ISSN: 1405-0234 • Revista Nuevo Humanismo •

Vol. 1(1), Julio-diciembre, 2013: 113-125

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Cuentos

Viva yo y Pelamis (balbuceos)


Gabriel González-Vega

Centro de Estudios Generales

Universidad Nacional, Costa Rica

gabriel.gonzalez.vega@una.cr

Prólogo oportuno

A inicios de los setentas, descubrí Bahía Ballena en el Golfo de Nicoya. Primero a campo traviesa, a bordo de un aguerrido jeep que domó pastizales y polvaredas, y luego hacinado en botes chiquitos y feos que anclaban en el mísero Tambor, cuando aún no era Barceló y, por ende, más pacífico y más bello.

Muchas veces exploramos con ímpetu juvenil mar y tierra, espejo y cintura. Una vez que el caserón de doña Paquita estuvo lleno, a Chema y a mí nos dieron la opción del granero, junto a otros dos cristianos, a los que en la tarde habíamos visto tirados boca abajo, literalmente, en la inmensa playa. En su ropa de oficina, sus líneas formaban un peñasco de arena empapada, su destino una mueca de disgusto. El cuento y el escarnio de “Viva yo” no se los debo a la imaginación.

Tampoco la sorpresa de una lánguida serpiente flotando entre nosotros y ese regusto ancestral en las aguas mansas, origen del cuento “Pelamis” (también inédito), que concebí mientras rumiaba la injusticia social que en el 74 me llevaría a luchar, estudiante de Derecho junto a campesinos sin tierra, bajo el alero del Frente Popular Costarricense.

Cuarenta años después, pienso que las ideas y los sentimientos garabateados no tienen edad, son como aves intrépidas que de repente alzan vuelo, y algún día, quizá, estas imágenes fecunden otras vidas anhelantes como la mía.

Viva yo

Cada uno para sí y Dios contra todos”.

Werner Herzog, 1976

Tres días de ron, guaro y cerveza.

Tres días de sudar, caliente, helado, empapado, palmo a palmo, el cuerpo flojo y gordo.

Tres días circulares de tablones y palmas apretujándose en el granero. Boca arriba: sorbiendo con torpeza. Eructando pedos y ansiedades. Boca abajo: gimiendo, mugiendo sonidos pretéritos en la pesadez azarosa de su mole grasienta. En lo hondo, el escozor cotidiano del fracaso, de su ínfima mediocridad, de su vida estrecha y sin sentido, como la habitación oscura y pequeña en la que se enreda su borrachera. Burocrático. Su cuerpo de iguana se arrastra lerdo a consumir la última cuarta tirada en una esquina de la pestilencia.

¡Ay, ay, ayyyy! ¿Cómo hago? ¿Cómo hago? ¡Luz! Luz! La presión insoportable del abdomen, como tragándose a sí mismo. Las piernas, flácidas cañas quebrándose en trepidaciones desgarradas. Al mundo se asoma vidrioso y rojizo, inyectado de pavor y angustia. Trastabilla como un sordo lamento. Desgajado muñecón de trapo, una sola masa de humores, quejidos, hedores y caídas. Defeca sintiendo que el alma se le escapó entre la mierda. Como una presencia intraducible, denigrante, irrenunciable, siente la tibia humedad que baja por sus piernas y acaricia su cuerpo tumefacto y viscoso. En espasmos sucesivos, arroja alcohol y filamentos de carne, escupiéndose la jeta y el sexo, escurrido y sucio. Así interminables minutos, conciencia de su propia putrefacción, negación profunda y grotesca, como clamor desesperado.

¡Hugo, vení! ¡Aaag! ¡Huuugo! Adormecido en el camón, distante que no distinto, Hugo, amigo, beodo y cansado: ¡No me jodás! ¡No me jodás! ¡Callate hijueputa!

Derrumbado. Heces y alcohol. Transpiración de la tierra y la piel. Recogido y concentrado como pócima hedionda. Valverde consigo mismo; su niñez, su mujer, su agonía. Valverde-orines, Valverde-horror; montículo informe, atrapado en su propio asco, grita, aúlla su última puñalada de dignidad. Puñalada que quiebra la noche como una muerte espantosa, incrustada en cada uno, en cada cosa.

¡Viva yo!

¡Y solamente yo!

Gabriel González-Vega, 1974

Pelamis (balbuceos)

Tambor asoma apenas de entre el verdor claro, al fondo de la bahía.

En Cóbano, largos pastizales resecos se quiebran sordos en oleadas de viento.

Una lámina de azul intenso. Verde y metales. Fragua de colores.

Humaredas de polvo, enfilan caprichos a las nubes somnolientas.

La arboleda desordenada se derrama, sombrillas rotas, tras los escollos sumergidos.

Las reses, pardas, grises, moles pesadas y escandalosas tronchando el exiguo alimento.

Lujoso “Land Rover”, adecuadamente equipado, pic-nic, radio “Sony” y “Kodak Instamatic”.

El pie moreno, de callo antiguo, perfila huellas de niño en la sequedad volátil del día, como otros siempre, cargado de sol, pesado; de hambre y aspereza.

Sánguches jugosos en papel celofán; ¡cuidado mijito, puede haber animales! Harto y curioso, ojillos bailarines: papáguayabera, mamálociones, primitorrubio, abuelaquébarbaridáenmistiempos…

Seis horas de sudor, de grito y espinas; de vuelta, tablones y paja, molienda y tristeza. Gui, gui, buen buey, gui, gui, bueguí; el chuzo afilado señala el camino.

Negri-amarilla, apenas medio metro, sedosa humedad, la tímida serpiente atrapa el pequeño tallo. Niño blanco, asustado, despavorido, grita el animal-dedo aferrado a su instinto.

Ronroneo tardío, el pie en falso, entre maleza, coletazo erguido, la cascabel airada muerde velocísima y suelta. Serpiente, pierna, charral, un solo panorama, sereno y doloroso.

Segundo piso de la Clínica Católica. La habitación amplia, desafiantemente blanca, limpia, desinfecta; tropel de enfermeras, médicos, parientes.

Un rudo torniquete de cabuya; chupa-chupa desesperadamente, entre los sacos se amorata el pie-tamal, pie-babosa, pie-deforme.

Algunos años.

Al volante del “Range Rover”, último modelo, el joven propietario inspeccione los nuevos hatos. Gui, gui, buen buey. ¡Movete, vago cabrón!, hambre y dolor, un moreno gui, gui, buen buen, bueguí.

Gabriel González-Vega, 1974

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