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Voces inocentes: violencia Voces inocentes: violence and historical reality at El Salvador Pastor Bedolla Villaseñor Universidades para el Bienestar Benito Juárez García México |
Resumen
El artículo analiza cualitativamente la relación entre infancia y violencia en el contexto de la guerra civil en El Salvador (1980-1992). La reflexión es vehiculada por el examen de la película Voces inocentes (2004), como una obra socialmente producida y como una representación de la realidad histórica de índole prospectiva. El trabajo destaca el mérito del filme al visibilizar y denunciar la responsabilidad de los sustentadores primarios de la violencia ‒aún hoy impune‒ hacia la infancia salvadoreña, cuyas secuelas psicosociales constituyeron, a la postre, un entorno sociohistórico centroamericano signado por una debacle humanitaria que comenzó hace cuatro décadas, en un tránsito infausto “de la locura a la esperanza”.
Para ello, he empleado el marco teórico conceptual sobre la violencia desarrollado por el jesuita vasco-salvadoreño, Ignacio Ellacuría, según el cual, las violencias resultantes solo pueden ser valoradas a partir de la crítica inicial a la violencia originaria de carácter estructural.
Palabras clave: violencia, infancia, guerra civil, El Salvador, Voces inocentes.
Abstract
The article makes a review of a qualitative nature around the relationship between the childhood and the violence in the context of the civil war in El Salvador (1980-1992). The thought is instrumented by the exam of the Voces inocentes (2004) movie, which is conceived as a social production and as a representation of historical reality based on a prospective nature. This work emphasizes the film’s merit in its interest to make visible and denounce the responsibility of the primal supporters of the violence ‒currently unpunished‒ towards the Salvadorian childhood, whose psychosocial sequels established a Central American socio-historical environment configured by a humanitarian crisis started four decades ago at an unlucky ride “from the madness to hope”.
This work uses the conceptual theoretical framework around the violence, developed by the Basque-Salvadorian Jesuit, Ignacio Ellacuría. Which conceived that the resulting violence can be assessed only from the initial criticism of the original violence of structural character.
Keywords: Violence, Childhood, Civil war, El Salvador, Voces inocentes.
Y aun algunos se ahogaron en el agua más profunda.
Los pequeñitos son llevados a cuestas. El llanto es general. Pero algunos van alegres, van divirtiéndose, al ir entrelazados en el camino.
Miguel León Portilla.
Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista (1959).
A decir de Eric Hobsbawm, el siglo XX fue el más mortífero en la historia por “la envergadura, la frecuencia y duración de los conflictos bélicos” que asolaron sin interrupción, y por “las catástrofes humanas, sin parangón posible, [que causaron] desde las mayores hambrunas de la historia hasta el genocidio sistemático”.1 Desde la primera mitad del siglo, en El Salvador fue ahondado un proceso creciente de confrontación sociopolítica y económica, correspondiente al desenvolvimiento de las contradicciones histórico-dialécticas del capitalismo en Centroamérica.2 De tal modo que hacia mediados de los años setenta, la polarización y la tensión política fueron in crescendo insosteniblemente, hasta conducir al país a la inexorable antesala del estallido social.
Grosso modo, los actores políticos en pugna constituían grupos diferenciados por intereses de clase que, sin embargo, estaban lejos de ser homogéneos y unívocos. Entre las fuerzas que propugnaban por el mantenimiento del statu quo se desarrolló la agudización del progresivo contubernio de la compleja oligarquía cafetalera con una élite política corrupta, la Fuerza Armada de El Salvador (faes) y el gobierno estadounidense ‒primero de James Earl [“Jimmy”] Carter Jr. y, luego, de Ronald Reagan‒. A su vez, entre las fuerzas revolucionarias se apostaron el clero católico liberacionista, las organizaciones político-populares y las político-militares que ‒aunque de manera disímil‒, paulatinamente concedieron legitimidad de índole histórica al desarrollo de la violencia armada, como método de resistencia y combate a las formas bélicas de confrontación a las causas populares.
Fue así como “[e]ntre los años de 1980 y 1991 [la nación] estuvo sumida en una guerra que hundió a la sociedad salvadoreña en la violencia, le dejó millares y millares de muertos, y la marcó con formas delincuenciales de espanto”.3 De acuerdo con los cálculos realizados por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), se estimaba que ‒hasta 1986‒ habían muerto más de 60 000 civiles, y habían sido abandonados 90 000 hogares, con lo cual se dejó a más de 500 000 personas sin techo. Entre quienes constituían esta cifra, la mitad eran menores de 14 años y había un número indeterminado de huérfanos de guerra.4
El dolor y el padecimiento de la injusticia, sin embargo, no siempre pueden ser considerados cuantitativamente. Como suele suceder, la crueldad de la violencia hizo especial mella entre los sectores de la población más vulnerables por su condición social y etaria: ancianos, mujeres, bebés, niños y niñas pobres que habitaban las zonas de combate. “¿Por qué nos quieren matar si no hicimos nada?”, la reflexión en soliloquio de Chava, un inocente niño de 11 años, personaje principal de la película Voces inocentes5, es sin duda una exclamación estrujante y, por desgracia, profundamente vigente en América Latina y en el mundo.
Los hechos de los que da cuenta la película dirigida por el cineasta Luis Mandoki son una interesante representación de la violencia en medio de la cual se desarrollaron innumerables sujetos históricos reales durante el siglo pasado. Ahora bien, como toda manifestación cultural, el filme es en sí mismo un discurso y, más aún, una representación del devenir histórico que está mediada por la subjetividad de quien la produce. En ese sentido, la obra cinematográfica posee un carácter representativo que denota e insinúa elementos en pantalla que la sitúan contextualmente y, con ello, la vinculan dialécticamente con el devenir histórico.
A casi veinte años del estreno de la película, el presente artículo constituye un ejercicio analítico sobre este discurso fílmico latinoamericano y su intersección con la realidad histórica salvadoreña, a partir del examen de los aportes de este para visibilizar y denunciar la violencia aún impune hacia la infancia durante la Guerra Civil en El Salvador. Para alcanzar el propósito de este artículo, he empleado el marco teórico conceptual sobre la violencia desarrollado por el jesuita vasco-salvadoreño ‒teólogo y filósofo de la liberación‒ Ignacio Ellacuría Beascoechea. Tal elección teórica responde al reconocimiento de la vigencia del pensamiento ellacuriano, como un corpus forjado al calor de la cruenta vida político-militar salvadoreña de la segunda mitad del siglo XX y, por tanto, sumamente pertinente para indicar las contraposiciones en el desarrollo de la violencia injusta.
A este tenor, entiendo por violencia el empleo deliberado de la fuerza física que posee un carácter natural de ambigüedad y solo cobra dimensión específica por el uso racional injusto que el ser humano hace de ella.6 La violencia tiene faces evidentes en lo corpóreo, pero posee un basamento soterrado y orientado hacia la dimensión social del hombre, en tanto que este es sujeto de determinadas relaciones económicas y sociopolíticas encarnadas en ciertas instituciones y estructuras.7
Este escrito es una propuesta metodológica cualitativa que parte del entrelace de tres ejes de análisis de las representaciones de la violencia política y de sus efectos en los niños salvadoreños en el filme: 1) la película en sí misma, 2) la concepción ellacuriana de la violencia y, 3) el impacto psicosocial de la violencia de la guerra en los infantes. El artículo ha sido desarrollado como un estudio sobre aquella realidad signada por la violencia, a cuya vesania concibo como matriz constituyente de un entorno sociohistórico que trascendió hasta la actualidad, en una especie de herencia de adversidad productora de interminables sufrimientos para los pueblos del Triángulo Norte de Centroamérica. El análisis aborda parte de la historia de la cual derivó la debacle humanitaria que comenzó hace cuatro décadas, en un tránsito infausto “de la locura a la esperanza”.8
II. Lo que cuenta Voces inocentes (2004)
La narración fílmica comienza con una breve explicación introductoria de nueve líneas escritas en letras blancas que, sobre un fondo negro, alertan al espectador sobre la versión del contexto en que se desarrollan los acontecimientos. La historia transcurre entre los años 1988 y 1989,9 aproximadamente, en un pequeño poblado al noreste del departamento de San Salvador. Cuscatancingo fue uno de los últimos reductos que separaban el avance de los campesinos guerrilleros aglutinados en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (fmln), hacia la capital del país, en su confrontación con la faes, durante la recta final del conflicto armado.
Con este telón de fondo, los guionistas de la película emplean un vehículo notoriamente provocativo: a partir de una historia concreta, otorgar primacía a la voz y a la representación de la mirada de quienes padecieron los efectos más directos de la guerra, los niños salvadoreños.10 De tal modo, el filme aborda un conjunto de vivencias acontecidas durante la infancia del guionista centroamericano, Óscar Torres, como una muestra sensible y estéticamente bella ‒y un tanto romantizada‒ en torno a la dimensión bélica de la realidad histórica salvadoreña de los años ochenta.11
La narrativa fílmica arranca en sentido anacrónico dando paso inmediatamente después a un desarrollo diacrónico. Sugiere el destino cruel hacia el que se dirige un grupo de cuatro niños prisioneros que, escoltado por otros tantos soldados, camina rumbo a un desconocido cadalso. Después, la trama devela la forma en que esos niños llegan a tal situación, como producto de su intransigencia a ser arrollados como reclutas o víctimas mortales, bajo una guerra sostenida por el afán represivo de las fuerzas gubernamentales, y la resistencia de las organizaciones político-militares ‒por momentos obcecada‒ a tolerar la oclusión democrática, las constantes violaciones a los derechos humanos, la injusticia social y la desigualdad económica.
La voz de Chava ‒el protagonista‒, acompaña al espectador a través del desarrollo de escenas colmadas de una particular mezcla entre melancolía y viveza. En este marco de difícil comprensión para una mente infantil, el niño es confrontado con los absurdos contrastes propios de la realidad histórica: la fiera abnegación de su madre trabajadora y el pueril abandono de su padre; la belleza catártica de los juegos infantiles y la muerte cruenta de personas cercanas; la dulzura del primer enamoramiento y el terror ante la posibilidad de pérdida o separación de los seres amados.
Entre las denotaciones narrativas de la película, hay algunas temáticas que vienen con prontitud a la vista del espectador: a) la vida de los niños en medio de los conflictos armados; b) la inoperancia de los sistemas educativos infantiles en un clima de guerra y c) la injusta realidad de los “niños-soldado”.12 Pero hay también otros elementos presentes en la pantalla que no son tan fácilmente perceptibles, quizá porque son parte de un entramado más concreto. Estos son, por ejemplo: a) el trastrocamiento de los roles familiares; b) la necesidad imperiosa del trabajo infantil como medio de supervivencia familiar, o c) la cruel conversión del niño-víctima que ‒sin dejar de ser tal‒ se torna en niño-verdugo.
Según los realizadores, la crítica a la violencia mostrada en la pantalla por Voces inocentes no pretende con deliberación ser de carácter político, es más bien ‒dicen‒ el retrato de las vivencias de familias humildes padeciendo la guerra. En el año de estreno, el director Luis Mandoki reconoció la película como “una cinta sobre las relaciones humanas y sobre un niño que lucha no por vencer al enemigo, sino por mantener su infancia y agarrarse de su inocencia, cuando todo atenta en contra de ello”. Sin embargo, más allá de la intencionalidad declarada, la historia conlleva una crítica puntual subsumida en el afán por mostrar lo que sucede con la población civil cuando hay guerra: “[esta] no nos ayuda para resolver los problemas, aunque haya puntos de vista mejores o peores dentro de ella”.13
Entre los elementos mostrados en pantalla, subyace un andamiaje que otorga sentido a lo que aparenta ser solo caos y violencia intrínseca al ser humano. Existe una violencia estructural y originaria que “opera sobre la mayor parte de la población en términos de hambre, enfermedad, falta de trabajo, vivienda y educación, desigualdad clamorosa de oportunidades, etc.”.14 Esta es una violencia que consagra “la injusticia de las estructuras sociales, [y es] sancionada por un orden legal injusto y un orden cultural ideologizado”.15
Voces inocentes no es un filme que se regocije en mostrar la violencia descarnada de las violaciones, las golpizas inmisericordes, las torturas, las ejecuciones sumarias, etc.16 Y sin embargo es una obra que, valiéndose de los escenarios y los personajes representados, evoca ‒aun sin proponérselo‒ la omnipresencia de la violencia y el terror. Retrata la diáspora de un pueblo acorralado y despojado del derecho a disentir. La violencia represiva contra los movimientos populares que, como señalaba Ignacio Ellacuría, “aun antes de convertirse en movimientos armados, son perseguidos y aniquilados”.
Durante el primer trienio del conflicto ‒sobre todo‒ y a lo largo de toda la década de los años ochenta, las fuerzas represivas ‒integradas tanto por la faes como por los “escuadrones de la muerte”‒ determinaron que antes de atacar a la guerrilla misma era prioritario atacar capitalmente “a las poblaciones civiles que servían de apoyo logístico, emocional y estructural al movimiento guerrillero”.17 En la figura representativa de los militares, los guionistas evidencian el terrorismo de estado18 y el terrorismo de las clases dominantes ‒es decir‒ “un conjunto de acciones violentas contra personas indefensas con propósito de aterrorizarlas”.19
En la historia narrada, en Cuscatancingo no ocurren acontecimientos atroces hasta ese punto, aunque todo el tiempo parecen latentes. Las familias campesinas viven en hogares paupérrimos conformados por techos de lámina de zinc o de cartón, precarias paredes de madera, suelos de tierra apisonada, puertas y ventanas desvencijadas.20 Los habitantes viven en medio del terror y sus consecuencias: las familias fracturadas, el cumplimiento de roles contra natura, el desasosiego por la violencia cruenta convertida en cotidianidad, la neurosis trocada en válvula de escape ante la adversidad indeseable… el pavor frente al reclutamiento forzoso.
El protagonista es un pequeño varón que ‒con casi 12 años‒ fue convertido en el “hombre de la casa” y la figura masculina proveedora, debido al abandono a la familia por parte del padre. “[A]hora yo era el hombre de la casa, [dice Chava] pero primero ¡tenía que ir a hacer pipí!”. Desde luego, en su nuevo rol familiar, el niño “decide” comenzar a trabajar para coadyuvar a la obtención del sustento, y posibilitar que Kella ‒su madre‒ pueda permanecer en el hogar y brindar un mayor cobijo emocional a los tres hermanos. “Desde que mamá empezó a trabajar en casa, la guerra ya no se sentía tan grande”, exclama Chava.
En 1989, el Unicef estimaba que ‒como reflejo de la profunda crisis política, económica, social y militar que enfrentaba el país‒ solo en el área urbano-marginal de San Salvador, había aproximadamente 200 000 “niños y jóvenes menores de 15 años desarrollando actividades de subempleo y, por las condiciones de [este], expuestos a situaciones de riesgo”. Las situaciones desencadenantes de este fenómeno eran recurrentes: familias con ausencia del padre o con insuficiencia del ingreso generado por la madre.21 Este es el caso de Chava.
“El niño es siempre la mayor víctima de los conflictos. La guerra viola y les roba su infancia”.22 En este proceso, la violencia bélica presenta a los infantes disyuntivas muy concretas. En el filme, Chava y sus amigos experimentan lo que el psicólogo de la liberación, Ignacio Martín-Baró, identificó como uno de los dilemas existenciales en los niños salvadoreños que vivían en el contexto de la guerra, la acción-huida:
Hay dos formas principales como los niños pueden involucrarse en una guerra: tomando parte activa en ella o siendo sus víctimas. No son excluyentes, ya que muchos niños caen como víctimas al tomar parte activa en las confrontaciones bélicas, o se incorporan a la lucha armada al sentirse víctimas de la guerra.23
En consonancia con esto, la película muestra un abanico tripartito de arquetipos sobre cómo los niños salvadoreños experimentaron la ineludible exigencia circunstancial para su participación en la guerra. Los casos de tres personajes, amigos entre sí ‒Antonio, Marcos y Chava‒ ilustran la cuestión, correspondientemente, respecto al reclutamiento forzoso por la faes, la elección “voluntaria” para unirse a la guerrilla, y la salida del país como estrategia de supervivencia.
Antonio ejemplifica el drama de los niños forzados a militar en la guerra. Cuando es arrebatado de entre los suyos por los soldados, para “defender a la Patria”, a la par de unas canicas, entre sus manos escapa una infancia que nunca volverá y será sustituida por una adultez precoz. La anonadación da paso a un pavor que el adoctrinamiento borrará, sustituyéndolo por un odio inoculado hacia sus semejantes rebeldes. Cuando ‒avanzada la trama‒ Antonio se reencuentra con sus antiguos amigos, es evidente la transfiguración; reaparece ya no como un infante apabullado sino como un fatuo “niño-soldado” dispuesto a aniquilar por cualquier insignificancia.
Durante el conflicto, tanto el fmln como la faes reclutaron un número ingente de niños menores de 14 años. Desde luego, esta circunstancia atentaba contra los derechos humanos de la infancia, a pesar de los lineamientos de la Declaración sobre la Protección de la Mujer y el Niño, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas (onu) en 1974. Lo aberrante de estas experiencias es que los niños ‒decía Martín-Baró‒, “se introducen demasiado en el ambiente de la violencia y la gran habilidad que aprenden es a matar con eficiencia”.24 “La semana pasada emboscamos a un grupo de guerrilleros, ¡hijos de puta!, y yo fui el que los apresó con esta”, dice Antonio, orgulloso del fusil M16 que empuña.
Marcos, por su parte, es el personaje de un niño gordo y simpático que “elige” incorporarse al fmln. Poco se sabe de él en el desarrollo de la historia, pero su caso cobra importancia, debido a que funge como catalizador para que sus amigos ‒entre ellos Chava‒ emprendan la acción de unirse a los guerrilleros. Aunque la historia no plantea un esquema maniqueo de enfrentamiento entre guerrilleros buenos y soldados malos, la decantación de los niños hacia el fmln es ‒por demás‒ sugerente del juicio crítico realizado por los guionistas de la película, como un guiño abierto de simpatía hacia la facción insurgente.
Cabe señalar, no obstante, cómo la voluntariedad de la decisión infantil de unirse a las hostilidades bélicas ha sido cuestionada por diversos expertos. La duda está basada en el condicionamiento implicado en el hecho de que, en determinadas circunstancias adversas, “un niño puede percibir que no le queda otra alternativa que tomar partido y empuñar un arma en alguno de los bandos”.25 Lo realmente importante, como se puede deducir, no es el grupo por el cual se decide el infante, sino el hecho oprobioso de que los niños se vean sometidos a tal disyunción.
Chava, por último ‒luego de una fallida incorporación a la guerrilla‒, ejemplifica la huida respecto a los lugares de confrontación, como método instintivo de supervivencia. El protagonista abandona su casa, inicialmente, como una respuesta proactiva ante la vesania misma de la guerra. El postrero razonamiento de Chava es básico, “si no hago algo, me van a acabar matando”. Luego, el niño deja su pueblo por una decisión más bien reactiva. Las razones profundas son por demás entendibles.
El guionista Óscar Torres ha reconocido abiertamente el trance psicológico por el cual atravesó siendo un niño: vivía una incertidumbre y pobreza apabullantes. No sabía “si al día siguiente iba a despertar o no”, ignoraba “qué encontraría al salir de la casa, tal vez a la familia muerta”. Lo angustiaban “las duras circunstancias de [su] mamá, quien crio sola a cuatro hijos, la desesperación de no poder salir por 72 horas porque había toque de queda y se [les] acababa la comida a las 48 horas”.26
La circunstancia de abandonar el terruño contra la propia voluntad no solo es una de las muchas consecuencias de la descomposición social, sino que es una etapa dentro de la espiral de la violencia.27 Chava representa un caso entre el millón de salvadoreños que ‒a la sazón‒ deambulaban dentro y fuera del país. En su momento, la mayoría de los refugiados en Estados Unidos no emigraron voluntariamente, sino tratando de salvar su vida y la de su familia, de la represión, la guerra y la inanición.28 Por desgracia, la mera huida no suprimió las afectaciones en “los hijos de la guerra”, quienes pronto comprendieron que ‒para la gran mayoría de ellos‒ el infierno de la proscripción, la persecución, la injusticia, la pobreza, etc., era ya una sombra indeleble.
Como resultado de un escudriñamiento metódico de la realidad histórica salvadoreña, Ignacio Ellacuría consideraba que “no toda forma de fuerza física [...] es violencia estrictamente tal; por tanto, lo específico de la violencia no está en su apariencia de fuerza destructora y cruel”.29 El rostro más específico de la violencia es ‒en este sentido‒ “la injusticia forzada por el poderoso, sobre todo contra el grupo ‒y en su caso el pueblo entero‒ de los indefensos, de los oprimidos”.30
Voces inocentes es una película donde “[e]l protagonista es el niño y con él su familia, no esa cruenta guerra”, cierto.31 Pero inevitablemente un filme sobre la guerra y su crueldad no puede prescindir de la crítica política, ni de los claroscuros propios de la oposición entre dominio y resistencia. La película contiene diálogos de evidente resonancia política. El hartazgo y la acérrima indignación social ‒patente en las emociones y las acciones de Chava, el Tío Beto y el Cura‒, como interpretaciones éticas y praxis comprometidas con la transformación de la realidad, coinciden con “una resistencia a situaciones violentas, que lo son por contradecir la dignidad humana y oprimir la libertad”, es decir, son una forma de violencia resultante, derivada de la violencia originaria.32
La violencia espontánea ‒consideraba el pensador jesuita‒, es aquella que brota “cuando una persona o un grupo es injustamente violentado e injustamente impedido”. La violencia en legítima defensa, es el ejercicio legítimo mediante el cual “un individuo o un grupo repelen por la fuerza una agresión injusta”, haciendo en principio uso de su derecho. La violencia de la no-violencia, es el producto de aquellas acciones que, aunque desdeñan el uso de la fuerza y renuncian a la legítima defensa, “requieren un enorme coraje y a veces consiguen resultados prontos y efectivos”.33
Conforme a un reconocimiento de esta realidad histórica, el filme aborda la confrontación ideológica que dio sustento al conflicto armado. Sugiere que las mayorías populares simpatizaban con los ideales de la lucha revolucionaria, pero detestaban las penurias acarreadas por una guerra que se caracterizó ‒entre otras cosas‒ por el irrespeto a las zonas civiles y el sometimiento de estas a un inmisericorde y azaroso fuego cruzado. “Mi mamá dice que hay que luchar para que nada esté prohibido”, dice Cristina María, la cándida novia de Chava, hija de una maestra de educación primaria.34 “Esta maldita guerra no se va a acabar con rezos nunca”, dice la abuela Mamatoya.
En esta confluencia de elementos, la película alude ‒aunque de manera tácita‒ la presencia del catolicismo liberacionista centroamericano. “Las caras de nuestros niños han perdido la inocencia de su espíritu. En su lugar sólo encontramos el miedo. Porque nuestros niños han perdido la esperanza de sobrevivir”, profiere en una escena el personaje del sacerdote católico magullado por la faes ‒y añade‒: “¡Defendamos nuestro principio de vivir!”. De forma por demás significativa, el Cura arenga en su última proclamación ‒antes de ser desaparecido por los soldados‒ la emblemática frase liberacionista “Hoy, hermanos, ¡ya no basta con rezar!”.35
Esta alusión a la Teología de la Liberación (t. l.) es tratada por los guionistas con comedimiento, a partir del contundente énfasis en la realidad histórica concreta expuesta en la pantalla, es decir, el terror como instrumento de control social. La película no hace parte de una opinión que identifique fácil y caricaturescamente, “el cristianismo liberador latinoamericano y la defensa de la violencia por parte de no pocos cristianos”. Esto resalta porque, aún hoy en día, “con frecuencia se presenta a los teólogos de la liberación como legitimadores de la violencia. Cosas ambas infundadas y falseadoras de la realidad”.36
Valga la digresión para denunciar cómo, cuando los detractores de la t. l. enfilan sus diatribas y homologan a los pensadores liberacionistas con una simpatía irracional hacia la violencia, obvian con aquiescencia que, si los teólogos de la liberación reflexionaron sobre la violencia, fue porque la conocieron en carne propia, por el contacto con el pueblo oprimido y por las consecuencias mortales de la labor pastoral con las mayorías sufrientes.37 La consideración sobre la legitimidad histórica de la violencia revolucionaria respondió al alarido estrujante de una realidad histórica que los precisó a inquirir por la negatividad del Ser y a denunciar a “los violentos de guante blanco, que esconden la negrura tras la blancura del guante, y a quienes una vez desatada la violencia de respuesta ‘se apropian de la plusvalía generada por la violencia... una plusvalía del miedo’”.38
Voces inocentes ofrece un relato ambivalente porque, al tiempo en que la historia de Chava invita a la esperanza en un mundo mejor que volverá tras la hecatombe, incita también a tener razones para no esperar. La “historia de éxito” en la vida del guionista ‒a partir de la cual fue creado el personaje de Chava‒ pertenece al ámbito de lo excepcional. Esto resulta claro si se recuerda no solo a los miles de infantes que murieron en el conflicto, sino a los miles de niños y jóvenes huérfanos de guerra, lisiados, exiliados y psicosocialmente traumatizados, cuyas vidas derivaron en historias caóticas y lúgubres.
En un análisis realizado en 1985, en torno al drama de los desplazados por causa de la guerra en el país, el jesuita Ignacio Ellacuría avizoró lo que más tarde se convirtió en una ominosa realidad. Si no se daba una atención integral a las necesidades de los cientos de miles de salvadoreños en diáspora, se corría el grave riesgo de “crear muchísimos desadaptados al término de la guerra”.39 Cuando emigró a la ciudad de Los Ángeles en 1986, Óscar Torres fue acogido por un entorno familiar que palió las afectaciones producidas en él por la guerra. Su historia de vida llevada al cine puede considerarse como la consumación de una infrecuente redención catártica respecto a los efectos de la guerra en la infancia salvadoreña.
Miles de otras historias no tuvieron un destino tan halagüeño. Para incontables niños y jóvenes que salieron del país huyendo de la sevicia de la guerra, la experiencia en el exterior no fue la vivencia de la superación de la crisis, sino la continuación de una institucionalización inconclusa. “La guerra vivida y aprendida en la niñez, es revivida como conflicto entre pandillas en Los Ángeles. El mundo conocido es entonces la guerra, la crisis sacrificial, la violencia interminable”.40
Cuando el gobierno de George H. W. Bush (1989-1993) determinó la deportación masiva de migrantes salvadoreños, se completó un trágico periplo. Se diversificó la experiencia de aquellos niños y jóvenes, quienes, una vez internalizada la violencia de la guerra como una institución, y desdibujadas las diferencias ideológicas que en su momento otorgaron sentido a la confrontación armada, hubieron de encontrar un nuevo enemigo como receptor de la agresividad paroxística, injusta e in-humanizadora, ahora mediante una nueva entidad aglutinadora, un nuevo núcleo “familiar”: las “maras”. Un fenómeno social que ‒lamentablemente‒ hoy día sigue evocando la sevicia del ayer, en el mismo marco económico capitalista.
La historia de Torres ‒y con él la de Chava‒ es singular también porque plantea una interpretación prospectiva de la realidad. En su obra, Filosofía de la realidad histórica, Ignacio Ellacuría reflexionó sobre la dimensión histórica como el espacio más acabado de la realidad, donde esta va dando de sí hacia formas superiores. Lo más real de lo real ‒consideraba‒ solo es la realidad histórica, un tipo de realidad que no está dada inmediatamente, sino que hay que hacerla, hay que descubrirla. La praxis de liberación, por tanto, conlleva una concepción ética del proceso de transformación de la realidad.
En la ingenua valentía del protagonista, la abnegación de su madre, el compromiso revolucionario artístico del Tío Beto, la firme convicción hacia la vida de Mamatoya, la pedagogía libertaria de la Maestra, o la bravura espiritual del Cura, la película Voces inocentes representa también a un pueblo salvadoreño volcado hacia la vida. Unas mayorías populares conscientes de que el futuro solo adviene a partir de una concepción creativa de la existencia por el sujeto viviente, que permite la realización de posibilidades dignificantes de la humanidad toda.41
“[L]a guerra no acaba cuando acaba la guerra, la guerra la llevamos por el resto de nuestras vidas, eso es inevitable”. ¡Ninguno de los que estuvimos en medio de ese conflicto ‒aseguraba el joven guionista en el año 2004‒ va a deshacerse jamás de esas vivencias!, la diferencia es lo que haces con eso. Para Óscar Torres, la escritura del guion cinematográfico fungió como una purificación superadora de las secuelas violentas y enajenantes que la guerra dejó en su vida.42 La escritura sirvió, por consiguiente, como elemento creativo, no de una ficción, sino de una intersección representativa de la realidad.
Durante la guerra fue alimentada una “locura” de ansias de poder de algunos adultos, a quienes fue indiferente no solo la destrucción de la geografía de su país, sino la dilapidación de la historia futura representada en los niños. Una buena parte de la infancia salvadoreña encarnó la “esperanza” que la “locura” intentó exterminar. Hoy día, basta echar un vistazo a las terroríficas cifras de muertos y desplazados por la violencia vigente en Centroamérica, para tener la sensación de que ‒en sitios como El Salvador‒ esa “locura” se niega a desaparecer y la “esperanza” parece cada vez más disociada de la realidad.
Han pasado tres décadas desde la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec (1992), que marcaron la conclusión formal del conflicto armado. Sin embargo, el pueblo salvadoreño continúa padeciendo niveles inenarrables de violencia, injusticia y desigualdad social. El dolor causado por las violencias ha sido diversificado, pero su fundamento ha permanecido intacto. El paso de los años “por sí solos no han borrado las secuelas psicosociales y aun algunas de las causas estructurales del conflicto”.43
“Uno de los impactos más graves de la guerra es el efecto psicológico sobre la niñez”, reconocía el unicef en 1988, para el caso de El Salvador. Desde entonces, la institución ya avizoraba cómo los trastornos psicológicos causados por la guerra afectarían la futura generación salvadoreña. Urgía, por tanto, un cuidado especial en estos niños si la sociedad salvadoreña quería evitar otra generación violenta.44 Cuidado que, por supuesto, no llegó. Tras el advenimiento de la “paz”, los niños y jóvenes que tomaron parte de la violencia fueron un grupo al que no se le prestó atención.45
Diecisiete años después, tras la llegada del fmln al poder ejecutivo en el año 2009, en El Salvador fueron implementadas distintas medidas institucionales para el aumento del gasto social y la consecución de avances en materia de protección social de la infancia.46 Esto fue un acierto porque, como Martín-Baró expresó, “[u]n daño socialmente causado sólo puede ser socialmente reparado”.47 El horror de la guerra suele dejar huellas profundas cuya correcta superación demanda una atención tan integral como las amplias afectaciones producidas por la violencia bélica.
Sin embargo, tales medidas institucionales “no [resolvieron] por sí solas una serie de necesidades básicas que se requieren para garantizar plenamente el derecho a la salud, a la educación o a un nivel de vida adecuado, entre otros”. Las soluciones efectivas no deberían ser ‒en el mejor de los casos‒ solo de corte asistencialista.48 Hoy como ayer, resultan indispensables las transformaciones profundas en la totalidad de la sociedad, “que supongan una reorganización de los beneficios materiales y culturales de modo que satisfagan los derechos de igualdad y de bienestar de la población toda”.49
Mientras no se atiendan con seriedad y honestidad temas como la injusticia estructural, la desigualdad social, la corrupción, la impunidad, o la ideologización, será difícil transformar la realidad solo mediante voluntarismos morales. El tránsito hacia la liberación implica que el ser humano asuma el compromiso de hacerse cargo de la realidad, es decir, conocerla realmente y sufrirla visceralmente para así poder descubrirla intelectualmente; encargarse de la realidad, o sea, asumir la tarea de transformarla, poniendo la inteligencia al servicio de la praxis; y cargar con la realidad, aceptando la responsabilidad ética de la función intelectual y la dureza de esta confrontación.50
¿Qué hacer, entonces, frente a las heridas que desangran a “El Pulgarcito de América”?51 Ignacio Ellacuría consideraba que para erradicar la violencia “hay que ir buscando incansablemente nuevas soluciones unas grandes y otras pequeñas, unas individuales y otras sociales, unas personales y otras estructurales”.52 La paz será alcanzada hasta que se eduque: 1) para buscar, valorar y desear la paz; 2) para ver lo que impide la paz (lo que mora en el corazón del hombre, y lo que radica en las estructuras injustas); y 3) para buscar y encontrar los verdaderos medios que sirvan para la paz.53
Las violencias resultantes sólo pueden ser evaluadas una vez realizada la crítica inicial a la violencia originaria de carácter estructural. Por ende, frente a la brutal adversidad continúa siendo una urgencia el desenmascaramiento estructural “de los comportamientos que escudan la propia violencia en actitudes legales, que olvidan el origen violento y la conservación violenta de su propio poder”.54 En este sentido destaca el aporte social interpretativo-dialéctico de la película dirigida por Luis Mandoki.
La representación de la realidad histórica que esboza es sugerente debido al tiempo de su producción, una época en la que cobró auge la atención a las Maras como un fenómeno social ingente, entre otras formas de violencia. Luego, entonces, es posible interpretar la película no solo como una denuncia hacia la impunidad de los crímenes del pasado, sino también como un intento para complejizar los análisis sensacionalistas sobre las Maras que a la sazón comenzaron a circular. La amplia recepción de la película apuntó a un nuevo interés en El Salvador, ya no como espacio de guerra civil y conflicto ideológico, sino como espacio de violencia social y “expulsor” de jóvenes pandilleros.
Frente a la sostenida criminalización contemporánea de las “maras”,55 es preciso enfatizar que ‒aunque efectivamente violentos‒ no son estos jóvenes delincuentes los responsables primarios de la violencia contemporánea en Centroamérica. Nada peor que la iniquidad del poder “que oculta su violencia acallando de las formas más diversas a sus víctimas, acusándolas a ellas, las víctimas, de ser violentas, y despertando un ambiente en el que el juicio público queda absolutamente condicionado”.56 Mientras exista desigualdad e injusticia social, existirá la violencia.
La historia contada en el filme de Mandoki es en sí misma ‒dicho a tenor ellacuriano‒ el signo de una memoria viva que ‒aunque naturalmente subjetiva‒ en su interpretación de la realidad hace presente el pasado como presencia manifiesta, algo que sin ser ya presente, no es tampoco del todo ausente, porque en definitiva es parte de la propia vida; no de la vida que fue y pasó, sino de la vida que sigue siendo.57 A través de una mirada infantil, Voces inocentes propone la reflexión en torno a la devastación psicosocial de toda una generación de niños que ‒a la postre‒ se convirtió en una juventud atormentada que hace parte de la crisis humanitaria actual.58
El enfoque hermenéutico de Mandoki muestra cómo los personajes principales afrontan la adversidad como una apuesta hacia la preservación de la vida. En la inocencia de las voces y las miradas de los niños va implícito un tono utópico sugerente de que “es posible mantener el espíritu vivo [aun] cuando alrededor hay muerte y violencia”.59 La guerra constituye una parte importante de la realidad del niño, pero no es la realidad toda.60 En medio de la desgracia, Chava es capaz de reír, jugar y divertirse. La limpieza de su mirada evoca la infancia como “ese tiempo donde la inocencia no conoce la experiencia y, por lo tanto, termina ‒a veces‒ por vencerla”.61
Como magistralmente recuperó el escritor Vicente Quirarte, en el libro Visión de los vencidos, hay un pasaje que narra una escena donde la gente va huyendo de la gran Tenochtitlan, cuando la capital está siendo destrozada ‒material y espiritualmente‒ por los invasores de ultramar. Entre los desterrados se escuchan los llantos de mujeres e infantes. Pero también, ante la experiencia de este sistema civilizatorio imperante que “[…] viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, de la cabeza hasta los pies”62, hay otro grupo de “niños que van sonriendo, que van cantando; es la demostración de cómo esta inocencia del país llamado ‘infancia’, logra vencer la experiencia terrible de la muerte”.63
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1 Eric Hobsbawmn, Historia del siglo XX (Buenos Aires: Crítica Mondadori - Grijalbo, 1998), 22.
2 El acontecimiento libertario paradigmático sucedió en 1932, cuando entre las mayorías populares fulguró ‒fugaz y trascendentemente a la vez‒, el arrojo de hombres como el comunista Agustín Farabundo Martí, y el cacique indígena José Feliciano Ama. Véase: Víctor Hugo Acuña Ortega, ed., Historia General de Centroamérica (vol. IV. VI vols., San José: FLACSO, 1994).
3 Comisión de la Verdad, De la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador: Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador (San Salvador: Organización de las Naciones Unidas, 1993), 1.
4 Agop K. Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador (San Salvador: UNICEF, 1988), 4.
5 Luis Mandoki, dir., Voces inocentes (México - El Salvador: Fílmico, 20th Century Studios, 2004).
6 Ignacio Ellacuría, Teología Política (San Salvador: Secretariado Social Interdiocesano, 1973), 105.
7 De manera complementaria retomo el concepto de Adolfo Sánchez Vázquez en un sentido crítico, pues este pensador consideraba que las acciones violentas, como uso deliberado de la fuerza, en primera instancia son ejercidas sobre lo corpóreo y luego son orientadas al ser social y consciente. Cfr. Adolfo Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis (México: Siglo Veintiuno Editores, 2003).
8 La expresión “De la locura a la esperanza”, es parte del título del Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Véase: Comisión de la Verdad, De la locura a la esperanza…
9 Es posible deducir la fecha a partir de la crítica contextual. Entre los años de 1988 y 1989, el FMLN se encontraba en la antesala de su avance hacia San Salvador. Este ocurrió el 11 de noviembre de 1989, cuando el FMLN lanzó la “Ofensiva hasta el tope”, el ataque de mayor envergadura contra la FAES, como una medida para disputar el control de la capital del país y el posible triunfo armado de la guerra.
10 El guion final de la película fue resultado de la intervención y contribución del director Luis Mandoki al escrito por Óscar Torres. Véase: Francesc Relea, “La guerra, a través de la mirada de un niño” (El País, 1° de abril de 2005).
11 Cuando en el año 2004 fue estrenada la película, el guionista salvadoreño tenía 32 años.
12 Cfr. Enrique Martínez-Salanova Sánchez, “Voces inocentes. Niños sin escuela. Niños soldado”, El derecho a la educación, Portal de la educomunicación, https://www.uhu.es/cine.educacion/cineyeducacion/temasvocesinocentes.htm#Los_niños (consultada 20 de septiembre de 2022).
13 La entrevista al director apareció en febrero, en el número 1423 del semanario Proceso. Véase: Redacción, ““Casas de cartón” o la vuelta de Luis Mandoki”, Revista Proceso (2004).
14 Ignacio Ellacuría, “Apuntes sobre la violencia en El Salvador” (Archivo Personal de Ignacio Ellacuría, S.J. Vols. Caja 13, Carpeta 30.3. San Salvador: Centro Monseñor Romero de la Compañía de Jesús, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, 1983), 6.
15 Ignacio Ellacuría, “Trabajo no violento por la paz y violencia liberadora” (Archivo Personal de Ignacio Ellacuría, S.J. Vols. Caja 15, Carpeta 41. San Salvador: Centro Monseñor Romero de la Compañía de Jesús, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, 1988), 2.
16 Cfr. Carlos Mario Pineda. Citado en: Martínez-Salanova Sánchez, “Voces inocentes. Niños sin escuela…”.
17 Durante la década de los años ochenta, en El Salvador ocurrieron crímenes de lesa humanidad perpetrados por las estructuras de poder oligárquicas ‒enquistadas dentro y fuera del gobierno‒. Bajo este amparo perverso ocurrieron las masacres de población civil, no combatiente, en el Río Sumpul (1980), El Mozote (1981), y El Calabozo (1982), que ‒respectivamente‒ arrebataron la vida a más de 300, 900 y 200 personas. Mario Zúñiga Núñez, “Heridas en la memoria: la guerra civil salvadoreña en el recuerdo de niñez de un pandillero”, Historia Crítica (2010): 80.
18 La referencia al estado-sistema aparece escrita sin mayúscula inicial, en atención al planteamiento del historiador y sociólogo inglés, Philip Abrams, según el cual, la llana identificación nominal del “Estado”, contribuye a la estrategia de desvanecimiento de este por medio de una estructura ideológica oculta de distorsión de la realidad de dominación. Véase: Philip Abrams, “Notas sobre la dificultad de estudiar al estado”, Virajes. Revista de Antropología y Sociología (2000): 79-98.
19 Ignacio Ellacuría consideraba en 1988 que “por lo menos cuarenta mil de los muertos en El Salvador entre 1980 y 1984 [eran] víctimas del terrorismo de estado y del terrorismo de clase, conectados entre sí por los escuadrones de la muerte”. Ignacio Ellacuría, “Trabajo no violento por la paz…”, 4.
20 Martínez-Salanova Sánchez, “Voces inocentes. Niños sin escuela…”.
21 Miguel Á. Villegas, ed. Retrato del niño en El Salvador (San Salvador: UNICEF, 1989), 16.
22 Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 6.
23 Ignacio Martín-Baró, “Guerra y trauma psicosocial del niño salvadoreño”, en Psicología social de la guerra: trauma y terapia, ed. Ignacio Martín-Baró (San Salvador: UCA Editores, 1990), 38.
24 Ignacio Martín-Baró, citado en Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 8.
25 Felipe Gómez Isa, La participación de los niños en los conflictos armados. El Protocolo Facultativo a la Convención de los Derechos del Niño (Bilbao: Universidad de Deusto, 2000), 20.
26 Redacción, ““Casas de cartón” o la vuelta de Luis Mandoki”.
27 Cfr. Ignacio Ellacuría, “Seis tareas urgentes para 1985” (Archivo Personal de Ignacio Ellacuría, S.J. Vols. Caja 08, Carpeta 34. San Salvador: Centro Monseñor Romero de la Compañía de Jesús, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, 1985), 11.
28 Adriane Aron, “Problemas psicológicos de los refugiados salvadoreños en California”, en Psicología social de la guerra…, 76.
29 Ellacuría, Teología Política…, 105.
30 Ellacuría, “Seis tareas urgentes para 1985”, 108.
31 Martínez-Salanova Sánchez, “Voces inocentes. Niños sin escuela…”.
32 Ellacuría, Teología Política…, 94. Véase: Tomás R. Campos, “Comentarios a la Carta Pastoral”, en Iglesia de los Pobres y Organizaciones Populares, ed. Tomás R. Campos, et al. (San Salvador: UCA Editores, 1978), 195-196.
33 Campos, “Comentarios a la Carta Pastoral”, 195-96.
34 En 1987, la Comisión de Derechos Humanos No Gubernamentales declaró que había 730 escuelas cerradas en diferentes puntos del país. En 1988, la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños (andes) estimaba que entre 1980 y 1986, 343 maestros perdieron la vida a causa del conflicto armado. Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 19.
35 La segunda parte de la frase corresponde al título de una película chilena de 1973. Véase: Jorge Durán, Aldo Francia, dir. Ya no basta con rezar. (Chile: Fílmico. Cine Nuevo Viña del Mar / Emelco Chilena, Pires. 1973).
36 Juan José Tamayo-Acosta, Para comprender la Teología de la Liberación (Navarra: Verbo Divino, 1989), 179-180.
37 Pastor Bedolla Villaseñor, “La Teología de la Liberación: pastoral y violencia revolucionaria” Latinoamérica. Revista de Estudios Latinoamericanos (2017): 217.
38 Jon Sobrino, Jesucristo libertador (México: Centro de Reflexión Teológica - Universidad Iberoamericana, 1994), 269.
39 Ellacuría, “Seis tareas urgentes para 1985”, 12.
40 Zúñiga Núñez, “Heridas en la memoria…”, 80.
41 Ignacio Ellacuría, Filosofía de la realidad histórica (San Salvador: UCA Editores, 1990), 321, 343-344.
42 Óscar Torres, entrevista de Hugo Sánchez. Óscar Torres: ‘la herida no va a sanar a menos que esté expuesta’ (San Salvador: Contracultura. Diario Digital, 13 de diciembre de 2012).
43 Nelson Portillo, “Juventud y trauma psicosocial en El Salvador”, Revista Estudios Centro Americanos (55, nº 618, abril 2000): 395.
44 Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 3.
45 María L.Santacruz, Rubí E. Arana. “Experiencias e impacto psicosocial en niños y niñas soldado de la guerra civil de El Salvador”, Biomédica, (2002): 384.
46 Por una parte, en el año 2009, nació el Sistema de Protección Social Universal (spsu); por otra, en el año 2014, fue aprobada una Ley de Desarrollo y Protección Social (ldps). Producto de estas creaciones institucionales, el gobierno del fmln ha avanzado en el otorgamiento de alimentación y uniformes escolares, por ejemplo. Véase: Juliana Martínez Franzoni, Protección social para la infancia en El Salvador, Guatemala y Honduras. Avances y desafíos (Santiago de Chile: Organización de las Naciones Unidas, 2014).
47 Martín-Baró, “Guerra y trauma psicosocial del niño salvadoreño”, 22.
48 Martínez Franzoni, Protección social para la infancia… en El Salvador, Guatemala y Honduras. Avances y desafíos (Santiago de Chile: Organización de las Naciones Unidas, 2014), 28, 39.
49 Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 29.
50 Víctor Codina, “Ignacio Ellacuría, teólogo y mártir”, Revista Latinoamericana de Teología (1990): 266.
51 Durante mucho tiempo permaneció la creencia unánime de que había sido la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957) quien bautizó con este apodo a la república centroamericana. Sin embargo, hace algunos años, el investigador Rafael Lara Martínez demostró que el autor del sobrenombre fue creado por un poeta e intelectual salvadoreño, Julio Enrique Ávila (1892-1968). Véase: Rafael Lara Martínez, “El Salvador, Pulgarcito de América (1946) de Julio Enrique Ávila. Crónica de un hallazgo”, Boletín de la AFEHC (2009).
52 Ignacio Ellacuría, “Los asesinos de siempre” (Archivo Personal de Ignacio Ellacuría, S.J. Vols. Caja 13, Carpeta 29.2. San Salvador: Centro Monseñor Romero de la Compañía de Jesús, Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, 1987): 2.
53 Ignacio Ellacuría, “Amnistía y paz” (Archivo Personal de Ignacio Ellacuría, S.J. Vols. Caja 10, Carpeta 09-14. San Salvador: Centro Monseñor Romero, Univesidad Centroamericana José Simeón Cañas, S/F.), 1.
54 Ellacuría, Teología Política…, 92.
55 Roberto Valencia, “¿Qué hay detrás de la campaña de Trump contra las maras?” (The New York Times, 7 de agosto de 2017).
56 Ellacuría, Teología Política…, 91-92.
57 Cfr. Ignacio Ellacuría, Escritos teológicos (Vol. III. III vols. San Salvador: UCA Editores, 2002), 115.
58 Llaman la atención ‒particularmente‒ algunos silencios en la narrativa fílmica dirigida por Mandoki. Omite la denuncia hacia el reclutamiento forzado de niños/adolescentes por las fuerzas guerrilleras del FMLN, un tema sobre el cual hay fuentes de información. Véase: Asociación Pro-Búsqueda de Niñas y Niños Desaparecidos, Historias para tener presente (San Salvador: Save The Children y UCA Editores, 2010); Tania Ocampo Saravia, “Guerra y Desaparición Forzada de Infantes en El Salvador (1980-1984)”, Cultura y Representaciones Sociales (2013); Los Niños y Jóvenes ExCombatientes en su Proceso de Reinserción a la Vida Civil (Rädda Barnen de Suecia - Fundación 16 de enero, 1995); Cristina Garaizaba y Norma Vázquez, El dolor invisible de la guerra, una experiencia con grupos de Auto-apoyo con mujeres salvadoreñas (San Salvador: Mujeres por la Dignidad y la Vida, 1994).
59 Redacción, ““Casas de cartón” o la vuelta de Luis Mandoki”.
60 Kayayan, Infancia y guerra en El Salvador, 29.
61 Vicente Quirarte, “Vergüenza de los héroes. Realidad y mitología del panteón nacional”, en Curso Magistral, Grandes Maestros (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México, septiembre de 2010).
62 Karl Marx, Friedrich Engels, “Capítulo XXIV: La llamada acumulación originaria” en El Capital. Crítica de la economía política (Barcelona: Grijalbo, 1976), 407.
63 Incorporo este pasaje, a partir de la recuperación que de él hace el escritor Vicente Quirarte. Véase: “Los pequeñitos son llevados a cuestas. El llanto es general. Pero algunos van alegres, van divirtiéndose, al ir entrelazados en el camino”. Miguel León Portilla, Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista (México: Universidad Nacional Autónoma de México, DGSCA - Coordinación de Publicaciones Digitales, 1989).
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