes y materiales) para conseguir que se gradúe el mayor número posible de estudiantes dentro de un espacio de tiempo determinado?” (Shanon, 1984, según se cita en Giroux, 2001, p. 63). De esta manera, calidad se convierte en sinónimo de acceso y cobertura.
Pero, ¿qué hacer frente a estas situaciones en las que lo formativo pierde valor y el objetivo se centra en mostrar resultados, esos que no se logran por el direccionamiento estratégico dado a la educación, por parte de las altas esferas? La solución pasa por elementos como el reconocimiento de la labor de educar, en la cual, como lo afirma Vezub (2007), el maestro debe ser el sujeto-objeto de las políticas tendientes al mejoramiento educativo, copartícipe y responsable de los procesos de evaluación y control, y receptor de actualización continua.
En relación con las políticas públicas, un docente que no asume una posición reflexiva frente a estas está condenado a hacer de su labor una tarea sin sentido. Para ello, su voz debe ser partícipe en la configuración educativa, la cual, como es lógico, precisa responder al reconocimiento y apropiación de un constructo de teorías y modelos. En ellos, el sentir y pensar de quienes durante años laboriosos han adquirido experiencias y aptitudes en contexto podrían ser de gran ayuda, pero, usualmente, ese compendio es rechazado u omitido, atendiendo a su carencia de rigor científico, su falta de sistematización o la poca atención que les merece.
En consecuencia, no basta únicamente el interés decidido de los maestros, debe existir un compromiso estatal, en el cual se conciba la escuela como un espacio de interacción, donde el docente construye su saber, fruto de la puesta en marcha y confrontación de conocimientos disciplinares, pedagógicos y didácticos, que deben ser parte de los currículos, objetivos, modelos y manuales de educación.
Del mismo modo, y atendiendo a la segunda mención establecida por Vezub (2007), el maestro ha de ser partícipe de los programas de evaluación y control, especialmente, de los procesos que conciernen a la formación de los futuros licenciados. Se busca siempre, con sus acciones, sembrar las herramientas con las que los educadores del mañana puedan desarrollar mecanismos que destaquen y demuestren actualización, innovación y liderazgo.
Sobre la formación permanente, quizás este sea uno de los aspectos con logros más significativos. El docente contemporáneo tiene una necesidad e interés de educarse continuamente y, en esta intención, las tecnologías de la informática y la comunicación han servido de plataforma para lograr su objetivo. Al respecto, Tenti (2010) afirma que lo que hace a un maestro más profesional es su cualificación; esta le permite adquirir conocimientos cada vez más complejos y formalizados, los cuales lo deben convertir en un educador capaz de romper paradigmas, cuestionar teorías, evaluar y proponer soluciones a la luz de sus necesidades y las de su medio.
Sin embargo, como es natural, “un tiempo de formación mayor no conduce obligatoriamente al mejoramiento general de conocimientos y actitudes, y dicho mejoramiento no necesariamente hace avanzar el proceso de profesionalización” (Hoyle, 1983, según se cita en Cabra y Marín, 2015, pp. 45-46). El verdadero éxito radica, entonces, en la capacidad de articular las competencias adquiridas, llevarlas al aula, validarlas y reconstruirlas, buscando hacerlas pertinentes y verdaderas fuentes de aprendizaje.
¿Facultades que poco facultan?
Quizás otro de los grandes cambios en educación deba nacer de las reflexiones críticas por parte de los formadores de maestros y las facultades educativas, las cuales, desde el análisis riguroso de su labor pedagógica, permitan reconocer aquellos paradigmas, concepciones y acciones. Todos estos hacen del trabajo un ejercicio edificante, constructor de conocimiento, que desarrolla habilidades y fundamenta en valores o, por el contrario, forja obstáculos y profundos vacíos que se instalan y hacen parte de forma permanente en la vida de sus estudiantes, futuros maestros que tenderán a continuar el ciclo.
En efecto, esto implica transformar los procesos formativos, objeto de constante estudio, los cuales no únicamente se centren en completar una serie de requisitos y características que validan su pertinencia, sino, en contraste, procesos metacognitivos que permitan concientizar a los equipos de maestros de los verdaderos fines y valor de su pensar, actuar y hablar.
Conforme a ello, un buen formador debe entender que su accionar tendrá repercusiones a lo largo de muchas décadas. Las dificultades presentadas en la “adquisición del conocimiento científico en el sujeto que aprende, son un reflejo de las dificultades que se presentan a nivel del sujeto que enseña, transferidos de uno a otro en las diferentes etapas del proceso educativo” (Díaz, 2003, según se cita en Gorodokin, 2006, p. 1). Damos de lo que tenemos y sabemos, por ello se hace necesario conocer más y mejor.
Ahora bien, expuesto lo anterior, no quiere decir que las instituciones y los educadores no estén a la vanguardia de las teoría y modelos, porque si por algo nos podemos enorgullecer como sociedad es por el fácil acceso a la información y al conocimiento. Mas bien, lo que se evidencia es una separación entre teoría y práctica (Cano y Ordoñez, 2021). Existe una fundamentación que se recita, estudia y analiza, pero que no logra calar entre los estudiantes, quienes tienden a desarrollar procesos más cercanos a los ejercicios pedagógicos de la educación tradicional en la que fueron educados en sus inicios, más que los exigidos por las demandas actuales.
Bajo este marco, urge la necesidad de que las facultades de educación aumenten los espacios donde los maestros en preparación puedan evidenciar el valor práctico de los conocimientos construidos, así como la implementación de escenarios en los cuales, mediante la reflexión y la deliberación, los estudiantes, junto a sus pares y maestros formadores, puedan resolver inquietudes, corroborar hipótesis y proyectar estrategias. Dicho argumento adquiere mayor valía, al reconocer las percepciones de maestros recién graduados en Argentina, quienes describen su formación con referencia en sus primeras experiencias laborales, como un espacio de excesivo desarrollo teórico (Aguerrondo y Vezub, 2011).
En consecuencia, tal como lo señala Gorodokin (2006), “los refuerzos epistemológicos producidos a lo largo de la ‘biografía’ de la configuración docente se exteriorizan en las concepciones y prácticas de enseñanza” (p. 3). Lo previo hace que la selección del cúmulo de conocimientos y habilidades por desarrollarse a lo largo de este proceso deba estar orientada a establecer un conjunto de saberes variados, contextualizados, prácticos y contemporáneos, los cuales permitan resignificar y transformar el arte de educar.
Sin embargo, lo comentado necesariamente tendrá que acompañarse de una “formación en capacidades para elaborar e instrumentar estrategias mediante la capacidad crítica y la actitud filosófica” (Gorodokin, 2006, p. 9), porque de nada sirve el conocimiento de teorías, si estas no son realmente evaluadas y confrontadas por quien las conoce; se pretende no únicamente asimilarlas, también rebatirlas o reconfigúralas a la luz de las necesidades de su medio.
Se permite, a partir de esta postura epistémica, ser un sujeto centrado en hacerse preguntas, más que en buscar respuestas (Morin, 2002), en tejer conocimiento, más que en conocer información, al hacerse parte de la cultura y agente activo en la construcción del saber pedagógico, ese que adquiere verdadero valor con las experiencias de aula y contexto. Estas últimas, son reconocidas como elemento principal en el camino de la formación docente, donde la enseñanza, como lo señalan Cabra y Marín (2015), no puede limitarse a una formalidad sin sentido, en la cual el educador se ocupa de seguir los diseños establecidos por otros. Por el contrario, el maestro comprende que el éxito de su trabajo radica en el valor y la preparación que les dé a sus intervenciones, las cuales deben iniciar desde una actitud filosófica. Es preciso poner en juego elementos cognoscitivos, sociales y afectivos que impacten y construyan significados, que posteriormente puedan ser ocupados y evaluados, haciendo del aprendizaje procesos continuos, crecientes y ajustables.
En este sentido, el saber recogido, fruto de la práctica y la formación, debe ser entendido como una construcción en espiral, en la que se articule lo pedagógico, didáctico y disciplinar de distintas áreas; en la que se facilite comprender el conocimiento como un trabajo multidisciplinar que se trenza mejor cuando se interrelaciona.
Al respecto, Morin (2002) establece que “[e]l conocimiento progresa principalmente no por la sofisticación, formalización y abstracción, sino por la capacidad para contextualizar y totalizar” (p. 15). Ello invita a buscar las relaciones y puntos de encuentro entre disciplinas, llevarlos a escenarios conocidos para analizarlos y ponerlos en marcha mediante situaciones concretas, de modo que den respuestas y también sean fuente de potenciales preguntas o problemas (estos últimos vistos como la oportunidad para filosofar y continuar el ciclo de aprendizaje).
Finalmente, y no menos importante, se hace inevitable que el profesorado reivindique la función educativa desde una panorámica que privilegie la contextualización, donde cada elemento formativo, por complejo o sencillo que pueda concebirse, esté planteado como una situación o experiencia del entorno, que facilite observar e identificar las variables, cambios o restricciones que deba tener el objeto de estudio con respecto a la experiencia de aplicación. Un ejemplo práctico del valor del contexto y su relación con aprendizaje se observa cuando se pone en marcha una metodología como el aprendizaje cooperativo; a pesar de que la teoría tenga unas características y estrategias definidas, la ejecución con base en el medio dará ideas, reformulará los métodos o afirmará sus premisas.Desde esta perspectiva, es el entorno cultural, social, económico, político y natural un espacio inseparable con el conocimiento, lo cual debe invitar a los formadores de docentes y maestros de aula en general a hacer de su labor un ejercicio reflexivo. En este, es preciso que exista una valoración integral de los ambientes en los que se educan las futuras generaciones de estudiantes y maestros, de modo tal que se orienten procesos correspondientes con lo verdadero, real y necesario de las sociedades.
La investigación en pedagogía, ¿nueva tendencia o proceso por desarrollar?
Entre los focos de transformación y desarrollo educativo ha estado la investigación, la cual paulatinamente, en los últimos años, se ha consolidado como área de obligatorio desarrollo en el currículo y competencia de interés, en la que habilidades como el pensamiento divergente, la observación, el análisis riguroso, la capacidad de reflexión, entre otras, se estimulan y desarrollan continuamente. Tanto es así que, en la actualidad, se considera requisito final de graduación en la mayoría de programas (Espinoza, 2020): en ellos, el desarrollo de una indagación es uno de los retos a los que se enfrentan los estudiantes, antes de iniciar su vida profesional.
Todo esto pareciera indicar para muchos campos del saber, pero en especial para la educación (tema que nos atañe), un amplio desarrollo en los procesos referentes al acto de enseñar; mayor cantidad de teorías, estudios, enfoques y metodologías al servicio del profesorado. Sin embargo, esto no ha sido del todo cierto, porque lo reflejado es un maestro investigador quien no logra terminarse de afianzar, un rol estimulado en la preparación académica, pero que en el ejercicio se diluye y se abandona.
Algunos de los motivos que podrían acechar esta conducta se relacionan con el inmenso nivel de trabajo acarreado por la profesión; se exige al maestro cumplir con un innumerable cúmulo de procesos que lo distraen y lo hacen perder su interés. Márquez (2009) explica que la investigación se concibe como una actividad de algunos cerebros privilegiados, los cuales tienen escenarios y herramientas cuyo alcance está limitado al común de la sociedad, o, por el contrario, como un pasatiempo sin ninguna relevancia. Sea uno u otro el modo de entenderla contrarresta su inmenso aporte al progreso de los pueblos y desacelera el desarrollo de la educación.
Ahora bien, lo que sí resulta innegable y quizás una de las más grandes limitaciones en los progresos de la investigación educativa por mucho tiempo es el carácter dominante que reinó por parte de los estudios cuantitativos, en los cuales “la discusión sobre la naturaleza de lo social y las diferentes formas de abordar su estudio es inexistente” (Márquez, 2009, p 10). Se reduce así lo pedagógico a la mera medición de datos, invalidando los escenarios de enseñanza y aprendizaje como espacios donde la cultura, el contexto, las ideologías, las relaciones políticas, entre muchos otros, tienen más que ofrecer al desarrollo formativo que el simple análisis de informaciones provenientes de un test o unas pruebas.
Sobre esto, Rodríguez (2009) sostiene que las realidades sociales y educativas no pueden ser reducidas y limitadas a espacios artificiales. Por tanto, el aula, con sus dinámicas y sus complejas relaciones, debe ser entendida desde su interior, mediante el reconocimiento de las percepciones, acciones, situaciones y vivencias de los sujetos participantes, de una forma genuina y real, de tal modo que la información socavada responda a la situación que se observó. No obstante, la consolidación de esta última no podría considerarse producto terminado, sino parte del proceso, en el cual cada investigador puede intervenir y reconstruir sus significados. Herrera (2010) compara el reconocimiento de un fenómeno social con el procedimiento de comprensión de un libro: cada lector entiende de un modo distinto su contenido y establece diferentes posiciones, pero todos con su labor contribuyen a su entendimiento creciente.
La aceptación de las realidades sociales a modo de hechos de interés, susceptibles a ser examinados y fuente de una profunda riqueza, pone a los fenómenos educativos como realidades inherentes al enfoque cualitativo. Las conclusiones y los hallazgos deben nacer desde una interpretación dialogante de las situaciones del aula, que permitan al maestro entender, de modos distintos, los comportamientos, acciones, dificultades, discursos y realidades de sus estudiantes.
Con todo esto se estaría cumpliendo lo que Herrera (2010) afirma como una necesidad: “construir una mirada propia de la investigación en el campo de la educación y de las prácticas educativas” (p. 58), que le dé un sentido mayor a la pedagogía y, por qué no, sustento en su proceso de cientificidad.
Tal fin requiere que el educador en formación y en práctica resignifiquen el valor e importancia que les asiste, comprendan que, más allá de escribir en un tablero, explicar unos conceptos, proponer algunas actividades, desarrollar metodologías y evaluar desempeños, hay espacios donde el desarrollo de procesos metacognitivos y críticos alrededor de sus praxis pueden resultar más significativos y contribuir mayormente a la formación de sus estudiantes. Así, trascienden de los salones para tener repercusiones en la cotidianidad, ayudan a construir proyectos de vida, a edificar sueños, y comprenden que su educar construye sociedad.
En esta tarea, la investigación educativa juega un rol determinante, porque lleva la labor pedagógica a los ámbitos de la academia, donde la introspección, el análisis y el examen son procesos recurrentes. Al respecto, Camargo (2005) sostiene:
La investigación contribuye a un ejercicio reflexivo, sistemático, crítico, riguroso e innovador que ayuda a que el docente haga mejor su tarea. Posibilita la indagación, sistematización y reconstrucción de su saber pedagógico. La relación investigación-saber pedagógico contribuye al aprendizaje del docente y a su desarrollo profesional, ya que permite avanzar en el conocimiento de enfoques, escuelas, paradigmas, teorías, modelos, metodologías y didácticas que orientan las prácticas pedagógicas cotidianas de los docentes. De igual forma, apoyan los procesos de reflexión sistemática que necesitan desarrollar los maestros para poder identificar logros y dificultades asociadas a la compleja tarea de enseñar y aprender. (p. 112)
El logro de todo lo que implica este objetivo solo se alcanza si en el profesorado emerge una actitud inquisitiva con la que busque llegar a una formación epistemológica, la cual le permita desarrollar su labor investigativa con rigor y fundamento. La idea es que en ella se cuestione de forma constante sobre su quehacer y sus alcances, ponga a prueba programas y metodologías, así como coloque a discusión formas diferentes de enseñar y aprender, de tal modo que esté continuamente en mejoramiento y en la construcción de saberes.
En esta medida, parte de esta iniciativa radica en eliminar el paradigma de la investigación como un proceso complejo, únicamente orientado a formular teorías y metodologías robustas. Esto lo que hace es restar importancia y crédito a las acciones de innovación, las cuales pueden llevarse a cabo en aulas o centros de aprendizaje y tienen tanto plena validez como relevancia.
En este orden de ideas, no se pretende menospreciar el papel de la investigación educativa, base que sustenta las prácticas formativas de todos los educadores y sin la cual la labor de enseñar no tendría la misma trascendencia. Por el contrario, se pretende reconocer el valor de dicha indagación como actividad encauzada a conformar conocimientos científicos, cuyo interés se centra en establecer principios generales para entender dinámicas educativas, a fin de elaborar teorías. Estas últimas, por su rigor, complejidad y trabajo, no son de fácil desarrollo para el común de los docentes. Por lo tanto, en este sentido, es más factible que el profesorado “indague científicamente, es decir críticamente su práctica educativa, antes de convertirse en científicos” (Herrera, 2010, p. 62); que construya saber formativo desde la sistematización de sus experiencias, propuestas e intervenciones; que haga investigación pedagógica.
Gimeno y Pérez (1993) definen la investigación pedagógica como un proceso de interacciones, cuya intención creadora está orientada a que los sujetos inmersos puedan reedificar sus modos de pensar, sentir y actuar, pasando de entender las indagaciones como un modo de teorizar un problema, a contemplarlas como un espacio para intervenir. Se legitima así lo que Giroux (2001) denomina, “el docente como intelectual transformativo” (p. 65).
En esta misma posición, Herrera (2010) menciona que “la investigación pedagógica no está orientada a comprender de forma global la educación, sino un proceso dirigido a la explicación de un saber pedagógico situado en unas condiciones socio históricas dadas” (p. 59). Ello genera que esta pueda tener mayor relevancia, puesto que, al nacer las situaciones propias de los docentes y de las situaciones del aula, el investigador puede maniobrar, restructurar o modificar en pro de la solución, del mejoramiento o perfeccionamiento de lo estudiado.
Ahora bien, contrario a lo que se podría creer, esta visión educativa, con la que el maestro es un examinador imperioso de su labor, no es nueva. En las últimas décadas, distintas naciones latinoamericanas, por medio de sus estamentos de educación, se han centrado en llevar a cabo procesos de formación profesoral, insistiendo en que los docentes como investigadores sean promotores de un saber idóneo para resignificar las prácticas de enseñanza y aprendizaje.
Pero, entonces, ¿qué ha pasado?, ¿por qué en la cotidianidad de la educación no prospera la investigación? Muchas podrían ser las respuestas a esta pregunta, pero, puntualmente, se considera que esta situación se podría explicar por “las escasas oportunidades de innovar en algunas instituciones educativas, donde todo está establecido y no hay libertad para inaugurar alternativas a lo existente” (Cabra y Marín, 2015, p. 169), sumado a que suele ser más sencillo desarrollar lo propuesto que gestionar ideas y proyectos.
Otra situación podría estar sostenida en el hecho de haber convertido “la investigación en un requisito o mecanismo de graduación, se produce un empobrecimiento de la cultura académica y científica” (Cabra y Marín, 2015, p. 169), que podría estar llevando al estudiante, futuro maestro, a investigar por obligación y no como oportunidad de aprendizaje, se le castiga si no se alcanza y se cohíbe su enamoramiento.
Un último asunto deriva de la falta de una visión epistemológica a la hora de formarse en investigación. Lleva al docente a tomar una postura comprensiva de lo que implica innovar (Gorodokin, 2006); lo contrario es fruto de la poca preparación y de un círculo vicioso en el que estamos en educación, en el cual se tiende a educar como antes lo hicieron y no como quisiéramos o nos gustaría.
Mas allá de las circunstancias por las que la investigación educativa no ha logrado consolidarse, conviene que los docentes comprendan que su rol como maestros investigadores es una invitación y una posibilidad para edificar, para hacer de su ejercicio profesional una labor más reflexiva, en la que el análisis de las realidades de su aula, entorno y quehacer en general les permite continuamente reconstruir y perfeccionar su identidad como educadores.
Educar de forma transformativa
Ya en esta parte, se hace oportuno resaltar un último elemento sin el cual los docentes no logran su rol como intelectuales transformativos, descrito de manera formidable por el maestro Henry A. Giroux, en su artículo “Los profesores como intelectuales”, fuente principal e inspiración para este ensayo.
Formar en educación requiere despertar en los estudiantes un interés y amor profundo hacia el aprendizaje y el conocimiento, que avive un espíritu inquisitivo, en el cual la experimentación, reflexión, creatividad e innovación sean base y punto constructivo de saber. Este debe permitir a los educandos asumir posiciones críticas y meditativas frente a sucesos de su ambiente cercano, promover acciones de mejoramiento personal y colectivo, así como resignificar constantemente el valor de lo aprendido.
En palabras de Morin (2002), se debe partir de despertar la curiosidad, lograda cuando el docente, en su ejercicio pedagógico, involucra distintas formas de enseñar, orientadas no a la acumulación informativa ni a la compresión de conceptos o procedimientos de poca memoria y uso en el futuro, sino, por el contrario, al desarrollo de habilidades que lo lleven a argumentar, plantear hipótesis, desarrollar conjeturas y generar cuestionamientos.
Lo anterior, enmarcado en un conjunto de acciones en busca de garantizar que el aprendizaje orientado avive emociones, imprescindibles si se busca ganar el interés y la atención de los estudiantes. Mora (2017) lo resume majestuosamente, afirmando que solo se aprende aquello que se ama; tesis verificable de un modo fácil, al observar la actitud de los estudiantes frente a actividades de aprendizaje que involucran el arte, la música, la tecnología, etc. Fomentar la curiosidad y la emoción es la clave para abrir las ventanas del aprendizaje.
Otro elemento importante, el cual conjuga una formación que apunta a ser transformativa, es la capacidad de los educadores para ir en busca de integrar conocimientos, encontrar relaciones entre disciplinas y disponer sus habilidades desde lo holístico (Morin, 2002). Ello también lo hace la ciencia, que se sirve de los avances de distintos campos para alcanzar sus resultados. Dicha situación es contraria a las de las aulas actuales, donde cada asignatura y docente trabaja de forma aislada, como si no apostara a un mismo objetivo principal: educar al hombre del mañana.
En el mismo sentido, la formación debe favorecer la aptitud natural de hacer preguntas, muy común entre los niños, pero limitada en la adolescencia, y la habilidad tanto de plantear como de resolver problemas, los cuales ameritan nacer desde sus situaciones cercanas y de interés. No se aprende de igual forma algo que no se asume como propio o no se apetece.
En síntesis, la pedagogía debe asumir a los educandos como sujetos críticos, capaces de problematizar el conocimiento y reconstruirlo dialécticamente en pro de una sociedad mejor para todos (Giroux, 2001), donde “si los profesores han de educar a los estudiantes para ser ciudadanos activos, deberían convertirse ellos mismos en intelectuales transformativos” (Giroux, 1997, p. 8).
La formación actual de maestros contempla la enseñanza de teorías y corrientes pedagógicas contemporáneas, con las cuales se visualiza un modelo docente que orienta procesos dinámicos, activos, propositivos, formativos y de alto impacto para sus estudiantes. Sin embargo, este panorama se torna empobrecido, al analizar la praxis del profesorado, que, en varios aspectos, podría apreciarse como una reproducción de su propio proceso formativo; las escuelas parecen haberse detenido en el tiempo y las facultades de educación aparentan no tener control frente a esto. Las tardes de juego al profesor y las experiencias que marcaron los primeros años de estudio suelen ser, en muchos casos, la “mejor” escuela.
En respuesta, los altos mandos educativos (dirigentes de las políticas) y docentes (orientadores y ejecutores) es preciso consolidar una amalgama que permita resignificar la educación. Se desea proyectarla hacia la reconfiguración del rol del maestro, esa que lo lleve a permear las aulas de ideas novedosas, dinámicas y cambiantes, a fin de que las teorías puedan ser aplicadas, rediseñadas y reevaluadas por ambos estamentos. Se debe pugnar por la construcción del conocimiento desde y para el aula, más que en la emulación de enfoques, modelos y lineamientos germinados en otras esferas.
Asimismo, las teorías y postulados que por años se han considerado la base y principios de la educación, al punto de ser contemplados como documentos canónicos, merecen ser atendidos, evaluados y transformados al calor del saber pedagógico de los docentes; miradas frescas y enmarcadas en modelos vigentes que atiendan al contexto, entendiendo que Latinoamérica es diversa e igualmente compleja en sus posibilidades de educar.
Lo anterior también debe llevar a resignificar el sentido que tiene la investigación, aquella que ha sido desplazada a instancias superiores, para unos pocos, como requisito para un título o una mera experiencia tediosa y carente de sentido. Esto ha llevado a que los maestros desconozcan su valor, aplicabilidad y funcionalidad en los procesos formativos que lideran. Es menester incentivar la investigación en todas las esquinas educativas, entenderla como una lectura de su contexto y una reconfiguración de este. En todas las etapas del saber, la investigación debería ser el eje que sostiene la construcción de conocimiento, la formación… la educación.
Aguerrondo, I. y Vezub, L. (2011). Las instituciones terciarias de formación docente en Argentina. Condiciones institucionales para el liderazgo pedagógico. Educar, 47(2), 211-235. https://doi.org/10.5565/rev/educar.48
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1 Docente investigador, magíster en neuropsicología y educación, Universidad Internacional de la Rioja. https://orcid.org/0009-0001-3906-6678
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