N.º 85 • Enero - Junio 2022
ISSN: 1012-9790 • e-ISSN: 2215-4744
DOI:
https://dx.doi.org/10.15359/rh.85.5
Licencia: CC BY NC SA 4.0
sección américa latina
La resistencia indígena frente las reducciones de resguardos durante el período colonial tardío en el noreste neogranadino
Indigenous Resistance to Reserves Reductions during the Late Colonial Period in Northeast
New Granada
Resistência indígena à redução de resguardos durante o final do período colonial no nordeste de Nova Granada
Roger Pita Pico*
Resumen: en este artículo se analiza la resistencia interpuesta por las comunidades indígenas ante la política de reducción de resguardos, implementada por el gobierno virreinal en el noreste del Nuevo Reino de Granada, durante el siglo XVIII y comienzos del XIX. Las improvisaciones y las arbitrariedades cometidas en estas diligencias oficiales afectaron a las comunidades nativas que cada vez vieron limitados sus espacios y sus posibilidades de reivindicar sus derechos ante el poder creciente ejercido por la capa de blancos y mestizos en sus aspiraciones de ocupación del territorio y organización a través de la erección de parroquias. Ante esto, los indígenas vieron cómo se incrementaron los conflictos interétnicos con los vecinos libres, además de lo cual experimentaron un progresivo desarraigo y una desintegración como comunidades ancestrales.
Palabras claves: población indígena; blancos; mestizos; etnicidad; territorio; resistencia a la opresión; reducciones; Nuevo Reino de Granada; período colonial.
Abstract: This article analyzes the resistance put forward by indigenous communities to the policy of reducing reservations implemented by the viceregal government in the northeast of the New Kingdom of Granada during the 18th and early 19th centuries. The improvisations and arbitrariness committed in these official proceedings affected the native communities that each time saw their spaces limited and their possibilities to claim their rights in the face of the growing power exercised by the white and mestizo layer in their aspirations to occupy more territory and organize. through the erection of parishes. Given this, the indigenous saw how inter-ethnic conflicts with free neighbors increased, in addition to which they experienced a progressive uprooting and disintegration as ancestral communities.
Keywords: indigenous peoples; whites; mestizos; ethnicity; territories; resistance to oppression; reductions; Nuevo Reino de Granada; colonial period.
Resumo: Este artigo analisa a resistência das comunidades indígenas à política de redução de reservas implementada pelo governo do vice-reinado no nordeste do Novo Reino de Granada durante o século XVIII e início do século XIX. As improvisações e arbitrariedades cometidas nesses processos oficiais afetaram as comunidades indígenas que cada vez viram seus espaços limitados e suas possibilidades de reivindicar seus direitos diante do crescente poder exercido pela camada branca e mestiça em suas aspirações de ocupar mais território e organizar, através da construção de paróquias. Diante disso, os indígenas viram como aumentaram os conflitos interétnicos com vizinhos livres, além dos quais experimentaram um progressivo desenraizamento e desintegração como comunidades ancestrais.
Palavras chaves: população indigena; Branco; mestiços; etnia; território; resistência à opressão; reduções; Novo Reino de Granada; período colonial.
Tras las primeras jornadas exploratorias, se dieron avances en el proceso de poblamiento español en América,1 al tiempo que las comunidades indígenas empezaron a mostrar un declive demográfico dramático. Fue intención de la Corona agrupar a los indígenas en pueblos a través del sistema de encomiendas dentro del objetivo de aplicar la política segregacionista que tenía como meta mantener apartadas estas comunidades del resto de grupos sociales y étnicos.
Hacia finales del siglo XVI en el territorio del Nuevo Reino de Granada,2 fueron creados los resguardos con el ánimo de entregarles tierras comunales a los naturales para que las usufructuaran y con el fin de contener los excesos cometidos por los encomenderos.3 Sin embargo, el siglo XVII estaría marcado por cambios sociales, económicos y demográficos que conllevaron al gobierno español y a la Iglesia a reducir el espacio otorgado inicialmente a los nativos, esto se hizo a través del proceso de trasladar algunos pueblos disminuidos a otros. Las justificaciones fueron de diversa índole, entre las cuales, cabe mencionar el vertiginoso descenso demográfico de los naturales y el afán por brindarles una mejor atención en cuanto a gobierno y evangelización, lo cual iba ligado al propósito de lograr un mayor ahorro fiscal.
Simultáneamente, empezó a hacerse notorio el poblamiento blanco y mestizo que ejerció cada vez más presión sobre las tierras indígenas, situación que se evidenció a través de la creciente presencia de aquellas gentes libres4 al interior de los resguardos, ya sea en calidad de ocupantes de hecho o de arrendatarios, las continuas invasiones de los ganados de los vecinos en tierras indígenas y las reiteradas usurpaciones de tierra por parte de estancieros colindantes.
Esa dinámica de cercenamiento de las tierras de resguardos empezó a formalizarse a través de las visitas realizadas por altos funcionarios españoles. Fueron ocho en total los visitadores que llevaron a cabo estas diligencias en el territorio del noreste del Nuevo Reino de Granada.5
Tras acentuarse las tendencias demográficas y, bajo la influencia de la política borbónica, en el siglo XVIII se daría un renovado impulso a la estrategia de reducción de pueblos de indios. Para ello, se dispuso de un marco legal, y fue siendo una de las primeras disposiciones la cédula real del 20 de diciembre de 1707, que ordenaba que aquellos resguardos que tenían menos de 25 indios tributarios debían agregarse a otro pueblo cercano, todo con el fin de asegurar los gastos de estipendio de cura.6
Ya por estos años era claro el interés del gobierno virreinal de maximizar la producción agrícola y liberar tierras a través de la extinción de resguardos, introduciéndose la posibilidad de que estas fueran rematadas al mejor postor7 y que en esos espacios los pobladores blancos y mestizos pudieran organizarse política y administrativamente a través de la erección de parroquias. Aunque en esta centuria disminuyó la frecuencia de las visitas, las dos que adelantaron el oidor Andrés Verdugo y Oquendo en 1754 y el fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón en 1778 causaron un mayor impacto por el número de resguardos extinguidos.
Las cifras son más que reveladoras ya que, de 17 pueblos de indios visitados por Moreno y Escandón, al final tan solo quedaron 5: Guane, Chipatá, Tequia, Cácota de Velasco y Cúcuta. Para inclinarse por estas decisiones, el funcionario se justificó en el hecho de que el número de blancos y mestizos intrusos en los resguardos o agregados a las doctrinas de los pueblos de indios, se aproximaba al 80 % del total de habitantes de esos espacios.8
No obstante, muy pronto empezaron a percibirse varias inconsistencias en este proceso de reducción de poblados indígenas. Las comunidades afectadas no dudaron en manifestar su oposición, observándose cómo algunos se negaron a abandonar sus tierras ancestrales, otros no duraron mucho tiempo en el pueblo en donde fueron reasentados mientras que otros optaron por dispersarse.
En el informe que, por orden del virrey Manuel Antonio Flórez presentara el regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, se acusó a Moreno y Escandón de haberse extralimitado en sus funciones y de actuar con improvisación y sin consultar la opinión de los indefensos naturales. Pensó el regente que hubiese sido más justo que los libres se retiraran del espacio indígena por los perjuicios causados y porque su presencia allí iba en contra de las normas.9 Esta serie de denuncias fueron acogidas por la autoridad virreinal, quien ordenó suspender el proceso de extinción y traslado de indígenas hasta tanto no se elevara la consulta al rey sobre este respecto.
Esta problemática coincidió con la revuelta de los Comuneros ocurrida en 1781, movimiento que tuvo precisamente como epicentro esta franja nororiental del Nuevo Reino. El eje central de la protesta fue la presión padecida por los altos impuestos, pero se acogió también la voz de los indígenas que exigían una disminución en el pago de tributos y la devolución de sus tierras. Aunque se llegó a un acuerdo, al final el gobierno virreinal anuló a los pocos días el pacto firmado y emprendió una campaña de represión contra los líderes de la insurrección.10 Así entonces, se reversó la orden que se había emitido para que se devolvieran a los indígenas las tierras de resguardo que aún no estuvieran rematadas11 y se autorizó la convivencia de indios y libres en esos espacios mientras llegaba el pronunciamiento desde España. Esta situación acrecentó los roces y los conflictos interétnicos.
Mapa 1. Nororiente del Nuevo Reino de Granada
Fuente: elaboración propia.
Bajo este contexto, la intención de este artículo consiste en analizar la resistencia interpuesta por las comunidades indígenas ante la política de reducción de resguardos implementada por el gobierno virreinal en el noreste del Nuevo Reino de Granada durante el siglo XVIII y comienzos del XIX. Las improvisaciones y arbitrariedades cometidas en estas diligencias oficiales afectaron a las comunidades nativas que cada vez vieron limitados sus espacios ancestrales y sus posibilidades de reivindicar sus derechos ante el poder creciente ejercido por la capa de blancos y mestizos en sus aspiraciones de ocupación del territorio y organización a través de la erección de parroquias.
Este trabajo, enmarcado dentro de la corriente de las relaciones interétnicas,12 se realizó con base en fuentes documentales de archivo y, específicamente, sobre la revisión y el análisis cualitativo de seis estudios de caso de resguardos indígenas trasladados.
Bien conocida fue la oposición asumida por los encomenderos ante las primeras agregaciones de pueblos de indios, puesto que muchos de ellos se veían afectados al disminuir su poder territorial.13 Otros que miraron con antipatía estas políticas eran los hacendados que perdían la cercanía de la mano de obra indígena a través del concierto o alquiler, además de sentir la merma en la provisión de productos cultivados tradicionalmente por los nativos. En palabras de Moreno y Escandón, estos propietarios tenían asegurado con los indios el peonaje, concertándolos a bajo precio por jornaleros en sus labores, además de lo cual, les abastecían con lo que cultivaban.
Eventualmente, los curas doctrineros también expresaron su voz de descontento, ya que se veían mermados los beneficios económicos que se derivaban del resguardo como unidad productiva y contribuyente al sostenimiento del servicio divino. Pero, sin lugar a dudas, los que más rechazaron estos traslados fueron los directamente damnificados: los nativos. El mismo visitador Moreno y Escandón pudo percatarse de esta realidad:
[…] rara vez aceptan los indios con entero gusto su traslación y tenazmente conservan apego o lo suponen a la tierra aunque se les brinden las mayores ventajas. Por cuya razón como su protector resistí siempre sus traslaciones hasta desengañado por la experiencia he visto ser un capricho nacido de su ignorancia o malicia, pues voluntariamente […] se ausentan de sus pueblos sin que ninguna diligencia alcance a restituirlos, abandonando mujer, hijos y parientes.14
Fueron de gran resonancia los múltiples argumentos manifestados por los integrantes del pueblo indígena de Guaca ante el visitador Moreno y Escandón para evitar ser reubicados: el clima agradable y la fertilidad de las tierras que habitaban, los buenos ornamentos que habían logrado conseguir para la iglesia y su notable función abastecedora de zonas aledañas más pobres e infértiles.15
Don Antonio de Araos, corregidor y justicia mayor de los partidos de Sogamoso y Duitama y juez de traslación de indios, comentó en 1778, que al tener noticia de la resistencia de los nativos de Onzaga para pasarse a Socotá, dio comisión a don Sebastián de Mesa, vecino de la recién creada parroquia que llevaba el mismo nombre, para que con la mayor prontitud procurara que los indios refugiados en los términos de dicho poblado español fueran conducidos al resguardo señalado. Finalmente, fue imposible llevar a cabo el procedimiento por no haber en este sitio tierra suficiente para acomodarlos y, más bien, expresaron su deseo de ser agregados al pueblo indígena de Guane por abundar allí los frutos y los suelos fértiles.
Un caso de violencia que vale la pena reseñar, corresponde a lo acaecido en el poblado indígena de Charalá. Sobre este resguardo se había ejercido desde vieja data una fuerte presión territorial, tal como ocurrió en 1716, cuando los vecinos agregados pretendían que los indios se desplazaran a otro pueblo, con tal de quedar ellos con más y mejores tierras para su recién estrenada parroquia. Fue entonces indispensable la intervención del protector de naturales don Antonio de Lozada, quien amparó a los nativos en su posesión de las mismas tierras que le había señalado en 1642 el visitador Diego Carrasquilla.16 Con esta reafirmación se quitó sustento a la aspiración de los libres por apropiarse abiertamente de estos espacios.
Años más tarde, en 1759, la idea de la agregación había adquirido mucha más fuerza, pero al momento de materializarse la diligencia, se detectó un sinnúmero de irregularidades. Sobre quien más recayeron las críticas fue sobre el corregidor de naturales y justicia mayor de San Gil, don Manuel Ruiz de Cote, básicamente por incurrir en extralimitaciones durante el traslado de los indígenas al pueblo de Chitaraque, improcedencias que le acarrearon hondas consecuencias, tanto terrenales como divinas. En este caso, se llegaron incluso a registrar enfrentamientos entre los indígenas que ejercían recia resistencia al interior del templo doctrinero en defensa de sus imágenes y ornamentos sagrados ante la arremetida violenta de los vecinos dirigidos por el corregidor Ruiz de Cote. Este funcionario, quien por cierto ya se había apresurado a pregonar las tierras del extinto resguardo, fue condenado al embargo inmediato de sus bienes y su conducción «con toda guardia y custodia» a la cárcel de corte de Santa Fe.17
El nuevo corregidor don Francisco José Rosillo informó, mediante carta despachada al año siguiente, sobre el fracaso de la traslación de los indios de Charalá al no tener estos «miserables» casas o chozas dónde vivir, razón por la cual muchos se habían desperdigado andando fugitivos de una parte a otra, todo esto en menoscabo de los intereses del Rey. Sobre ellos se dijo: «[…] son cortos y estos de naturaleza tan delicada y brava que me parece más bien sujetarán su servicio a un dogal que el mudarse a otras tierras por lo que se han venido a su pueblo de Charalá sin haber en el superior que los administre, solo las buenas palabras y modales de su cura quien los mantiene con un modo de sujeción».18
En pronunciamiento hecho el 12 de enero de 1762, el fiscal protector de naturales don Fernando Bustillo unió su voz al desesperanzador balance que había dejado este y otros intentos infructuosos de traslado: «[…] es una ejecutoria de lo que lastimosamente se experimenta con los indios mandados a agregar a otros pueblos porque aunque no se cree, lo cierto es que ninguna agregación ha tenido efecto perdiendo el Rey miserablemente sus tributos, el Reino los pueblos extinguidos, la Iglesia aquellos súbditos y finalmente estos infelices sus almas pues fugitivos a los montes viven peor que bestias».19 La oposición de los nativos a estas operaciones de reubicación seguiría manifestándose de otras formas no necesariamente violentas, como, por ejemplo, el aventurarse a huir hacia otras latitudes o la negación a reiniciar sus labores productivas.
Traslados fallidos: ni pueblo de indios, ni parroquia de blancos
En la segunda mitad del siglo XVIII se intensificaron los titubeos y las indefiniciones en las órdenes oficiales de agregación de resguardos, lo cual creó un ambiente de zozobra y tensión interétnica en donde quedaba al descubierto la vulnerabilidad de los reducidos grupos de indios sobrevivientes. Reinaba en estas tierras una situación de incertidumbre en la cual, en términos legales, ni se era pueblo de indios, ni tampoco parroquia de blancos.
En los seis episodios que se relatan a continuación, se demuestra a todas luces el suplicio que debieron padecer las comunidades indígenas tras la orden de traslado. Primero, afrontando las consecuencias que implicaba el dejar su territorio, luego soportando maltratos y desaires de las comunidades a donde eran agregados y, posteriormente, al regresar a sus tierras también recibieron maltratos de los vecinos ya establecidos en parroquia. Postrados y marginados en un pedazo de tierra, debieron además cumplir sagradamente con la doble carga de pagar estipendio al cura y tributo a la Corona.
A la postre, estos cambios significaban la desaparición del pueblo de indios como entidad político-administrativa. Ahora los nativos quedaban en condición de agregados a la nueva parroquia, es decir, habían sido prácticamente despojados de la autoridad local. Esto suscitó además un gran dilema por cuanto ellos se resistían a estar sujetos a los alcaldes parroquiales.
A mediados del siglo XVIII en Oiba, cinco años después de estar organizados formalmente, los blancos y toda la amalgama de gentes mixturadas, aún no se había verificado la agregación de los pocos nativos existentes al pueblo de Chitaraque, debido a que el corregidor Juan de la Zerda, encargado de las diligencias, se excusó de hacerlo por quebrantos de salud y se esperó entonces hasta la visita de Andrés Verdugo y Oquendo, la cual finalmente, no pasó por aquellos parajes. Aun cuando estas eran razones extraordinarias, de todos modos, no demoraron en sobrevenir algunas complicaciones de carácter administrativo, puesto que la población de libres empezó a configurar su propio gobierno, cuyo poder de acción no tenía legítima aplicación entre los indígenas que aún quedaban en el resguardo.
Don Juan Joseph de Arenas, alcalde pedáneo y juez ordinario de la recién fundada parroquia, advertido por el cura don Joseph Cipriano Guarín y Flórez sobre lo imprescindible de su presencia, respondió exponiendo varios factores que lo disuadían de intervenir en este asunto: «[…] estando estos [indios] apoderados de aquel sitio, no puede el alcalde mantenerse allí, pues estos como no sujetos a mi jurisdicción, atropellan cualquier mandato, y estos ni tienen cárcel ni permiten que los vecinos blancos la hagan, los que también se excusan con los indios con que la asistencia del alcalde allí no sirve no más que para exponerse del imperio de los indios».20
Aunque Arenas aceptaba que era irrisorio el número de nativos aún existente –cuatro tributarios y la chusma que era muy corta– de todas maneras estimaba que era «bastante para la inquietud y perturbación de aquel sitio». Ante este confuso escenario, no se comprometió a hacer presencia en la parroquia hasta tanto el corregidor de indios cumpliese con el traslado estipulado años atrás por el superior gobierno. Además de haberse tomado conciencia sobre los límites del manejo político para unos y otros, se resaltó la visión que tenían los vecinos sobre el carácter reaccionario de los naturales, aduciéndose de antemano una retahíla de prevenciones para gobernarlos.
Esta singular convivencia interétnica traía no poco desconcierto para las autoridades españolas. Las siguientes fueron las impresiones dejadas en 1758 por don Manuel Ruiz de Cote, teniente corregidor de indios de la villa de San Gil:
[…] desde luego me consta lo desarreglado de aquel sitio pues no pudiéndose gobernarlo como lugar de españoles ni arreglar como pueblo [indígena], esta mezcla causa desorden en todo género, aprovechándose los blancos de los indios para la venta de chicha y aguardiente y para sombra de otros excesos y pecados públicos, y en lo que les conviene por el contrario los indios de los blancos cuya mezcla hace una irreparable defensa a toda providencia que se intenta dar allí, no hay cárcel ni se puede conseguir porque los indios dicen que la hagan los blancos, estos que saliendo de los indios están prontos a ello y lo mismo sucede en las materias de reparos y asistencias a la santa iglesia.21
En últimas, esta demora impidió en gran medida el adelantamiento y la organización socio-política de una y otra comunidad. El estamento eclesiástico tampoco pudo escapar a este limbo y así lo dio a entender Guarín y Flórez quien, tras haber recibido el título como «cura de españoles», no sabía a ciencia cierta cómo proceder al cumplimiento de su ministerio pastoral.
Finalmente, el gobierno virreinal mandó al corregidor Ruiz de Cote, a ejecutar el traslado de los indios de Oiba y que sus tierras de resguardo fuesen sacadas a pregón y rematadas. Era claro que terminó imponiéndose una decisión que favoreció a una mayoría que marcaba el contraste con los pocos indios existentes. Una descripción efectuada al año siguiente por dicho corregidor, arrojó algunas pistas que permiten entrever el estado aún incipiente del poblado, una vez ocurrida la partida de los naturales:
[…] informando a V. Excelencia que hallándose edificada en parroquia la situación que ocupaba el pueblo de Oiba, lo que al presente tiene solo la iglesia edificada de calicanto con sus dos naves de arquitectura y su torre, habrá muy lucida y costosa, y los asientos de los ranchos que eran de los indios, con algunas cortas casas de vecinos españoles, población de palos y paja y dos o tres casas de teja mal fundadas y peor construidas, y sin calles ni forma ni lugar.22
El mismo funcionario informó cómo los de Oiba, al no poder devolverse a sus antiguos resguardos por estar estos terrenos vendidos, pidieron que se les agregara a los de Charalá. Finalmente, en 1762 se acogió esta petición y por lo tanto ordenó emprender todos los esfuerzos para recoger a los indios de Oiba que estuvieren «desparramados» para que se les señalara su nuevo hábitat.
Otro dilatado caso fue el de los indios de Onzaga, quienes en 1777 en el marco de la visita del corregidor de Tunja don José María Campuzano, fueron trasladados a Socotá, mientras que sus tierras de resguardo fueron vendidas para dar lugar a la formación de parroquia.23 En esta ocasión, se contabilizaron en Onzaga 182 indígenas y 834 vecinos entre blancos y mestizos.24
Al llegar al año siguiente, el visitador Moreno y Escandón reconoció cómo los nativos habían retornado a su pueblo natal en donde todavía se mantenían luego de haber aguantado amargas experiencias. Después de indagar, con la ayuda de un comisionado25 y del cura Pedro Joseph Plata, los motivos de este efímero traslado, se comprobó que en aquel pueblo anfitrión los nativos onzagueños no fueron amablemente atendidos, ni tenían espacio suficiente para sembrar y criar sus ganados. El área asignada a los de Socotá ni siquiera alcanzaba para ellos mismos y los suelos eran tan estériles que debían tomar en arriendo las tierras confinantes de los vecinos.
Enterado de este desolador diagnóstico, Moreno y Escandón decidió reubicarlos en Guane con la promesa de que allí estarían más gustosos. Esta propuesta fue asentida unánimemente por los propios nativos por encontrar allí mejor clima, tierras fértiles y ventajas para comerciar gracias a su céntrica posición a la vera del camino real.26 Una vez efectuado el traslado, los problemas emergieron de nuevo al saberse que en Guane tampoco habían quedado satisfechos. La pérdida irreparable de algunos de sus ganados, además de otra serie de dificultades, impulsó nuevamente a esta comunidad a clamar ante el gobierno virreinal el regreso a su tierra original.
Hacia 1781, después de los beneficios temporales alcanzados en la capitulaciones firmadas por el movimiento Comunero, el virrey libró orden superior al corregidor de Sogamoso para que fueran restituidos los nativos de Onzaga a su antiguo hábitat, pero se encontraron con que no tenían más que una estancia de ganado mayor que tiempo atrás les había donado su encomendera doña María de la Peña, suelos que difícilmente les bastaba para sustentarse y aportar satisfactoriamente lo del tributo, quedando por demás en calidad de agregados a la nueva parroquia. El terreno era tan corto que algunos cuantos se mantenían entre los vecinos, de lo cual resultaban constantes desavenencias.
Se señaló concretamente a Joseph de Cárdenas como la cabeza visible del grupo de libres que los amedrentaban impidiéndoles trabajar o torpedeando la fabricación de sus casas en lo que antes eran sus resguardos y, además, se denunciaron persecuciones y agresiones físicas. Entre tanto, los inculpados insistían en reivindicar sus derechos territoriales y exigían a sus adversarios el inmediato desalojo.
Los desterrados, bajo el liderazgo de su gobernador Julián Mancilla, expusieron otra queja que agravaba aún más la ya caótica situación. Se trataba de la presencia de vecinos extraños en sus antiguas tierras, particularmente unos venidos de Mogotes que de manera engañosa fingían ser parroquianos onzagueños. Fueron señalados otros forasteros oportunistas como Matías Saavedra proveniente de Sátiva, y Juan Gregorio Lesmes y Luis Martínez oriundos de la villa del Socorro, todos ellos adueñados ahora de los ranchos que aquellos habían dejado al momento de su traslado.
El súbito regreso de los indios también había ocasionado incertidumbre entre los vecinos. Así lo expresó en diciembre de 1783 Pedro Jiménez en una misiva remitida al gobierno virreinal al no saber si debía seguir pagando lo correspondiente a la compra de un pedazo del resguardo: «[…] por la duda de si subsistirá la parroquia o si serán restituidos a aquellas tierras los indios, lo que ha motivado que hasta ahora no se ha hecho repartición de solares entre los vecinos ni se empeñan en el cultivo de las tierras».27
Demandaban pronta resolución para ver si se quedaban o buscaban dónde mudarse, pero lo único que pudo responder el fiscal de turno, era que no había más remedio, sino esperar la respuesta de España sobre la consulta formulada en relación con la procedencia de las agregaciones practicadas. Tras unas diligencias realizadas cuatro años más tarde, no se hallaron por aquellos alrededores tierras realengas dónde instalar cómodamente a los indios que se lamentaban de estar agobiados de tanto maltrato. Dada esta miseria generalizada, el juez de comisión Joaquín de Gaona propuso que, mientras se aguardaba al pronunciamiento del rey, debía concedérseles nuevamente parte de las tierras que antes disfrutaban y que habían sido rematadas a los libres, cuyo avalúo total ascendió a 1240 pesos.
En consecuencia, se les terminó adjudicando cuatro estancias de ganado mayor contiguas a la donación, con lo cual solo se afectaron las propiedades de cinco o seis vecinos a quienes se les manifestó el firme compromiso de que serían acomodados en otras tierras o debidamente compensados.28 Esta adjudicación se hizo con el fin de que los nativos edificaran su propio poblado aparte de los vecinos, sin alejarse demasiado de la iglesia. Para efectos de asegurar su gobierno, se les nombró gobernador, teniente y alcalde de alguacil. De esta forma, se pretendía aliviarles parcialmente su estado de indefensión, quedando aún los libres con la mayor y mejor superficie del extinto resguardo.
Hacia 1791, los indios presentaron quejas contra el teniente y el gobernador de su comunidad por haberse aliado con el cura de la parroquia de Onzaga y con el vecino blanco don Juan Manuel Quintero. Según la denuncia, estas tres personas habían repartido los hatos de cofradías entre los vecinos agregados y además habían permitido el recorte del pedazo de tierra que el juez Gaona les había señalado a los nativos. Los acusados se defendieron de tales imputaciones aduciendo que eran los indios los que querían apropiarse de los ganados, sindicándolos además de continuos agravios e insultos.
Cansados ya de tanto insistir, los indios propugnaron por una nueva alternativa fundamentada en la agregación a la cercana viceparroquia de Petaquero, pero se encontraron con la férrea oposición del párroco de Onzaga, quien a causa de estas diferencias retuvo a dos indios capitanes. Esto provocó un levantamiento de los nativos que, en tumulto y en una actitud desafiante, exigieron la liberación de este par de hombres de su comunidad y amenazaron incluso con expulsar al dicho cura del pueblo. Fue entonces indispensable la intervención de autoridades superiores para aplacar los ánimos exaltados. Luego de ver frustradas una vez más sus súplicas, un grupo de representantes de la colectividad indígena tomó la determinación de viajar en 1794 a Santa Fe a solicitar personalmente la atención del virrey para que los amparara en sus ancestrales tierras y para exigir que los recién erigidos parroquianos se comprometieran por lo menos a colaborar en el mantenimiento de la iglesia y de los ornamentos.
Según lo expuesto por estos voceros, en las nuevas circunstancias les quedaba bastante complicado atender sus abultadas obligaciones a pesar de los esfuerzos hechos:
[…] nos hallamos sumamente estrechados careciendo igualmente de los campos y potreros y para criar y mantener la ofrenda de la cofradía de nuestro amo y la de Nuestra Señora de la Concepción y la de las Ánimas que como tan forzosas las hemos de mantener, y asimismo, carecemos de la comodidad en dónde criar y mantener nuestros cortos bienes. Igualmente, carecemos de tierras suficientes para trabajar pues tan encarecidamente las necesitamos para mantenernos con nuestras familias y para cumplir con los tercios que tan precisamente estamos obligados a exhibir a mi amo el Rey, bien parece que V. Excelencia nos [debe] considerar que estando cargados de todas estas precisas obligaciones y que a todas cumplimos como fieles vasallos, bien parece que lo acreditamos pues aunque hemos padecido gravísimos trabajos y desdichas, desde el tiempo en que fuimos destituidos de nuestros resguardos hasta el presente, estamos manteniendo nuestra iglesia con todos los ornamentos y vasos sagrados y con las tres cofradías forzosas y en todo cumpliendo con nuestra precisa obligación, al mismo tiempo careciendo con tan grave necesidad de nuestro resguardo.29
Dionisio Tinjacá, gobernador del pueblo, sintetizó muy bien la inequitativa condición de los suyos: «[…] los indios somos los que cargamos el peso de una parroquia y los parroquianos quienes logran las utilidades que ofrece y aún nuestro trabajo y las rozas y pastos de nuestras tierras porque nuestra miseria e indigencia lo permite y el dominio de los blancos así nos tiene sumergidos».30
Se pusieron de relieve otros escollos producidos por esa controvertida convivencia, en especial, la forma de impartir justicia. La causa de la tensión consistía en que en la cárcel de los blancos no aceptaban indios y, ante la imposibilidad que tenían estos de construir una propia, se les negaban las llaves para poner tras las rejas a los que se rehusaban a pagar tributo y a los que no querían asistir a la doctrina cristiana.
Asimismo, pusieron de presente los abusos perpetrados por las autoridades parroquiales ya que en una de las rutinarias rondas nocturnas se hallaron a dos nativos sumamente maltratados a quienes el alcalde blanco, en vez de socorrer, los mandó aprisionar por varios días, y solo la mediación del cura presionó al funcionario local a sanarles las heridas y brindarles la atención primaria. El fiscal encargado del caso ratificó otros desmanes cometidos por dicho alcalde tras haber herido a un indio con un sable, razón por la cual se le obligó a compensar a su víctima con veinte días de jornales.
Cinco años más tarde, se elaboró un censo de población que arrojó 81 vecinos cabeza de familia para un total de 416 personas. En ese entonces el capitán indígena Francisco Tinjacá, en nombre de su comunidad, redactó un completo resumen de sus largas luchas y reivindicaciones. Se reiteró otra vez la queja de no contar con el espacio suficiente para su supervivencia y por estar en extremo arrinconados: «[…] se nos señaló un corto terreno para labores, sembrados, ejidos, pastos y maderas, quedando los blancos con lo demás de nuestros resguardos, agregándonos a la parroquia que habían erigido estos en nuestro pueblo […] por ser el terreno de nuestra población muy corto y dividido de el de nuestras labores, hemos padecido y padecemos miserias, hambres, maltratamiento de los blancos».31 Incluso lamentaron cómo algunos se habían ausentado ante las incesantes opresiones padecidas.
En su respuesta frente a estas inquietudes, el gobierno virreinal solo se limitó a pedir al corregidor que convenciera a los indios de quedarse en el pedazo de tierra que se les había asignado, hasta tanto el Monarca no estipulara otra cosa. Se hizo énfasis en que este sitio era suficiente y adecuado para ellos. A pesar de haberse recomendado a los dos bandos rivales guardar armonía, aún proseguían los roces y las protestas de los indios sobre atropellos y carencia de tierras. Prácticamente, se cumplían ya más de tres lustros de conflictiva convivencia, tiempo en el cual todavía no se resolvía la falta de cárcel para los naturales.
Inaugurado el siglo XIX, las disputas no parecían dar tregua en momentos en que todavía estaba en suspenso la expedición de la resolución sobre el futuro de los resguardos. El 5 de agosto de 1805, don Manuel Martínez Mancilla, fiscal de crimen y protector de naturales, confirmó que sus defendidos tenían forzosamente que acudir a la parroquia a recibir los santos sacramentos, pero dado que en esas idas no faltaban los indios que delinquían, se hacía entonces urgente revivir de nuevo el proyecto de edificar una prisión para evitar que los infractores fueran conducidos al pueblo que se hallaba distante «[…] con mucha incomodidad y notable perjuicio de la causa pública».32Ante esto, Martínez instó al corregidor del partido de Sogamoso para que convenciera a los vecinos de vender a los nativos el área indispensable para levantar un cómodo reclusorio que sería ubicado en la plaza mayor de la parroquia o, en su defecto, para que se les arrendara, obligando para ello a los naturales a sufragar el canon correspondiente.
Hacia 1815, durante el periodo de independencia, aparecieron los indios solicitando a la Junta Revolucionaria del Socorro la restitución de sus antiguos resguardos.33 Pero, para desdicha de ellos, jamás abrazarían ese sueño por cuanto quedaron irremediablemente reducidos a la condición de agregados de la nueva parroquia.
El pueblo de indios de Bucaramanga
La tercera trama a analizar es la de la comunidad indígena de Bucaramanga. En 1755, se reafirmaron los linderos de dicho resguardo y se procedió a delimitar las tierras contiguas que permanecían realengas, con el fin de avaluarlas y rematarlas. Muchos vecinos de la contigua ciudad de Girón que tenían ubicadas allí sus casas y sementeras trataron de legitimar su posesión al participar en el remate.
Hacia 1772, el gobernador de Girón don Cristóbal del Casal comprobó que no había tenido efecto la traslación al pueblo de Cácota de Suratá debido a la gran cantidad de indios que era imposible de acomodar adecuadamente y a los rigores del clima que era mucho más frío. Tampoco, pudieron gozar de fértiles tierras, porque estaban bajo dominio de los libres que se habían radicado sin pagar siquiera derechos al fisco Real.34
Después de esta fracasada reubicación, Moreno y Escandón había dispuesto la agregación al pueblo de Guane. Sin embargo, en lo que se constituyó en un desafío a las directrices segregacionistas, los indios se devolvieron a su viejo hábitat, porque era más fructífero para su manutención e impetraron en 1789 la respectiva restitución: «[…] darnos los solares vacos que hay en el asiento de dicha parroquia para hacer nuestras casas y cuerdas, con que asegurarnos el hacer población».35
No es difícil dilucidar cómo esta reversión de los traslados desencadenaría mayores complicaciones, especialmente si se tiene en cuenta que las tierras del antiguo resguardo no habían sido rematadas por estar en vilo la consulta elevada al rey sobre esta y otras reducciones de indios efectuadas por Moreno y Escandón. Se encontraron con que varios vecinos tenían ocupados esos suelos, para lo cual pagaban el correspondiente arriendo al erario Real. Los indios quedaron entonces resignados a buscar refugio en unas tierras que antes habían disfrutado libremente. Como solución más expedita a esta problemática, el protector de naturales exigió que se procediese a restituirles aquellas fracciones del extinto resguardo que aún continuaban sin ser utilizadas.
Aunque verbalmente se les señaló en 1785 un corto espacio para trabajar, lo cierto fue que terminaron siendo objeto de una fuerte hostilidad. Ante esto, el fiscal en calidad de protector, en fallo proferido en febrero de 1789 ordenó amojonarles campo suficiente sin llegar a causar detrimento a los vecinos. Como era de preverse, estos se habían posesionado de lo mejor y escasamente quedaban algunas tierras realengas que no eran muy productivas. El proceso volvió a encontrar un nuevo tropiezo al pretender los naturales más espacio del ocupado por los libres, expectativa que excedía la propuesta inicial precisada por la autoridad. En particular, se demandaba la adjudicación de algunos solares vacos para albergar cómodamente a los 150 indios.
José Ramos, en representación de ellos, lanzó una curiosa fórmula solidaria basada en la idea de compartir con blancos y mestizos la explotación de un pedazo de suelo: «[…] respecto a que en las tierras que tenemos pedido, como se ha demarcado en este pedimento, se comprenden algunos montecillos que sufragan leña para el gasto común diario, ofrezco por mí y en nombre de mis compañeros que este alivio será común entre los indios y españoles sin que se les ponga embarazo como ya lo han experimentado por algunos vecinos particulares».36
Tal parece que el alcalde mayor de los Reales de Minas de Vetas y Bucaramanga, don Joseph Antonio Serrano Solano, encargado de las diligencias, en un intento por favorecer a los vecinos se mostró al principio reacio en otorgarle a los indios más allá de las realengas disponibles, lo cual motivó una amonestación por parte del fiscal para que agilizara las gestiones que se les había encomendado. Ya mucho antes este mismo funcionario local había sido también cuestionado por la comunidad indígena por supuesta omisión y negligencia al dilatar el proceso.
En Güepsa, el pueblo de indios había sido suprimido en 1778 por mandato directo del visitador Moreno y Escandón, disponiéndose el trasteo de sus ocupantes a Chipatá. Estas circunstancias fueron aprovechadas por el feligresado blanco y mestizo vinculado espiritualmente a la capilla doctrinera para iniciar los trámites tendientes a erigir en ese valle una parroquia. Tras el estallido de la revuelta Comunera, los nativos retornaron a su antiguo terruño en lo que sería el principio de un intenso peregrinar y de una serie de embrollos interétnicos, cuyo verdadero trasfondo era la lucha afanosa por la tierra y por el legítimo reconocimiento como comunidades organizadas política y administrativamente.
Hacia 1789, el vecindario seguía obstinado en su proyecto fundacional de parroquia, para lo cual expusieron una singular alternativa consistente en que los 75 indios integrantes del pueblo de Güepsa se trasladaran al sitio cercano en donde se hallaban asentados los integrantes de la parcialidad indígena de Platanal. La Junta General de Tribunales encomendó a las justicias de la ciudad de Vélez para que exploraran el ánimo y la voluntad de los nativos en acceder a esta iniciativa, comunicándoles además, el aliciente de ser eximidos de tributo por el lapso de un año. Al ser indagados por don Nicolás Manuel Pinzón, teniente de corregidor de Vélez, los naturales aceptaron pasarse, pero no en respuesta al acicate de la exoneración del impuesto, sino bajo la condición expresa de que se les asignara adicionalmente, un pedazo de tierra en su hábitat original de Güepsa.
El virrey José de Ezpeleta, basado en el concepto emitido por el fiscal Estanislao Andino y en consonancia con el lineamiento de reducir pueblos tenues, dio su consentimiento a esta propuesta, concediéndoles de todos modos a los indios la relevación del tributo a fin de que contaran con mayores facilidades para edificar sus casas en Platanal, en donde serían acomodados con sus familias. En desarrollo de los acuerdos suscritos, se programó una visita a Güepsa y de todo el perímetro que comprendía el resguardo se reservó para los indios un globo de tierra de aproximadamente ¼ de estancia de ganado mayor, que correspondía a la fracción que colindaba con Platanal. Con este otorgamiento y con las dos estancias de ganado mayor existentes en Platanal, se tenía la convicción de que los pocos indios de las dos parcialidades tendrían suficientes tierras, según se estimó: «[…] de aquí a veinte o treinta años».
El gobierno virreinal aprobó estas diligencias de traslado mediante decreto proferido el 5 de enero de 1790. Se definió además que los arriendos existentes en Güepsa correrían ahora por cuenta de la Corona hasta que llegara el día oficial del remate de dicho resguardo. Por lo pronto, se autorizó la medición y el avalúo de estas tierras y se dio vía libre para que los vecinos se organizaran como parroquianos.37
El remate se llevó a cabo al año siguiente y fue don Bernardino Beltrán Pinzón quien al final se quedó con estas tierras pagando por ellas el apreciable monto de 5000 pesos. No obstante, de nuevo la improvisación colmó a los indios de impaciencia e incertidumbre. Hacia 1792, expresaron su malestar por la abrupta determinación de ser desplazados todos a Platanal en donde habían sido objeto de innumerables perjuicios.
No entendían por qué se habían rematado sus tierras sin que todavía se les hubiese especificado en Platanal el espacio suficiente para edificar sus casas y hacer sus sementeras. Tampoco, se les había otorgado un sensato margen de tiempo para recoger sus haberes y recolectar los frutos de sus siembras mientras que ya se asomaban por allí los ganados de Beltrán Pinzón, generando estragos. Todo esto con el agravante de que ahora se veían abocados a pagarle a este nuevo propietario una cuota de arrendamiento por el terraje y por las pertenencias que aún mantenían dentro del resguardo. Estaban también preocupados por el desamparo en los asuntos divinos.
Agobiados por este cúmulo de afugias, los nativos imploraron declarar nulo el remate y que se les restableciera el amparo de sus ancestrales tierras y, adicionalmente, se les indemnizara por los daños padecidos. El fiscal Mariano Blaya, en fallo proferido el 24 de marzo de ese mismo año, les recordó que la orden de traslado se dio bajo el consentimiento de ellos mismos, a lo cual se agregaba la ventaja de contar con tierras suficientes y estar exentos de impuestos por un año. En ese orden de ideas y, teniendo de presente sus intereses económicos, para el gobierno virreinal era prácticamente imposible reversar la operación de remate. De todos modos, se pidió revisar si se les estaban respetando los linderos y si contaban con tierras fértiles y suficientes para sus labores y residencia.
En 1794, el panorama de los indios no era menos desolador y todo parecía indicar que aún no lograban ubicarse en los sitios asignados por las autoridades. A esta conclusión llegó el cura doctrinero Manuel Antonio Calderón al momento de lamentarse por los sucesivos despojos de tierra a que había sido sometida esa comunidad hasta llegar al extremo de que ahora no tenían cómo satisfacer el tributo, ni mucho menos para cultivar y alimentar sus familias. No habían encontrado más opción que permanecer arrinconados dentro del poblado en unas casas muy precarias y viviendo de la caridad.38 Los reportes indican que dos años después la situación seguía prácticamente igual.
El pueblo de indios de Cácota de Suratá
El pueblo de Cácota de Suratá fue otro caso típico de amenaza contra la estabilidad territorial indígena. Debieron soportar dos órdenes de extinción llenas de conflictos con los vecinos que los mantuvieron en un estado de inestabilidad y zozobra durante más de cuatro décadas. La primera orden se dio en 1748, al ser trasladados al resguardo de Bucaramanga, pero tras duras rivalidades con los vecinos del lugar, regresaron en 1772. Al paso de seis años, el visitador Moreno y Escandón decidió reasentarlos en Tequia en lo que sería el inicio de otro engorroso proceso que, luego de un sinnúmero de contratiempos, culminó también con un traumático retorno «al suelo de su naturaleza».
Además del corto número de tributarios que era insuficiente para mantener al cura, el funcionario puso además de presente otras consideraciones de índole administrativo: «[…] porque la copia de vecindario agregada imposibilita su acertado gobierno conforme a las leyes mayormente estando sujetos al alcalde mayor de Bucaramanga con la parroquia interpolada de españoles de la jurisdicción de Pamplona de que sin duda nace haberse ausentado muchos [indios]».39 También pesaba para el visitador criollo el hecho de que muchos estaban casados con gentes libres.
A estas intenciones de reubicación se opusieron en un principio las autoridades indígenas. A través de una sentida comunicación, lamentaron la mala experiencia vivida en el anterior traslado a Bucaramanga en donde incluso fallecieron algunos de ellos. Muchos habían sido los esfuerzos para retornar a sus tierras y para que se les nombrara cura de nuevo. Por eso, les parecía inconcebible que ahora se les quisiera desterrar, justamente cuando habían logrado estabilizarse y conseguido algunos adelantos.
En su respuesta, el visitador consideró débiles e infundadas estas razones expuestas por la comunidad ya que, pese a haberse procurado el restablecimiento después de ser devueltos de Bucaramanga, ahora lo único que él veía era decadencia. Quiso entonces persuadirlos de las ventajas que gozarían en Tequia con mejores cultivos y activo comercio. A lo último, como sucedió en prácticamente todos los casos, terminaron prevaleciendo las justificaciones del enviado del gobierno virreinal.
Al momento de iniciar las gestiones para la reubicación, se contabilizaron un total de 115 nativos dentro de los cuales iban algunos mestizos casados con indias de la comunidad. Curiosamente, el traslado se hizo a expensas de los propios vecinos del sitio, con el aporte de más de 300 pesos, 75 mulas, la ayuda directa de 10 vecinos arrieros y la elaboración de zurrones para transportar a los niños sobre las acémilas. De la renta generada por los arrendamientos de las tierras de resguardo, se pagaron 83 pesos y medio real a los encargados de la labor de mudanza.40 Luego de ser trasladados, los indios no duraron ni ocho días en Tequia e incluso se devolvieron con los mismos arrieros que los habían transportado hasta allá.
En 1781, los desconcertados nativos de Cácota de Suratá se enteraron de los turbulentos acontecimientos liderados por los Comuneros y de un decreto superior que ordenaba restituirles las áreas de resguardo despojadas por Moreno y Escandón. De inmediato, no vacilaron en exigir el puntual cumplimiento de este mandato. Según denunciaron, en estos tres años de ausencia, sus tierras habían sido utilizadas por el cura Joseph Marco Moreno de la Parra quien logró ubicarse allí junto con toda su familia y sin pagar nada ni a los nativos, ni a la Corona.41
El alcalde mayor del Real de Minas de Vetas don Claudio Martínez Malo fue comisionado por la Real Audiencia para que averiguara sobre la verdadera condición de los naturales. En su informe de ocho puntos, este funcionario comprobó que no eran 43 tributarios como aducían ellos, sino 19 y que, del total existente antes de partir de su pueblo natal, apenas la mitad había arribado a Tequia. Se consideró falso el señalamiento que se le hacía al cura Moreno de la Parra de aprovecharse del suelo del resguardo, ya que en realidad allí se hallaban asentados varios vecinos que pagaban arriendo a la Real Hacienda. Se hizo el contraste desde cuando los nativos vivían allí, sin mantener muchos sembrados y ahora que se observaban las utilidades generadas por los cultivos de los vecinos, en especial, los cargamentos de harina de excelente calidad, listos para ser enviados al puerto de Cartagena, para su comercialización. Difícilmente, deducía el comisionado en su informe, los naturales podían lograr tantos beneficios y réditos como los obtenidos por los actuales ocupantes del resguardo.
Con base en estos conceptos desfavorables para los nativos, la petición de repatriación fue negada ordenándoseles permanecer en Tequia en sus labores y cultivos hasta tanto no saliera el pronunciamiento del rey sobre el destino de las diligencias de agregaciones de pueblos. Al mismo tiempo, les quedó vedado deambular por sus antiguas tierras. Desde luego, estas órdenes exasperaron aún más a la menoscabada comunidad indígena. Fue así entonces como al caer la tarde del 16 de diciembre de ese año de 1781, cuando Martínez Malo se aprestaba a dar a conocer en el antiguo resguardo, las antedichas providencias «a son de caja y voz de pregonero», se atumultuaron los indios reiterando a gritos e insultos su inquebrantable posición de no obedecerlas «[…] y que solo hechos pedazos irían a Tequia». Por andar solo con su pregonero, el alcalde mayor no vio más opción en esos instantes de tensión que reaccionar con cautela, tratándolos de reconvenir para que acataran las medidas adoptadas.
Al otro día, volvieron los nativos a rebelarse, pero esta vez Martínez Malo tuvo la precaución de ir acompañado de una escolta. Tan pronto llegó al lugar, tomó preso a uno de los amotinados, lo cual desencadenó de nuevo la ira de sus compañeros, quienes bregaron liberarlo por la fuerza, mientras que una de las nativas intentaba prender fuego a algunas de las casas del resguardo. El comisionado dio cuenta a la Real Audiencia de estas sublevaciones, para lo cual adjuntó el testimonio de cuatro vecinos allí residentes. Con el ánimo de no dejar impune estos excesos y, para sofocar tal «insolencia y libertinaje», el fiscal de turno impartió instrucciones precisas al alcalde Martínez Malo para que con todo rigor hiciese cumplir la orden de traslado a Tequia.
Adicionalmente, se mandó poner en la picota pública a la india incendiaria y a tres de las cabezas visibles de la protesta, para que fueran sometidos a cien azotes. Esto, como clara señal de escarmiento por irrespetar las órdenes superiores. El fallo recibió el visto bueno del virrey y de la sala de oidores aun cuando se recomendó aplicar estos castigos con «prudencia y cordura» para evitar más alteraciones en los ya caldeados ánimos. Al poco tiempo, los más de cien nativos terminaron regresando a su antiguo terruño ubicándose en el sitio de Cartagua, correspondiente solo a una fracción del territorio que antes habían ocupado y que ahora, por cuenta de tantos avatares, era ya el asiento de una nueva parroquia erigida en 1783 por los blancos y los mestizos. Al año siguiente se procedió a rematar el antiguo resguardo.
No obstante, lo que ellos deseaban era la totalidad del resguardo: «A su señoría, nosotros indios de este antiguo pueblo de Cácota de Suratá hace diez y siete años nos echaron de él y estamos como desterrados del lugar deseando los señores vecinos de que nos vengan a sacar […] lo que pedíamos era nuestro resguardo cercano que habíamos dejado».42 No dudaron en sindicar al cura doctrinero de querer favorecer a los vecinos en su pretensión de elevar parroquia y reiteraron que esas tierras las ocupaban desde los tiempos de la conquista y que habían sido ratificadas en 1623 por el visitador Juan de Villabona y Zubiaurre.43 En respuesta a esta petición, las autoridades le adicionaron un pedazo al área ya conferida, pero lo paradójico del asunto es que la Real Hacienda los conminó al pago de 146 pesos correspondientes al avalúo de los ranchos y la sementeras que se les adjudicaron de más.
Los naturales no cejaban en su empeño de insistir en la expulsión de los 23 vecinos que aún permanecían allí, pero el gobernador de la ciudad de Girón don Jerónimo de Mendoza los compelió en 1795 a que, si querían hacer valer su derecho de posesión sobre el territorio añadido, debían como etapa previa cancelar los dichos 146 pesos para resarcir las siembras y las mejoras hechas por los vecinos.
Plano 1. Tierras del resguardo de Cácota de Suratá, 1795
Fuente: AGN, Sección mapas y planos, mapoteca 4, referencia 589A.
Con el fin de delimitar mejor el espacio que finalmente les sería reservado a los indígenas, las autoridades decidieron elaborar un plano en el cual se fijaron como límites naturales la serranía, la quebrada de Cartagua, el río de Cácota y la quebrada de Chenochera –ver plano 1–. Habiendo reunido únicamente 32 pesos, apelaron como último recurso a la clemencia del virrey José de Ezpeleta para que les condonara el resto de la deuda, alegando no tener suelo suficiente dónde producir y porque su comunidad se había visto sensiblemente mermada ya que, unos estaban muertos y otros habían huido.
En diligencia practicada por Alberto Jaimes, alcalde partidario de la novísima parroquia de Cácota de Suratá, ordenó echar a los intrusos y se dio posesión a los indios otorgándoles catorce de las casas que antes residían aquellos libres. Curiosamente, y tal vez, como un acto de desconfianza, el capitán indio Gregorio Cárdenas se negó a suscribir el acta de posesión ante el alcalde blanco y solo aseguró que lo haría en presencia del gobernador de Girón. Al final, este funcionario había inclinado solidariamente su posición en favor de los nativos e intervino ante las máximas instancias del poder virreinal para que se les eximiera del pago pendiente, debido a la miseria en que andaban postrados. El fiscal Mariano Blaya acogió esta sugerencia y, por consiguiente, mandó suspender el cobro mientras se examinaba el estado de inopia que alegaban los indios.
Luego, en 1809, el virrey Antonio Amar y Borbón dispuso demarcar las tierras que verdaderamente utilizarían los indios para sus cultivos y las sobrantes debían ser avaluadas y puestas en pregón. Tal como era previsible, esta determinación alentó a los nativos a sentar su enérgica voz de protesta en lo que ellos mismos calificaban como una nueva expulsión.44
Al ser indagados, los vecinos arguyeron que los nativos no eran capaces de cultivar el suelo que antes tenían y ni aún el que le fue asignado por el alcalde Serrano, lo cual lo atribuían al hecho de que eran «[…] poseídos de la pereza, entregados a los vicios y habituados a la holgazanería». Don Eusebio Durán, alcalde partidario de la nueva parroquia, también se unió a este concepto tildándolos de ociosos y renuentes a beneficiar las tierras asignadas, empleándolas en arrendarlas para potreros de bestias mulares, con cuyo producto era imposible que solventaran el tributo. Finalmente, después de tantos trajines, los nativos quedaron confinados a un ínfimo espacio, mientras los colonos blancos y mestizos reafirmaron su dominio social y político en ese fluctuante ámbito local.
El pueblo de indios de Carcasí
Las incongruencias de la política de agregación y extinción de resguardos siguieron dejando más damnificados en esta franja del nororiente neogranadino. Es el caso Carcasí, sin duda uno de los más patéticos en cuanto a frustrados traslados de indios se refiere. Una primera orden de mudanza hacia Servitá había sido impartida en 1623 por el visitador Juan de Villabona y Zubiaurre y, al cabo de siglo y medio, todavía no se había ejecutado esa diligencia a cabalidad.
Visto este largo camino de vicisitudes, el fiscal Moreno y Escandón prescribió en 1778 otra reubicación, esta vez a Tequia. El párroco Clemente Rodríguez, en misiva despachada siete años después, informó cómo, al poco tiempo de verificado este traspaso, había fallecido un considerable número de nativos por los cambios de clima, lo que bajo la percepción oficial significaba menos tributarios y por ende más pérdidas al erario Real.45 A razón de estas contingencias, el abogado protector de naturales exigió anular un nuevo decreto de traslado sugerido en la visita del juez de residencia don Ignacio Uribe.
Ante este contexto, los indios se devolvieron a sus antiguas tierras y se aferraron a su derecho sobre media estancia de tierra colindante a los resguardos que en épocas pretéritas les había donado el encomendero don Lorenzo Esteban de Rojas.46 Lógicamente, esta situación ofrecía un panorama que a simple vista resultaba muy desbalanceado ya que, mientras cuarenta naturales –entre tributarios, reservados, párvulos y mujeres– debían vivir estrechamente, los vecinos moraban a sus anchas y disfrutaban de las mejores tierras del extinto resguardo. A todo esto, se le sumó el inconveniente de que el terreno cedido era coincidencialmente el sitio donde los vecinos erigieron el plan de la nueva parroquia.
Ahora los indios quedaban en condición de agregados a la recién creada parroquia de blancos, y como tal, empezaron a ser requeridos para responder a las obligaciones regularmente impuestas a los feligreses. En 1789, don Luis Ignacio de Torres Bautista, cura de Carcasí, demandó ante el gobierno central el pago de los estipendios de los nativos que se habían resistido a trasladarse al pueblo de Tequia. Propuso entonces que esa deuda fuera saldada con los recursos del pago de tributos.47 Hacia 1800, el cura de Onzaga don Bartolomé Tavera exigió también ese pago a los más de cuarenta indios agregados a su parroquia, a quienes se les predicaba el evangelio y se les administraba los santos sacramentos.48
El 18 de marzo de 1808 se pronunció el fiscal protector Manuel Martínez Mancilla en procura de reivindicar el derecho de los nativos a tener dónde vivir dignamente: «[…] como esta empresa de demoler pueblos y hacer agregaciones, no tuvo feliz suceso ni mereció la aprobación de su Majestad, es consiguiente que subsistiendo los indios se les devuelvan sus tierras y que los productos de ellas sean suyos, aplicables al pago de tributos y al socorro de sus necesidades».49 Esa cercanía de los indios produjo no poca animadversión y desazón entre los vecinos, quienes no cesaron de molestarlos e hicieron todo lo posible para comprar las tierras de resguardos a fin de alejarlos, propósito que solo pudieron lograr hasta 1813 con el pago de 160 pesos.50
Los casos que se acaban de analizar sirven para constatar las vicisitudes que debieron afrontar los indígenas en la fase postrera del periodo colonial en el noreste del Nuevo Reino de Granada, por cuenta de las medidas oficiales tendientes a restringirles cada vez más sus espacios. Esto se vio agravado por las vacilaciones, la improvisación y las irregularidades en los procesos de traslado de estas comunidades, lo cual era también, un reflejo de una falta de coherencia en esta política oficial y de una escasa articulación entre las diferentes instancias comprometidas con el desarrollo de esas diligencias.
Se había operado en este territorio un cambio en las orientaciones de la Corona que habían pasado de un marcado proteccionismo hacia los nativos, en los inicios del proceso de colonización española, a una nueva realidad, en la cual la prioridad era la capa emergente de vecinos libres ávidos de tierra y de oportunidades para reactivar la economía.51 En reiteradas ocasiones, fue muy cuestionada la conducta de actores como los curas doctrineros y los corregidores que no siempre cumplieron cabalmente su función de defensa de los intereses de los indígenas, quienes aún en medio de tantas adversidades mostraron una actitud de resistencia en su intento por reivindicar sus derechos territoriales para lo cual recurrieron a los recursos legales.52
Fueron varios los impactos negativos de la errática política oficial de reestructuración de los resguardos, pues las comunidades nativas vieron cómo se incrementaron sus roces y conflictos violentos con los vecinos libres. Fueron además objeto de un progresivo desarraigo y de una desintegración como comunidad, con lo cual se aceleró la dispersión y la vinculación laboral de nativos al servicio de las ciudades, las villas y del creciente número de parroquias, siendo estas formas de organización político-administrativa las que registraron mayor auge en el marco territorial objeto de este estudio.53
En este tipo de problemática, también fue posible evidenciar un debate aún no resuelto, por un lado, una tendencia tradicional que abogaba por la protección de los nativos y por mantenerlos aislados en sus espacios y, por otro lado, una corriente progresista que defendía la necesidad de propiciar la miscegenación y el «blanqueamiento» de los indígenas como fórmulas para «civilizarlos» e integrarlos a la sociedad.
Al acercarse los aires liberales que trajo consigo el movimiento de independencia en la segunda década del siglo XIX, empezaron a ganar mayor fuerza los clamores que perseguían como solución la titulación de los resguardos a los indios. El proceso de extinción de tierras de resguardo solo culminaría a los pocos años de inaugurado el período republicano, a través de una ley que abrió paso a la parcelación y la titulación individual pese a la férrea resistencia interpuesta por los pocos indígenas sobrevivientes que hasta último momento defendieron el derecho colectivo de posesión.54
Archivo General de la Nación. Bogotá-Colombia. Fondos: Caciques e Indios, Curas y Obispos, Gobierno Civil, Historia Eclesiástica, Mejoras Materiales, Poblaciones de Santander, Resguardos de Santander, Tierras de Santander, Visitas.
Bonnett Vélez, Diana. «De la conformación de los pueblos de indios al surgimiento de las parroquias de vecinos. El caso del Altiplano cundiboyacense». Revista de Estudios Sociales, n.º 10 (2001): 9-19. https://doi.org/10.7440/res10.2001.01
Ceballos-Bedoya, Nicolás. «Usos indígenas del Derecho en el Nuevo Reino de Granada. Resistencia y pluralismo jurídico en el derecho colonial. 1750-1810». Estudios Socio-Jurídicos, vol. 13, n.º 2 (2011): 223-247. https://revistas.urosario.edu.co/index.php/sociojuridicos/article/view/1769
Colmenares, Germán. La Provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada. Ensayo de Historia Social, 1539-1800. Santa Fe de Bogotá, Colombia: Tercer Mundo Editores, 1997.
Gaviria Londoño, Consuelo. «El reajuste de resguardos dentro de la política borbónica. Un modelo: Onzaga». Universitas Humanística, n.º 4 (1972): 109-112. https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/univhumanistica/article/view/10547/8698.
González, Margarita. El Resguardo en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá, Colombia: Áncora, 1992.
Gutiérrez Ramos, Jairo y Armando Martínez Garnica. La Provincia de García Rovira. Orígenes de sus poblamientos urbanos. Bucaramanga, Colombia: Ediciones UIS, 1996.
Lorente Molina, Belén y Carlos Vladimir Zambrano (eds.). Estudios introductorios en relaciones interétnicas. Bogotá, Colombia: Universidad Nacional de Colombia, 1999.
Martínez Garnica, Armando. El Régimen del Resguardo en Santander. Bucaramanga, Colombia: Gobernación de Santander, 1994.
Martínez Reyes, Gabriel. Funcionamiento socio-económico de la parroquia virreinal en Málaga, Servitá y pueblos anexos, especialmente en los años de 1801 a 1810. Bogotá, Colombia: Pontificia Universidad Javeriana, 1975.
Melo, Jorge Orlando. «Francisco Antonio Moreno y Escandón: retrato de un burócrata colonial». En: Indios y mestizos de la Nueva Granada a finales del siglo XVIII, 5-36. Bogotá, Colombia: Banco Popular, 1985.
Phelan, John Leddy. El pueblo y el rey. La Revolución Comunera en Colombia, 1781. Bogotá, Colombia: Editorial Universidad del Rosario, 2009, 2.ª edición en español.
Pita Pico, Roger. «El poblamiento parroquial en Santander en tiempos de la Colonia». Boletín de Historia y Antigüedades, n.º 853 (2011): 289-320.
Pita Pico, Roger. «El remate de resguardos en el nororiente neogranadino durante el siglo XVIII». Boletín de Historia y Antigüedades, n.º 839 (2007): 725-748.
Tovar Pinzón, Hermes. Convocatoria al poder del número. Santa Fe de Bogotá, Colombia: Archivo General de la Nación, 1994.
Fecha de recepción: 10/03/2021 - Fecha de aceptación: 15/06/2021
* Colombiano. Magíster en Estudios Políticos de la Pontificia Universidad Javeriana (PUJ), Bogotá, Colombia.
Miembro numerario e investigador en la Academia Colombiana de Historia, Bogotá, Colombia.
Correo electrónico: rogpitc@hotmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9937-0228
1 La política de poblamiento establecida por la Corona española dispuso que tanto los pueblos indígenas como los poblados de blancos y mestizos debían vivir en comunidad y en orden, con el compromiso de acatar las leyes, acogerse a los principios de la fe católica y ser fieles al sistema monárquico.
2 Este territorio comprende en términos generales el espacio de lo que actualmente es la República de Colombia.
3 Diana Bonnett Vélez, «De la conformación de los pueblos de indios al surgimiento de las parroquias de vecinos. El caso del Altiplano cundiboyacense», Revista de Estudios Sociales, n.º 10 (2001): 9-10, https://doi.org/10.7440/res10.2001.01
4 El término libres se acuñaba en la época para referirse a aquellas gentes que no eran ni esclavos, ni indígenas y por lo general, se homologaba al término vecinos o «españoles» que hacían alusión más que todo a los blancos y a los mestizos, pues fue muy baja la presencia de negros y mulatos esclavos y libres.
5 Esta franja nororiental hacía parte de la región Andina y comprendía la vertiente de la cordillera Oriental con un clima templado promedio. En materia de jurisdicción político-administrativa, correspondía a las provincias de Pamplona, Girón, Socorro, San Gil y Vélez.
6 Archivo General de la Nación –en adelante AGN–. Bogotá-Colombia. Sección Colonia, Fondo Tierras de Santander, tomo 52, f. 471r.
7 Jorge Orlando Melo, «Francisco Antonio Moreno y Escandón: retrato de un burócrata colonial», en: Indios y mestizos de la Nueva Granada a finales del siglo XVIII (Bogotá, Colombia: Banco Popular, 1985), 26.
8 Esa realidad demográfica se constató en el censo realizado en ese mismo año de 1778, el cual daba cuenta de que en esa franja del nororiente, el número de blancos llegaba a representar el 30 % del total de la población, mientras que las gentes mestizas se consolidaron como el grupo mayoritario con un 60 %. Entre tanto, el número de indios había caído al 4%. Hermes Tovar Pinzón, Convocatoria al poder del número (Santa Fe de Bogotá, Colombia: Archivo General de la Nación, 1994), 86-88.
9 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Boyacá, tomo 8, f. 893v-894v.
10 John Leddy Phelan, El pueblo y el rey. La Revolución Comunera en Colombia, 1781 (Bogotá, Colombia: Editorial Universidad del Rosario, 2009), 130-138.
11 Sobre esta temática, véase: Roger Pita Pico, «El remate de resguardos en el nororiente neogranadino durante el siglo XVIII», Boletín de Historia y Antigüedades, n.º 839 (2007): 725-748.
12 Belén Lorente y Carlos Vladimir Zambrano (eds.), Estudios introductorios en relaciones interétnicas (Bogotá, Colombia: Universidad Nacional de Colombia, 1999), XII-XIII.
13 Germán Colmenares, La Provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada. Ensayo de Historia Social, 1539-1800 (Santa Fe de Bogotá, Colombia: Tercer Mundo Editores, 1997), 53-54.
14 Melo, «Francisco Antonio Moreno…», 32.
15 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Santander, tomo 3, ff. 960r-968v.
16 AGN, Sección Colonia, Fondo Caciques e Indios, tomo 32, f. 469v.
17 AGN, Sección Colonia, Fondo Historia Eclesiástica, tomo 13, ff. 616r-654v.
18 AGN, Sección Colonia, Fondo Caciques e Indios, tomo 45, f. 801v.
19 Ibíd., f. 801v.
20 Ibíd., f. 731r.
21 Ibíd., f. 732v.
22 Ibíd., f. 756r.
23 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Boyacá, tomo 16, f. 979r.
24 Consuelo Gaviria Londoño, «El reajuste de resguardos dentro de la política borbónica. Un modelo: Onzaga», Universitas Humanística, n.º 4 (1972): 109-112, https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/univhumanistica/article/view/10547/8698
25 Paradójicamente el comisionado era don Francisco Santisteban, uno de los vecinos de la recién fundada parroquia de Onzaga.
26 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Santander, tomo 2, f. 908r.
27 AGN, Sección Colonia, Fondo Resguardos de Santander, tomo 3, f. 253r.
28 Ibíd., f. 288r.
29 AGN, Sección Colonia, Fondo Poblaciones de Santander, tomo 3, f. 211r.
30 Ibíd., f. 213v.
31 AGN, Sección Colonia, Fondo Tierras de Santander, tomo 20, f. 208r.
32 AGN, Sección Colonia, Fondo Mejoras Materiales, tomo 24, f. 69r.
33 AGN, Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno Civil, tomo 26, f. 362v.
34 AGN, Sección Colonia, Fondo Tierras de Santander, tomo 42, ff. 174v, 178r.
35 AGN, Sección Colonia, Fondo Poblaciones de Santander, tomo 1, f. 747r.
36 AGN, Sección Colonia, Fondo Resguardos de Santander, tomo 1, f. 747v.
37 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Bolívar, tomo 3, ff. 308r-321v.
38 AGN, Sección Colonia, Fondo Tierras de Santander, tomo 11, ff. 135r-137v.
39 Ibíd., f. 913r.
40 Gabriel Martínez Reyes, Funcionamiento socio-económico de la parroquia virreinal en Málaga, Servitá y pueblos anexos, especialmente en los años de 1801 a 1810 (Bogotá, Colombia: Pontificia Universidad Javeriana, 1975), 97.
41 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Santander, tomo 3, ff. 1.014r-1.015r.
42 AGN, Sección Colonia, Fondo Caciques e Indios, tomo 47, f. 602r.
43 AGN, Sección Colonia, Fondo Resguardos de Santander, tomo 2, ff. 1r-3v.
44 AGN, Sección Colonia, Fondo Poblaciones de Santander, tomo 3, f. 630r.
45 AGN, Sección Colonia, Fondo Visitas de Santander, tomo 3, f. 1.028v.
46 AGN, Sección Colonia, Fondo Caciques e Indios, tomo 36, f. 927v.
47 AGN, Sección Colonia, Fondo Curas y Obispos, tomo 14, ff. 919r-926v.
48 Ibíd., ff. 847r-864v.
49 AGN, Sección Colonia, Fondo Caciques e Indios, tomo 36, f. 935r.
50 Jairo Gutiérrez Ramos y Armando Martínez Garnica, La provincia de García Rovira. Orígenes de sus poblamientos urbanos (Bucaramanga, Colombia: Ediciones UIS, 1996), 47.
51 Margarita González, El Resguardo en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, Colombia: El Áncora Editores, 1992), 35-108.
52 Nicolás Ceballos-Bedoya, «Usos indígenas del Derecho en el Nuevo Reino de Granada. Resistencia y pluralismo jurídico en el derecho colonial. 1750-1810», Estudios Socio-Jurídicos, vol. 13, n.º 2 (2011): 237, https://revistas.urosario.edu.co/index.php/sociojuridicos/article/view/1769
53 Según los cálculos, en esta franja nororiental se erigieron en el siglo XVIII y a comienzos del XIX un total de 52 parroquias. Roger Pita Pico, «El poblamiento parroquial en Santander en tiempos de la Colonia», Boletín de Historia y Antigüedades, n.º 853 (2011): 293.
54 Armando Martínez Garnica, El Régimen del Resguardo en Santander (Bucaramanga, Colombia: Gobernación de Santander, 1994), 130.
Escuela de Historia, Universidad Nacional, Campus Omar Dengo
Apartado postal: 86-3000. Heredia, Costa Rica
Teléfono: (506) 2562-4125
Correo electrónico revistadehistoria@una.cr