EISSN: 2215-471X |
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Defender Fantasía: Resumen: El presente artículo tiene el objetivo de reflexionar sobre los elementos que pueden constituir un modelo de crítica cultural feminista, pensado desde la intersección entre el campo de los estudios feministas y los estudios culturales críticos, con el ánimo de abonar a la discusión sobre el “giro cultural” del feminismo en Latinoamérica. Para ello, se visitan textos clásicos de los citados campos para dar un sentido histórico y epistemológico a la propuesta y se apuesta narrativa y políticamente por un ejercicio de “fabulación”, en el cual se hace una metáfora de lo que significa “hacer trabajar la cultura”, desde posicionamientos feministas, por medio de la novela La historia sin fin (1979), de Michael Ende, argumentando que la defensa de Fantasía equivale a dotarnos de otros marcos de inteligibilidad, de otros paradigmas de pensamiento y acción, que aborden de frente la pregunta por el poder y se comprometan con proyectos de transformación social, en contextos específicos. Palabras clave: Crítica cultural, Feminismo, Estudios Culturales, Latinoamérica Abstract: The present article aims to reflect on the elements that can constitute a model of feminist cultural criticism, thought from the intersection between the field of feminist studies and critical cultural studies, with the aim of supporting the discussion about the “turnaround cultural” of feminism in Latin America. For this, classical texts of the aforementioned fields are visited to give a historical and epistemological meaning to the proposal and a narrative and political commitment is made by an exercise of “fabulation”, in which a metaphor is made of what it means to “make the culture “, from feminist positions, through the novel The Endless History (1979), by Michael Ende, arguing that the defense of Fantasía is equivalent to providing us with other frames of intelligibility, of other paradigms of thought and action, that address address the question of power and commit to projects of social transformation, in specific contexts. Keywords: Cultural Criticism, Feminism, Cultural Studies, Latin America |
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María Teresa Garzón Martínez Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas México |
La fantasía es lo que nos permite imaginarnos a nosotras mismas y a otras de manera diferente; es lo que establece lo posible excediendo lo real; la fantasía apunta a otro lugar y, cuando lo incorpora, convierte en familiar a ese otro lugar.
–Judith Butler–
–Exacto– dijo el fuego fatuo–. Tengo un mensaje muy importante que transmitirle.
–¿Qué mensaje? – rechinó el comerrocas.
–Bueno… –El fuego fatuo cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra–, es un mensaje secreto.
–Los tres tenemos la misma misión que tú… ¡Huyhuy! – respondió Vúschvusul, el silfo nocturno–. Estamos entre colegas.
–Es posible que incluso llevemos el mismo mensaje –opinó Úckuck, el diminutense.
–¡Siéntate y cuéntanos! –rechinó Pyernrajzark.
El fuego fatuo se instaló en el sitio libre.
–Mi patria –comenzó a decir después de reflexionar por un momento– se encuentra un poco lejos de aquí… No sé si alguno de los presentes la conoce. Se llama Podrepantano.
[…]
–En Podrepantano, nuestro país –siguió diciendo entrecortadamente el fuego fatuo–ha ocurrido algo… algo incomprensible… Es decir, está ocurriendo aún… Es difícil describirlo… empezó por, es decir… Bueno, al este de nuestro país hay un lago… o, mejor dicho, había… llamado Cálidocaldo. Y todo empezó porque, un día, el lago de Cálidocaldo no estaba ya ahí… simplemente había desaparecido, ¿comprendéis?
–¿Quiere usted decir –preguntó Úckuck– que se secó?
–No –repuso el fuego fatuo–, en tal caso habría ahora ahí un lago seco. Pero no es así. Donde estaba el lago no hay nada… simplemente nada, ¿comprendéis? (Ende, 2010: p. 30).
La anterior escena se desarrolla hace exactamente treinta y nueve años, en el Bosque de Haule, reino de Fantasía. Fantasía es el reino “imaginario” que construyó Michael Ende (1929-1995), escritor de ficción infantil de nacionalidad alemana y que consagró en su famosa novela: La historia sin fin, publicada en 1979 y llevada al cine, en 1984, bajo la dirección de Wolfgang Petersen, con la coproducción entre Alemania Occidental y los Estados Unidos. La historia sin fin (1979) no es una fábula sencilla. No obstante, a grandes rasgos, narra la historia del niño Bastián Baltasar Bux quien, en un intento por escapar de otros niños que le acosan, entra en una librería y termina “robando” un libro cuya lectura lo lleva a vivir la aventura que implica salvar al reino de Fantasía de la Nada, dándole un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil, para que no sea olvidada por los humanos. Junto a Atreyu, Falkor, el fuego fatuo y otros personajes fantásticos, Bastián aprende que lo humano está unido a Fantasía a tal punto que Fantasía es constituyente de lo humano y que, si Fantasía perece, entonces, ya no habrá esperanzas ni para mundos pasados, ni para mundos presentes, ni para mundos cuyo futuro “ya fue”, ni para mundos donde caben muchos mundos.
Fantasía no tiene límites, ni principio ni final ni una única versión, pues está hecha de los sueños, ilusiones, deseos, creatividades, esperanzas humanas y, sobre todo, de la posibilidad de romper los límites de nuestras existencias, luchar por lo “posible” y apostar por lugares del hacer, el pensar y el vivir que tal vez aún no conocemos, pero sí intuimos y soñamos familiares. En efecto, como asegura Butler (2006):
La fantasía es parte de la articulación de lo posible; nos lleva más allá de lo que es meramente actual o presente hacia el reino de la posibilidad [...] La fantasía no es lo opuesto de la realidad; es lo que la realidad impide realizarse y, como resultado, es lo que define los límites de la realidad [...] La promesa crucial de la fantasía, donde y cuando existe, es retar los límites contingentes de lo que será y no será designado como realidad. (p. 51)
No obstante, tanto en el reino de Fantasía como en nuestras propias vidas, aquí y ahora, algo está acechando y matando. Se trata de la Nada. La Nada no posee definición –aunque se puede decir de ella que vivir su experiencia es como quedarse ciega de repente– pero sí tiene propósito: destruir, dejarnos desnudas de esperanza y despojarnos de nuestros sueños:
- Los humanos están perdiendo sus esperanzas y olvidando sus sueños. Así es como la Nada se vuelve más fuerte- dice Gmork.
- ¿Qué es la Nada? – Pregunta Atreyu.
-Es el vacío que queda, la desolación que destruye este mundo y mi encomienda es ayudar a la Nada.
- ¿Por qué? – insiste Atreyu.
-Porque el humano sin esperanzas es fácil de controlar y aquél que tenga el control, tendrá el Poder. (Constantin y Wolfgang, 1984)
Barrett (2002), en su clásico artículo: “Las palabras y las cosas: el materialismo y el método en el análisis feminista contemporáneo” afirma, con justa razón, que el feminismo se vende mejor como una novela, a lo que yo agrego –situándonos en un mundo más contemporáneo– y como una serie de Netflix. Con ello, Barrett (2002) apela a una sensibilidad más cultural en el análisis feminista tanto de las palabras como de las cosas, a través del cual podamos “novelar” entidades como la Democracia, el Estado, la Libertad en mayúscula y, claro, el mismo feminismo en minúscula. Sin embargo, el ejercicio de novelar, de hacer relatos, de contar cuentos de aquello que antes eran realidades estructurales y luego, desde una visión más posmoderna, grandes metarrelatos –continúa Barrett (2002)– no significa plantear
una cruda antítesis entre política y ficción, sino señalar lo útil que a muchos les ha parecido usar algo que han hecho ficción metafóricamente como instrumento crítico para desentrañar las pretensiones objetivistas de cosas como la racionalidad, la Ilustración e incluso el mismo feminismo. (p. 217)
Entonces, inspirada por esta posibilidad que presenta Barrett (2002) para la imaginación teórica y la política feminista y porque, en últimas, yo me dedico a contar historias, es decir, soy una visitante asidua del reino de Fantasía, en esta ocasión quiero abordar el hacer del feminismo en conjunción con el campo de los estudios culturales críticos, con el ánimo de formular elementos para la construcción de un modelo de crítica cultural feminista. Así, a través de esa maravillosa historia creada por Ende, deseo usar su relato como metáfora de lo que significa “hacer trabajar la cultura”, desde posicionamientos feministas, capaces de dotarnos de otros marcos de inteligibilidad, de otros paradigmas de pensamiento y acción que aborden de frente la pregunta por el poder y se comprometan con proyectos de transformación social, en contextos específicos, donde nos habilitemos en la lucha por los significados y las corporalidades, materialidades y realidades que son consecuencia de ello (Castro-Gómez, 2011). Lo que implica, en últimas, apostar por la transformación del mundo con el mejor conocimiento y entendimiento posible, como propone Grossberg (2009), bajo la premisa de que, si los modelos culturales de crítica feminista también son una colección de textos, entonces –como dice el librero a Bastián– éstos son libros “no seguros” porque cuando los lees y los cierras nunca más volverás a ser la misma.
Entonces, aquí formulo un recorrido a través de textos clásicos en el debate, pues siempre es importante regresar a las “bases” cuando se hacen cartografías y memorias y se historizan los saberes, que presenta la siguiente organización. En el primer apartado, hablo de la crisis disciplinar de las ciencias sociales, en el siglo XX, para construir el marco de sentido en el cual emergen los estudios culturales y se da la institucionalización de los estudios de género, de mujeres y feministas en la academia occidental. En el segundo apartado, formulo enunciados tendientes a dar especificidad al proyecto de los estudios culturales críticos corriendo los riesgos que Grossberg (2009) anuncia para tal ejercicio. En el tercer apartado, intento dar cuenta de ciertos elementos básicos a la hora de definir un modelo de crítica cultural feminista, desde Latinoamérica, que nos faculte en la lucha por el poder, sus significados y prácticas. Al final, en un Post Scriptum consigno unas últimas meditaciones.
¿Qué hay que hacer?
Robar un libro
Sobre los estudios culturales, Grossberg (2009) afirma que son una forma diferente de hacer el trabajo intelectual y político, en donde se politiza la teoría y se teoriza la política, sin garantías de nada, pero con la convicción que desde allí se puede producir cierto tipo de conocimiento, entendimientos y praxis que, de otra manera, no podrían ser producidas a través de otras prácticas disciplinarias. Y aunque parte importante del campo de los estudios culturales es su falta de definición, Grossberg (2009) invita a asumir el riesgo que supone intentar definiciones porque, de otra manera:
Sin cierto sentido de la especificidad en los estudios culturales, no hay nada que evite que se conviertan en la última apropiación administrativa y en la marginación de la academia crítica o políticamente articulada. Lo más importante: sin tal sentido de especificidad, también se perdería con demasiada facilidad precisamente lo que ellos contribuyen en términos político-intelectuales, a medida que se convierten cada vez más en un significante casi vacío del estudio de la cultura, o del estudio de la política de la cultura, que los hace pasar de nuevo por estrategias de mercadeo. (p. 16)
En consecuencia, para abordar el desafío de Grossberg (2009) es importante primero situar el escenario de la crisis disciplinar de las ciencias sociales, en el siglo XX, pues dicho marco es el terreno en el cual no sólo emergen los estudios culturales, también es cuando los estudios de género, de mujeres y feministas, empiezan su proceso definitivo de institucionalización en la academia occidental. Después de 1945 tres procesos afectaron profundamente la estructura de las ciencias sociales, afirma la Comisión Gulbenkian, en el año 1995, dando cuenta de su análisis para la reestructuración de las ciencias sociales. En primer lugar, se ubica la nueva hegemonía geopolítica de los Estados Unidos lo cual lleva a formular, desde esta visión imperialista, cuáles son los problemas mundiales por enfrentar y cuáles las mejores formas de hacerlo. Lo cual siempre entra en tensión por un fenómeno que casi simultáneamente empieza a hacerse presente: la afirmación histórica de pueblos no “modernos”, considerados colonias, subalternos o subdesarrollados. En segundo lugar, se ubica la mayor expansión demográfica de la población en el mundo y el desarrollo de una capacidad productiva jamás conocida. En tercer lugar, se ubica el esparcimiento tanto cuantitativo como geográfico del sistema universitario en todo el mundo, en el cual se inscribe el “milagro” del crecimiento exponencial de los estudios de mujeres y género (Stimpson, 2005).
No obstante, en este escenario, las ciencias sociales empiezan a sufrir varias crisis, no sólo porque las líneas divisorias que las caracterizaban hasta finales del siglo XIX parecen ya no ser operativas (el estudio del mundo moderno/civilizado –historia– y el estudio del mundo no moderno –antropología–), también porque en este nuevo universo tienen dificultades para argumentar su utilidad en el marco del Estado-Nación. En ese sentido, la crisis cardinal en este horizonte tiene que ver con el “fin de la modernidad”, pensada como el ocaso de una “configuración histórica del poder en el marco del sistema-mundo capitalista, que sin embargo ha tomado otras formas en tiempos de globalización, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema-mundo” (Castro-Gómez, 2000, p. 88). En efecto, el intento de controlar la vida en su totalidad bajo el dominio del hombre sustentado en un tipo de conocimiento racional –científico y técnico– que tiene la capacidad de “descubrir” las leyes naturales –sociales– y hacerlas jugar a su favor parece ya no operar con la misma fuerza. Frente a ello, necesariamente las ciencias sociales y las humanidades se ven obligadas a hacer un
cambio de paradigma que les permitiera ajustarse a las exigencias sistémicas del capital global [bajo una estrategia de legitimización diferente]: ya no se trata de metarrelatos que muestran al sistema, proyectándolo ideológicamente en un macrosujeto epistemológico, histórico y moral, sino de microrelatos que lo dejan por fuera de la representación, es decir, que lo invisibilizan. (Castro-Gómez, 2000, p. 94)
En este punto, la promesa que hace Bastián a su padre sobre no tener más fantasías y cumplir con sus obligaciones en la escuela irremediablemente se rompe, pues el niño ya intuye que hay un mundo que también murió con la muerte de su madre y que, si va a sobrevivir, a ser fuerte y enfrentarse a sus acosadores, deberá echar mano de Fantasía. Por ello, Bastián decide leer La historia sin fin (1979) en el ático de la escuela, y no en otra parte, porque es la manera en que Fantasía irrumpe en la sacralidad de un espacio ya echado a perder. Y es en este lugar, desde el ático de la loca, entre salvajes y pacientes (Stimpson, 2005), donde se alzan las manos de las feministas disidentes para intervenir en el debate afirmando, sobre todo, que lo “universal” de este nosotros de las ciencias sociales apela sólo a un grupo mínimo de la humanidad: hombres blancos, ubicados en el Norte Global, quienes dominan el ámbito del conocimiento porque también dominan el ámbito de la economía, la política, el gobierno y tienen en su poder el monopolio de la violencia y la guerra.
Estas críticas feministas a la producción de conocimiento se articulan a un “movimiento de ideas”, como lo llama Barrett (2002), impulsado por el posestructuralismo, la posmodernidad, el “giro lingüístico” y las teorías post y descoloniales, el cual diezma varias de las ideas eje de las disciplinas sociales: el materialismo como la doctrina que considera que la conciencia depende de la “materia”; el supuesto general que dice que las relaciones económicas son dominantes; la doctrina del racionalismo; el concepto cartesiano de sujeto humano, el universalismo teórico; la modernización/modernidad como fin último de la existencia humana y la conciencia de que, al final, todo ello se articula en dispositivos de representación y encarnación, que nos vienen del siglo XVI y que hallan en el registro de lo escrito su sustento material, cuyo fin último es la “invención del otro” (Castro-Gómez, 2000).
Con ello, este “movimiento de ideas”, con los estudios feministas a la vanguardia, bombardean las bases del conocimiento parroquial que habíamos heredado al tiempo que deconstruyen los cimientos de las ciencias sociales modernas y coloniales. Al hacerlo:
Los estudios de mujeres refutan el carácter predominante del conocimiento: su ethos, sus instituciones y sus paradigmas. Todo desafío a un paradigma predominante entraña dos actividades que se refuerzan mutuamente. La primera desmitifica el paradigma; la segunda muestra cuánto de la realidad que el paradigma había prometido explicar yace fuera de sus fronteras. […] A mediados y fines del siglo XX, en Estados Unidos, el desafío a las estructuras del conocimiento ha significado sospechar de casi todo: del conductismo tradicional y del psicoanálisis, del marxismo y el funcionalismo, de un humanismo que subsume a todos bajo la rúbrica universal de un “él” blanco y macho, y de las pretensiones de objetividad de la mirada de ese “él” blanco y macho. (Stimpson, 2005, p. 303)
Y aunque estas críticas sobre qué son y cómo funcionan las ciencias sociales pueden venir de Herder, Rousseau, Marx y Weber, nosotras reclamamos una genealogía diferente, encarnada en la voz de Sojourner Truth cuando interroga, en 1851: “¿A caso no soy una mujer?” La cual es una pregunta no sólo por lo universal del feminismo, también por los modos de funcionar, dispositivos de producción de conocimientos y efectos de la consolidación del imperialismo europeo en ultramar. En consecuencia, asegura Richard (2009), es necesario ocupar lugares de saber/poder desde el feminismo para romper los marcos teóricos y desobedecer los protocolos del disciplinamiento académico, dentro y fuera de la academia. Y sí, son
estas prácticas críticas del feminismo las primeras en haber desbordado los archivos y las bibliotecas del conocimiento a salvo, rompiendo así con el principio de ‘no interferencia’ que, según Edward Said, aísla el saber universitario de lo que él llama ‘la resistencia y heterogeneidad de la sociedad civil’. (Richard, 2009, p.78)
Ahora bien, parafraseando a Castro-Gómez (2002), una vez los Estados-Nación dejan de ser los “espacios de concentración” de la hegemonía política y cultural, pues el mundo se “globaliza”, y las industrias culturales se convierten en una principal “fuerza de producción del capitalismo contemporáneo”, la cultura empieza a importar, ya no como valores, costumbres y normas ligadas a un grupo o tradición particular, sino como un repertorio de símbolos y signos que son constitutivos, en su faceta discursiva, de la realidad, dando cuenta de lo que la gente piensa, siente, desea e imagina. El estudio de esa nueva concepción de cultura se hizo práctica en los estudios culturales. En efecto, cuando los mismos aparecen en escena ponen sobre la mesa la importancia de la cultura para el estudio de los sistemas sociales, de la historia, de los estudios de “género”, los estudios post y descoloniales, entre otros. Ya la categoría cultura era usada, desde mucho tiempo atrás, por estudiosos de las humanidades y la antropología, pero no con una connotación radicalmente política. Ahora, se empieza a entender que las vidas de las personas están “articuladas por la cultura y con ella”, de maneras contradictorias, lo que obliga a describir, analizar e intervenir: “en las maneras como las prácticas culturales se producen, se insertan y funcionan en la vida cotidiana y las formaciones sociales, con el fin de reproducir, enfrentar y posiblemente transformar las estructuras de poder existentes” (Grossberg, 2009, p. 17). Así:
Los estudios culturales les han enseñado a las disciplinas que la construcción de los conceptos es inductiva y empieza con el análisis de lo local. De la antropología han tomado su mejor herencia, la mística del trabajo de campo, para mostrar que los modelos teóricos se construyen a partir de la inmersión del investigador en las prácticas de los actores concretos. Mientras que los paradigmas decimonónicos de las ciencias sociales establecían una contraposición entre lo próximo y lo objetivo (a mayor distancia mayor objetividad), los estudios culturales invierten la relación y privilegian el aspecto ético-práctico del conocimiento sobre su aspecto puramente cognitivo. (Castro-Gómez, 2002, p. 176)
Ciertamente, como lo describe Richard (2009), el campo de reflexión contemporáneo en las ciencias sociales ha sido transformado radicalmente por el desplazamiento que se da de la “racionalidad objetiva de los procesos socioeconómicos y político sociales” hacia la dimensión de la cultura “de los regímenes de significación [cada una de las partes de Fantasía, cada una de sus criaturas] que comunican e interpretan la realidad por vías indirectas” (p.75; el agregado es mío). Dicho movimiento, además, ayuda a entablar puentes entre islotes del conocimiento antes separados y apostar a una visión de trabajo ahora de carácter transdisciplinar:
Ciertamente, los estudios culturales han contribuido a flexibilizar las rígidas fronteras disciplinarias que hicieron de nuestros departamentos de sociales y humanidades un puñado de “feudos epistemológicos” inconmensurables […] Es en este sentido que el informe de la comisión Gulbenkian señala como los estudios culturales han empezado a tender puentes entre los tres grandes islotes en que la modernidad había repartido el conocimiento científico. (Castro-Gómez, 2000, p. 95)
En consecuencia, el impacto que causó esta nueva visión de la cultura, con la conciencia y reivindicación de que el trabajo intelectual de los estudios culturales importa dentro y fuera de la academia, se hizo sentir en casi todas las disciplinas (Grossberg, 2009; Wallerstein, 2006). Ciertamente, el feminismo también se ve seducido por un “giro cultural” y, en ese sentido, las ciencias sociales pierden su decidida influencia en el campo de los estudios feministas, sin apartarse del todo, teniendo como resultado que la “estrella ascendente” (Barrett, 2002) ahora está en las humanidades, las artes y la filosofía. De esta manera, se genera un cambio de paradigma que, según Benhabid (1990), se mueve de la conciencia al lenguaje, de lo denotativo a lo connotativo y de la preposición al habla y el poder. Y aunque descubrir la pregunta propia de los estudios culturales es una tarea difícil –aunque tenemos claro que siempre la pregunta que impulsa es “¿qué hay que hacer?” (Morris, 2017)–, y más si proponemos una articulación con los estudios feministas, lo que es claro luego de una larga travesía –la travesía de Atreyu– es que cuando atendemos a la cultura como condición de posibilidad y decidimos robar un libro, para re-escribir los cuentos mal contados de ti, de mí y de la Emperatriz Infantil, es porque importan menos las relaciones de sentido y más las relaciones de poder, ya que en el lenguaje siempre es la guerra (Anzaldúa, 1998; Foucacult, 1980; Grossberg, 2009; Meschonnic, 2015).
Fantasía
Los estudios culturales, al igual que los estudios feministas, indagan por el poder; es decir, su objeto de estudio son las relaciones de poder que se dan en contextos específicos, bajo condiciones que nosotras no elegimos, creyendo que esa indagación dará a las mujeres las capacidades para reactivar sus posibilidades de agencia y, en consecuencia, cambiar ese contexto y las relaciones de poder que les son inherentes (Grossberg, 2009). Así, quienes habitamos el reino de Fantasía, el ámbito discursivo de la existencia humana, estamos convencidas de que el poder –la Nada– tiene el efecto perverso para sí mismo de generar las condiciones de posibilidad para contestar ese poder y, bajo esa presuposición, generar esperanza en que el cambio histórico no sólo es necesario, sino posible. Un asunto que, de todas formas, no pierde actualidad y se presenta siempre sin agotarse. En efecto, el poder es múltiple, heterárquico y contradictorio, pero incapaz de totalizarse, por lo que siempre habrá grietas, puntos de fuga, hackeos… una ruta para llegar al oráculo del Sur. Por ello, Fantasía es el terreno privilegiado donde nos jugamos la sobrevivencia, la resistencia y el cambio, luchando siempre contra su cooptación mercantil, su banalización y su traducción en teorías “pop” (Morris, 2017). Y esto se afirma con la modestia propia de quienes trabajamos desde la cultura y el feminismo, puesto que más allá de lograr un lugar de reconocimiento en la academia, un SNI1 o la financiación estatal para un proyecto de investigación “sustantivo”, nosotras hemos decidido trabajar, con las manos desnudas, pues para nosotras, como para muchas mujeres hoy, no existe otra elección diferente a hacernos conscientes de que ya somos parte de La historia sin fin, porque si no te haces presente aquí y ahora, asumiendo tu responsabilidad como “sujeto de la historia”, lo que queda de nuestro mundo se ira y nosotras también.
Ahora bien, cómo comprender la cultura en los términos contemporáneos de los estudios culturales, en tanto que: “ningún aspecto de la vida humana (así como la vida humana en su totalidad vivida) podría separarse de las cuestiones y efectos de la cultura” (Grossberg, 2009, p. 24). O, como un día afirmara Hoggart (1957), cuando la cultura nos dota de conocimiento de la vida hecha cuerpo, nos dice qué se sentía estar vivo en cierta época y lugar. O, en palabras de Restrepo (2012), cuando el poder es cultura y la cultura es poder. En este punto debemos hacer un viraje y hablar de los estudios culturales como campo de producción de conocimiento y lo que éstos son y no son. Empecemos por lo segundo. Los estudios culturales proponen una re-definición de la cultura que, según lo constata Castro-Gómez (2002), tiene ciertas implicaciones. Primero, la cultura deja de ser propiedad de la antropología ya que, en el mundo actual, conservar la noción de cultura relacionada con usos y costumbres premodernos implica encerrarla en los límites del museo. Segundo, la cultura deja de ser el “reflejo” de las estructuras materiales de la sociedad, un epifenómeno de la economía, para transformarse en un elemento constitutivo del capitalismo actual y su sistema de producción de realidades. Tercero, la cultura deja de ser propiedad de los estudios humanísticos y de su “alta cultura”, dando cuenta de otras manifestaciones culturales antes tenidas como populares, masivas y, por lo mismo, concebidos como dispositivos exclusivos de dominación a través de los cuales la “audiencia” lo era por su condición de “idiotez”. Y aunque por medio de estas implicaciones pareciera que los estudios culturales estudian la cultura desde otras coordenadas, ello es falso puesto que, como lo explica Grossberg (2009), los estudios culturales no son:
Entonces, ¿cuál puede ser la especificidad de los estudios culturales? Ésta es una cuestión siempre en debate, siempre en tracción, siempre en fuga. Lo que no quiere decir que cualquier práctica de producción de conocimiento relacionada con la cultura sean estudios culturales, puesto que la pluralidad no significa falta de criterio, en tanto lo que está en juego es la real pertinencia política, ontológica, metodológica y epistemológica de este proyecto (Restrepo, 2009). Así las cosas, es preciso, una vez más, retomar a Grossberg (2009), para decir que los estudios culturales:
Exploran las posibilidades históricas de transformación de las realidades vividas por las personas y las relaciones de poder en las que se construyen dichas realidades en cuanto reafirman la contribución vital, del trabajo intelectual a la imaginación y realización de tales posibilidades. Los estudios culturales se ocupan del papel de las prácticas culturales en la construcción de los contextos de la vida humana como configuraciones de poder, de cómo las relaciones de poder son estructuradas por las prácticas discursivas que constituyen el mundo vivido como humano. (p. 17)
Entonces, la novedad de este campo, afirma Castro-Gómez (2002), continúa dándose tanto en lo metodológico, como en lo epistemológico y en lo temático. Y se debe sumar en lo político. En lo metodológico, los estudios culturales superan la división entre lo objetivo y lo subjetivo, pensando que la cultura es aquel terreno que conecta tanto la estructura social como a los sujetos que la producen, la reproducen y la experimentan. En lo epistemológico, los estudios culturales rompen la enorme distancia que existía entre la producción de conocimiento y el llamado “sentido común”, puesto que ahora se conciben otras formas de producir conocimiento que no son “objeto” de investigación o de representación, sino locus con los cuales comunicarse, habitados por también sujetos políticos. En lo temático, la cultura de los estudios culturales –insisto– tiene que ver menos con los “artefactos culturales” en sí mismos y más con los procesos de producción, distribución y mediación de esos artefactos, siempre pensando todos estos movimientos en contextos de relaciones de poder, por lo que aquí la relación cultura-poder-política es un fundamento, no un punto ni de partida, ni de llegada. Por último, en lo político, es preciso afirmar que los estudios culturales son, a la vez, una práctica intelectual y una vocación política (Restrepo, 2009). Ello nos lleva a comprender que los estudios culturales se entienden en su relación con el poder desde un pensamiento no reduccionista en donde:
La investigación no es entendida como la simple corroboración de angelicales formulaciones teóricas definidas de antemano, sino como la ardua y honesta labor de comprender la especificidad y densidad de lo concreto en un ejercicio que implica una necesaria conceptualización que no evita poner en cuestión los postulados teóricos desde los que se opera. Por tanto, siguiendo la feliz formulación de Stuart Hall, los estudios culturales se constituyen en un pensamiento sin garantías. (Restrepo, 2012, p. 4)
Dicho quehacer se instala en un horizonte crítico que implica un doble rasero, según lo explica Rodríguez (2017) cuando introduce la obra de Meaghan Morris:
Por una parte, explora la constelación política en la que se inscriben las prácticas culturales, es decir, el vínculo necesario y productivo entre cultura y política. Pero, al mismo tiempo, indaga sobre las propias prácticas y modos de hacer de este campo como elementos constituyentes de, y constituidos por, las relaciones entre el saber y el poder. Con lo primero, reivindica el interés de los estudios culturales por explorar los componentes culturales de la vida social en vínculo con las relaciones de poder, que provocan representaciones culturales entendidas como prácticas sociales en las que se tejen y tramitan conflictos, tensiones y resoluciones. Con respecto a lo segundo, reconoce la condición política que subyace a cualquier disciplina o campo del saber en cuanto a sus modos de hacer y significar. Morris nos recuerda que el proceso de producción y circulación del saber no puede sustraerse de los contextos y modos políticos que están en la base de su enunciación, por tanto, este proceso de producción de saber queda siempre imbricado en las circunstancias y relaciones entre cultura y política sobre las que busca indagar. (pp. 181-182)
No obstante, existe un pero:
Al igual que en el caso de Lyotard, el sistema-mundo permanece como ese gran objeto ausente de la representación que nos ofrecen los estudios culturales. Pareciera como si nombrar la “totalidad” se hubiese convertido en un tabú para las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas, del mismo modo que para la religión judía constituía un pecado nombrar o representar a Dios. Los temas “permitidos” – y que ahora gozan de prestigio académico– son la fragmentación del sujeto, la hibridación de las formas de vida, la articulación de las diferencias, el desencanto frente a los metarrelatos. Si alguien utiliza categorías como “clase”, “periferia” o “sistema-mundo”, que pretenden abarcar heurísticamente una multiplicidad de situaciones particulares de género, etnia, raza, procedencia u orientación sexual, es calificado de “esencialista”, de actuar de forma “políticamente incorrecta”, o por lo menos de haber caído en la tentación de los metarrelatos. Tales reproches no dejan de ser justificados en muchos casos, pero quizás exista una alternativa. (Castro-Gómez, 2000, p. 95)
Así las cosas, si es que existe esa alternativa, será necesario decir que los estudios culturales no se refieren a lo que la gente hace con un texto –como lo explica Hoggart (1957)– sino que, desde una práctica inter-antidisciplinaria, autorreflexiva, rigurosa, genealógica, modesta y riesgosa, hablan de qué relación tiene ese complejo universo para la vida, imaginativa y material, de aquellas quienes constituimos su audiencia, teniendo presente que esas “lectoras” están de por sí, como está quien investiga, constituidas y habilitadas por las prácticas y relaciones de poder –micro y macro– que estamos estudiando, las políticas de nuestro propio quehacer intelectual y las condiciones de posibilidad de nuestra existencia y de nuestro ejercicio de producción de conocimiento. Es aquí cuando nos damos cuenta de que el reino de Fantasía nos construye como lo que somos, lo que hacemos y lo que pensamos, pero también como aquello que queremos ser, hacer y pensar. Por eso es por lo que los estudios culturales, al decir de Restrepo (2012), nunca son sólo estudios, porque siempre son algo más, en tanto poseen una “voluntad política” de transformar el mundo, nuestros mundos, sin ignorar el hecho de que todo en estos mundos son producto de las relaciones de poder, históricas, situadas, contingentes, que configuran el contexto de la existencia, no como telón de fondo, sino como sus escenarios de existencia y cambio. A esto es a lo que se le llama contextualismo radical (Grossberg, 2009).
En lo particular, defino a los estudios culturales con una historia a propósito del reino de Fantasía. De un tiempo para acá pienso en Netflix y sigo con atención varias de sus series; en especial, aquellas que tienen como protagonistas mujeres policías, heroínas o asesinas. Busco en esa parcela de Fantasía un marco explicativo, ni simple ni reducido, pero si discursivo, imaginario, que me permita narrar relatos de justicia feminista con una “voluntad de verdad”, pese al hecho de que siempre las cosas son más complicadas que eso y que las imágenes hablan más del fracaso que del triunfo. En este punto es evidente que, tanto en los estudios feministas como en los estudios culturales, no se pueden aislar del trabajo intelectual y político las propias pasiones, la biografía y la militancia (Grossberg, 2009). Recientemente, encontré una serie francesa titulada: “La Mantis”, del canal TF1, que narra la vida presente de Jeanne Dever, una asesina en serie que ha pasado 25 años en la cárcel y vuelve a renacer cuando un imitador entra en escena. El diario La Vanguardia ha calificado a Jeanne como una discípula de Hannibal Lecter o, mejor, su resurrección y augura futuro para la serie ya que thrillers de psicópatas tienen atractivo comercial. Pero Jeanne no es una sicópata, aunque la oficialidad de un diario la quiera patologizar-normalizar como tal. Si nos movemos de ese lugar, si nos hacemos conscientes de nuestros contextos, sus relaciones constitutivas y sus condiciones de posibilidad, pero en especial de nuestras esperanzas y propios deseos, Jeanne es una mujer que hace justicia sin siquiera imaginarse, como no lo pudo imaginar Bastián, que siendo tan pequeña es tan importante. Esa es la resistencia de la mediación de un mensaje, pero más es el efecto de Fantasía y sus coordenadas en nuestros cuerpos, puesto que cuando podemos entrar a otros mundos que también son nuestros sabemos que no estamos solas.
Defender Fantasía:
De la náusea al vómito
Richard (2009), da cuenta de cómo se da un giro “cultural” en la nueva critica feminista, lo que supone poner en el corazón de los análisis esa dimensión que define como imaginaria, simbólica y figurada, cuya misión es dar sustento a los procesos y prácticas de simbolización y representación de las prácticas concretas en la vida humana. Dicho giro, como afirmé antes, lejos de adelgazar las luchas feministas en cuestiones vitales de la realidad material, nos dota de “una orientación vital para incidir en las luchas por la significación que acompañan las transformaciones de la realidad y sus sociedades” (Richard, 2009, p. 75), ya que entendemos que: “la realidad es una construcción estratégica para intervenir en situaciones situadas y cargadas de poder. [Por lo que las relaciones entre cultura y poder] son el escenario donde sucede la acción política” (Rodríguez, 2017, p. 182). En efecto, como bien lo expresa Grossberg (2009) a propósito de los estudios culturales, podemos decir que el giro cultural en el feminismo también: “está comprometido con la realidad de las relaciones que tienen efectos determinantes, pero se rehúsan a asumir que tales relaciones y efectos tengan que ser, necesariamente, lo que son” (p. 30). Y esto, sí o sí lo hacemos desde una ética fatal, como la llama Morris (2017), porque sabemos de la contingencia ética y política de la investigación, la condición situada de la persona cognoscente y de la política de la identificación y transferencia entre la investigadora y su “objeto” de estudio:
En una de las anécdotas de Baudrillard (una enunciativa mise en abyme de su teoría), ambientada vagamente en el contexto cortesano de una novela epistolar francesa de mediados del siglo XVIII, un hombre trata de seducir a una mujer. Ella le pregunta: “¿Qué parte de mí encuentras más seductora?” Él responde: “Tus ojos”. Al día siguiente, él recibe un sobre. En el interior, en lugar de la carta, se encuentra con un ojo ensangrentado. […]El hombre es el seductor banal. Ella, la seductora fatal, le tiende una trampa con su pregunta mientras él se disponía a engañarla. En la lógica trivial del cortejo, él sólo puede responder “tus ojos”, en lugar de nombrar algún órgano más vital que ella no habría sido capaz de enviarle, partiendo de que los ojos son la ventana del alma. Baudrillard concluye que la literalidad de la mujer es fatal ante la figuración banal del hombre: ella pierde un ojo, pero él pierde la cara. Él jamás podrá́ volver a “echar un ojo” en otra mujer sin pensar, literalmente, en el ojo sangriento que sustituyó a la carta. Así́ que la resolución final del juego entre la banalidad y la fatalidad de Baudrillard es la siguiente: una teoría banal asume, al igual que el seductor trivial, que el sujeto es más poderoso que el objeto. Una teoría fatal sabe, como la mujer, que el objeto es siempre peor que el sujeto (“je ne suis pas belle, je suis pire...”). (Morris, 2017, p. 193)
Entonces, podemos argumentar sin lugar a dudas que la “estrella ascendente”, en la academia feminista, se encuentra hoy en las articulaciones entre estudios feministas y estudios culturales la cual, definida por su relación con el poder, hace de la crítica feminista una crítica cultural en un doble sentido: como crítica de la cultura y como crítica desde la cultura, donde las realidades en sus naturalezas discursivas siempre son “más que eso” y “nunca del todo” (Richard, 2009). Claro, no estamos ante una cuestión nueva. Como varias colegas y yo hemos afirmado, en nuestro artículo: “Ninguna guerra en mi nombre. Feminismo y estudios culturales en Latinoamérica”:
La pregunta por el feminismo y los estudios culturales ha estado muy presente en los contextos anglosajones, ya que ciertas reivindicaciones del feminismo metropolitano fueron totalmente compatibles con las preguntas nodales de los cultural studies (McRobbie, 1994; Morris, 1990; Payne, 2000; Portugal, 2005). No pasa lo mismo en Latinoamérica. En consecuencia, vale la pena reflexionar una vez más sobre ¿cuál podría ser la relación entre mujeres, cultura y poder? ¿Para quiénes es significativa esa relación? ¿El llamado giro cultural de la lucha feminista puede aliarse con los estudios culturales? Si todo lo anterior es afirmativo, ¿qué tipo de conocimiento y prácticas se desprenden de la intersección entre estudios culturales y feminismo? Aún más: ¿cómo es representada, estudiada y analizada la relación entre feminismo y estudios culturales desde el propio feminismo y desde los mismos estudios culturales? Por último, y tal vez sea la pregunta fundamental: ¿nuestro feminismo “crapped on the table of cultural studies”, como un día lo afirmó Stuart Hall (1992) con referencia a la experiencia inglesa? (Garzón et. al., 2014, pp. 160-161)
No obstante, es preciso reconocer que los estudios culturales en Latinoamérica han sido históricamente alimentados por el trabajo de las mujeres quienes, siendo feministas o no, han contribuido de manera significativa; en especial, en lo que tiene que ver con el esfuerzo de abrir el campo más allá de la discusión sobre “identidad” y “diferencia” (Richard, 2009). Y porque los estudios culturales nacieron de un esfuerzo auténtico por dar voz, imagen, registro, memoria a las más crudas experiencias de raza, clase y género (Morris, 2017), es posible desprender de su conjunción con los estudios feministas un modelo –o varios– de crítica cultural que nos sean útiles, alegres y creativos, esperanzadores y determinados, y nos orienten en la responsabilidad de descubrir la “cura” para Fantasía, evitando el rayo devastador de las esfinges. A propósito, Richard (2009) ubica dos rasgos que pueden ayudarnos a definir, entonces, qué implicaría la articulación entre estudios culturales y feminismo en pro de la configuración de un modelo de crítica cultural feminista:
A esto, no obstante, se deben sumar otros rasgos posibles que son puestos en el debate por la vieja Morla, no como lo que deber ser un modelo cultural feminista, sino como lo que podría llegar a ser hilado desde campos de disputa y confrontación:
Y esto se debe a que dichos encuentros fugaces con el otro también constituyen la sustancia del análisis, pues acordarse conlleva no solamente una poética del lamento, sino además la historia de lo que vamos dejando de lado implica un “forcejeo contra el olvido”. (Morris, 2017, p. 203)
difícil necesidad de producir unos estudios culturales [feministas] que sean propositivos acerca de las capacidades de la gente común en la vida cotidiana, a la par que sigan manteniéndose críticos sobre las cosas malas que están aconteciendo en el mundo. (Morris, 2017, p. 184)
Como se observa, este artículo peca, en algún momento, de mentiroso puesto que, si abre la expectativa de la exposición más sistemática y eficaz de un modelo de crítica cultural, al final, esa expectativa no se cumple. Y no se cumple porque el objetivo es ambicioso y el imperativo de este hacer está mediado por un tiempo futuro compuesto, en donde tanto las palabras y las cosas se siguen produciendo, de forma constante, en el presente y en un futuro supuesto, que espero sea diferente a este que habitamos. En ese sentido, el reto no es otro que seguir impulsadas por la pregunta: “¿qué hay que hacer?” Y hacerlo y dignificar nuestro trabajo dentro y fuera de la academia como una apuesta válida, pese a la complejidad que todo ello implica: Fantasía y su defensa, analogía de lo que son y pueden llegar a ser los estudios culturales hechos desde posicionamientos feministas y de sus intentos de construir modelos de crítica cultural, prestos a enriquecer un movimiento histórico y político de producción de conocimiento y acción transformativa, al igual que una colección de textos y un “discurso humano y optimista, que trata de derivar sus valores a partir de los materiales y las condiciones efectivamente disponibles para las personas” (Morris, 2017, p. 198).
Por esta razón, hoy llamo a la defensa de Fantasía no para, como afirma Morris (2017), convertirnos en sujetos de la banalidad en el viejo sentido de esta palabra, o para emitir decretos, o para ganar un SNI, o para convertirnos en superimitadoras de aquello que el Conacyt financia, sino para seguir teorizando, “mediante un grandísimo esfuerzo”, pues nosotras, “personas incómodas e insatisfechas”, “alegres y creativas”, debemos comenzar a estructurar una crítica a nuestra vida cotidiana y sus prácticas, a través de la cual “la crítica cultural feminista resistirse a su propio confinamiento como una práctica académica reiterativa y autoperpetuable” (Morris, 2017, p. 206). Y esto hoy no es negociable, pues las guerreras de Pieles Verdes, habitantes del Mar de Hierba, “renunciamos a este tiempo que se repite y nos calla. Hoy gritamos vida en este cementerio que llamamos patria” (Lane, 2014 citada por Garzón, 2017, p. 11).
Post Scriptum
Novelar el trabajo del feminismo con la cultura es una alternativa eficaz para explicar lo que en el diario vivir puede transformarse y lo que no, en escenarios académicos donde se banalizan y se despolitizan los estudios feministas y mucho más si éstos se hacen desde el trabajo con la cultura. Lastimosamente, escribo este texto en ese contexto, en un espacio de producción de conocimiento donde, al tiempo que se echa a andar un posgrado en estudios feministas, se silencia, aparta y expulsa a las feministas que con nuestro trabajo hicimos de ese programa una realidad. Por eso mis palabras están obligadas a llevar esta impronta de la esperanza, porque es en esa lucha por salir del pantano de la tristeza, asumir nuestra responsabilidad histórica y trabajar por cambiar las condiciones de nuestra existencia, enfrentar a la Nada y salvar Fantasía, donde nos hacemos feministas. Y ello necesariamente nos ubica en un lugar del camino en el cual, sabiendo que la Nada “llena el paisaje entero, es gigantesca y se acerca lenta, muy lentamente, pero sin pausa” (Ende, 2010, p. 132), Fantasía es mucho más fuerte y será protegida por aquellas que decidieron aceptar la encomienda de la Emperatriz Infantil. Y llegara ese día en que pareciera que nunca existió la Nada.
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1 Hace referencia al Sistema Nacional de Investigadores, del Conacyt (El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), el cual tiene por objeto promover y fortalecer, a través de la evaluación, la calidad de la investigación científica y tecnológica, y la innovación que se produce en México, premiando con una beca económica a los investigadores que acceden a este reconocimiento. Para muchos investigadores en México, la beca representa acceder a un gran estatus en la labor científica, mientras que para muchas otras investigadoras sólo representa una ayuda económica frente a los bajos sueldos otorgados a la labor académica.