Revista Perspectivas:
Estudios Sociales y Educación Cívica

N.° 21. Julio-Diciembre, 2020
ISSN electrónico: 2215-4728
Doi: http://dx.doi.org/10.15359/rp.21.1
URL: http://www.revistas.una.ac.cr/perspectivas
Licencia CC BY NC SA 4.0

Género y generación: una necesaria clarificación conceptual

Gender and generation: A Necessary Conceptual Clarification

Luis Armando González*

Fecha de recepción: 10/04/2020 • Fecha de aceptación: 07/05/2020

Resumen: El autor hace una revisión de los conceptos de género y generación con el propósito de poner en evidencia la confusión que hay en su uso. Propone tomar como marco de referencia los criterios que se siguen en las ciencias naturales, en especial en la biología evolutiva, para definirlos. Plantea que la noción de cohorte generacional es más útil que la idea de generación a la hora analizar los tejidos generacionales en un momento determinado o a lo largo del tiempo.

Palabras clave: género; generación; cohorte generacional; sexo; biología evolutiva.

Abstract: The author makes a review of the concepts gender and generation with the purpose of evince the confusion that exist in their use. He proposes to take as framework the criterion that the natural sciences follow, especially in the evolutionary biology, for define them. He poses that the notion of generational cohort it’s more useful that the idea of generation, when analyzing the generational tissue on a specific moment or over time.

Keywords: gender; generation; generational cohort; sex; evolutionary biology.

“Existe el misterio, pero nunca la magia, y lo más hermoso es poder, al fin, explicar esos misterios. Las cosas se pueden explicar y nuestro privilegio es hacerlo”.

Richard Dawkins, La ciencia en el alma

Introducción

Hay autores que manifiestan un abierto rechazo a la clarificación conceptual, pues la consideran una pérdida de tiempo. Otros, en cambio, no rehúyen el debate conceptual; más bien, al contrario, son prolijos en el tratamiento de los conceptos propios y ajenos. Es probable que la postura correcta esté en medio de las dos mencionadas; y, si es así, habría que reconocer que la clarificación conceptual, sin serlo todo, no deja de ser útil para orientarse en la realidad, especialmente, cuando en esta proliferan las nociones confusas, fanáticas o simplistas de los fenómenos.

Es con el ánimo de aportar a la imprescindible clarificación conceptual que se han redactado las líneas que siguen a continuación, las cuales se centran en dos nociones que, de tanto ser llevadas y traídas –y peor ha sucedido desde que entraron en los circuitos mediáticos— han terminado por significar lo que a cada quien le parece que significan: género y generación.

Como hay que cuidarse de los relativismos sin fundamento y apelar a criterios de validación lógica y empírica de cualquier enunciado, la referencia tomada en cuenta aquí para examinar los avatares de las expresiones citadas son las luces que el conocimiento científico nos ofrece al respecto, ya que es este un conocimiento que descansa, precisamente, en la racionalidad lógica y en la evidencia empírica tomada de la realidad.

Es preocupante ver cómo en la época actual, al tener a mano esa gran herramienta explicativa que es la ciencia, se siga recurriendo, incluso en ambientes académicos, a nociones ancladas en tabúes, mitos y religiones para encarar los enigmas y problemas planteados por la realidad natural y socionatural.

Apelar a los criterios de racionalidad vigentes en la ciencia nunca está demás en contextos socioculturales tan proclives al conservadurismo, al tribalismo y al infantilismo, así como a la manipulación de las conciencias posibilitada por esos y otros ismos.

De hecho, el infantilismo es un síntoma de lo que, en otro escrito, califiqué de medievalización cultural; el infantilismo es un rasgo:

que caracteriza a distintos sectores sociales, no necesariamente, jóvenes o en edad infantil. Consiste… en la aceptación (o imposición) de una condición de “minoría de edad” que impide comportarse y tomar decisiones autónomamente, y asumir responsablemente, las consecuencias de las propias acciones. En virtud de esa condición –aceptada o impuesta— son siempre los otros los responsables de lo que le sucede o hace la persona infantilizada (sin importar cuán mayor de edad sea). Esto va más allá del ‘infantilismo religioso, según el cual todo lo que les sucede a (o hacen) las personas –obtener o perder un empleo, levantarse todos los días, casarse o divorciarse, tener una enfermedad o resbalar por las escaleras— obedece a la voluntad de dios, pues se extiende a prácticas como la violencia criminal, las relaciones de pareja y los abusos de poder cuyos agentes –aunque obren con plena conciencia y plena libertad— no dudan en recurrir, para justificar sus acciones y eximirse de responsabilidades, a los condicionamientos sociales, las relaciones de poder o la cultura en la que fueron educados. Son “otros” los responsables: el infantilismo anula la propia responsabilidad al anular la capacidad que tienen los individuos –a partir de una cierta etapa de su vida— de tomar decisiones por su propia voluntad (González, L. A., 2018).

El nuevo generacionismo –la proclamación de que la solución de todos los problemas y fallas sociales, políticas y culturales está en manos de una nueva generación— hace parte de un entramado de creencias, según lo cual, todo lo positivo tiene un correlato en lo joven, y claro está lo opuesto se da como algo inobjetable: lo viejo es lo negativo.

Y cuando personas jóvenes –en cargos de relevancia pública o privada— se equivocan, las justificaciones de los nuevo generacionistas no se hacen esperar, siendo la primera que se trata de jóvenes y la segunda que, al igual que los viejos se equivocaron, también los jóvenes tienen derecho a equivocarse. Con lo cual lo que se viene a decir es que ser joven es no solo una seña de identidad positiva, sino una coartada para evadir responsabilidades y dar cuenta de los propios actos.

La “juvenilización” sociocultural que se abrió paso, de manera evidente, desde los años noventa del siglo XX ha contribuido (y lo sigue haciendo) a este posicionamiento de lo joven como sinónimo de innovador, creativo, libre y sin las responsabilidades de los “viejos”. En este mismo ambiente, se abrió paso el tema generacional, como un asunto mediáticamente compartido. Y la palabra género se puso en circulación (y sigue) en los más variados ambientes, dando pie a un uso confuso del término que en poco ayuda a entender lo que se juega en él.

En un país como El Salvador (y quizás suceda lo mismo en otras naciones) el tema del relevo generacional se suele presentar como una lucha entre jóvenes y viejos, siendo los primeros los portadores de una nueva forma de comportarse y de ver la vida. Es así como, en uno de los más recientes temas de debate, el Presidente de la República, Nayib Bukele (quien se considera representante de una nueva generación) se refirió a una nueva Fuerza Armada, formada por una generación joven, sin los vicios y ataduras de la “vieja” Fuerza Armada.

Por el lado del debate cultural, el asunto ya no de las nuevas generaciones, sino del “género” como algo referido a una sexualidad construida socialmente, tiene un lugar relevante en los foros y las discusiones de tipo feminista. Por último, se tiene las acepciones que una parte de la comunidad científica (la de los biólogos evolutivos, genetistas, paleontólogos y paleoantropólogos) que usan los términos género y generación en un sentido bien particular, como se verá a continuación.

En definitiva, el debate y la reflexión, el significado de las expresiones “género”, “generación” y afines (como “nueva generación”, “cambio generacional” o “relevo generacional”) trasciende lo meramente conceptual, y no remite a dimensiones identitarias, individuales y colectivas, desde las que se fraguan las acciones y las interacciones sociales.

La propuesta que aquí se hace de la noción de cohorte generacional pretende ayudar a fraguar una nueva manera de entender cómo en los procesos colectivos, tanto en los cotidianos como en los que se cambia abruptamente ejes importantes de la estructura social, intervienen agentes de distintas edades, sexualidad, educación y condición social, pero que coinciden en los vínculos gregarios, la transferencia cultural inmediata y las energías mentales y físicas.

Y, asimismo, es una noción que permite explicar el complejo tejido, biológico y cultural, que se da entre los individuos y los grupos a lo largo del tiempo, asegurando la continuidad de las tradiciones y del nexo social, pero también, dando la pauta para los puntos de quiebre menores o mayores.

Uso científico de la palabra

La palabra género es ciertamente singular; en la actualidad, lo normal es que se haga uso de ella para los fines más diversos, incluidos los reivindicativos, que en cuanto tales y siempre que se persigan fines que nos lleven a una mayor justicia) merecen ser respaldados sin reticencias.

Me permito una anécdota personal: al asistir, a finales del año 2019, a la presentación de una revista académica, en las mesas de entrada había una hoja para llenar por los asistentes, en una de cuyas casillas decía género, me sentí confundido y dudé sobre si poner humano, masculino, hombre o heterosexual. Sin estar seguro, puse masculino, recordando que cuando era niño y adolescente la pregunta acerca del género, en una petición de información como la que se me hacía, admitía dos respuestas: masculino y femenino1.

Sin embargo, desde aquellos años sesenta y setenta del siglo XX (en los que viví mi infancia y juventud hasta esta segunda década del siglo XXI, se han vertido mucha tinta y palabras sobre la expresión “género”, de tal suerte que no siempre se puede estar seguro de lo que está en juego cuando se la usa.

Así que lo mejor es partir del terreno más seguro que tenemos para hablar de género, y este es el científico. La palabra, por cierto, llegó a la ciencia (concretamente, la taxonomía y, posteriormente, la biología evolutiva y la paleontología) desde la filosofía aristotélica que tuvo el acierto de plantearla con una claridad asombrosa, como no podía ser para menos tratándose de Aristóteles, el creador de la Lógica.

Uno de los propósitos de este filósofo era definir correctamente los entes naturales. Y es en ese marco que la palabra le sale al paso como un recurso útil: los entes naturales pertenecen, como individuos, a clases más amplias con las que tienen relaciones de semejanza: constituyen su género próximo.

La primera tarea al definir un ente consiste en adscribirlo a su género próximo, pero no basta con ello, pues, debe ser identificado (definido) en su especificidad, o sea, en su diferencia específica. El resultado de todo ello, es la definición del ente: la determinación de su género próximo y su diferencia específica.

Esta determinación se construye (o expresa) en una proposición lógica según la cual, del sujeto gramatical se predican, mediante el conectivo ser, sus accidentes. Es clásica la definición aristotélica del ente humano: “animal racional”, en la cual el género próximo es su animalidad –compartida con la clase formada por los animales— y la diferencia específica es el alma racional.2

Solo para dejar constancia de la forma de argumentar de este filósofo y, por supuesto, de cómo aparece la noción de “género” en su formulación, vamos a permitirnos citar este párrafo del Libro VII de su Metafísica:

La definición debe ser la noción de un objeto uno, puesto que esencia significa, como hemos dicho, un ser determinado. Por lo pronto tenemos que ocuparnos de las definiciones que se hacen para las divisiones del género. En la definición no hay más que el género primero y las diferencias. Los demás géneros no son más que el género primero y las diferencias reunidas al género primero. Y así el primer género es animal; el siguiente, animal de dos pies; y otro, animal de dos pies sin plumas. Lo mismo sucede si la proposición contiene un número mayor de términos; y en general poco importa que contenga un gran número de ellos o uno pequeño, o dos solamente. Cuando no hay más que dos términos, el uno es la diferencia, el otro el género; en animal de dos pies, animal es el género; la diferencia es el término. Sea por lo tanto, que el género no exista absolutamente fuera de las especies del género, o bien que exista, pero exista sólo como materia (el sonido es, por ejemplo, género y materia, y de esta materia derivan las diferencias, las especies y los elementos), es evidente que la definición es la noción suministrada por las diferencias (Aristóteles, s.f.).

No hay, en esta formulación sobre el género, elaborada en la antigüedad griega, una referencia al sexo de los entes humanos, ni a lo masculino o lo femenino. Es una fórmula para agrupar individuos a partir de sus semejanzas, que es complementada por la identificación de aquello que los hace específicamente, únicos.

En el lenguaje común esta visión del género ha estado presente desde tiempos remotos, y se usó para referirse a las telas, a las cuales se llamaba “géneros”, y aún ahora se usa para hablar de géneros musicales. En la concepción de Aristóteles el lenguaje se articulaba, como ya se dijo, a partir de dos partes (sujeto y predicado) unidas por el conectivo “es”, que revela la dimensión ontológica de las sustancias y sus accidentes o atributos.

En la modernidad, el eco de la noción aristotélica sobre el género y la especie se hace sentir con fuerza, y la taxonomía la hace suya como herramienta de clasificación de las especies vivientes, entendidas, en lo esencial, como un agrupamiento de individuos que se pueden cruzar entre sí y dejar descendencia. El punto de partida, sin embargo, son las semejanzas morfológicas entre estos individuos, las cuales permiten agruparlos como parte de una misma especie. Los integrantes de una especie cercana, tienen semejazas con ellos, pero también diferencias notables, y así sucesivamente.

Al final, un género puede dar cabida –y en efecto, así lo hizo la taxonomía— a especies con rasgos morfológicos compartidos, pero con diferencias morfológicas irreductibles entre ellas. Y, dentro de las especies, a individuos, no solo semejantes en sus estructuras anatómicas, sino con capacidad de tener descendencia fértil entre ellos.

Cabe anotar aquí, por otra parte, que la biología evolutiva ha encontrado evidencia firme de que no es nada extraño que individuos de especies distintas, dentro del mismo género, pueden tener descendencia fértil, es decir, descendientes que, a su vez, pueden tener descendientes a los que heredan los genes de sus padres, y no que son una mezcla morfológica de ambos. Es gracias a ello que genes de neandertal se han conservado en poblaciones de procedencia europea y no en las subsaharianas, tal como lo anota Juan Luis Arsuaga en su libro Vida, la gran historia (2019).

El género es, pues, tomado como una categoría que agrupa a varias especies, que a su vez son una colección de individuos. No hay en esta concepción de género una referencia a la sexualidad, a lo masculino o la femenino, en cuanto que lo sexual se juega en el plano de los individuos y sus relaciones reproductivas al interior de la especie a la que pertenecen, siempre y cuando estos individuos se reproduzcan sexualmente.

Las distintas disciplinas biológicas heredaron la herramienta de clasificación de la taxonomía clásica –que tuvo en Charles Linneo (1707-1778) a su gran artífice— y el instrumento ha sido afinado y corregido en muchas de sus implicaciones teóricas. Para el caso, la noción de género no solo es una categoría de clasificación de especies, sino que apunta a un parentesco real, biológico, entre esas especies –y por supuesto, entre los individuos que las forman—.

De la misma manera, un parentesco «real», biológico, entre los distintos géneros de todas las especies de seres vivos –y entre las familias, los órdenes, las clases, los filos y los reinos— que es evolutivo, y que se remonta a un Ancestro Común Universal (LUCA), que vivió hace unos 3500 millones de años. En su ensayo “Apuntes para un concepto del género y la especie en la Historia de la Botánica”, Enrique Álvarez López, resume las ideas centrales que sobre el género y la especie en la historia de la botánica:

…creemos se puede llegar a las siguientes conclusiones: 1. Los seres naturales son observados, a partir de la iniciación del proceso científico y hasta donde llega nuestro conocimiento histórico del mismo, como formando parte de grupos dados, que unas veces son géneros y otras son especies. El conocimiento vulgar y precientífico se orienta manifiestamente en el mismo sentido. 2. Los géneros pueden ser vistos como conjuntos en los que las notas genéricas son claramente aparentes, en tanto que las especificas se manifiestan borrosas o confusas, o bien como una unidad fundada en notas comunes en la que se destacan de modo preciso las unidades subordinadas o especies que las integran; en cuanto a las especies aisladas pertenecen a géneros monotípicos, a lo menos para la experiencia del observador u observadores que las definen y que no conocen las que están emparentadas con ellas. 3. Los nuevos géneros se constituyen o crecen por la adición de formas afines en torno de uno o varios prototipos, o por discriminación de nuevas formas en lo que al principio ha podido parecer un conjunto unitario. 4. Muchos de estos géneros y especies son naturales en el sentido de haber sido confirmados por el estudio posterior y admitidos y conservados en la ciencia después de la revisión linneana; otros lo son también aunque haya variado su categoría taxonómica, ya que de todos modos entre las especies o subgéneros agrupados en ellos existen relaciones morfológicas evidentes (Álvarez López, 1944).

En fin, y para efectos de estas notas, el concepto de género es parte del arsenal imprescindible de la ciencia biológica actual, lo mismo que el de especie, individuo y gen. No hace referencia, como ya se dijo, al sexo o a lo sexual, pues esta dimensión (o aspecto) atañe a los individuos que forman una especie, siempre y cuando se reproduzcan sexualmente. Y en estos casos, en la ciencia biológica, las expresiones que se usan —ya se trate hombres o mujeres que se dedican a la biología— son “machos” y “hembras”.

¿Qué sucede en el caso de los seres humanos? Aquí el razonamiento es el mismo. Los individuos humanos actuales pertenecemos a una especie –la Homo sapiens— que surgió evolutivamente en África y que se irradió por el mundo desde hace unos 100 o 150 mil años. Se trata de una especie biológica como cualquier otra, que compartió género como otras especies humanas (género Homo que no quiere decir hombre, ni macho, ni varón), ya desaparecidas, la última de las cuales –con la que el Homo sapiens compitió, compartió recursos y tuvo amoríos— fue la especie Homo Neanderthalensis, desaparecida hace unos 40 mil años.3

Desde entonces, los Homo sapiens hemos colonizado el planeta, dando muestras de un enorme éxito reproductivo, creado sociedades diversas y un mundo cultural rico en manifestaciones religiosas, artísticas, filosóficas y científicas. Hemos creado un enorme potencial tecnológico, industrias extraordinarias y una riqueza nunca antes vista, aunque muy mal repartida.

Lo pobreza, las guerras, el deterioro ambiental, el fanatismo y la ignorancia siempre están presentes, aunque –como señala Steven Pinker—en retroceso desde la llegada de la Ilustración, en el siglo XVIII. Nuestras capacidades inventivas, posibilitadas por la evolución biológica de nuestro cerebro, nos han permitido crear concepciones, normas éticas y jurídicas que, centradas en nosotros, nos han llevado a creer que no solo ocupamos en el universo, un lugar distinto que el resto de seres vivos, sino que se nos deben (y nos merecemos) prerrogativas especiales.

Nos resistimos a aceptar que nuestro cercano parentesco con los chimpancés los hace merecedores de las mismas prerrogativas; y también que si otras especies del género Homo hubieran sobrevivido hasta el día de hoy –digamos, por ejemplo, habilis, erectus, ergaster, rudolfensis o neanderthalensis— o les atribuiríamos los mismos derechos humanos que con tanto celo defendemos para nosotros o se armaría un tremendo conflicto, porque esos humanos seguramente pelearían con uñas y dientes –y seguramente con armas— para defender su humanidad.

Género y sexo

No hemos dejado de pensar sobre nosotros mismos desde que irrumpimos como especie, lo cual fue catapultado por la adquisición-invención del lenguaje. Pensar sobre nosotros y sobre lo otro, su origen, sus causas y su razón de ser es una ocupación, o preocupación, que hunde sus raíces en tiempos remotos.

Nuestra identidad, quiénes somos y por qué somos así, ha sido y es un tema recurrente en todas las culturas y las sociedades. De tal suerte que no ha sido casual que un asunto tan decisivo en nuestra vida, como individuos biológicos que se reproducen sexualmente, sea la identidad sexual y que algunas de las preguntas que más nos han acuciado estén referidas a qué es lo que nos hace sentirnos como hombres y mujeres, qué tan diferentes o semejantes somos en nuestra sexualidad y si los comportamientos y los sentimientos asociados a ella son aprendidos o nacemos así.

Lo sexual está presente, como exaltación ritual o como motivo de condena, en todas las religiones. Y los dioses o dios, en el caso de los monoteísmos, no dan la espalda a esa dimensión de la realidad humana, que, en el caso de los dioses de la Grecia clásica, es también una dimensión suya.

Si nos atenemos a criterios estrictamente biológicos, un género agrupa a especies cuyos integrantes se pueden reproducir, o no, sexualmente. En el caso de los individuos Homo sapiens, se hace sexualmente. Asimismo, no es inoportuno anotar aquí que somos unos primates –pertenecemos a ese Orden— cuya sexualidad no se agota en lo reproductivo, sino que abarca comportamientos ajenos a la generación de descendencia, es decir, somos unos primates con una sexualidad biológicamente versátil, que es lo que está en la base del erotismo y los juegos sexuales diversos (que gustan también a nuestros parientes bonobos).

Y si se le da una vuelta más a la tuerca, aquí posiblemente esté la raíz de las creaciones simbólicas relativas a la sexualidad propias de los humanos, y que han dado la pauta para las distintas elaboraciones culturales sobre la sexualidad masculina, femenina, homosexual y lésbica, e incluso para las opciones religiosas de renuncia a la sexualidad.

En el caso de esos primates que somos nosotros, pues, la sexualidad es sumamente flexible, no estando rígidamente vinculada a la reproducción biológica. El erotismo y los juegos sexuales están inscritos en nuestra biología junto con la sexualidad que asegura la descendencia de nuevas generaciones.

Con la sexualidad biológica del Homo sapiens no hay donde perderse; los conocimientos aportados por la biología evolutiva, la paleontología y la paleoantropología son firmes, y se hace un mal a la sociedad cuando estos conocimientos se ocultan o prohíben.

Y en lo que se refiere al asunto que nos ocupa —la noción de género— es bueno que nadie desconozca el uso y el significado del término en la ciencia biológica y sus disciplinas. Lo mismo que es bueno que se conozca que, desde esas disciplinas científicas, está bien establecido que la sexualidad reproductiva no agota lo sexual en el ser humano; de la variabilidad de las prácticas sexuales, por cierto, la historia de esas prácticas aporta una evidencia inobjetable.

Ahora bien, es evidente que en ambientes ajenos a la biología la palabra género se usa de otras maneras, siendo la más generalizada la que se refiere a la distinción entre hombre y mujer, ya propiamente en el ámbito de los seres humanos (o sea, de los individuos Homo sapiens).

Es decir, en estos otros ambientes, cuando se dice género másculino y género femenino se hace referencia, estrictamente, a los seres humanos, no a individuos integrantes de otras especies que se reproducen sexualmente, de los cuales se habla sin problema de machos y hembras y se entiende que el sexo tiene características distintas en cada integrante de la pareja.

Ya aquí se hace presente la sempiterna costumbre de colocarnos en un lugar distinto respecto de los demás animales. No tenemos problema en llamarlos machos y hembras pues, en nuestro imaginario antropocéntrico, ellos son animales y nosotros, cuando aceptamos nuestra animalidad, lo hacemos bajo el supuesto de que hemos vencido nuestra condición animal con la civilización. Esto explica la utilización de términos, referidos a nosotros mismos, que nos “civilicen” y alejen del “salvajismo” natural.

¿Cómo sucedió que la palabra género fue usada para referirse a la sexualidad de los seres humanos? Encontrar una respuesta razonable a esta interrogante no me resultó fácil, pues lo que usualmente, me he encontrado es un uso de la palabra género en la ciencia biológica (explicada en su origen y uso) y otro uso en espacios en los cuales o se la da por supuesta, sin más, o se aclara que hace referencia a la manera cómo la personas viven su sexualidad (o la construyen) y no a su sexualidad biológica.

En este último argumento, se hace una distinción drástica entre sexualidad biológica y sexualidad no biológica (cultural). Bastantes de los debates y las opiniones actuales sobre el género se mueven en este marco de referencia, en el cual la dimensión biológica de los seres humanos —una dimensión fundamental en su constitución como seres vivos, sus comportamientos, capacidades y posibilidades psicológicas, sociales y culturales— es puesta al margen, ignorada o vista como una “amenaza” (instintiva e irracional) a una cultura de género igualitaria o es vista como una “aliada” de quienes se oponen a esta misma cultura.

Tampoco, es inoportuno anotar aquí que en el debate actual de las ciencias naturales y sociales esta separación drástica entre la sexualidad biológica del Homo sapiens y su sexualidad cultural (su identidad sexual) está siendo superada mediante el análisis de los hilos biológicos y psicológicos que vinculan ambas facetas de la realidad humana.

No son idénticas, pero, no obstante, sus vasos comunicantes son inocultables. Negarlos no solo significa negar nuestra realidad biológica, psicológica y social, sino privarnos de conocer los mecanismos explicativos de conductas, hábitos, actitudes y sentimientos que, aunque teñidos de cultura, no pueden entenderse más que prestando atención a sus raíces biológicas.

Estos son los derroteros en los que se mueven quienes llevan adelante la crítica al modelo estándar de las ciencias sociales, es decir, la cosmovisión sociológica, antropológica y psicológica –solo para mencionar a tres ciencias sociales emblemáticas— que se sostiene en la tesis de que lo cultural social pertenece a un ámbito de realidad que nada (o muy poco) tiene que ver con lo natural biológico (Castro Nogueira, Castro Nogueira y Castro Nogueira, 2008).

Como quiera que sea, la palabra género en los ámbitos externos a la biología se usa, con matices según las circunstancias, para referirse a la manera cómo las personas viven su sexualidad, a la manera cómo la construyen culturalmente, no a su sexualidad biológica en cuanto tal.

Hace un tiempo, leí un apunte o una viñeta en la cual se decía algo así como: con el sexo se nace, el género se aprende4. De ahí expresiones como “identidad de género”, “igualdad de género”, “género masculino” y “género femenino”. Sigue sin responderse la pregunta sobre cómo sucedió eso, es decir, cómo fue que la palabra género terminó por convertirse en sinónimo de sexualidad construida culturalmente. A eso dedico los siguientes párrafos.

En el libro La sexualidad humana. Un estudio comparativo de su evolución, compilado por Herant A. Katchadourian, aparece el artículo “La terminología del género y del sexo”, de Katchadourian, en el que precisamente, se aclara el uso de la palabra género –concretamente, la expresión “identidad genérica”— como algo referido a la identidad sexual.

En su sentido más primitivo —dice el autor—:

la identidad sexual es sinónimo del sexo de un individuo, determinado por el hecho generalmente inequívoco y biológico de ser macho o hembra. Pero la palabra también tiene un significado más sutil y ambiguo, a saber, la identidad sexual como característica fundamental de la personalidad. En este sentido se le usa como sinónimo de identidad genérica (Katchadourian, 2016).

Que la identidad sexual de un individuo (un ser humano) hiciera referencia al sexo biológico y a la sexualidad como característica de la personalidad abrió las puertas a la noción de “identidad genérica” para referirse a la segunda dimensión, introduciendo de manera incipiente la idea de una separación nítida entre ambas.

En la fragua de la noción que se comenta —hacia los años sesenta y setenta del siglo XX— la misma compitió con la expresión “identidad del rol sexual”, que fue usada “a menudo —como anota Katchadourian— en el mismo sentido que identidad genérica”. Fue esta última la que poco a poco ganó ascendencia, cada vez que la palabra género —que significa origen o nacimiento— se plasmó en las expresiones “rol genérico e identidad genérica”, ambas reconocidas por la comunidad científica (psicoanalítica, médica y psicológica) en los años setenta5.

“La introducción del término identidad genérica encuentra su justificación en las preocupaciones de [Robert] Stoller, en el sentido de que identidad sexual era una expresión ambigua puesto que podía referirse tanto a las actividades sexuales como a las fantasías. Dado que sexo tenía fuertes connotaciones biológicas, Stoller propuso que se lo usara para “rerefirse al sexo del macho o de la hembra y a los componentes biológicos que determinan si una persona es macho o hembra” (Katchaourian, 2016, p. 30).

Y continua Estoller, citado por Katchadorian:

La palabra sexual tendrá connotaciones de anatomía y fisiología. Obviamente, esto deja sin cubrir enormes áreas del comportamiento, sentimientos, pensamientos y fantasías que están en relación con los sexos y que sin embargo no tienen, primariamente, connotaciones biológicas. Es para algunos de esos fenómenos psicológicos que debe emplearse la palabra género: podemos hablar del sexo masculino o del sexo femenino, pero también podemos hablar de la masculinidad y la feminidad sin hacer necesariamente referencia a la anatomía y a la fisiología. Por tanto, mientras sexo y género parecen prácticamente sinónimos en el uso corriente, e inextricablemente unidos en la vida cotidiana… las dos esferas (sexo y género) no se ligan inevitablemente en relación de uno a uno, sino que pueden funcionar de manera independiente (Stoller, 1968, en: Katchaourian, 2016, p. 30).6

La formulación de Stoller, además de clásica, es reveladora de las preocupaciones analíticas que llevaron al uso de la palabra género y a su contraposición con la palabra sexo: la expresión identidad sexual no hacía fácil distinguir la sexualidad biológica de la sexualidad que puede funcionar “independientemente” de la primera, es decir, una masculinidad y una feminidad para las cuales no se tiene que hacer referencia, necesariamente, a la anatomía y a la fisiología.

Mucha agua ha corrido, desde aquellos años setenta, en las disciplinas biológicas, en psicología evolucionista y cognitiva, neurociencias y genética como para seguir sosteniendo una separación radical y nítida (o necesaria) entre la sexualidad biológica y la asociada a la feminidad y la masculinidad.7

Pero, para efectos de estas notas, con lo anterior, queda establecido el modo cómo la expresión “género” se hizo presente en el debate sobre la sexualidad. De tal suerte que ahora tenemos la misma expresión para referirnos a realidades distintas, aunque estrechamente relacionadas: el género como categoría para agrupar varias especies y como expresión que hace referencia a la sexualidad (humana) no biológica, sino áreas del sexo que, siguiendo las ideas de Stoller: “no tienen connotaciones biológicas” o para las cuales no hay que hacer referencia necesaria a la anatomía y a la fisiología.8

En un mundo con menos prejuicios y abusos quizás lo pertinente sería dejar, en los ámbitos académicos, a la palabra género con sus usos y significados taxonómicos y evolutivos, y dotar a las palabras sexo y sexualidad de un espacio semántico de pleno derecho para hacer referencia a ambas dimensiones de la vida de los individuos humanos en toda la riqueza biológica, psicológica y simbólica que las caracteriza.

Restar importancia a lo anatómico, lo fisiológico y lo genético (a la realidad material biológica que es el soporte y la condición de posibilidad de otras realidades) es empobrecernos y no atinarle a los mecanismos que explican lo que somos. No hay que temer a la naturaleza (física, química y biológica-psicológica) humana. Mientras este temor subsista, alimentado por tabúes, prejuicios y creencias infundadas, seguiremos creyendo, en el fondo, que el sexo y la sexualidad son algo malo, condenable y que nos rebaja en nuestra humanidad, como si esta no fuera biológica en sus fundamentos.

Seguiremos atrapados en los prejuicios culturales heredados de un neoplatonismo de rancio abolengo filosófico y teológico, según el cual el cuerpo, los sentidos y la sexualidad son algo bajo y demoníaco, y que, en consecuencia, todo ser humano cabal debe ponerles diques e incluso esforzarse por anular sus “pecaminosas” influencias.

¿Generación o cohorte generacional?

Dicho lo anterior sobre la expresión género, paso a la siguiente expresión objeto de estas reflexiones: generación. Llevada y traída por todos lados, manoseada por comentaristas y publicistas, la palabra generación está de moda, y hasta es de mal gusto que no se la use cuando se trata de hacer creer que se habla de algo trascendental.

“Nuestra generación debe participar”, “somos parte de una nueva generación”, “las nuevas generaciones han desplazado a las viejas”, y así por el estilo son los enunciados que resaltan el tema generacional. Por lo general, lo que se quiere resaltar es el valor positivo de las nuevas generaciones, contrapuesto a lo obsoleto, trasnochado y errático de las viejas generaciones. Prácticamente, nadie explica a qué se refiere con la palabra generación y, al intentar aclararse en la gama de usos mediáticos e incluso académicos en boga, se encuentran las más distintas acepciones.

Una de ellas es de procedencia estadounidense, y es la que entiende que la generación hace referencia a un grupo personas graduadas de educación media en el mismo año. Algo así como el equivalente a promoción. Por supuesto que se trata de un significado sumamente pobre de la expresión, pero en algunos estampados de chumpas alusivas a graduaciones de bachilleres, en algún momento recuerdo haber leído, en la parte de atrás, la frase “Generación del 88” o “Generación del 91”.

La contrapartida de esta acepción simple de generación es la que agrupa a quienes nacieron un mismo año, lo cual quiere decir que las sociedades estarían formadas por tantas generaciones, como personas nacidas (y vivas) en un mismo año, hubiera. No cuesta darse de cuenta de que este “generacionismo popular” (de graduados en un mismo año o nacidos en un mismo año) es un disparate.

Gráficamente, en películas como American Pie, esta idea de generación, formada por graduados o por contemporáneos en el tramo de la educación media –que se hacen adultos posteriormente y que las secuelas de la película reflejan con los traumas de una madurez que añora las aventuras de la edad juvenil— aparece de forma burda, pero para nada ajena al sentido común que se ha forjado en estos tiempos juvenilizados.

Mejores son los ordenamientos generacionales que toman periodos más largos de tiempo, como por ejemplo 10 años. No son pocos los colegas y amigos que, cuando tocamos el tema de las generaciones, piensan inmediatamente en grupos de personas que coinciden en su nacimiento en una misma década, es decir, serían integrantes de una generación quienes nacieron en un marco temporal de 10 años9.

Esto es más razonable que las generaciones anuales, pero sigue sin ser la mejor forma de agrupamiento generacional. Buscando en la literatura con acuciosidad, por fin di con una forma de entender lo que es una generación con un criterio temporal sumamente razonable y útil para el análisis. La idea la encontré en el libro de Steven Pinker En defensa de la Ilustración, y es enriquecida con la bonita expresión: cohorte generacional, que agrupa a todos los nacidos en un periodo, aproximado, de 20 años.

En su análisis para EE. UU., Pinker agrupa a las distintas generaciones del siglo XX de la siguiente manera: “generación GI, nacida entre 1900 y 1924; la generación silenciosa, 1925-1945; la generación del baby boom, 1946-1964; la generación X, 1965-1979; y los millennials, 1980-2000” (Pinker, 2018, p. 283).

Esta visión de las generaciones –entendidas como cohortes— permite salirle al paso a interpretaciones erradas, por ejemplo, esas que creen que las generaciones son puntuales, y que, cuando aparece una nueva, desplaza a la vieja generación. Las cohortes generaciones, por el contrario, van entretejiendo sus relaciones a lo largo del tiempo y claro está que los primeros grupos van muriendo antes que el resto, pero también, los últimos se conectan con los primeros de las siguientes cohortes.

El puntualismo generacional no se sostiene en la realidad, aunque sí se presta a utilizaciones publicitarias que pretenden convertir en protagonistas absolutos, especialmente en el consumo, a grupos poblacionales particulares, especialmente juveniles.

En realidad, lo que se forma, en cada momento histórico, es un crisol generacional en el que segmentos de las distintas cohortes van estableciendo una línea de continuidad que es la base de la transmisión social y cultural de una generación a otra. Los cambios que se dan –en los hábitos, las costumbres, los gustos, la visión de la vida— tienen un soporte de continuidad sin el cual no se explica la pervivencia de prácticas, valores, creencias y estilos de vida a lo largo del tiempo histórico de una sociedad determinada.

Y una cohorte reemplaza totalmente a otra, cuando todos los integrantes de esta han muerto, lo cual normalmente, no sucede al mismo tiempo. Los primeros en nacer son los primeros en morir (y en ir dejando espacios laborales para los más jóvenes). Y cuando mueren los últimos en ingresar, los primeros en nacer en la siguiente cohorte han convivido con ellos y, además, su edad no es tan diferente.

Y autores como Steven Pinker, Richard Dawkins y otros, enfatizan la transmisión genética que sostiene materialmente —que da continuidad— a la dinámica generacional, que comienza precisamente, con el hecho fundamental de todo este proceso: la generación (entendida como producción) por parte de individuos que se reproducen sexualmente, como es el caso de los seres humanos, de una descendencia, que a su vez generará otros descendientes. Hay redes genéticas en la dinámica generacional y también transmisión cultural-social. Transmisión de tradiciones, conocimientos, formas de ver la vida, conductas, creencias, instituciones y marcos normativos.

Para cada pareja de individuos humanos –hombre y mujer— su generación son sus hijos e hijas, y claro está que —salvo casos de gemelos, trillizos, etc., que nacen al mismo tiempo— los nacimientos son temporalmente espaciados, lo cual no obsta a que los hermanos (aunque el menor tenga una diferencia de 15 o 20 años respecto del mayor) sean de la misma generación biológica, de la cual no deberíamos olvidarnos porque es la que permite explicar algo fundamental en las dinámicas generacionales.

El árbol se teje en la medida que las cohortes van surgiendo y, con el paso del tiempo, van desapareciendo —por el mecanismo biológico de la muerte—, siendo reemplazadas por otras, no abruptamente, sino en un proceso que, como tal, se caracteriza por la continuidad no solo genética, sino familiar, grupal, social y cultural.

Así que cuando alguien dice que hay que dejar el espacio a una nueva generación, o que su generación está salida, lo mejor será explicarle (o que se informe) que no es de ese modo como suceden las cosas por razones naturales (que son las que siempre hay que considerar), por más que las creencias, ilusiones o fantasías le hagan creer a uno lo contrario.

Salvo en casos extremos —de catástrofes, guerras o epidemias que diezmen totalmente a una cohorte generacional— las nuevas no comienzan de cero, con un borrón y cuenta nueva. Incluso, en casos críticos, la cohorte sobreviviente lleva la herencia genética y cultural de sus ancestros cercanos y lejanos, que hacen imposible comenzar desde cero.

La tabla rasa es una invención filosófica equivocada, como lo demuestra concluyentemente Steven Pinker, en su libro La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana (Barcelona, Paidós, 2018). Y si en el nivel cognoscitivo nadie comienza de cero, tampoco en ninguna cohorte generacional comienza de cero su andadura social-cultural.

No habría acumulación y renovación cultural, institucional, normativa y artística si las cosas sucedieran de ese modo. De ahí que quienes pretenden iniciarlo todo desde cero en lo social, lo cultural, lo político o lo económico se topen, a cada rato, con la realidad, dura e implacable, que les rodea y que les impone constreñimientos que no pueden ser exorcizados con fantasías. Por supuesto que se puede hacer como si esos constreñimientos no existieran, pero el desastre es lo que se sigue como consecuencia de dar la espalda a la realidad.

El nuevo generacionismo —la creencia de que una “nueva generación” no solo reemplaza totalmente a la “vieja”— es ingenuo y para nada serio. Tanto la visión de las generaciones como cohortes, como el conocimiento que se tiene de las bases biológicas de la dinámica generacional —comenzando con el conocimiento básico de que los hijos e hijas de una pareja de seres humanos (o de cualquier pareja de seres vivos) son su generación— permiten una comprensión más apegada a la realidad sobre cómo se tejen los crisoles generacionales (la coexistencia de individuos y grupos pertenecientes a distintas cohortes generacionales) en una sociedad determinada.

Sobre esta base, se tiene un buen punto de partida para entender la persistencia de patrones culturales y comportamientos a lo largo del tiempo y explicar cómo es que se transmiten, es decir, cuales son las interacciones sociales que lo hacen posible. Por aquí se encamina el quehacer de las disciplinas científico sociales de avanzada, es decir, las que no temen a la realidad natural humana (física, química, biológica y psicológica), ni a las disciplinas científicas que estudian esa realidad.10

También este enfoque es coherente con planteamientos de la física, como el de Carlo Rovelli, en los cuales lo propio de la realidad es el fluir, la procesualidad y la relacionalidad entre los sucesos.11 Visiones como estas, y con las que estas reflexiones quieren estar en sintonía, son la mejor base para un realismo no solo crítico y emancipador, sino racional, procesual y relacional.

Conclusión

Las palabras son importantes. Nos sirven para hablar de la realidad, comprenderla y transmitir a otros nuestras ideas sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Palabras mal usadas o mal hilvanadas generan confusión, a partir de la cual se hace posible la manipulación de los demás y el autoengaño.12

Las palabras género y generación —a la lista se pueden añadir otras muchas palabras (como sexo, sexualidad, macho, hembra, verdad, alma, dios, etc.)— son usadas a diestra y siniestra sin el mínimo cuido de lo que se quiere decir con ellas, dando lugar a una confusión extraordinaria no solo en ambientes mediáticos, sino en ambientes académicos en los cuales eso no debería suceder.

Preocupémonos, pues, por las palabras que usamos porque son un instrumento imprescindible para hablar de la realidad y de nuestras dudas e incertidumbres, de nuestros sueños y esperanzas. Y también —no hay rosas sin espinas— porque son un instrumento para manipular y engañar a otros y a nosotros mismos. Los usos científicos de los términos deberían ser parte del debate público y de la educación en todos sus niveles.

El desarrollo científico, desde aquellos años gloriosos en que Copérnico, Kepler, Galileo, Newton y Darwin sentaron las bases de la ciencia moderna, hasta hoy nos permite contar con un acervo conceptual de primera calidad para hablar sobre distintos aspectos de la realidad natural y social-cultural, incluidos nosotros en esa doble dimensión de lo real.

Somos libres de usar otros recursos y fuentes para hacernos cargo de la realidad que nos rodea y de nuestra propia realidad, pero si queremos evitar extravíos metafísicos —de esos que denunció Kant en su Crítica de la razón pura— o aventurarnos en prácticas ineficaces para incidir en el rumbo del mundo, la ciencia es la mejor herramienta a nuestra disposición. En el breve escrito “Enamorarse de la ciencia”, planteé lo siguiente:

Lo que el conocimiento científico ofrece es una explicación de la realidad; esa explicación es lo que se plasma en las teorías científicas, que son la culminación del esfuerzo de los científicos —hombres y mujeres— desparramados por el mundo, pero unidos por ese objetivo común. En las teorías se plasma la verdad buscada, y nunca encontrada de forma definitiva, por los científicos. Apropiarse de esas teorías —por ejemplo, de la teoría de la evolución de Darwin o de la teoría que explica la relación entre los elementos químicos de Mendeleyev— es la puerta de entrada para enamorarse de la ciencia; y ello porque las mismas nos hablan de la realidad que nos rodea, de su riqueza, diversidad y complejidad.

Quienes no comprenden esto; quienes entran a la ciencia por la puerta equivocada (por ejemplo, quienes reciben de entrada la noción errónea de que la ciencia es un conjunto de datos) es difícil que se enamoren de ella, pues se les escapa en esa misma entrada lo que hace de la ciencia algo importante para la vida humana: nos habla, como ningún otro saber, del lugar que ocupamos en el cosmos. Y nada puede ser más apasionante que eso; quien lo entiende está en el camino correcto no sólo para asimilar teorías, conceptos y procedimientos científicos, sino para poseer una visión científica de la realidad, que debería ser la meta irrenunciable de cualquier ciudadano ilustrado y laico.

La educación, en todos sus niveles, debería estar vertebrada por un espíritu libertario y humanizador que se nutre de las conquistas y logros de la ciencia, no sólo porque ésta es el motor de transformaciones tecnológicas de envergadura, sino por algo más hondo: las explicaciones científicas son las mejores que tenemos para hablar razonablemente —no ilusoria o fantasiosamente— de la realidad que nos rodea y de nuestra propia realidad. En ella se cumple, mejor que con otros saberes, el mandato socrático que dice “conócete a ti mismo”, no manera definitiva sino provisional, aproximada, por aquello que también anota Sócrates acerca de la sabiduría: es más sabio quien tiene conciencia de que es más lo que no sabe que lo que sabe González, L. A., 2020).

Entender científicamente que son una generación biológica o un género biológico sería un buen punto de partida para ir ubicándose con mayor seriedad en los debates en los que se habla con ligereza y poca claridad de género, generación y asuntos afines. Decir que hablar de la biología no humana no concierne a las ciencias sociales, significa privarse de un conocimiento que es fundamental para entender los avatares sociales, culturales y mentales de una especie que es la única sobreviviente de un género —el Homo— que comenzó su andadura evolutiva hace unos tres millones de años.

Desde las nociones que aporta la biología, se puede construir una como la de cohorte generacional, que no solo capta la red de relaciones entre progenitores y descendientes, en un proceso fluido y continuo, sino el sentido social y cultural que tienen esas cohortes en la medida que sus integrantes, al interactuar entre sí, inciden en el entorno en el que viven y son condicionadas por los logros o los fracasos —institucionales, políticos, culturales, económicos— de las cohortes anteriores.

Bibliografía

Álvarez López, E. (1944). Apuntes para un concepto del género y la especie en la Historia de la Botánica. Anales del Jardín Botánico de Madrid, 4(1), 315-355. Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2968267.

Aristóteles (s.f.). Metafísica, Libro VII. Disponible en: http://www.filosofia.org/cla/ari/azc10226.htm.

Arsuaga, J.L. (2019). Vida, la gran historia. Barcelona, España: Planeta.

Castro Nogueira, L., Castro Nogueira, L. & Castro Nogueira, M. A. (2016). ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales. Madrid, España: Tecnos.

Castro Nogueira, L., Castro Nogueira, L. & Castro Nogueira, M. A. (2008). ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales. Madrid, España: Tecnos.

Dawkins, R. (2017). El gen egoísta extendido. Madrid, España: Grupo Editorial Bruño.

González, L. A. (2018). Medievalización cultural: el infantilismo. América Latina en Movimiento. Disponible en: https://www.alainet.org/es/articulo/194641.

González, L. A. (2019). Visión científica del Homo sapiens. América Latina en Movimiento. Disponible en: https://www.alainet.org/es/articulo/202642.

González, L. A. (2020). Enamorarse de la ciencia. América Latina en Movimiento. Disponible en: https://www.alainet.org/es/articulo/204146.

Katchadourian, H. A., (2016). La terminología del género y del sexo. En: La sexualidad humana. Un estudio comparativo de su evolución (pp. 21-30) (Katchadourian, H. A., comp.). Ciudad de México, México: Fondo de Cultura Económica.

Pinker, S. (2018). En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Barcelona, España: Paidós.

Rovelli, C. (2017). El orden del tiempo. Barcelona, España: Anagrama.


1 En mi memoria está el recuerdo de que, cuando niño, una pregunta era directamente por el sexo y la respuesta admitía una M o F. Y, también, en mi infancia, escuché la palabra género como referida a un tipo de tela, por ejemplo, algodón o poliéster. Y más tarde me encontré con los géneros literarios.

2 Otras definiciones que destacan los especialistas son animal que habla y animal político.

3 He desarrollado estas ideas en: González, 2019.

4 Por cierto, la genética y la psicología congniva están aportando pruebas firmes de que lo que traemos de nacimiento (el arsenal genético que heredemos de nuestos padres y ancestros) marca las pautas y condiciona fuertemente aquello que aprendemos, en todos los ámbitos de nuestra vida, incluida la sexual. Cfr. (Dawkins, 2017).

5 Katchadourian informa que la frase “rol genérico” se hizo pública en 1955, cuando fue usada por John Money.

6 En Katchadourian, Ibíd., p. 30. Robert Estoller (1924-1991) fue un eminente profesor de psiquiatría e investigador en la clínica de identidad de género en la Universidad de California, en Los Ángeles. John Money (1921-2006), otro participante en el debate de los años sesenta y setenta, él fue un psicólogo neozelandés, emigrado a EE. UU., especializado en sexología.

7 Para quienes estén interesados en el debate actual sobre las relaciones entre lo biológico, lo psicológico, lo social y lo cultural, el libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales (Madrid, Tecnos, 2008), de Laureno Castro Nogueira, Luis Castro Nogueira y Miguel Angel Castro Nogueira, es fundamental.

8 Por supuesto que después de Stoller la literatura sobre temas de género, en el sentido que él estableció, no ha dejado de ser producida. Pero no es el propósito de este ensayo revisar esa literatura.

9 De donde vienen expresiones como “generación de los sesenta”, “generación de los ochenta”, etc.

10 Este temor, lamentablemente, está fuertemente arrigado en algunas escuelas sociológicas y epistemológicas. Es cultivado por los santos patronos de la crítica al eurocentrismo científico, y que apuestan por los saberes ancestrales y unas presuntas epistemologías del sur.

11 Cfr. (Rovelli, 2017).

12 Las falacias, que tanto abundan en el discurso mediático y pseudoacadémico, son un ejemplo de estos abusos y manipulaciones.

* Licenciado en Filosofía por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), de San Salvador, El Salvador. Maestro en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede académica de México. Investigador del Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades (CENICSH) y del Centro Nacional de Formación Docente (INFOD), San Salvador, El Salvador. Docente de la Universidad de El Salvador (UES), San Salvador, El Salvador. Correo electrónico: luisinde61@gmail.com.

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