Vol 21, N° 42, Julio-Diciembre 2023
ISSN: 1409-3251, EISSN: 2215-5325

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Dinámicas productivas y reproductivas, según el género, en pequeñas fincas agrícolas de tres localidades costarricenses

Productive and reproductive dynamics by gender in small agricultural farms in three Costa Rican locations

Carolina Castillo Echeverría

Universidad de Costa Rica, Costa Rica

carolina.castillo_e@ucr.ac.cr

https://orcid.org/0000-0002-4792-0029

DOI: http://doi.org/10.15359/prne.21-42.5

Fecha de recepción: 24/4/2023 Fecha de aceptación: 14/08/2023 Fecha de publicación: 25/8/23

Resumen

En este artículo se analizan las dinámicas productivas y reproductivas de pequeñas fincas agrícolas costarricenses en función del género y se compara si hay variaciones con lo que describen estudios anteriores realizados en Costa Rica. Los resultados se obtuvieron a partir de una metodología cualitativa, basada en entrevistas a profundidad y se utilizan referentes teóricos como la Ecología Política Feminista, la Economía Feminista y una mirada interseccional para realizar el análisis. En el texto se discute cómo las dinámicas productivas son distintas en fincas administradas por hombres, por mujeres y aquellas administradas en conjunto, debido a que la distribución de derechos y responsabilidades en torno a los recursos naturales varía en cada una, mientras que las dinámicas reproductivas son muy similares en los tres tipos de fincas.

Palabras clave: División sexual del trabajo, mujeres y género, unidades campesinas

Abstract

The productive and reproductive dynamics of small Costa Rican farms are analyzed based on gender, and the results are compared with previous studies conducted in Costa Rica. Results were gathered with a qualitative methodology based on in-depth interviews and theoretical references from the fields of Feminist Political Ecology, Feminist Economics, and an intersectional approach to conduct the analysis. The paper includes a discussion on how productive dynamics are different in farms managed by men, by women, and jointly, since the division of rights and responsibilities varies in each type of farm, while reproductive dynamics are very similar in all three types of farms.

Keywords: Peasant units, sexual division of labor, women and gender

Introducción

Este artículo analiza las dinámicas productivas y reproductivas de pequeñas fincas agrícolas costarricenses en función del género. En Costa Rica, es relativamente reciente la literatura que aborda el género en las pequeñas fincas agrícolas y cómo este configura las dinámicas productivas y reproductivas, pues las mujeres estuvieron prácticamente ausentes de los estudios agrarios del siglo XIX y principios del siglo XX. A esto se suma que las estadísticas no reflejaban la participación real de las mujeres en la agricultura por la manera en cómo se configuraban los instrumentos (Cazanga, 1993; Martín, et al., 1996). No fue hasta los 90 que varios estudios brindaron una mirada a profundidad de las dinámicas de género en las pequeñas fincas agrícolas y evidenciaron la participación de la mujer en las labores agrícolas (Rodríguez, 1996; Cartín, 1994; Cazanga, 1993; Martín, et al., 1996). No obstante, hay un vacío en la literatura más reciente que dé cuenta de cómo operan en el presente, incluyendo lo que sucede en fincas que no son administradas por hombres. Las preguntas que guían este artículo son ¿cómo el género estructura las dinámicas intrafamiliares en las pequeñas fincas agrícolas? ¿hay variaciones en estas dinámicas productivas y reproductivas respecto a lo que describen estudios anteriores realizados en Costa Rica? El análisis se basó en la comparación de fincas administradas por mujeres, fincas administradas por hombres y fincas administradas en conjunto por las parejas, en tres localidades del país. Utilizando una metodología cualitativa y tomando como punto de partida la Ecología Política Feminista, la Economía Feminista y una mirada interseccional, se discutirá que la división de derechos y responsabilidades asociados a los recursos naturales varía según quien sea la persona administradora. Por tanto, las dinámicas productivas son distintas en estos tres tipos de fincas, especialmente en las fincas administradas por mujeres y en conjunto, en comparación con las fincas administradas por hombres; mientras que las dinámicas reproductivas son similares en las tres.

Antecedentes de investigación: estudios campesinos con enfoque de género en Costa Rica

En la siguiente sección se presenta una síntesis de los estudios que han analizado las unidades campesinas desde una perspectiva de género. Estos se tomarán como punto de partida para comparar si hay variaciones en las dinámicas de género que se observan en las pequeñas fincas agrícolas que formaron parte de la investigación.

Acceso a la tierra:

En el estudio realizado por Martín, et al. (1992), se destaca el limitado acceso que tenían las mujeres a este recurso. Las estadísticas nacionales no tomaban en consideración la categoría del sexo para la tenencia de la tierra, por lo que las autoras se basan en datos del Instituto de Desarrollo Agrario (IDA), que en su momento era la institución estatal encargada de la distribución de tierras. Las autoras afirman que entre 1962 y 1988 solo un 11,8 % de las personas beneficiarias de tierra fueron mujeres. Sin embargo, con la Ley de Promoción de la Igualdad Real de la Mujer de 1990 aumentaron a 38,7 %, pues las tierras adjudicadas a las parejas tuvieron que incluir a ambos en el título de propiedad, lo cual permitió que muchas mujeres se convirtieran en terratenientes.

Sin embargo, a partir de los datos del último Censo Agropecuario de 2014, Morales y Segura (2017) confirman que se mantiene la brecha de género en cuanto el acceso a la tierra, pues solo 15,6 % de las fincas les pertenecen a mujeres.

Zamora (2017) argumenta que una de las barreras que impide igualdad de acceso a la tierra surge desde el Estado mismo, por no incorporar plenamente la equidad de género en las políticas públicas. La razón subyacente, argumenta la autora, es que predomina la división sexual del trabajo que adjudica a las mujeres la responsabilidad del trabajo doméstico, invisibilizando sus capacidades como propietarias y productoras de las fincas.

Participación de las mujeres en la producción agrícola y división sexual del trabajo:

A partir de los programas de ajuste estructural implementados en los 80 y 90, se identificó una mayor participación de las mujeres en las actividades agrícolas (Guzmán, 1991; Cazanga, 1993; Martín, et al., 1996). El estudio de Cazanga (1993) y el de Martín, et al. (1996) coinciden en que los programas de ajuste estructural vulnerabilizaron a las unidades campesinas, lo cual demandó un mayor involucramiento de las mujeres en la actividad agrícola y una ampliación de su jornada laboral para ayudar a la economía del hogar. Por esta razón, Guzmán (1991) habla del “nuevo papel de la mujer rural” (p. 188).

Con base en estas políticas, las mujeres se involucraron tanto en la producción de cultivos tradicionales, como en los no tradicionales afines a la reconversión productiva (Cazanga, 1993). No se observó una división sexual del trabajo asociada a unos u otros cultivos (Cazanga, 1993), excepto en la aplicación de agroquímicos con bombas, que es una tarea asumida por hombres (Rodríguez,1996). En el estudio de Martín, et al. (1996), se observó que las mujeres realizaban las distintas actividades agrícolas, aunque se dedicaban principalmente al deshierbe, abono y cosecha. Además, propusieron la siguiente clasificación en torno a la participación de las mujeres en el campo:

1.Trabajo permanente, al ser jefas de familia o trabajar junto a sus parejas

2.Trabajo constante, pero ocasional, cuando tienen otras responsabilidades que cumplir o limitaciones de salud

3.Trabajo temporal, principalmente en épocas de cosecha

4.y las que no se dedican a labores agrícolas

En cuanto a la toma de decisiones, en el estudio de Cazanga (1993) se observó que son los hombres quienes decidían sobre los cultivos y su venta, salvo en los casos en los que las mujeres eran jefas de hogar. Así mismo, eran ellos quienes administraban los ingresos, los cuales se destinaban a la misma producción agrícola o a alimentos. En el estudio de Martín, et al., (1996), en cambio, las mujeres expresaron que la toma de decisiones de qué cultivar se tomaba en pareja, aunque los hombres tenían la decisión final. No obstante, este estudio, al igual que el de Rodríguez (1996) y el de Canzanga (1993), coinciden en que las mujeres no se involucraban en la comercialización de los productos y, por ende, tampoco tenían control sobre los ingresos.

Otra similitud entre los estudios es que la participación que realizaban las mujeres en la producción agrícola se percibía, por parte de ellas y de sus parejas, como “ayuda” (Cartín, 1994; Cazanga; 1993; Martín, et al., 1996; Rodríguez, 1996). Además, usualmente no eran remuneradas por sus labores agrícolas dentro de las fincas. Así mismo, las labores reproductivas mostraban una marcada división, según género, pues las mujeres asumían las labores domésticas y de cuido, sin una mayor participación de los hombres en esas labores (Cazanga,1993; Martín, et al., 1996). Por tanto, muchas de ellas terminaban ejerciendo una doble jornada. Adicionalmente, en aquellos hogares donde se mantenían huertas para el autoconsumo o para la venta, eran las mujeres quienes se encargaban de su mantenimiento (Cazanga,1993; Martín, et al., 1996).

En la misma línea que los estudios anteriores, la investigación de Cartín (1994) afirma que, a pesar de que hubo una mayor incorporación de las mujeres en el proceso productivo, se mantuvieron en una posición de subordinación debido a una “estructura de dominación patriarcal” (p. 144), que se sustentaba es dos aspectos: (a) el hombre se consideraba el jefe de familia, por lo que tenía poder para tomar decisiones en lo que respecta a la producción de la finca, así como cuestiones del hogar; (b) el aporte de la mujer en la producción y reproducción de la finca no tenía valor económico. Las labores domésticas y de cuido que las mujeres desempeñaban se interpretaban como una labor de amor, que se extendía a sus labores agrícolas, lo cual servía como justificante para negarle valor económico a ambas.

Referentes teórico-conceptuales:

La Ecología Política Feminista (EPF) constituye un campo de estudio que se centra en cómo el género, y, en articulación con otras categorías, influye en las diferentes formas en que las personas se relacionan con la naturaleza y el ambiente, así como en sus responsabilidades y los derechos ambientales (Rocheleau, et al., 1996). Uno de los temas que explora es el derecho al control y acceso a los recursos naturales, así como responsabilidades sobre su uso o manejo (Rocheleau, et al., 1996). Puesto que el género constituye la principal categoría de análisis, en este artículo se parte de su comprensión como construcción social de lo femenino y masculino en función del sexo, lo cual origina y perpetúa relaciones de poder (Bourdieu, 2001; Scott, 1986).

Las pequeñas fincas agrícolas son ambientes privilegiados para comprender cómo sucede la distribución de los derechos y responsabilidades asociados con los recursos naturales, ya que constituyen espacios donde convergen la dimensión productiva, referida al trabajo del campo, y la reproductiva, basada en las tareas domésticas y de cuido no remuneradas (Cazanga, 1993). El trabajo familiar, en estas dos dimensiones, es fundamental para la subsistencia de la finca y tiende a distribuirse y organizarse en función del género (Cazanga, 1993; Deere, 2002; Martín, et al., 1996). Por tanto, una dimensión del análisis es la división sexual del trabajo que consiste en el “reparto de tareas o actividades según sexo-género” tanto en el ámbito productivo, como reproductivo (Goren, 2017, p. 3). Desde la economía feminista, se problematiza la división sexual del trabajo y se discute que el trabajo doméstico y de cuido no remunerados permiten la reproducción del sistema capitalista (Esquivel, 2016; Gago, 2019). Estos trabajos forman parte de la “economía del cuidado” que son “todas las actividades y prácticas necesarias para la supervivencia cotidiana de las personas en la sociedad en que viven” (Rodríguez, 2015, p. 36). De acuerdo con Batthyány (2020), incluye: “1] cuidado directo a otras personas, 2] autocuidado, 3] las tareas necesarias para realizar el cuidado como la limpieza de la casa, elaboración de alimentos y 4] planificación, gestión y supervisión del cuidado” (p. 17). Estas se distribuyen de forma desigual dentro de los hogares, siendo adjudicadas, en su mayoría, a las mujeres y cuerpos feminizados, debido al género (Rodríguez, 2015). A pesar de su importancia para sostener la esfera productiva y la vida en general, desde la lógica capitalista han sido trabajos invisibilizados e infravalorados, por lo que la economía feminista busca comprender cómo ello ha contribuido a mantener la subordinación de las mujeres y los cuerpos feminizados, así como las desigualdades de género (Federici, 2019; Federici y Acevedo, 2000).

En cuanto al trabajo agrícola, los estudios campesinos asumían, inicialmente, que por constituir una unidad productiva/reproductiva, todos los miembros de la familia tenían los mismos intereses y que era el hombre, como el jefe del hogar, quien trabajaba el campo y tomaba las decisiones sobre la actividad productiva para satisfacer las necesidades de la unidad (Deere, 2002; Ravazi, 2009). No obstante, gracias a estudios con enfoque de género, ahora se tiene conocimiento de que no todas las unidades campesinas operan de esta manera, pues el hombre no siempre se considera el jefe del hogar (Deere, 2002). Además, no es el único en llevar a cabo el trabajo del campo, pues, usualmente, las mujeres contribuyen con estas labores, aunque no sean reconocidas económicamente por su trabajo (Ravazi, 2009). También, en algunos casos, las mujeres se involucran en la toma de decisiones (Deere, 2002; Ravazi, 2009). El estudio de Deere (2002), por ejemplo, distingue entre los sistemas agrícolas patriarcales y los sistemas igualitarios. Los primeros serían aquellos donde se observa participación de las mujeres en la producción agrícola, pero los hombres toman las decisiones o controlan la comercialización de los productos y los ingresos. En los sistemas igualitarios, los hombres y las mujeres participan de forma equitativa en la producción y en la toma de decisiones asociadas a la comercialización e ingresos.

Aparte de la división sexual del trabajo, la EPF se interesa por el poder y cómo influye en la toma de decisiones, en torno a los recursos y el ambiente (Rocheleau, et al., 1996). La definición de poder que se emplea en este proceso es la de Allen (1998), quien lo define como la capacidad para actuar. Si bien la autora reconoce que su definición es amplia, esta permite contemplar diferentes tipos de poder. El más conocido es el “poder sobre”1, que es cuando una de las partes limita las posibilidades de las otras (Allen, 1998). Desde visiones más tradicionales, este es el tipo de poder que ejercen los hombres sobre las mujeres en un sistema patriarcal y que resultan en relaciones de dominación/subordinación (Allen, 1998), como las que plantea Cartín (1994), que predominan en los hogares campesinos costarricenses. No obstante, para Allen (1998), también hay otras formas de poder, pues, retomando las críticas feministas, no se puede generalizar el mismo poder a todos los hombres solamente por el género (Allen, 1998). Además, las mujeres no siempre son subordinadas y, aunque lo estén, no quiere decir que carecen de poder (Allen, 1998). Por esta razón, Allen (1998) propone la existencia de un “poder para” actuar en consecución de un determinado fin. Este último es ejercido muchas veces en resistencia al “poder sobre” que otros ejercen, pero más allá de la resistencia es un poder dirigido a lograr ciertos objetivos. Acorde con este punto de vista, aún desde una posición subordinada se puede tener agencia para actuar. También, existe el “poder con” que es cuando se busca actuar de manera concertada con otras personas por un objetivo común (Allen, 1998). Gracias a este planteamiento se posibilita entender el poder desde una perspectiva relacional; es decir, cómo este opera, en las relaciones sociales cotidianas, de diferentes formas.

En este estudio se parte, asimismo, de que el ejercicio del poder no solo se fundamenta en el género, sino también sobre otras diferencias sociales como la tenencia de la tierra, la edad, el lugar, entre otras. Desde una perspectiva interseccional, es posible comprender que hay otras categorías que fungen como ejes estructuradores de lo social y que operan de manera interrelacionada (Yuval-Davis, 2017). Cada una contribuye a la jerarquía social en la cual los individuos ocupan una posición. Por tanto, según la posición que se ocupe en ellas varía el poder que tienen las personas para actuar en una u otra dirección (Yuval-Davis, 2017). La interseccionalidad explica cómo el poder de cada individuo está mediado por las distintas posiciones que se ocupan en estas estructuras que se intersecan. Por consiguiente, en una relación de poder entran en juego la conjugación de las diferentes posiciones que ocupan las personas involucradas y, a la vez, ello influye en el tipo de poderes que se pueden ejercer en esa situación concreta.

El incorporar una perspectiva interseccional al análisis de las dinámicas intrafamiliares permite concebir las relaciones de poder que se dan entre miembros que están diferentemente situados en estas estructuras y, a partir de ello, comprender qué aspectos influyen más en el poder de estas personas y, por ende, cómo se distribuyen entre ellas derechos y responsabilidades asociados al ambiente y a los recursos naturales. Por ejemplo, quiénes son dueños/as de la propiedad, quién tiene derecho a su uso, así como la distribución de las responsabilidades dentro de las fincas. Ello posibilita alejarse de interpretaciones esencialistas y reduccionistas que ubican al hombre siempre en una posición de poder, como el productor y jefe de la unidad, y a la mujer en una de subordinación como ama de casa o “ayudante”. Al complejizar el análisis se pueden revelar experiencias diversas de mujeres que asumen otros roles en las fincas y que, incluso, pueden utilizar su “poder para” (Allen, 1998) desafiar y cuestionar las construcciones de género y el orden social establecido, al igual que sus propios posicionamientos. Como consecuencia, se pueden exponer otras formas de distribución de derechos y responsabilidades ambientales distintos a la norma, así como dinámicas intrafamiliares que quiebran con el orden tradicional de género.

Metodología

El trabajo de campo para esta investigación se realizó en tres localidades de Costa Rica: Tierra Blanca y Llano Grande de Cartago; Bolívar y San Roque de Grecia; y Cóbano de Puntarenas. Se empleó una metodología cualitativa basada en entrevistas a profundidad y observación. Se realizaron en total 61 entrevistas: 39 mujeres y 22 hombres. Las entrevistas se hicieron a las personas administradoras de las fincas, pero con el propósito de cruzar la información, se buscó incluir también a otros familiares. Por tanto, la muestra incluye personas de diferentes edades (todas mayores de edad), género, ocupaciones, estado civil y lugares de residencia.

Resultados y discusión

Esta sección se divide en dos apartados: en el primero, referido a la dimensión productiva de la finca, se discute cómo en las fincas administradas por hombres y las administradas por mujeres o en conjunto se distribuyen de forma distinta los derechos y responsabilidades asociados con la finca y la producción agrícola, incluyendo la toma de decisiones sobre la tierra y los cultivos, así como la distribución del trabajo dentro de ella. En la segunda sección, referida a la dimensión reproductiva, se analizan la distribución de las labores de cuido entre los miembros de las fincas.

Producción agrícola de las fincas:

Rocheleau, et al. (1996) mencionan que los derechos sobre los recursos pueden estar amparados en la ley o en las costumbres, pero en ambos media el género. La primera observación común en las tres localidades es que quienes administran las fincas son, usualmente, también las y los propietarios legales de la tierra (Castillo, 2022). La posesión de este recurso le otorga a la persona el derecho de administrar la finca o ceder la administración a otras personas; sin embargo, en la mayoría de los casos, la administración es asumida por la persona dueña de la tierra (Castillo, 2022). Se hará referencia a las personas administradoras de las fincas como quienes tienen el derecho y la responsabilidad de tomar decisiones relacionadas con la tierra y su producción agrícola. A partir de esto, las fincas se clasifican en aquellas que son administradas por hombres, las que son administradas por mujeres y las que son administradas en conjunto por los cónyuges.

Tabla 1
Número de fincas que participaron del estudio según el género de la persona administradora

Fincas administradas por hombres

Fincas administradas por mujeres

Fincas administradas en conjunto

Tierra Blanca y Llano Grande de Cartago

6

5

2

San Roque y Bolívar de Grecia

5

0

5

Cóbano de Puntarenas

3

0

5

Fuente: Elaboración propia, a partir de los datos empíricos, 2018.

En las tres localidades, la agricultura es una actividad que tradicionalmente se ha percibido como masculina (Castillo, 2022). Por tanto, las personas entrevistadas coinciden en que predominan las fincas que pertenecen a hombres. Entre las fincas estudiadas, un aspecto común es que el hombre de mayor edad es el dueño y el administrador. Algunos han llegado a poseerlas por herencia; en otros casos las han comprado y solo unos pocos las alquilan. Esta desigualdad se puede considerar como una expresión del “mandato patriarcal” sobre el cual se ha estructurado el agro en América Latina y que le ha otorgado el derecho a la tierra a los hombres, mientras que ha excluido a las mujeres (Castillo, 2019).

En estas fincas administradas por hombres hay una marcada división del trabajo agrícola de acuerdo con el género, a diferencia de lo que describen estudios anteriores (Cazanga, 1993; Martín, et al., 1996), pues son los hombres quienes trabajan permanentemente en el campo. Las mujeres, independientemente de su edad u ocupación, solo tienden a participar de forma temporal en las labores agrícolas (Martín, et al.,1996). A pesar de que muchas manifiestan su gusto por el trabajo del campo, se involucran solo cuando se requiere mano de obra y usualmente no reciben pago por sus labores. Además, participan en exclusivo en la producción de algunos cultivos o labores que se consideran más livianas, pues los trabajos que se consideran duros son asumidos por los hombres.

En el norte de Cartago, por ejemplo, las mujeres de estas fincas participan en la producción de cebolla, pues se piensa que el trabajo que requiere es más liviano, contrario a la producción de papa (Castillo, 2020). En la producción de cebolla es común que participen en la siembra, la desyerba, la cosecha y alistarla para la venta (Castillo, 2020). Sin embargo, la aplicación de agroquímicos y el levantar cajas o bolsas de producto son tareas que ellas no asumen. Como lo expresa Mónica, la esposa de un agricultor de Tierra Blanca: “Yo más que todo cuando voy a ayudarles a ellos es a sembrar cebolla o a desyerbar o cosas así, pero ya esos trabajos más fuertes, eso sí no, o levantar carga o cajas” (comunicación personal, 12 de febrero del 2018). Don Guido, administrador de finca en Tierra Blanca, también reparte las labores de forma diferenciada: “Lo que pasa es que uno siempre trata de cuidar como ese aspecto de no ir a incurrir en eso de maltratar a una mujer […] No las voy a poner a atomizar porque no lo veo conveniente” (comunicación personal, 28 de febrero del 2018).

La división de labores agrícolas, así como las diferencias en los cultivos en los que hombres y mujeres se involucran, se asocia con concepciones particulares de masculinidad y feminidad. La masculinidad, por un lado, se asocia con un ideal corporal de fuerza física, pero, también, con cualidades como el conocimiento que se adquiere del trabajo en el campo. Por otro lado, la feminidad se inscribe en cuerpos que se perciben como delicados y débiles, lo cual sirve para excusar por qué hay ciertos trabajos que esos cuerpos no puede hacer. Con base en este razonamiento se limita el trabajo agrícola que hacen las mujeres, pero también, de conformidad con el “mandato patriarcal”, su trabajo se interpreta como “ayuda”, pues no se les considera y no se consideran a sí mismas como las productoras (Castillo, 2019), lo cual coincide con observaciones de estudios anteriores (Cazanga; 1993; Cartín, 1994; Martín, et al., 1996; Rodríguez, 1996). Estas construcciones de género se naturalizan al asociarse con ciertas características físicas de los cuerpos (Bourdieu, 2001) y sobre ello se justifica la distribución del trabajo agrícola en las fincas administradas por hombres, ya que son ellos quienes, mayoritariamente, trabajan el campo, mientras que las otras personas son colocadas en una situación de dependencia respecto a ese sujeto, pues es quien posee la capacidad física para realizar labores indispensables que garantizan el sustento de la familia.

En Grecia, por ejemplo, el café se ha visto tradicionalmente como una actividad masculina, por lo que son ellos quienes trabajan cotidianamente en este cultivo. En el razonamiento de don Josué, administrador de una finca cafetalera en Grecia, se reflejan las construcciones en torno a la feminidad que sirven para fundamentar la división de labores agrícolas:

es que usted no puede poner a una mujer a volar pala por ejemplo […] digamos ella puede ir a coger café, puede llevar al recibidor, puede pagar, puede entregarlo, puede ir al camión de recibo, pero si la pongo a arrancar troncos de café, ahí estamos mal ya. Ahí va a tener que… depende de buscar un peón, entonces ahí no va a hacer el mismo rendimiento que uno, que uno lo hace todo (comunicación personal, 19 de junio del 2018).

Como resultado, la mayoría de las mujeres no se involucran en el trabajo físico del campo, excepto cuando es temporada de cosecha.

En las fincas administradas por hombres en Cóbano, las mujeres se involucran poco con la principal actividad productiva que es la ganadería y con la siembra de arroz y frijoles, porque se consideran responsabilidades de los hombres. Ellas mantienen huertas para el autoconsumo, por las que no reciben compensación económica. Trabajan en la mayor parte de las labores que requiere la huerta, como la siembra, la desyerba, la cosecha, el riego; excepto en la preparación de la tierra, pues consideran que se requiere más fuerza física. Al igual que en las otras fincas administradas por hombres, se observan construcciones similares de feminidad y masculinidad que no solo justifican la división de labores agrícolas, sino también la responsabilidad sobre cultivos distintos.

Las construcciones de género conjugadas con la tenencia de la tierra otorgan el derecho a los hombres, en estas fincas, para asumir el control sobre los recursos (Castillo, 2022) y, al mismo tiempo, es la base del poder que ejercen sobre su pareja y otras personas del hogar. Por ejemplo, el trabajo que hacen las mujeres en la agricultura se considera como una forma de “trabajo enajenado”, pues los hombres refuerzan su poder sobre las mujeres apropiándose de su trabajo no pago para la producción de capital que ellos controlan (Olivera, 2019, p. 273). Además, limitan la participación de las mujeres en la toma de decisiones relacionadas con la actividad económica de la cual también dependen. Ellos tienen la legitimidad para tomar decisiones en torno a cuestiones administrativas y productivas de las fincas, desde aquellas relacionadas con el tipo de prácticas productivas, hasta la comercialización de los productos y los ingresos, excluyendo o supeditando el punto de vista de las mujeres en torno a estas cuestiones. Mujeres que no poseen tierra, ya sean jóvenes o mayores, amas de casa o que se desempeñan en trabajos fuera de la finca, están sujetas a que sea este otro individuo quien tome las decisiones de la actividad productiva por ellas. Por tanto, el referente para la toma de decisiones en estas fincas es el punto de vista masculino y sus intereses. Es aquí donde se observa que las desigualdades se gestan al interior de estos espacios íntimos y a partir de prácticas cotidianas. Para utilizar la clasificación propuesta por Deere (2002), estos son sistemas agrícolas patriarcales, en donde la división de labores agrícolas y de capacidades para tomar decisiones es expresión de la desigualdad de poderes asociados al género.

Hay excepciones a la norma, como en la finca de don Francisco. Aunque es dueño y administrador de la finca, utiliza su poder para fomentar la participación de los otros miembros de la familia en la toma de decisiones asociados a la agricultura. Su hija comenta que, aunque él tiene la decisión final, ella y sus hermanos/as pueden influenciar la toma de decisiones, pues sienten la libertad de externar su punto de vista y consideran que este es tomado en consideración. Por tanto, los miembros de la familia ejercen un “poder para” (Allen, 1998) influenciar las decisiones que se toman y, a la vez, eso fomenta que se convierta en un “poder con” (Allen, 1998) los demás, para lograr propósitos comunes. Es decir, es un hogar donde se ejercen otros tipos de poder que fomentan relaciones más igualitarias entre los miembros.

En cuanto a la tenencia de la tierra por parte de las mujeres, en estas localidades son una minoría. En concordancia con lo que observaron Martín, et al. (1992); Morales y Segura (2017) y Zamora (2017), se mantiene una distribución desigual de la tierra. Lo afirma don Moisés, de Tierra Blanca, cuando dice: “Hace falta que la mujer sea agricultora y dueña” (comunicación personal, 24 de enero del 2018). De las mujeres que participaron en el estudio, ninguna de ellas ha comprado sus tierras. En la mayoría de los casos la han recibido como herencia y otras han sido beneficiarias del Estado.

La tierra les otorga a estas mujeres adultas el “poder para” (Allen, 1998) desafiar su posición subordinada por el género. Gracias a este recurso, son capaces de oponerse a las normas de género en contextos donde prevalece el sistema patriarcal y les permite establecer dinámicas de género distintas en sus fincas (Castillo, 2022). Su “poder para” (Allen, 1998) se refleja en el derecho a involucrarse en la toma de decisiones sobre la producción agrícola y la tierra (Castillo, 2022), e incluso disponer del trabajo propio, al mismo tiempo que ejercen “poder sobre” (Allen, 1998) el trabajo de otras personas, asignándoles labores. También, aquellas que producen por sí solas, tienen la posibilidad de encargarse de la comercialización del producto y tienen control sobre las ganancias. Ellas deciden cómo manejan ese dinero, lo cual les da mayor autonomía.

En el norte de Cartago, las mujeres que formaron parte del estudio y que son propietarias de la tierra, han asumido la administración de sus fincas por sí solas. En estos casos son ellas quienes tienen el “poder para” (Allen, 1998) tomar las decisiones asociadas a la tierra, y el manejo de los cultivos. Por ejemplo, Nora es una mujer de mediana edad, soltera, dueña de su tierra y administradora de la finca, quien reconoce: “yo voy decidiendo. Yo llego a algún lado y me gusta algo y lo siembro” (Comunicación personal, 27 de febrero del 2018). También, en estas fincas son ellas quienes se encargan de trabajar, cotidianamente, en el campo y realizan todas las labores, sin distinción. Sol es una agricultora joven, soltera, que administra la finca de su mamá en Llano Grande. Sol comenta sobre su trabajo: “vuelo pala, azada, gancha, cuchillo, hago cercas, llamo bueyes, caballos, riego papa, abono, o sea de lo que he sembrado hasta el momento diay he salido adelante porque yo misma lo he hecho” (comunicación personal, 24 de agosto del 2018). A la inversa de lo que sucede en las fincas administradas por hombres, son sus esposos, hijos/as u otras personas quienes trabajan ocasional o temporalmente en el campo.

Sol, al igual que otras agricultoras, reconocen que hay ciertas labores que les toman más tiempo y esfuerzo, pero no se consideran menos capaces. Sol lo expresa en la siguiente frase:

Yo tengo que echarle dos rayas menos para poder agarrar y montármela [la bomba de atomizar] … al final se hace una máquina más que tengo que volar por eso, porque yo tal vez no me la aguanto el peso toda […] Entonces digámosle no es que no la puedo hacer si no que duro un poco más. (comunicación personal, 24 de agosto del 2018).

Debido a que estas mujeres asumen el trabajo del campo, en estas fincas no se distribuye el trabajo agrícola o los cultivos según el género como se da en las fincas administradas por hombres (Castillo, 2022). Además, refleja que ellas no se identifican con las construcciones de feminidad descritas anteriormente, pues consideran que tienen la capacidad física para hacer las mismas labores que hacen los hombres en el campo. Esto representa una forma de desafiar el sistema patriarcal y romper con la construcción hegemónica de lo femenino.

En Grecia y en Cóbano ninguna de las mujeres participantes es propietaria individual, pero son copropietarias junto a sus parejas. Aun así, se observan diferencias importantes respecto a las fincas administradas por hombres, pues al ser codueñas, también adquieren “poder para” (Allen, 1998) involucrarse en la administración de la tierra y la finca.

En Grecia, por ejemplo, dichas mujeres participan en las decisiones que se toman relacionadas con el café. En el comentario de Gloriana, quien administra junto a su pareja, se refleja su participación en la toma de decisiones

Entonces él se va a revisar la finca, los trabajos que hay que hacer y viene me comenta, toma fotos y me dice vea como está el asunto, me parece que vamos a hacer esto y esto. Sí me parece o no me parece, le doy mi punto de vista y ahí se toma una decisión. Qué se hace y qué no se hace, más o menos así” (comunicación personal, 28 de noviembre del 2018).

De una forma similar sucede en la finca de doña Adelina, quien administra junto con su esposo y un hijo: “Es a partes iguales” dice (comunicación personal, 6 de diciembre del 2018). Esto evidencia que poseer tierra, aunque sea en conjunto con sus parejas, les da a estas mujeres mayor poder para participar en las decisiones y que su punto de vista sea considerado por las demás personas. Como consecuencia, las relaciones de poder son más igualitarias.

También, estas mujeres se involucran un poco más en la producción del café, por ejemplo, abonando, resembrando, derramando árboles, anegando, pero aun así en estas fincas predomina la noción de que el café es un cultivo que requiere de trabajo duro, por lo que las labores más fuertes, como la aplicación de agroquímicos, la chapea o el hacer surcos, se adjudica a los hombres. La excepción es Melissa, quien es conocida en la comunidad porque trabaja por igual en las labores del campo junto a su esposo e hijo. En sus palabras: “ahí no hay diferencia, menos fuerza yo seguro que sí, pero igual hacemos el trabajo los tres igual” (comunicación personal, 24 de abril del 2018). Su caso sobresale porque ella y su familia no encarnan las construcciones de feminidad y masculinidad típicas que se asocian a la producción del café.

En lo que se refiere a otros cultivos que se producen en estas fincas a menor escala, como las hortalizas, las mujeres también tienden a participar más en la toma de decisiones y en el trabajo agrícola. No obstante, en algunos casos se mantiene una división de las labores fundamentada en las construcciones tradicionales de género. En el comentario de Julieta, coadministradora de la finca junto a su hermano, se reflejan esas construcciones:

paliar mucho no me dejan porque eso les hace músculos a las mujeres y como que no es muy femenino verdad, pero yo hago todas las otras labores. Lo que es amarrar tomates, sembrar, prensar el tomate, sembrar vainica, coger, recoger siempre las verduras, todo eso. O sea, yo trabajo prácticamente casi todo. Hago los almácigos. Y ellos hacen los trabajos un poco más fuertes, lo que es hacer huecos para poner los esquejes, donde van los surcos del tomate, para amarrar el tomate, donde se ponen los postes, ellos hacen ese trabajo y así. Trabajos un poco más duros, ellos. De verdad tiene que haber un trabajo conjunto, conjunto. La mujer sola no puede trabajar la finca. (comunicación personal, 7 de setiembre del 2018).

En Cóbano, por otro lado, las mujeres copropietarias administran junto a sus esposos o por sí solas las fincas. Los hombres mantienen trabajos fuera de las fincas, mientras que las mujeres cultivan hortalizas para comercializar y para el autoconsumo. Como administradoras y responsables de sus cultivos, estas mujeres han elegido sembrar hortalizas orgánicas en ambientes protegidos (Castillo, 2021). Gracias a que son dueñas de la tierra tienen el poder para actuar frente a sus preocupaciones por el ambiente y llevar a la práctica su deseo de cultivar de formas más sostenibles. No obstante, antes de tomar sus decisiones muchas consultan con sus parejas e hijos/as, dándoles la oportunidad de participar. Al hacerlo, fomentan relaciones más igualitarias entre los miembros de la familia.

Además, no muestran reservas en cuanto al trabajo agrícola, pues trabajan cotidianamente sembrando, desyerbando y cosechando. Doña Clotilde, quien es codueña de la tierra y administradora, comenta: “Yo preparo las eras, yo chapeo, yo hago las eras, yo siembro, yo limpio, yo corto, yo todo lo hago. Todo, todo” (comunicación personal, 28 de julio del 2018). Al igual como sucede en las otras fincas administradas por mujeres, ellas no perciben limitaciones a lo que pueden hacer; por tanto, desafían las construcciones de género a través de su trabajo. También, estas mujeres tienen el poder para decidir cómo comercializar el producto, a quien se lo venden y a qué precio, así como controlar las ganancias. Como expresa Simona, una productora de la zona: “una parte vendo, otra regalo, y otra me como” (comunicación personal, 31 de agosto del 2018). Si bien no producen mucho y la mayoría se reinvierte en los cultivos o en los gastos del hogar, eso les otorga mayor autonomía; pueden contribuir con los gastos económicos del hogar, e incrementan la seguridad alimentaria de sus hogares (Castillo, 2021).

La dimensión reproductiva:

En cuanto a la dimensión reproductiva, que se refiere a las labores de cuido dentro de la unidad familiar, todas las mujeres expresan que esto es su responsabilidad y que se dedican a estas labores diariamente, lo cual es consistente con lo que observaron anteriormente Cazanga (1993) y Martín, et al. (1996). Independientemente de si son administradoras de finca, asalariadas o amas de casa, todas asumen el grueso de la limpieza, la preparación de la comida, lavar y el cuido de personas menores de edad o mayores de edad cuando las hay. Por esto, se afirma que, como parte de la división sexual del trabajo, son las mujeres quienes cargan mayoritariamente con el trabajo de cuido de forma no remunerada (Batthyány, 2020; Rodríguez, 2015).

En reconocimiento de lo anterior, no es posible referirse a una ruptura total con la división sexual del trabajo que se ha observado de forma tradicional en las fincas campesinas, ni siquiera en las fincas administradas por mujeres. Anteriormente se planteó que, en fincas administradas por mujeres se ha logrado quebrar con el orden tradicional de género en la dimensión productiva de las fincas, por el poder que tienen para asumir responsabilidades como administradoras; sin embargo, ese poder no se transfiere al ámbito doméstico, pues en lo que respecta al trabajo de cuido se sigue manteniendo una distribución desigual de labores, como se verá a continuación. Por esto, se argumenta que en esos casos el quiebre con el orden tradicional de género es parcial.

En los hogares consultados, las mujeres de mayor edad son quienes usualmente asumen estas labores. Cuando se da una distribución de las labores es, por lo general, delegada a otras mujeres más jóvenes, quienes son socializadas para aprenderlas. Por ejemplo, Patricia, de 21 años, se reparte las labores con su mamá: “ya eso como que lo establecimos hace tiempo sin darnos cuenta porque prácticamente mami se encarga de lo que es lavar ropa y lavar trastos y yo me encargo de recoger y limpiar” (comunicación personal, 12 de febrero del 2018).

Los hombres, por otra parte, poco se involucran. En ninguno de los hogares se distribuyen las labores equitativamente. Algunos dicen contribuir con cosas puntuales, como el lavado de platos, o cuando las mujeres no están y no tienen alternativa, hacen otras cosas como: barrer, cocinar, calentar su comida o preparar café, pero para la mayoría estas no son labores que hagan a diario. Como lo expresa Sarita, una agricultora joven de Grecia: “Se ve que eso es trabajo de la mujer y si la mujer no lo hace, nadie lo hace. Mi papá y mi hermano eso lo hacen el día que nosotras no estamos” (comunicación personal, 6 de agosto del 2018). Esta diferenciación en las responsabilidades domésticas revela que el género continúa estructurando las dinámicas de los miembros a lo interno del hogar. En este ámbito, el poder que tienen algunas mujeres por ser dueñas de la tierra y administradoras de las fincas es poco efectivo para desafiar su posición y las normas de género, en lo que respecta al trabajo de cuido. Además, en ocasiones, son las mismas mujeres quienes contribuyen a mantener las desigualdades con razonamientos que justifican la distribución de responsabilidades. Por ejemplo, algunas de ellas consideran aceptable que los hombres no contribuyan con las labores de cuido, porque ellos laboran en el campo. Ello refleja su internalización y conformidad con las normas y roles de género.

Un aspecto que sobresale es la apreciación que tienen algunas personas sobre el pasado y cómo las relaciones de género eran más desiguales, pues los hombres tenían mayor dominio sobre las mujeres al comandarlas, decidir por ellas e, incluso, agredirlas físicamente. Además, la distribución de las labores del campo y la casa entre hombres y mujeres era todavía más rígida. Como lo expresa doña Clotilde, de Tierra Blanca:

Fuimos criados en un patriarcado, que los hombres no hacían nada y uno tenía que servirles a ellos, porque hasta mi hermano, yo me acuerdo, diay había que servirle …los hombres siempre decían que la agricultura era para hombres y la casa para las mujeres, entonces muy poco dejaban que las mujeres se metieran en lo que era la agricultura (comunicación personal, 23 de agosto del 2018).

Ella y otras personas comparten la opinión de que los roles de género se han flexibilizado en lo que respecta al campo, pero también en el ámbito doméstico. Miguel, coadministrador de finca en Grecia, reflexiona acerca de su socialización y los cambios que percibe: “uno ve que antes eran otros tiempos verdad y que uno se pone a analizar que tal vez la misma mamá contribuía con ayudar a que uno fuera machista, porque ya porque uno fuera hombre no le daban a uno ni a lavar un plato verdad, entonces uno se acostumbró así. Yo después de que me casé, mi esposa me dice “usted puede ayudarme con algo ahí”, entonces uno va cambiando” (comunicación personal, 26 de junio del 2018). Esta percepción se fundamenta en observaciones de prácticas cotidianas que han cambiado dentro del hogar, como que los hombres ahora se sirvan su comida o realicen algunas tareas dentro de la casa. Aunque puedan ser cambios puntuales, para las personas entrevistadas son indicadores de que las dinámicas de género han evolucionado. Para algunas mujeres son positivos, pues en vez de reprochar que las labores domésticas no son repartidas de forma equitativa, lo que valoran es la contribución que hacen los hombres, aunque esta sea mínima. Para otras mujeres, en cambio, el machismo no es cosa del pasado, si no que aún se mantiene. Doña Silvia, de Tierra Blanca, dice: “eso es del presente. Aquí todavía se da muchísimo, son pocos los hombres que ayudan en las labores del hogar” (comunicación personal, 24 de agosto del 2018). Hay quienes manifiestan que el machismo es motivo de conflicto en sus hogares, ya que las mujeres esperan una mayor participación de los hombres en estas labores, pero los hombres se mantienen resistentes a cooperar. Pese a las percepciones en torno al cambio, el hecho es que la repartición desigual de las labores se mantiene y sitúa la carga sobre las mujeres, sin recibir pago económico por ellas.

Otro aspecto por resaltar es que las mujeres entrevistadas confiesan que el trabajo doméstico es muy cansado y demandante, pues es una labor de todos los días y que les toma mucho tiempo. En las fincas administradas por hombres, las mujeres ajustan su horario de acuerdo con el trabajo agrícola de los otros miembros del hogar. Se levantan en la madrugada, algunas antes que el resto de la familia, y muchas veces son las últimas en acostarse, después de permanecer el día completo realizando diferentes tareas. Cuando las mujeres se suman al trabajo agrícola, tanto en las fincas administradas por mujeres, como en las administradas por hombres, ellas ajustan su horario para poder incluir las labores agrícolas dentro de sus responsabilidades. Eso quiere decir, que recortan su tiempo de ocio para cumplir con todas las labores, duplicando su jornada. A pesar de ser cansado, la mayoría expresa el gusto que sienten por trabajar en el campo. El trabajo doméstico, por el contrario, no les gusta tanto como el agrícola, pero sienten que es su responsabilidad. Sin embargo, cuando se les consulta sobre su importancia, consideran que es una labor fundamental para sostener a la finca y se sienten bien cuidando a su familia. Como lo expresa doña Mónica, esposa de un productor de Tierra Blanca: “es muy cansada, pero es muy linda, es muy bonita. Porque uno hace las cosas por amor y por esmero a esperar a ellos que vengan de trabajar” (comunicación personal, 12 de febrero del 2018). Esto coincide con lo que plantea Cartín (1994) acerca de que el trabajo de cuido se interpreta como una labor de amor que se extiende muchas veces al trabajo agrícola, justificando que no se les reconozca económicamente por ninguna de sus labores. Por esta razón, la mayoría de las mujeres, en las fincas administradas por hombres, carecen de ingresos, lo que las sitúa en una posición de dependencia económica ante sus parejas o hijos/as. Por el contrario, las mujeres que administran sus fincas tienen la posibilidad de generar ingresos y decidir cómo administrarlos, aunque, usualmente, prefieren utilizarlo en gastos del hogar que en sí mismas. No obstante, no logran eludir la desigualdad de la que son objeto, al tener que laborar jornadas más largas, para cumplir con el trabajo productivo y reproductivo, e igualmente no recibir pago alguno por este último.

Conclusiones

Este artículo contribuye con brindar una mirada a profundidad de las dinámicas de género en pequeñas fincas agrícolas y compara si hay variaciones respecto a lo que arrojaron estudios anteriores llevados a cabo en Costa Rica.

Se discute cómo en las fincas administradas por hombres se mantiene la división sexual del trabajo, tal y como lo habían observado Cazanga (1993) y Martín, et al. (1996). En términos generales, los hombres por ser dueños y administradores de las fincas se dedican, principalmente, al trabajo del campo, mientras que las mujeres son asignadas al trabajo de cuido. No obstante, las mujeres en ocasiones también se involucran en la actividad agrícola, pero al ser una actividad predominantemente masculina se produce una división de las labores agrícolas en función del género, que se expresa en la asignación diferenciada de estas, en el tiempo dedicado a ellas y en el no reconocimiento de sus labores. En cambio, en la dimensión reproductiva, la participación de los hombres sigue siendo muy limitada y son las mujeres quienes cargan con el trabajo de cuido. La “estructura de dominación patriarcal” que Cartín (1994) observó, se mantiene en estos hogares, pues las relaciones de poder basadas en el género hacen que estas mujeres estén en condición de desigualdad por dos razones: por un lado, se les adjudica el trabajo doméstico y de cuido no remunerado; y, por otro, al no ser las dueñas de las tierras y quedar relegadas al ámbito doméstico, no tienen el poder para participar en la toma de decisiones asociadas al ámbito productivo de las fincas, aunque ellas contribuyan con su trabajo ocasional o temporal, y dependan de esa misma actividad, al igual que los otros miembros.

Como plantea Gago (2019): “No se explica la división sexual del trabajo sin los mandatos patriarcales que la sustentan” (p. 129). Aunque el trabajo de cuido no pago que realizan estas mujeres en el ámbito doméstico es fundamental para la reproducción la finca y el capital, sigue predominando, en estos hogares, la desvalorización de su trabajo y con ello, la lógica que justifica su subordinación (Rodriguez, 2015; Olivera, 2019). Esto, además, se extiende a la esfera productiva, por lo que la conclusión a la que llega Cazanga (1993) en su estudio sigue siendo acertada, en cuanto que la labor que desempeñan las mujeres en la agricultura “no necesariamente redunda en un mejoramiento en su posición en el marco de las relaciones de género” (p. 61), pues no reciben reconocimiento económico por su trabajo, no tienen mayor acceso a recursos, ni mayor participación en las decisiones que se toman a lo interno de la unidad productiva. Por tanto, se coincide con Olivera (2019), cuando plantea que:

La exclusión de la tierra y de las decisiones es, por una parte, uno de los núcleos de la subordinación de género y clase de las mujeres campesinas y, por la otra, una fuente reproductora del poder masculino y patriarcal dentro de su cultura, de ahí la importancia de eliminarla. (p. 273).

La experiencia es un tanto distinta en las fincas administradas por mujeres o administradas en conjunto. Al ser dueñas de la tierra, tienen mayor poder para tomar decisiones asociadas al ámbito productivo de la finca y, en algunos casos, se involucran más con el trabajo físico del campo. Esto es una forma de subvertir su posición social de género y resistirse a la estructura patriarcal (Cartín, 1994) para instaurar un nuevo orden que, en ocasiones, es más igualitario. Sin embargo, esto no se transfiere al ámbito doméstico, pues en ese espacio siguen asumiendo el trabajo de cuido sin recibir compensación (Rodríguez, 2015), con el agravante de que al asumir ambos, duplican su carga y jornada. Por eso, estas mujeres tienen mayor poder y autonomía en un ámbito, pero no en el otro, razón por la cual se mantienen en una condición de desigualdad.

El artículo buscó resaltar las distintas experiencias de las mujeres desde una perspectiva interseccional, tomando en cuenta el cruce del género, la tierra, la edad, el lugar y la actividad agrícola, enfatizando cómo las mujeres adultas que no tienen tierra tienen mayores desventajas en comparación a las que sí la tienen, a través de las diferentes localidades y actividades agrícolas; sin embargo, común a todas es el trabajo de cuido no remunerado. Aun así, faltó profundizar en otras categorías de diferencia, como las sexualidades diversas, condiciones migratorias, etnicidad, raza, entre otras, así como en las masculinidades. Por tanto, son áreas que pueden ser exploradas en futuras investigaciones para enriquecer el análisis.

Finalmente, para transformar las desigualdades de género se retoma el planteamiento de Federici (2019) en cuanto que hay que dirigir esfuerzos “a recuperar formas más cooperativas y comunitarias de la reproducción social” (2019, p. 58); sin embargo, se debería empezar por fomentar una participación más equitativa en el trabajo de cuido dentro de las familias, ya que “allí también se construye y se reproduce la desigualdad” (Castillo, 2019, p. 298). Se aboga porque haya una mayor distribución del trabajo reproductivo entre todos los miembros de la familia y una revalorización y reconocimiento de su importancia, pero también que en los hogares campesinos haya una mayor participación de todos los miembros en la toma de decisiones asociadas a la actividad productiva de la finca como una forma de ejercer el cuido compartido y de construir relaciones de poder más simétricas.

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1 Allen (1998) hace la salvedad que este tipo de poder no siempre conlleva el fin de dominar.

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