Revista Letras EISSN: 2215-4094 Número 64 Julio-diciembre 2018 Páginas de la 73 a la 86 del documento impreso Recibido: 27/3/2018 • Aceptado: 17/9/2018 |
Erotismo indio en «Las mareas vuelven de noche», de Yolanda Oreamuno1
(Indo-Eroticism in “Las mareas vuelven de noche,” by Yolanda Oreamuno)
Ariadne Camacho Arias2
Instituto Tecnológico de Costa Rica, Costa Rica
Sigrid Solano Moraga3
Universidad Nacional, Costa Rica
Resumen
Este estudio se refiere al tema del erotismo oriental (el de India), en «Las mareas vuelven de noche», de la escritora costarricense Yolanda Oreamuno. El cuento relata el encuentro entre una mujer oriental y un hombre occidental, que trata la experiencia de erotismo ligado al contexto indio. Se analiza la fusión entre los amantes en un solo ser que intenta la trascendencia; en el relato, el erotismo está constituido por escenarios palpables a través de los sentidos que refuerzan el carácter espiritual, etéreo y divinizante de la unión amorosa.
Abstract
This study explores Oriental eroticism in “Las mareas vuelven de noche,” by the Costa Rican author Yolanda Oreamuno. This short story narrates an encounter between an oriental woman and an occidental man, addressing the experience of eroticism in India. The text proposes the union of the lovers as transcendental act. In the narration, eroticism is viewed in different scenes drawn by the senses strengthening the spiritual, divine-like and ethereal atmosphere of coming together in love.
Palabras clave: literatura costarricense, narrativa costarricense, erotismo oriental
Keywords: Costa Rican literature, Costa Rican narrative, oriental eroticism
Ella lo abraza con pasión violenta,
sus miembros temblorosos erizados.
Levanta la cara, ansiosa de besos,
y bebe el néctar de sus labios.
Y dice ¡no! y ¡no! todo el tiempo,
por modestia.
Y de su virtud nada queda.
Realiza plenamente el rito del amor,
aunque las palabras no concuerdan.
Amaru
La convulsa historia de India no está exenta de contrastes que llaman la atención de quienes intentan conocer su cultura desde particulares perspectivas. Como toda civilización, al construir su presente, ha atravesado invasiones y conflictos con pueblos, cuyo contacto enriqueció el dinámico legado del que goza dicho país desde sus inicios hasta la actualidad.
Aunque del encuentro entre pueblos no siempre se obtiene un resultado beneficioso, pues la divergencia entre intereses y modos de vida es conflictiva, en el caso de India, el «roce» produjo una efervescencia cultural poliforma entre la que se destaca su literatura y filosofía, tal como sucedió bajo el dominio de los Satavahana (entre el 230 a.C. y el 200 d. C.). En este devenir, su creación literaria está mediatizada por la religiosidad, el simbolismo, las referencias a la génesis, la fantasía y la imaginación, la didáctica, los mitos y la espiritualidad, y esta vinculada con la sexualidad y el erotismo, como particularidad intrínsecamente divina. Para Chen-Apuy, «no hay una verdadera división entre lo profano y lo religioso en la India»4.
En «Las mareas vuelven de noche», ello se configura desde el exotismo de un espacio oriental, que genera extrañeza en el protagonista. Las caracterizaciones de los personajes y espacios se asocian con una cultura india, motivo por el que en el texto la construcción de lo oriental indio se da a partir de ojos extranjeros, máxime considerando que el término hinduismo es de origen extranjero, aplicado sobre todo por occidentales a la religión mayoritaria en la India, además de que «el empleo de una designación extranjera deriva del hecho de que en el sur de Asia no existe una palabra indígena correspondiente»5.
Al igual que la acepción de hinduismo es construida desde afuera, el extranjero, protagonista del relato, hace un esfuerzo por comprender al otro, al personaje femenino, el cual se torna dificultoso; no obstante, a pesar de tal incomprensión, producto de su visión occidental, se origina una relación erótica necesaria de explicar.
En el caso de India, la presencia del erotismo se rastrea en múltiples manifestaciones artísticas, visibles en sus templos (como en los de Khayurajon o en el templo budista de Mahabodi), aspecto que confirma la trascendencia de la sexualidad en lo cotidiano de India. Respecto del vínculo entre trascendentalidad con lo cotidiano, ligado al erotismo, Chen-Apuy afirma que «debemos recordar que lo sexual ha jugado su papel en el simbolismo religioso indio. La representación de 1os mithunas en posiciones amorosas no sorprende a los hindúes, como tampoco el lingam o símbolo fálico, venerado en los templos de Siva»6.
Conviene indagar qué vínculo se traza entre la sexualidad y el erotismo dentro de la filosofía india, cuya respuesta puede encontrarse en la producción literaria dentro del hinduismo, las escrituras védicas: los Vedas, escritos en lengua sánscrita que datan del año 2500 a.C., comprenden una serie de libros acerca del conocimiento material (mundano), religioso (ritualista) y espiritual; de dicha colección, y en lo que concierne al presente estudio, se considera el Átharva-veda, que incluye poemas dedicados al amor, como es el caso de Liana, cimentado en la idea de la fusión de dos seres que logran unirse para alcanzar lo sagrado:
Como la liana se adhiere al árbol
abrazada de punta a punta,
así abrázame,
¡Sé mi amante
y no te separes de mí!
Como el águila
para elevarse
golpea el suelo con sus alas,
así golpeo tu alma:
¡Sé mi amante
y no te separes de mí!
Como el sol
en un día rodea tierra y cielo,
así rodeo tu alma:
¡Sé mi amante
y no te separes de mí!7
De igual forma, se recalca la obra de poetas como Kalidasa8 y Bhartrhari para quienes, tal como lo propone el hinduismo, el encuentro entre hombre y mujer constituye «un equilibrio delicado entre el carbón y el diamante, entre lo supremo y lo perecedero, entre lo material y lo espiritual del hombre»9; es decir, se trata de una fusión que trasciende la carnalidad y que, por tanto, aspira a una unión divina, al punto de que el encuentro debe generar un estado terrorífico tal como cuando se revela el misterio cósmico: de modo contrario, no se trataría de un rito, sino de «un acto profano»10.
Esa construcción del encuentro entre amantes está en el pensamiento hinduista, que privilegia el intercambio sexual más allá de la lujuria y la carnalidad, por perseguir una práctica mística en la que la fusión de dos seres alcance matices divinos. La idea de la sexualidad como acto sagrado se remonta a la unión del principio femenino y el masculino, mujer y hombre, la veneración al yoni y la linga, todo lo cual representa un símbolo de dualidad que remite al misterio de la creación; también se replica en el tantrismo en las figuras de Shakti, diosa, y Shiva, dios: ella encarna lo nuevo, la transformación espiritual, la destrucción del ego, es la creadora de la naturaleza y la naturaleza misma, lo dinámico e inmanente de la totalidad11, mientras que él es la percepción y la conciencia, lo estático y trascendente. Lo anterior significa que ambas polaridades no se excluyen entre sí, sino que una justifica la presencia de la otra y viceversa.
Ambos amantes son la conjunción inseparable, lo eminente, la infinidad cósmica: cuando ambos se desposan, surge la energía y la conciencia imperturbable, «son dos funciones inseparables de la misma realidad única: los poderes representados en ellos están dentro de cada ser humano y es allí, en rigor, donde ocurre la unión»12, lo cual se explica según referentes mitológicos indios: «La mujer participa de la naturaleza Radha y el hombre de la de Krishna. Por ello, “la verdad respecto” a los amores de Krishna y Radha no puede conocerse más que en el propio cuerpo, y este conocimiento a favor de la «corporeidad» tiene una validez metafísica actual»13.
De la anterior descripción se extrae una diferencia entre un erotismo oriental, centrado en la vivencia plena del acto sexual, como forma de aspirar a lo divino, metáfora en la que se conjugan lo místico y lo erótico sin generar conflicto, y uno occidental, entregado a la carnalidad, al disfrute individual y a la búsqueda del placer, aunque ello no significa que las prácticas orientales no hayan logrado permear las occidentales.
En el caso del erotismo oriental, se entiende como un encuentro que trasciende lo sensual (entendido como goce sexual-genital), debido a que se trata de un constructo más amplio que incluye entender al otro, compenetrarse con él y alcanzar un nivel de unión en el que se experimenta sensaciones trascendentes o el «kundalini»14. Toda una suma de etapas lleva a la unión sexual, la cual «se transforma en un ritual mediante el que la pareja humana se convierte en divina. El pranayama y el dharana no constituyen más que los medios por los que, durante el maithuna, se logra la «inmovilidad» y la supresión del pensamiento, la «suprema felicidad»15. Para alcanzar tal estado, es necesaria la voluntad de los participantes en el acto amoroso con el objetivo de «fusionarse» y ser un uno divino en un ambiente cargado de sensaciones percibidas mediante los sentidos, una síntesis entre espíritu y materia que permite al humano alcanzar su más pleno potencial en espíritu y materia16. Es un acto integrado a la cultura y en un sistema de pensamiento específico, circunscrito a un lugar de origen, lo cual se asemeja a lo expuesto por Bataille, para quien
El erotismo de los cuerpos tiene de todas maneras algo pesado, algo siniestro. Preserva la discontinuidad individual, y siempre actúa en el sentido de un egoísmo cínico. El erotismo de los corazones es más libre. Si bien se distancia aparentemente de la materialidad del erotismo de los cuerpos, procede de él por el hecho de que a menudo es sólo uno de sus aspectos, estabilizado por la afección recíproca de los amantes. Puede estar enteramente desprendido de esa afección, pero entonces se trata de excepciones como las que tiene en reserva la gran diversidad de los seres humanos. Lo básico es que la pasión de los amantes prolonga, en el dominio de la simpatía moral, la fusión mutua de los cuerpos17.
En «Las mareas vuelven de noche» la exposición del erotismo se descubre por medio de imágenes sinestésicas; la atracción por el otro, la sensualidad, se exploran por medio de las sensaciones o percepciones subjetivas, en las que «el erotismo direcciona el sentido estético de las sensaciones. Está íntimamente unido al placer y requiere de la seducción y del misterio… El erotismo es la vitalidad, es la liberación de libido. La integración a la totalidad, el descubrimiento de la belleza, la armonía, el equilibrio y la pasión de la entrega»18.
Lo sensorial se convierte en punto de partida de lo erótico; los olores, las miradas, el tacto y la voz son parte de la seducción entre ambos personajes; son factores que se proyectan hacia el encuentro sexual, implícito en el cuento (dadas las elipsis narrativas). Aparecen imágenes asociadas a la atracción mutua entre los protagonistas que sirven para establecer un ambiente que hechiza y atrapa: «Tiene para hablar una voz sin modulaciones, pesada, ritual: una voz de canto una voz entrañable, sensorial».19
A esas percepciones eróticas que generan la atracción y la sensualidad, se debe agregar la ambientación, ligada también a los sentidos, puesto que la mayoría de las escenas no carecen de descripciones en las que se entremezclan «olores densos que penetran en la nariz sin ser llamados: de la tierra cercana, pero invisible, un perfume de sándalo; de la cubierta húmeda y crujiente, un olor de cuero; los cables aroman a brea, las pisadas a silencio, las palabras a gritos, las mujeres a sal, los hombres a raíz» (49).
La construcción del escenario en el que se desenvuelven los personajes se dibuja a partir de elementos que remiten a diferentes significados: la tierra se asocia con un espacio sagrado para la creación y la regeneración con el otro, un lecho amoroso en el que hombre y mujer se fusionan, gracias a su fuerza mágica y femenina20.
Pasemos al significado de la sal y del sándalo. En cuanto a la sal, en diversas civilizaciones reviste un carácter sagrado, debido a su poder para purificar, liberar el alma y conducir al espíritu por el camino correcto, a lo que se agrega que, en India, era considerada un potente afrodisíaco, prohibido a matrimonios jóvenes, ascetas y a los brahmanes; además, servía como protección. En cuanto al sándalo, aparte de que en India es un árbol sagrado de aroma mágico, dulce y exótico21, se subraya su efecto afrodisíaco y calmante para alcanzar la armonía espiritual. Todos los componentes mencionados son importantes no solo en cuanto a que contribuyen a dibujar el escenario previo al encuentro entre la enigmática mujer y el occidental, sino porque brindan detalles acerca del origen de la oriental de la que, al igual que el hombre, poco se dice en el relato; por tanto, se constituyen en «pistas» para entenderla.
Al igual que las descripciones sensoriales, las características físicas sirven para formar el ritual de seducción a partir del misterio que provoca lo extraño, lo otro (ella es oriental y él, occidental). En la mujer, el color de la piel, el cabello negro, sus rasgos faciales (ojos negros, barbilla, nariz fina) o su gestualidad, seducen al varón quien, ante tal atracción irracional, se siente hechizado, y aunque por momentos se entera de ese embrujo, poco puede hacer para evitarlo: «Estoy bajo el embrujo de ese canto» (51). En el caso del varón, también atrae a la oriental, porque sus atributos corresponden al objeto del deseo buscado por ella desde el momento en que su madre murió, «Manda la madre… que yo esté cubierta por un hombre blanco...» (53), sin obviar que este hombre porta las características del padre de la mujer, quien era un hombre de occidente. La unión de oriental y occidental y la diferencia entre ambos es el motor que intensifica la atracción y que se relaciona con la idea de alcanzar lo perfecto mediante la unión de opuestos y el equilibrio que se obtiene, pensamiento que concuerda con las doctrinas del sistema Tandra, el cual indica que «el Macho y la Hembra son manifestaciones polares —y aparentes— de un solo ser primigenio. La Hembra es la “energía” del Macho y el verdadero entendimiento es el que nos revela que el amor y el erotismo son fusión, vuelta al origen, ruptura de los velos aparentes para alcanzar la verdad primera»22.
La diferencia se manifiesta en todo el relato; sin embargo, no representa un obstáculo para el encuentro entre los personajes, cuyos mundos son dispares e incomprensibles, particularidad notable incluso en el lenguaje. Hemos señalado que el varón caía en una especie de «embrujo» cuando la mujer se dirigía a él, puesto que, para el occidental, esa forma de comunicarse es extraña, enigmática: «¿No podrás hablar sin metáforas? ¿No podrías decir una cosa inteligible para mi criterio occidental? Al cabo tu padre lo era y tú sabes cómo hablamos nosotros» (55). No obstante, esa incomprensión no dificulta el ensamble entre hombre y mujer, aun cuando ella podría adaptarse a las exigencias del hombre (en cuanto a lenguaje). A partir del lenguaje podríamos entender las diferencias oriental / occidental que, de acuerdo con el erotismo indio, el personaje masculino es un neófito, un iniciado que apenas está adquiriendo el conocimiento para trascender junto a la mujer, a lo que se suma que «en muchas ocasiones el lenguaje tosco y brutal se utiliza como trampa por los no iniciados»23, quien encarna la prakriti, la naturaleza misma, por tanto, no es de extrañarse que genere igual o mayor extrañeza que el asombro insondable que esta esconde, a lo que se suma un lenguaje oscuro e incomprensible que la mujer utiliza como parte de su ritual erótico.
Continuando con la presencia de lo erótico, hay que referirse al ritual en el que la mujer sugiere al hombre lo que sería su primer encuentro sexual, una invitación al goce, revestida de carácter divino, con el fin de que ambos personajes se conviertan en uno. En este ritual, establecen ciertos tropos ligados al simbolismo de la fertilidad y que son mencionados dentro de la diégesis, por ejemplo, la lluvia, la humedad y la luna. En el caso de la luna, el astro funciona como una marca del momento en el que el personaje femenino debe de unirse con el hombre: «Manda la madre que al alzar en dos lunas su sandalia, yo esté cubierta por el hombre blanco, igual a mi padre…» (53), a lo que se agrega que la luna, de acuerdo con su caracterización mítica, establece el momento propicio para la compenetración de la pareja, debido a que
concierne a la divinidad de la mujer y a la potencia fecundante de la vida encarnada en las divinidades de la fecundidad, fundidas en el culto de la gran madre. Esta corriente perdurable y universal se prolonga a través del simbolismo astrológico, que asocia al astro de las noches de impregnación de la influencia maternal sobre el individuo en cuanto a madre, alimento, madre-calor, madre-caricia, madre universo afectivo24.
En el relato, la madre-luna muere; es decir, acaba su ciclo y con su ausencia el chacal desaparecerá, de modo que la oriental acudirá al hombre para consumar el acto sexual que la liberará de la maldición que carga desde su nacimiento. Ella indica que el chacal solo podrá morderla una vez «el año que comenzará después de dos lunas, y pasado ese año el que comenzará en catorce lunas» (53). De la lectura, se colige que la luna cumple el papel de madre, debido a que el ritual que la mujer debe cumplir está regido por la misma madre: «Ya comienza a levantar mi madre su vuelo. Mi chacal va a morder, y eso antes de la segunda luna» (55).
Propiamente en el hinduismo, la luna «es el término de la vía de los ancestros, los cuales no están liberados de la condición individual pero producen la renovación cíclica»25, condición que, además de afirmar el papel de la luna como el origen del personaje femenino, constata el carácter cíclico y repetitivo que vive la mujer en el ritual de unión con el hombre (su madre se une previamente con un hombre blanco). Debido a esta repetición, que es acto mítico y sagrado, se obtiene la anhelada regeneración divina:
el tiempo sagrado, es decir, un tiempo esencialmente distinto de la duración profana que le precede. Puede designar también el tiempo mítico, recobrado unas veces por un ritual y realizado otras por la repetición pura y simple de una acción que tiene un arquetipo mítico. Por último, puede designar también los ritmos cósmicos (por ejemplo, las hierofanías lunares) en tanto en cuanto estos ritmos son considerados como revelaciones —entiéndase manifestaciones, acciones— de una sacralidad fundamental subyacente al cosmos26.
El texto liga a sus personajes con lo sagrado; la mujer establece una relación directa con la divinidad, razón por la que en ocasiones es incomprensible para el hombre; además, una seducción se percibe como un embrujo del que es difícil escapar. Agregado a esto, esta relación divinidad y humanidad tiene su explicación, en el aprendizaje ascético del iniciado, frente a la mujer conocedora del ritual trascendental en el que está inmerso: «El neófito debe dominar perfectamente los sentidos, y con este propósito debe aproximarse por etapas a la mujer devota y transformarla, mediante una dramaturgia iconográfica interiorizada, en diosa»27. Como todo ritual, este encuentro y el acercamiento a lo trascendental consta de etapas. El personaje masculino, a partir de su focalización occidental huye antes de integrarse, a pesar de las instrucciones de la mujer de permanecer junto a ella.
La huida del hombre está marcada por las mareas, que alcanzan protagonismo en el relato: en ese momento han subido y acompañan sentimientos de extravío y desasosiego. El mar parece adquirir vivacidad e, incluso, se animaliza («muerde»), y se convierte en una criatura temible («La marea ha llegado a su máximo, las olas se muerden y muerden el malecón») (64) justo cuando él decide romper con el destino que le impuso la mujer. Entre otras relaciones, se hace hincapié en que las mareas altas, conocidas como pleamar, están dominadas por el movimiento lunar, un elemento más que presente en la historia y que es definitorio en lo que respecta al sino de la oriental:
la causa de las mareas es la atracción gravitatoria ejercida por la luna y el sol, la situación relativa de estos dos astros con respecto a la tierra en un momento dado hará que sus respectivas atracciones se sumen, dando lugar a mareas más pronunciadas de lo habitual… No es de extrañar, por tanto, que la altura máxima que alcanzará el agua (pleamar) un determinado día esté de alguna manera relacionada con la fase en la que se encuentre la luna28.
Conforme a la analogía madre-luna, el hombre experimenta la cercanía de la madre por medio de un hecho insólito, en el que se entremezcla la catalepsia: el occidental, tendido en la cama de un barato hotel, siente que su mano, poseída por una fuerza desconocida, cobra vida y desea asfixiarlo. Ese gesto ambiguo de asesinato, convertido en una caricia de absolución de huida, recuerda al hombre la inminente presencia de la mujer oriental a quien no olvida, a pesar de sus esfuerzos, debido a la impresión que le causó desde un principio el aroma de su piel, la forma de sus ojos y su atrapador cabello negro.
Tal escena, aparte de reforzar la idea del inexorable destino, sellado por una mujer maldita que embruja con sus encantos, muestra el carácter ambivalente de las diosas indias, quienes «reúnen tanto atributos de dulzura como atributos terroríficos, además de que son a la vez divinidades de la fecundidad y de la destrucción, del nacimiento y de la muerte (y con frecuencia también diosas de la guerra)»29. Después del acto, la mano que aniquila y conforta vuelve a su estado normal, el tiempo sagrado acaba, el hechizo parece romperse; mientras el hombre recobra una aparente calma, queda a la espera de un nuevo encuentro con la extraña mujer del conjuro, con aquella con quien se fusionó para burlar al chacal y salvar a la dama, cuyo eco, a pesar de su lejanía, ha dejado el recuerdo de lo inesperado que repele y atrae a la vez:
Y entonces siento que con piel transparente, de color de oliva, con piel que huele a violetas y sabe a miel, mis dedos me acarician la boca recorriendo su contorno, deteniéndose dulcemente en las comisuras, pasando como una brisa buena, sobre su superficie. El gesto es dulce, entrañable, profundo. Luego mientras mis ojos lloran y los músculos todos se relajan, su mano baja hasta el sitio de costumbre, se tiende inofensiva, y desde el barco que ya no parpadea a lo lejos me llegan estas palabras: «Yo seré la mano de mi señor, el látigo con que azota, el gesto con que acaricia, el viento que se lo lleva, la voz con que me despide» (26).
1 Recibido: 27 de marzo de 2018; aceptado: 17 de setiembre de 2018.
2 Escuela de Ciencias del Lenguaje. Correo electrónico: arcamacho@itcr.ac.cr
3 Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje. Correo electrónico: sigrid.solano.moraga@una.ac.cr
4 Hilda Chen-Apuy, «Simbolismo y estética en el arte indio», Revista de la Universidad de México (1966) 4.
5 Cybelle Shattuck, Hinduismo (Madrid: Ediciones Akal, 1999) 14.
6 Chen-Apuy, 8.
7 José María Martínez, El mundo de la antigüedad (México: Consejo Nacional de Fomento Educativo, 1976) 190.
8 Acerca del erotismo en Kalidasa, léase el poema «Rithusamharam», del que se extrae la siguiente estrofa:
To relieve their lovers of heat,
women make them lie
on their girdled, round hips covered with silken robes, or
on their sandal anointed breasts
heavy with ornaments.
They seek help from fragrant flowers
set in coiffures after a bath,
to intoxicate and delight their lovers.
9 Federico Ortiz, Amor y desamor (México: Editorial México, 2007) sp.
10 Mircea Eliade, Erotismo místico en la India (Barcelona: Kairós, 2002)13.
11 Elsa Cross, «El erotismo y lo sagrado en Octavio Paz: ensayos en homenaje a Octavio Paz», Festines y ayunos. Ensayos en homenaje a Octavio Paz (1914-2014), Xicoténcatl Martínez Ruiz y Daffny Rosado Moreno, eds. (México: Instituto Politécnico Nacional, 2014) 18.
12 Cross, 19.
13 Eliade (2002), 18.
14 Eliade (2002), 15.
15 Eliade (2002), 14.
16 Cross, 18.
17 George Bataille, El erotismo (Barcelona: Tusquets, 2007) 14.
18 Hierro, citado por Ercilia Argüelles, Apuntes para un análisis del erotismo en Regla de Ocha (Fuenteventura: Cabildo Insular de Fuenteventura, 1998) 387.
19 Yolanda Oreamuno, Relatos escogidos, Alfonso Chase, ed. (San José: Editorial Costa Rica, 1995) 51; en adelante los números de páginas se indican entre paréntesis en el texto.
20 Mircea Eliade, Tratado de la historia de las religiones (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1974) 18.
21 Eliade (1974), 22.
22 Ramón Xirau, Entre la poesía y el conocimiento. Antología de ensayos críticos (México: Fondo de Cultura Económica, 2013) sp.
23 Eliade (2002), 15
24 Jean Chevalier, Diccionario de símbolos (Barcelona: Editorial Herder, 1986) 821.
25 Chevalier, 822.
26 Eliade (1974), 182.
27 Eliade (2002), 17.
28 Juan Carlos Ortiz, Introducción a la oceanografía física (Barranquilla: Editorial Universidad del Norte, 2015) 113.
29 Eliade (1974), 205.
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