Vol 22, N° 44, Julio-Diciembre 2024
ISSN: 1409-3251, EISSN: 2215-5325
Soberanía alimentaria como camino de resistencia al enfoque de la seguridad alimentaria
Food sovereignty as a path of resistance
to the food security approach
Soberania alimentar como caminho de resistência ao enfoque da segurança alimentar
Marcia Paola Chapetón Castro
Universidad Nacional, Colombia
http://orcid.org/0009-0002-6800-6292
DOI: http://doi.org/10.15359/prne.22-44.11
Fecha de recepción: 29/3/2024 Fecha de aceptación: 23/09/2024 Fecha de publicación: 24/11/24
Resumen
Este ensayo aporta al debate para la comprensión de los enfoques de la soberanía alimentaria y de la seguridad alimentaria como caminos para la garantía del derecho humano a la alimentación. Con base en la revisión de fuentes secundarias de análisis realizada desde la economía política crítica sobre los regímenes alimentarios, se muestra cómo la seguridad alimentaria surge en el contexto de la búsqueda de estrategias para asegurar la disponibilidad de alimentos y la erradicación del hambre en el mundo, principalmente por medio de programas de ayuda alimentaria. Para lograr este propósito, se ha promovido un modelo de producción industrializado que ha llevado a considerar a los alimentos como mercancías y ha ordenado el mundo en una lógica que favorece el despojo de tierras, de saberes y de culturas, para beneficiar a unos pocos sectores sociales interesados en consolidar su poder hegemónico dominante y la acumulación de capital. En respuesta a este enfoque, el concepto de soberanía alimentaria emerge de las resistencias de los movimientos sociales campesinos, parte de un marco ontológico y epistemológico diferente a la seguridad alimentaria que implica una praxis distinta donde las agroecologías emancipatorias son fundamentales. La soberanía alimentaria aboga por el derecho de los pueblos a controlar y definir sus sistemas alimentarios, así como reconoce el papel fundamental de la mujer como productora y cuidadora de la vida.
Palabras clave: soberanía alimentaria; resistencias sociales; regímenes alimentarios; seguridad alimentaria; agroecología.
Abstract
This essay contributes to the debate on understanding food sovereignty and food security approaches as pathways to guarantee the human right to food. Based on the review of secondary sources of analysis carried out from the critical political economy on food regimes, the author demonstrates how food security arises in the context of the search for strategies to ensure worldwide food availability and hunger eradication, primarily through food aid programs. To achieve this purpose, an industrialized production model has been promoted that has led to consider food as a commodity and organizes the world in a way that favors the dispossession of land, knowledge, and cultures, benefiting a few social sectors interested in consolidating their dominant hegemonic power and the accumulation of capital. In response to this approach, the concept of food sovereignty emerges from the resistance of peasant social movements, rooted in an ontological and epistemological framework different from food security that implies a different praxis where emancipatory agroecologies are fundamental. Food sovereignty advocates for the people’s right to control and define their food systems, in addition to recognizing women’s fundamental role as producers and caretakers of life.
Keywords: food sovereignty; social resistance; food regimes; food security; agroecology.
Resumo
Este ensaio contribui para o debate sobre a compreensão das abordagens da soberania alimentar e da segurança alimentar como caminhos para garantir o direito humano à alimentação. Com base na revisão de fontes secundárias de análises realizadas a partir da economia política crítica sobre os regimes alimentares, mostra-se como a segurança alimentar surge no contexto da busca por estratégias para assegurar a disponibilidade de alimentos e a erradicação da fome no mundo, principalmente por meio de programas de ajuda alimentar. Para alcançar esse objetivo, tem-se promovido um modelo de produção industrializada que tem considerado os alimentos como mercadorias e tem organizado o mundo em uma lógica que favorece o desapossamento de terras, saberes e culturas, visando beneficiar alguns interessados em consolidar seu poder hegemônico dominante e a acumulação de capital. Em resposta a essa abordagem, o conceito de soberania alimentar surge das resistências dos movimentos sociais camponeses, partindo de uma estrutura ontológica e epistemológica diferente da segurança alimentar, que implica uma prática diferente, onde as agroecologias emancipatórias são fundamentais. A soberania alimentar defende o direito dos povos de controlar e definir seus sistemas alimentares, além de reconhecer o papel fundamental da mulher como produtora e cuidadora da vida.
Palavras-chave: soberania alimentar; resistências sociais; regimes alimentares; segurança alimentar; agroecologia.
Los temas alimentarios y nutricionales se analizan con frecuencia desde una perspectiva biomédica, que reduce los procesos alimentarios a solamente lograr un aporte de nutrientes para garantizar la vida y la salud humana. Si bien hay un esfuerzo por entender los procesos alimentarios desde diferentes perspectivas que incluyen los aspectos culturales, sociológicos, psicológicos, etc., se considera muy importante analizar los procesos económicos y políticos que se han tejido y se tejen en la actualidad en torno al tema alimentario y, de esta manera, tomar una postura frente a los enfoques de la seguridad alimentaria (SA) y de la soberanía alimentaria (SoA) en el camino de garantizar del derecho humano a la alimentación adecuada (DHAA).
Este análisis establece que a partir del siglo XVI y, sobre todo del XIX, los procesos relacionados con la alimentación han sido fuertemente influenciados por las lógicas de ordenamiento de las relaciones mundiales de la colonización europea, las cuales se vinculan con la conformación de los Estados nacionales modernos. En la lógica del orden capitalista mundial se han generado relaciones de poder económico y político desiguales, que promueven la acumulación de capital a partir de procesos de producción, comercialización, distribución y consumo de alimentos, esto favorece a los países del norte global y, en especial, a las empresas o corporaciones que tienen el monopolio del sistema alimentario mundial, con fines económicos y políticos (Howard, 2016).
Estas dinámicas de acumulación de capital han contribuido al deterioro de los procesos alimentarios de los países del sur global, en especial aquellos liderados por mujeres y población campesina, indígena y afrodescendiente, quienes han resistido a un modelo de producción de alimentos en el cual la diversidad, la cultura, las prácticas locales y los conocimientos propios han sido desconocidos y subvalorados (Friedmann, 2005; Friedmann y McMichael, 1989; Holt-Giménez, 2017; McMichael, 2009; McMichael, 2015).
Por esta razón, un análisis de los procesos alimentarios desde una perspectiva histórica, económica y política posibilita aportar a los debates en torno a los enfoques de la SA y la SoA para garantizar el DHAA, que si bien está establecido desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se encuentra muy lejos de ser logrado, como lo evidencia el informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, en el cual estiman que durante el 2022, padecieron hambre alrededor de 122 millones de personas más que en el 2019 (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura [FAO], 2023).
De esta manera y soportado en los análisis desde la economía política crítica en torno a los regímenes alimentarios que han ordenado el sistema alimentario capitalista mundial, en este ensayo se presenta cómo el surgimiento de la SA y el enfoque dado, han favorecido y sostenido un modelo de producción industrializado, que se desarrollaba desde la década de los años cuarenta del siglo XX, con la venia de organismos internacionales como la FAO, y ha sido orientado por políticas neoliberales características del régimen alimentario corporativo con un modelo de producción y comercialización agroindustrial.
Este modelo ha sido promovido por relaciones y alianzas alrededor de un orden alimentario que más allá de garantizar un derecho, considera mercancías a los alimentos y sostiene la economía capitalista fundamentada en intereses políticos y económicos, la concentración de tierra en pocas manos, el despojo de tierras, de saberes y de culturas, y el extractivismo material e inmaterial en el sur global.
En respuesta al enfoque funcional y hegemónico de la SA, surgió el concepto de SoA de las luchas y resistencias de los movimientos sociales campesinos. Para efectos de este ensayo, la SoA se entiende como el derecho de los pueblos (no de los Estados) a controlar y definir sus propias políticas y estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos, garantizando la protección de sus territorios y recursos naturales, el respeto a sus propias culturas y a la diversidad de los modos campesinos, pesqueros, afrodescendientes e indígenas, el fortalecimiento de los procesos organizativos comunitarios y el reconocimiento de la función fundamental de la mujer productora y cuidadora de la vida (humana y no humana). De esta manera, la SoA pone en el centro del sistema alimentario a los sectores productores y consumidores; además implica tener en cuenta quién y cómo se producen los alimentos, para lo cual se requiere, entre otras cosas, nuevas relaciones sociales y la garantía del acceso a la tierra, las semillas y el agua.
En este sentido, el enfoque de la SoA para garantizar el DHAA, parte de un marco ontológico, epistemológico y ético-político diferente al de la SA e implica una praxis diferente que promueva la reforma al modelo agroalimentario hegemónico dominante, la valoración y respeto de la diversidad, de los saberes y prácticas, así como la construcción colectiva de caminos de resistencia y reexistencia para el cuidado de la vida y de la salud en los territorios. En este sentido, y de acuerdo con los planteamientos de Eric Holt-Giménez (2017), si se quiere contribuir a un cambio en el sistema alimentario, luchar contra el hambre y lograr la soberanía alimentaria de los pueblos, se necesita entender las bases del capitalismo y el sistema alimentario capitalista dominante.
Comprensión de los regímenes alimentarios
Para entender el funcionamiento del sistema alimentario mundial y sus impactos, y pensar en otros caminos posibles, es necesario crear conciencia sobre el papel del capitalismo en la agricultura, y de esta en el fortalecimiento del modelo capitalista. Así, a continuación se presentan los análisis que, desde la economía política, han realizado principalmente Harriet Friedmann y Philip McMichael, al proponer tres regímenes alimentarios para explicar las relaciones económicas y políticas gestadas alrededor de los procesos alimentarios con el fin de consolidar el poder hegemónico en el sistema capitalista.
Vale la pena mencionar que la idea de regímenes alimentarios está relacionada de forma directa con los ciclos sistémicos de acumulación (CSA), teoría propuesta por el economista italiano Giovanni Arrighi, con el objetivo de “describir y elucidar la formación, consolidación y desintegración de los sucesivos regímenes mediante los que la economía-mundo capitalista se ha expandido desde su embrión medieval subsistémico a su actual dimensión global” (Arrighi, 1999, p. 23).
Los CSA son unidades de análisis histórico-comparativo que permiten entender la evolución del capitalismo a partir de los ciclos económicos de larga duración (planteamiento de longue durée de Fernand Braudel), que, desde el enfoque marxista, se componen de una fase de expansión material (crecimiento de la economía capitalista) y de una fase de expansión financiera (el crecimiento llega a su límite e inicia el declive de la etapa, dando paso a una nueva), con lo cual se constituyen ciclos hegemónicos (entendidos desde el concepto de la hegemonía mundial de Gramsci) característicos de los CSA.
A partir de la teoría de Giovanni Arrighi, el sistema-mundo capitalista ha tenido cuatro CSA: el genovés (desde el siglo XV hasta principios del XVII), el holandés (desde finales del siglo XVI hasta finales del XVIII), el británico (segunda mitad del siglo XVIII, siglo XIX y primeros años del XX) y el estadounidense (que comienza a fines del siglo XIX y que estaría en su fase de expansión financiera). De esta manera, y como se detallará más adelante, los regímenes alimentarios están relacionados y hacen parte de los CSA: el primer régimen alimentario liderado por Gran Bretaña se encuentra dentro de la fase de expansión financiera del ciclo sistémico de acumulación británico, el segundo régimen alimentario hace parte del ciclo estadounidense, y el corporativo se desarrolla en la fase de expansión financiera del cuarto ciclo sistémico de acumulación.
En un inicio el concepto de régimen alimentario surgió en 1987 a partir de una investigación de Harriet Friedmann sobre el orden alimentario mundial, que luego se complementó con los trabajos de Philip McMichael alrededor de la cuestión agraria y el auge de los nuevos Estados-colonias en 1984. De acuerdo con Harriet Friedmann y Philip McMichael (1989), el concepto de régimen alimentario enlaza “las relaciones internacionales alrededor del consumo y la producción de alimentos con las formas de acumulación, distinguiendo los periodos de transformación capitalista desde 1870” (p. 95), así como “el rol de la agricultura comercial en el proceso de construcción del Estado en la edad moderna” (McMichael, 2015, p. 18). Los periodos históricos enmarcados en un régimen alimentario se caracterizan por patrones particulares de poder hegemónico, los cuales definen el comportamiento de todos los actores sociales involucrados en los aspectos relacionados con el cultivo, manufactura, servicios, distribución, ventas y consumo de alimentos (Friedmann, 2005). El proyecto régimen alimentario “surgió entonces como una iniciativa metodológica para especificar las relaciones entre el ordenamiento del mundo y el comercio agroalimentario” (McMichael, 2015, p. 15).
Para fundamentar su análisis, Harriet Friedmann y Philip McMichael (1989) caracterizan el capitalismo de finales de siglo XIX como una “forma extensiva de construir relaciones capitalistas de producción a través del crecimiento cuantitativo de la mano de obra asalariada” (p. 95) (relaciones coloniales-nacionales) y el capitalismo de la segunda mitad del siglo XX como una “forma intensiva de reconstrucción de relaciones de consumo como parte de los procesos de acumulación de capital” (p. 95) (relaciones nacional-transnacionales).
En este sentido, los dos primeros regímenes propuestos se diferencian por el “rol instrumental” que tienen los alimentos para asegurar la hegemonía global. Por una parte, el proyecto británico, denominado “taller del mundo”, promovió y fortaleció el capitalismo industrial emergente con el fin de expandir por todo el mundo zonas/regiones donde se produjeran alimentos comercializables a bajo costo; y, por otra, los Estados Unidos, enfocado en consolidar su poder hegemónico global luego de la Segunda Guerra Mundial, creó alianzas, desarrolló y amplió los mercados por medio de las ayudas alimentarias, que además de contribuir a deshacerse de los excedentes alimentarios que producían en ese momento, gracias a los paquetes tecnológicos de la revolución verde, también fue la oportunidad para consolidar su modelo agroindustrial intensivo.
Primer régimen alimentario “colonial-extensivo”
El primer régimen alimentario se desarrolló en Reino Unido entre 1870 y 1930, por medio de la explotación y control de recursos alimentarios producidos en sus colonias (forma extensiva de construir relaciones capitalistas), con el fin de consolidar al Imperio británico y disponer de alimentos catalogados de lujo para las clases altas europeas. En este periodo las colonias y la especialización en la producción alimentaria industrial europea jugaron un papel clave en la formación del Estado-nación moderno en el siglo XIX.
En 1870 se constituyó un mercado en el cual el trigo fue el alimento base, tanto para el establecimiento de precios, en este momento bajo el sistema del patrón oro, como para las relaciones comerciales entre Reino Unido y sus colonias. Fue un momento en el cual la Revolución industrial forzó un proceso de migración de la gente del campo hacia la ciudad para consolidar una clase trabajadora (mano de obra barata) que respondiera a las necesidades de desarrollo industrial que promovía el Imperio británico. Sin embargo, la clase obrera fue tan numerosa que se generaron problemas como pobreza, hambre, desempleo, inseguridad, etc. Ante esto, una propuesta para superar estas dificultades consistió en motivar a estas personas a construir asentamientos en las colonias británicas y establecer zonas de producción y exportación especializadas, que hasta ese momento no existían.
Lograr estos asentamientos de agricultores familiares especializados en un solo producto, su exportación y comercialización, requirió de la adecuación del territorio (procesos de territorialización), lo cual implicó construir vías férreas y, por consiguiente, el desplazamiento de pueblos indígenas para ser reemplazados por migrantes europeos, lo cual propició los constantes conflictos por la apropiación de la tierra (Friedmann, 2005).
Este modelo de producción especializada en las colonias garantizó el abastecimiento de cereales (principalmente de trigo) a bajo costo, para suplir las necesidades del proletariado en crecimiento en Gran Bretaña, además de proveer al resto de Europa cereales y alimentos exóticos (como las frutas tropicales), que mejoraron y dieron diversidad a las dietas de la población europea. La garantía de las importaciones de trigo desde sus colonias y los procesos de comercialización con otros países consolidó el poder hegemónico del Imperio británico a partir de “una confluencia de fuerzas y relaciones sociales y geopolíticas” (McMichael, 2015, p. 49) y dejó a las familias agricultoras muy dependientes de la venta de sus productos en el mercado mundial y vulnerables a cambios tanto del mercado como de la productividad.
Al iniciar el siglo XX, hubo un descenso en el precio de los alimentos y el comercio de alimentos fue interrumpido por la Primera Guerra Mundial. Los movimientos sociales contra las reglas del mercado, que empezaron a consolidarse en ese momento, el desplome del mercado del trigo, los conflictos entre los Estados europeos y el colapso del patrón oro, generaron un declive de la economía mundial centrada en Gran Bretaña y motivaron medidas de proteccionismo para hacer frente a la crisis agrícola en Europa.
En los Estados Unidos, por su parte, luego de las medidas económicas tomadas en Europa, la Gran Depresión y la crisis alimentaria generada por el dust bowl,1 se inició una intervención del Gobierno estadounidense para estabilizar al sector agrícola, lo que anticipó el segundo régimen alimentario consolidado después de la Segunda Guerra Mundial.
Segundo régimen alimentario “agroindustrial-intensivo”
El segundo régimen alimentario se desarrolló entre 1950 y 1970 y se centró en los Estados Unidos. Este favoreció la creación de alianzas y la ampliación de mercados por medio de la figura de ayudas alimentarias; además contribuyó a deshacerse de los excedentes alimentarios y a consolidar su modelo agroindustrial. El complejo agroalimentario que emergió en los Estados Unidos durante el siglo XIX fue una base importante para consolidar su hegemonía en el siglo XX (McMichael, 2015).
Como se mencionó líneas atrás, al finalizar el primer régimen alimentario comenzó la intervención del Gobierno americano para estabilizar el sector agrícola, lo cual fue un anticipo del modelo que se consolidaría en este segundo régimen. Durante ese periodo de posguerra, los Estados Unidos sostuvieron los precios de los alimentos mediante programas de apoyo a los sectores agricultores, pues compraron sus productos y establecieron controles de importación; esto permitió consolidar una agricultura intensiva-capitalista, basada principalmente en la producción de granos básicos. Esta estrategia favoreció la sobreproducción de alimentos y obligó a crear un mecanismo para deshacerse de los excedentes alimentarios, que en un inicio fueron vendidos a Europa y luego se utilizaron como “ayuda alimentaria” con la denominada “comida barata” en países del sur global, en el marco de los programas para erradicar el hambre y garantizar el derecho a la alimentación, que en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, fue incluido como un derecho individual.
Además de fortalecer sus exportaciones agrícolas y responder a las iniciativas contra el hambre de la posguerra impulsadas por la FAO, esta estrategia aseguraría la lealtad de los países del sur global, en el marco de la Guerra Fría. De acuerdo con Philip McMichael (2015), la escasez de alimentos en la posguerra fue un “pretexto para convertir los alimentos en un instrumento de poder” (p. 55) y para que los Estados Unidos utilizaran la crisis de los derechos humanos con propósitos políticos.
Esta sobreproducción de alimentos favoreció la apertura de los mercados de granos que en los Estados Unidos recibían subsidios de producción y de exportación, lo cual tuvo un impacto negativo en los sectores agricultores del Sur, pues, al no contar con subsidios, no podían competir y se vieron empobrecidos cada vez más (Holt-Giménez, 2017).
Otro de los impactos fue la creación de una producción intensiva de ganado (para carne y leche) y de campos especializados en maíz y soya para alimentación animal, lo cual promovió la separación de la producción de granos y animales (ganado). De esta manera los pequeños agricultores pasaron de proveer directamente a la población consumidora a ser intermediarios de materias primas a grandes corporaciones.
La sobreproducción de granos básicos en los Estados Unidos fue posible gracias a la implementación de paquetes tecnológicos de la Revolución Verde2 (para contrarrestar revoluciones rojas comunistas), que permitieron la industrialización de la agricultura y el aumento del rendimiento de las cosechas, lo cual fue fundamental para consolidar el poder hegemónico de las agroindustrias transnacionales en el mercado mundial. Este modelo de producción lo internalizaron los Estados beneficiarios con la ayuda de los Estados Unidos, inicialmente en Europa y luego en Latinoamérica.
En la idea de “alimentar al mundo”, la Revolución Verde promovió el uso de nuevas semillas híbridas de mayor rendimiento y dependientes de agroquímicos, irrigación y mecanización. De esta manera, los modelos de producción en países latinoamericanos, asiáticos y de Medio Oriente pasaron de la agricultura mixta, haciendo uso de semillas nativas intercambiadas y compartidas, a un modelo de monocultivos a base de semillas derivadas de programas de fitomejoramiento y la dependencia de productos químicos y energía fósil, que por medio del apoyo a la clase terrateniente promovió la idea del productivismo y la acumulación de capital. Mientras que la agricultura era industrializada, las corporaciones americanas promovían un proceso de acumulación transnacional que socavó las capacidades independientes de los Estados para regular la producción y el comercio nacional (Friedmann and McMichael, 1989). Esto dio como resultado la reversión del flujo de alimentos Sur-Norte, en el que las antiguas colonias, luego de ser las encargadas de suministrar los alimentos al Norte pasaron a depender de este para su alimentación (Holt-Giménez, 2017).
El modelo agroindustrial de los Estados Unidos en la posguerra dependió de los fertilizantes inorgánicos (químicos) que reemplazaron a fijadores de nitrógeno naturales como las leguminosas, el abono, la ceniza y las algas marinas. Junto con el uso de estos fertilizantes, la mecanización aumentó la necesidad de uso de combustibles fósiles y la dependencia de la agricultura en el sector energético (Cleaver, 1977, p. 77, citado por McMichael, 2015, p. 56). El uso de fertilizantes inorgánicos fue promovido por la FAO en 1960, en un programa para la erradicación del hambre, por medio del cual apoyó la hegemonía del modelo de producción de alimentos de los Estados Unidos, que como se mencionó, es altamente dependiente de la energía fósil.
Los procesos de industrialización ocurridos durante este periodo también facilitaron el inicio de la elaboración y comercialización de productos procesados, con lo cual se transformaron los mercados de granos básicos en mercados de materias primas para productos como, por ejemplo, el jarabe de maíz, las margarinas y piensos para animales. Esto permitió generar una nueva dinámica de acumulación al enlazar mercados de granos básicos, productos procesados y alimentos para ganado.
Este periodo finalizó con la crisis alimentaria de la década de 1970, en la cual las condiciones climáticas extremas (sequías e inundaciones) en diferentes regiones del mundo generaron una considerable reducción de la oferta alimentaria mundial que impidió responder a la demanda de los mercados internacionales. Además, hubo dificultades entre los bloques comerciales de la Guerra Fría (los Estados Unidos y la URSS) que generaron un aumento considerable en el precio de los granos, y esto empeoró con el incremento en el precio del petróleo. En este momento, el hambre y cómo erradicarla vuelve a ser un tema de interés mundial y se empieza a fortalecer el discurso alrededor de la seguridad alimentaria (SA), al convertirse en un objetivo de política de la Organización de Naciones Unidas (ONU), desde la Cumbre Mundial de la Alimentación (CMA) que convocó la FAO en 1974.
Programa de ayudas alimentarias durante el segundo régimen alimentario
Con respecto al programa de ayudas alimentarias para distribuir los excedentes alimentarios, es importante mencionar que este se materializó mediante el Plan Marshall3 (1948-1952) en Europa, la Ley Pública 480 (PL.-480)4 de 1954 en Estados de Asia, Medio Oriente y América Latina y, posteriormente, la Alianza para el Progreso5 en América Latina (1961-1970). Desde 1961 el comercio de los excedentes alimentarios se vio favorecido con las normas de la Comisión del Codex Alimentarius, que más allá de proteger la salud de la población consumidora y garantizar prácticas de comercio internacional leales, estaban dirigidas a favorecer las condiciones de comercialización propicias para los grandes productores de los alimentos a expensas de los pequeños productores que quedaron sin posibilidades de competir en el mercado.
En Colombia, a través de un convenio firmado entre el Gobierno y los organismos de las Naciones Unidas, como la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la FAO y el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef-United Nations International Children’s Emergency Fund), se creó el Programa Integrado de Nutrición Aplicada (PINA) en 1961 y se empezó el desarrollo de acciones para abordar los problemas nutricionales de la población, entre las cuales se encuentra la complementación alimentaria con excedentes de los Estados Unidos, principalmente en las zonas de interés económico y comercial, como la región cafetera, donde además se presentaban elevadas cifras de problemas nutricionales y mortalidad infantil (Díaz-Scarpeta, 2020).
A través del PINA, se desarrolló el Programa Nacional de Educación Nutricional y Complementación Alimentaria (PRONENCA) en 1969, por medio del cual se consolida la asistencia alimentaria nacional promovida por las Naciones Unidas (Programa Mundial de Alimentos como principal ejecutor), como una estrategia económica no solo para deshacerse de los excedentes alimentarios, sino para desarrollar mercados externos de productos agrícolas norteamericanos y ejercer influencia política, con la excusa de servir a metas humanitarias (Mancera, 2012). En 1970 se definió el Plan Nacional de Alimentos para el Desarrollo (PLANALDE), con el objetivo de coordinar la distribución de los recursos alimentarios externos y nacionales que permitiera solucionar el problema de disponibilidad y acceso de alimentos en el país y educar a la población en los temas de nutrición y alimentación.
En el desmonte de esta ayuda alimentaria producto de la crisis alimentaria mundial de la década de los setenta del siglo XX, en Colombia surgió el Plan de Alimentación y Nutrición (PAN, 1975) y el Programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI, 1976), con los cuales el Estado colombiano articuló acciones de distintos sectores para lograr la producción, el consumo y óptimo aprovechamiento biológico de los alimentos y orientó sus estrategias a la población más pobre y vulnerable. Además de incentivar la producción y comercialización de alimentos, el PAN continuó con la distribución de “ayudas alimentarias”, siendo las mezclas vegetales, como la bienestarina, una de las protagonistas de los complementos que se distribuyeron a lo largo y ancho del país (Díaz-Scarpeta, 2020; Mancera, 2012).
Las ayudas alimentarias que ofrecía los Estados Unidos tenían el propósito no solo de contribuir a la alimentación de la población colombiana para erradicar el hambre y la desnutrición, sino también para fortalecer las relaciones políticas, económicas y comerciales, que consolidarían su poder en la región. Esta modalidad de caridad o beneficencia internacional se materializó en las diferentes regiones del país por medio de varios programas que los Gobiernos de la época crearon y se extendió hasta aproximadamente 1978.
De esta manera, durante este periodo, en Colombia hubo una escasa autonomía estatal para definir las políticas públicas alimentarias y agrarias, siendo rezagada la función del Estado colombiano al cumplimiento de metas y la ejecución de lineamientos definidos en conferencias sanitarias y por organismos internacionales. Dentro de las consecuencias de la ayuda alimentaria externa recibida por Colombia se encuentra la modificación de los modelos de producción alimentaria, el desestímulo de la producción campesina y las modificaciones en la dieta al introducir, por ejemplo, el consumo de trigo.
A partir de los programas de ayuda alimentaria que se extendieron tanto en Europa como en África y América Latina, los Estados Unidos reforzaban una idea de desarrollo en la lógica capitalista, al promover modelos de producción agroalimentaria para favorecer la acumulación de capital, la concentración de tierras y el uso de paquetes tecnológicos que permitieran la estabilidad en la producción de productos básicos (commodities), para así garantizar las relaciones comerciales que facilitaran la contención del comunismo y la consolidación de su poder hegemónico en el mundo.
En este sentido, la “modernización” agrícola fue un proyecto de clase que fortaleció en el sur global alianzas entre el Estado y los grupos terratenientes para consolidar el agronegocio y contener al campesinado; esto, en palabras de Araghi, 2009, acomodó “el hambre por la tierra dentro de un marco orientado al mercado” (Araghi, 2009, p. 125, citado por McMichael, 2015, p. 60). En esta lógica surgen, durante este periodo en el sur global reformas agrarias como la de Colombia (Ley 135 de 1961), con las cuales la mayor parte de la tierra productiva quedó en manos de terratenientes y al campesinado se le motivó a entrar en las dinámicas de mercado, crédito y producción de commodities en sus pequeñas parcelas familiares.6
Tercer régimen alimentario “corporativo”
Como se ha descrito en este ensayo, el ordenamiento de la agricultura y de la comercialización de alimentos se ha dado gracias a la conquista de nuevos territorios, la adopción de relaciones institucionales para la acumulación del capital y los cambios en la configuración del poder. En este sentido, una de las metas de las economías y agriculturas nacionales, en el marco de la hegemonía estadounidense fue la libertad de empresa, lo cual dio paso a un nuevo régimen corporativo de alimentos (desde 1980 hasta el año 2000), un régimen privado de comercio global administrado por corporaciones transnacionales privilegiadas por los protocolos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) (Cutler, 2001, citado por McMichael, 2015).
La crisis alimentaria de 1970 coincidió con el declive del modelo de producción industrial fordista que, en la búsqueda de un reajuste de los sistemas productivos, impulsó la financiarización, los avances tecnológicos (dentro de los cuales la informática tiene un papel fundamental) y los mecanismos para regular la propiedad intelectual, que según Mariano Zukerfeld (2008) están ligados al tránsito desde el capitalismo industrial al cognitivo.
En el capitalismo cognitivo, el alcance de los derechos de propiedad (que antes se limitaba a invenciones o productos nuevos) se amplía, siendo uno de los nuevos espacios de acción el incorporar la materia viva que ya existe, en la esfera mercantil (Zukerfeld, 2008). En este momento surge la posibilidad de patentar y transformar en mercancía a los organismos vivos, que con una intervención genética menor pueden ser objeto de apropiación y obtención de derechos exclusivos, como en el caso de las semillas para la producción de alimentos, cuyas patentes están en poder de las cuatro más grandes corporaciones agroalimentarias del mundo.
Así, este periodo se caracterizó por una hegemonía corporativa en la cual la garantía del poder está dada por el dominio del mercado en un amplio proyecto neoliberal que garantiza circuitos transnacionales de dinero y mercancías (McMichael, 2009), entre las cuales además de los agrotóxicos, están las semillas, los alimentos y los productos procesados. Las corporaciones que habían crecido en el anterior régimen alimentario y que, de alguna manera fueron rezagadas en ese momento (por ejemplo, los supermercados), promovieron y continúan promoviendo este modelo; esto ha profundizado la industrialización de la agricultura, la producción de comestibles ultra procesados y sus impactos sociales, ambientales y en salud en el sur global.
Así surge la idea de incorporar la agricultura a las normas comerciales y liberalizar el comercio agrícola, liderada y promovida por la OMC, que define las reglas de comercio internacional bajo principios neoliberales, caracterizados por el favorecimiento a las agroindustrias y corporaciones del norte global, que reciben importantes subsidios para garantizar sus procesos de comercialización global con excelente rentabilidad.
Dada la gran deuda que asumieron los países del sur global con bancos privados para la importación de alimentos y petróleo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) tomaron un papel muy importante en este periodo, convirtiéndose en organismos para garantizar que estas deudas fueran pagadas, al imponer nuevas condiciones a los países deudores en el marco del “ajuste estructural”. Las medidas establecidas por la OMC, el FMI y el BM tuvieron grandes impactos en la economía y las condiciones de producción y comercialización de los agricultores del sur global que no contaban con subsidios, ni tenían protección de las importaciones (Holt-Giménez, 2017).
El mercado alimentario mundial ha sido liderado y controlado por diez compañías que son: Nestlé (Suiza), PepsiCo (EE. UU.), Unilever (Reino Unido), Coca-Cola (EE. UU.), Mars (EE. UU.), Mondelēz (EE. UU.), Danone (Francia), Associated British Foods (Reino Unido), General Mills (EE. UU.) y Kellogg’s (EE. UU.) (OXFAM, 2013). Estas concentran marcas de alimentación y, también, de productos para alimentar animales y productos farmacéuticos, dentro de los que se encuentran las fórmulas lácteas infantiles que desplazan la lactancia materna y todos los beneficios conocidos. Además, estas corporaciones se asocian con las grandes industrias agroalimentarias que producen los insumos y la materia prima de sus comestibles, lo cual disminuye los costos de producción y aumenta el margen de ganancias de estas grandes empresas.
Otro de los nichos de mercado de las corporaciones está relacionado con la producción de hormonas y los antibióticos en las industrias ganaderas, las semillas genéticamente modificadas para la producción de maíz y la soja, lo cual profundiza la integración técnica y corporativa de la agricultura y la producción de animales a la gran economía capitalista (Kuyek, 2007, citado por Friedmann 2009, p. 337). Un ejemplo claro de la articulación entre la industria farmacéutica y la agroalimentaria, en el marco del capitalismo cognitivo, es la integración, que inició en el 2018, entre Monsanto (fabricante estadounidense de organismos genéticamente modificados y semillas) y Bayer (compañía farmacéutica alemana) y que consolidó a esta como una de las corporaciones más poderosas en el mundo, al producir semillas cada vez más resistentes y productivas y agrotóxicos cada vez más potentes para evitar las pérdidas de las cosechas y así asegurar su margen de ganancias.
Actualmente son cuatro las multinacionales que controlan al 60 % del mercado mundial de semillas y al 75 % del mercado mundial de plaguicidas: Bayer (fusionada con Monsanto), Corteva (fusión de Dow y Dupont), ChemChina-Syngenta y BASF (Fakhri, 2021; Fakhri, 2022). Las semillas que producen estas empresas están limitadas en el uso que los agricultores pueden darles; por ejemplo, les está prohibido guardar semillas de sus cosechas para intercambiar o sembrar nuevamente. Este control que se hace a las semillas significa también el control del suministro de alimentos, de lo que se puede sembrar, de lo que se puede comer, de cómo se construyen los cuerpos y de cómo son las relaciones con los alimentos y con la naturaleza.
Al privilegiar las semillas certificadas, el modelo de producción actual ha contribuido a la desaparición de variedades de semillas criollas, nativas, locales o tradicionales y, de esta manera, ha causado la pérdida de agrobiodiversidad. En 12.000 años de historia de la agricultura, los pueblos campesinos, los indígenas, la población afrodescendiente y, en general, toda la población productora de alimentos, con mujeres agricultoras a la cabeza, lograron acumular miles de las mejores semillas para obtener los mejores alimentos para sus pueblos; sin embargo, durante el siglo XX se perdió cerca del 75 % de la variedad de semillas heredadas de nuestras ancestras (FAO, 1999), y esto es resultado de los modelos de producción que promueven el uso de semillas certificadas estandarizadas, el uso de agrotóxicos, y la desvalorización y poco reconocimiento al trabajo campesino y de pequeños productores y productoras locales.
Además de la reorganización de los sistemas alimentarios globales en una lógica neoliberal, también se produjo un cambio en las dietas de acuerdo con el poder adquisitivo. Alimentos como las frutas y verduras, que ya no se producían localmente sino por grandes cadenas de suministros, tuvieron un gran aumento de precio, siendo más accesibles para la población de altos ingresos económicos. Por su parte, los productos ultra procesados que reciben subsidios, constituyen la comida barata a la cual tienen acceso las personas con menores ingresos económicos.
Los cambios estructurales en el mundo y el impulso de políticas neoliberales iniciado en la década de los ochenta, posibilitaron un régimen donde la grasa, azúcar, sodio, conservantes, saborizantes, colorantes, etc. están ocultos en los productos industrializados ultraprocesados que llegan a diario a la mesa de la gran mayoría de las familias del mundo. El consumo de estos productos, cada vez más innovadores, mejor presentados, mejor promocionados, ha generado nuevas problemáticas ambientales, culturales, sociales y en salud como la obesidad, el sobrepeso, la diabetes, la hipertensión arterial, las enfermedades coronarias, el cáncer, etc., los cuales transitan junto con la desnutrición y las deficiencias nutricionales.
El libre comercio y la apertura de los mercados mundiales son, entonces, el escenario perfecto para que las corporaciones continúen reproduciendo condiciones favorables con el fin de aumentar cada vez más sus ganancias y continuar con la acumulación de capital; mientras que agricultores, consumidores, ambientalistas, población en general y el planeta sufren las consecuencias de este modelo de producción de alimentos y de productos ultraprocesados, resistiendo y reexistiendo en la búsqueda de nuevos caminos para alimentarnos y para cuidar la vida.
Hasta aquí se ha podido ver cómo a lo largo de la historia se han promovido relaciones e intercambios alrededor de un orden alimentario que sostiene la economía capitalista. Las relaciones y alianzas para la producción de alimentos desde el siglo XIX se fundamentan en intereses políticos y económicos, más allá de la garantía de un derecho; intereses que determinan las relaciones de poder y la lucha de clases. El considerar los alimentos como mercancías ha ordenado el mundo alrededor de los alimentos en una lógica desarrollada en torno al despojo de tierras, de saberes y de culturas para favorecer a unos pocos interesados en consolidar su poder hegemónico dominante.
El creciente poder capitalista alrededor de los sistemas alimentarios globales ha debilitado e interferido en la generación de políticas estatales dirigidas al desarrollo de la agricultura nacional que garanticen los derechos de las comunidades campesinas, afrodescendientes e indígenas. La ampliación y profundización de la agroindustria en el sur global, además ha reforzado la concentración de la tierra en unos pocos, lo cual genera migraciones masivas de población de zonas rurales a urbanas, intensificando el hambre y la pobreza.
Las empresas que dominan el mercado agroalimentario continúan acumulando capital y los efectos en el medioambiente se ven reflejados en el calentamiento global, la erosión en amplios territorios por la implementación de monocultivos y el uso de agrotóxicos, la pérdida de la diversidad y la contaminación y agotamiento de las fuentes hídricas y los suelos. De igual manera, este modelo de producción dependiente de energías fósiles tiene al planeta ad-portas de una crisis energética (González, R, 2020; González, M., 2020).
Este modelo agroalimentario, favorecido por los compromisos internacionales para la erradicación del hambre y la desnutrición, continúa reproduciéndose en el mundo en la lógica de producir grandes cantidades de alimentos para garantizar la disponibilidad suficiente de calorías para toda la población; sin embargo, las cifras de hambre y desnutrición siguen en aumento, junto con nuevas problemáticas nutricionales, en salud, sociales y culturales.
En este sentido, a continuación se presentan los enfoques bajo los cuales se ha abordado el hambre y se han puesto en marcha acciones para lograr la seguridad alimentaria en el mundo. Estos enfoques, como se verá más adelante, se relacionan con el ordenamiento capitalista alrededor del sistema alimentario mundial.
El hambre y la seguridad alimentaria
Luego de las crisis de la posguerra, el hambre y la insuficiencia de alimentos se convirtió en uno de los problemas de mayor interés en el mundo. Como se mencionó, producir alimentos en grandes cantidades se consideró la solución al tema del hambre en el mundo; así mismo, la Segunda Guerra Mundial dejó en evidencia la necesidad de proteger los derechos de las personas y, en el marco de un pacto político entre los “ganadores” de la guerra, los Estados Unidos y sus “aliados” y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), se firmó en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la cual se menciona la alimentación como uno de los más importantes:
Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad (ONU, 1948, p. 7).7
Luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial en 1945, se crearon organismos como la FAO, el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef- United Nations International Children’s Emergency Fund) en 1946 y la OMS en 1948. Estos organismos empezaron a abordar diferentes problemáticas generadas por las guerras, dentro de las cuales se encuentran la pobreza y el hambre.
En este momento, el pensamiento alrededor de la alimentación y la nutrición se redujo a la necesidad de cubrir una cantidad de proteínas y calorías para garantizar el estado salud y nutrición de la población, para lo cual fue necesario, a través de los organismos internacionales (principalmente la FAO y la OMS), realizar una cartografía del hambre, definir regulaciones internacionales y conceptos clínicos sobre la malnutrición y las carencias nutricionales y evaluar el estado nutricional y las dietas (Barona, 2014). Estas acciones fueron implementadas, además de los organismos internacionales, por organizaciones filantrópicas como la Fundación Rockefeller, que en Colombia, por ejemplo, acompañó y financió proyectos orientados a la salud pública y la nutrición, ejecutados por el Laboratorio de Estudios de Nutrición y el Instituto Nacional de Nutrición, creado en 1947 a través del Servicio Cooperativo Interamericano de Salud Pública (SCISP) que estaba en Colombia desde 1943 (Chacón y Ruiz, 2004; Chacón, 2005; Díaz-Scarpeta, 2020).
De acuerdo con Josep Barona-Vilar, desde las primeras décadas del siglo XX se inició un fenómeno denominado “medicalización del hambre”, el cual dirige la atención principalmente a las propiedades nutricionales de los alimentos y a los efectos de las deficiencias de nutrientes en la salud de la población (Barona, 2014). Basado en lo propuesto por Barona (2014), se entiende la medicalización del hambre como la orientación a tratar problemas no médicos como médicos, a la transformación de problemas sociales en problemas médicos, enfermedades o trastornos susceptibles de ser manejados con medicamentos u otras intervenciones médicas o, en este caso, alimentarias y nutricionales.
Esto ejemplifica cómo, problemáticas como el hambre, la desnutrición o la falta de alimentos, que evidentemente son problemáticas sociales que requieren intervenciones integrales, transdisciplinarias y colectivas, se abordan de una manera medicalizada a través de acciones para garantizar el aporte de nutrientes contenidos en alimentos externos (por ejemplo, los provenientes de ayudas alimentarias) que son entregados a la población pobre y vulnerable, pero que finalmente tienen detrás propósitos económicos y políticos que consoliden relaciones de poder hegemónico, tal como se detalló en el capítulo anterior en el marco del segundo y tercer régimen alimentario.
Esta forma de abordar el hambre, la desnutrición y la pobreza para garantizar la seguridad alimentaria y el derecho a la alimentación, también es ejemplo de lo que Michel Foucault denominó biopoder y que se refiere a “explotar numerosas y diversas técnicas para subyugar los cuerpos y controlar la población” (Foucault, 1986). En lo concerniente al tema alimentario, es un poder que pretende controlar la vida, organizarla y optimizarla, en este caso mediante la decisión de lo que se come y lo que no, en los territorios del sur global, lo cual afecta la cultura alimentaria, la identidad, los hábitos alimentarios y se llegan a desconocer los derechos territoriales, los saberes, los conocimientos y las prácticas de la población.
En respuesta a la crisis alimentaria en la década de 1970 y con el fin de erradicar el hambre en el mundo, la FAO convocó a la Cumbre Mundial de la Alimentación (CMA) en 1974, en la cual la seguridad alimentaria se convirtió en objetivo de política de la ONU. En esta cumbre se declaró que:
El bienestar de todos los pueblos del mundo depende en buena parte de la producción y distribución adecuadas de los alimentos y del establecimiento de un sistema mundial de seguridad alimentaria que asegure la disponibilidad suficiente de alimentos a precios razonables en todo momento, independientemente de las fluctuaciones y caprichos periódicos del clima y sin ninguna presión política ni económica, y facilite así, entre otras cosas, el proceso de desarrollo de los países en vías de alcanzarlo (FAO, 1974, p. 2).
Como se observa, en ese entonces, la SA tuvo un enfoque en la producción y disponibilidad alimentaria en el mundo y en los países, lo cual coincidió con el declive del régimen alimentario intensivo y el surgimiento del régimen alimentario corporativo, favoreciendo al modelo de producción agroindustrial que predominaba en ese momento y que lideraba los Estados Unidos.
En la década de los ochenta, el concepto de SA evolucionó gracias a los análisis de Amartya Sen sobre las hambrunas africanas, en los cuales propone que más allá de ser causadas por falta de disponibilidad de alimentos, tienen que ver con factores económicos y sociales como el desempleo, los bajos salarios, el aumento de precios, entre otros que afectan el acceso a los alimentos (Sen, 1981). En este sentido, los aportes de Amartya Sen contribuyeron a entender las hambrunas desde una perspectiva de las vulnerabilidades familiares relacionadas con la obtención de los alimentos y los recursos que las personas tienen para satisfacer sus necesidades alimentarias y no solo como un resultado de la falta de alimentos suficientes.
De esta manera, en 1983 la FAO propuso ampliar el concepto de seguridad alimentaria al mencionar que “el objetivo último de la seguridad alimentaria mundial es lograr que todas las personas tengan en todo momento acceso material y económico a los alimentos básicos que necesitan” (FAO, 1984, p. 14). Si bien se incorporó el acceso a los alimentos en el concepto de SA, el enfoque de las políticas para abordarla estaba dirigido a la asistencia alimentaria y no a resolver las inequidades presentes en la población. De esta manera, la producción de alimentos a gran escala bajo el modelo de producción agroindustrial hegemónico, junto con la entrega de ayudas alimentarias de los organismos internacionales, en las que posteriormente se vincularon grandes corporaciones, fundaciones filantrópicas y otros privados, constituyen hasta la actualidad las estrategias y el modelo de atención para superar el hambre en el mundo, sin considerar que el hambre no es solo por falta de alimentos y que este tipo de estrategias son generadoras de hambre de identidad, de cultura, de dignidad, de autonomía y de derechos.
Desde los años noventa, se incluyeron los conceptos de calidad alimentaria, inocuidad, adecuación nutricional, distribución dentro del hogar, preferencias culturales, y se reafirmó la seguridad alimentaria como un derecho humano. En respuesta a la persistencia de una desnutrición generalizada y a la creciente preocupación por la capacidad de la agricultura para cubrir las necesidades futuras de alimentos, se convocó a la Cumbre Mundial de Alimentación de 1996, cuyo objetivo inmediato fue reducir el número de personas desnutridas a la mitad para el año 2015; en ese momento se calculó que 800 millones de personas se encontraban en situación de hambre y desnutrición. En esta cumbre los países asistentes declararon:
La seguridad alimentaria, a nivel de individuo, hogar, nación y global, se consigue cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos, inocuos y nutritivos, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias, con el objeto de llevar una vida activa y sana (FAO, 1996, p. 5).
A partir de esta declaración, el concepto evoluciona a Seguridad Alimentaria y Nutricional (SAN) con los desarrollos realizados por el Instituto de Nutrición de Centro América y Panamá (INCAP), incorporando y describiendo cinco componentes fundamentales para comprender los factores que inciden en la SAN: la disponibilidad de alimentos, el acceso, la inocuidad, el consumo y la utilización biológica. Este concepto, utilizado principalmente de países latinoamericanos, fue definido por el INCAP como:
Un estado en el cual todas las personas gozan, en forma oportuna y permanente, de acceso físico, económico y social a los alimentos que necesitan, en cantidad y calidad, para su adecuado consumo y utilización biológica, garantizándoles un estado de bienestar general que coadyuve al logro de su desarrollo (INCAP, 1999, p. 1).
A pesar de que los compromisos internacionales para la erradicación del hambre y el logro de la SA se han renovado en las diferentes cumbres de alimentación y nutrición, e incluso, el segundo objetivo de la agenda 2030 para el desarrollo sostenible está dirigido al hambre cero, el informe de la FAO (2023) sobre el Estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, presenta cifras que dan cuenta de que las acciones enfocadas a la SA no están surtiendo efecto.
De acuerdo con este informe, se estima que en el 2022 padecieron hambre en todo el mundo entre 691 y 783 millones de personas, alrededor de 122 millones de personas más que en el 2019, antes de la pandemia mundial; así mismo, alrededor del 29,6 % de la población mundial (2400 millones de personas) vivía inseguridad alimentaria moderada o grave en el 2022, de los cuales cerca de 900 millones (11,3 % de la población mundial) sufrían inseguridad alimentaria grave; y, en ese año, en todo el mundo, 148,1 millones de niños y niñas menores de cinco años (22,3 %) padecían retraso del crecimiento, 45 millones (6,8 %) sufrían de emaciación y 37 millones (5,6 %) tenían sobrepeso. La prevalencia del retraso del crecimiento y la emaciación era más elevada en las zonas rurales, mientras que el sobrepeso fue más frecuente en las zonas urbanas (FAO, 2023).
Retomar la idea de que la SA surgió como respuesta a los objetivos de organismos internacionales para la erradicación del hambre y la garantía del derecho a la alimentación por medio del aumento de la producción y las ayudas alimentarias y, conectarla con los procesos históricos que alrededor de los regímenes alimentarios han ocurrido desde la década de los setenta del siglo XX, deja ver que, el enfoque de las estrategias para garantizar la SA ha favorecido y fortalecido el sistema alimentario hegemónico dominante y la acumulación de capital, con el auspicio de políticas neoliberales características del régimen alimentario corporativo, en detrimento de la garantía de derechos de la población. Además, es claro que la sobreproducción de alimentos, característica del modelo de producción agroindustrial, no aporta al logro de las metas relacionadas con la disminución del hambre y la pobreza en el mundo y si ha generado la crisis civilizatoria que actualmente tiene a la vida en el planeta bajo amenaza.
Finalmente, el enfoque de la SA ha sido hacia el abordaje de las “causas específicas” de una problemática (hambre), pero en sus estrategias no vincula a la población como gestora de soluciones, ni tiene en cuenta procesos históricos, particularidades territoriales, conocimientos y saberes; por el contrario, se centra en la producción de comida y en ofrecer acceso a alimentos sin importar de dónde vienen, quien los produce, cómo se producen y qué efectos tiene su producción en la salud y el cuidado de la vida.
La soberanía alimentaria como camino de resistencia
Paralelo a las tendencias políticas y sociales dentro del régimen alimentario corporativo, cuyos discursos se basan en el fortalecimiento empresarial y la seguridad alimentaria (SA) (Holt-Giménez y Shattuck, 2011), se han dado también luchas y resistencias sociales y culturales contra el modelo hegemónico capitalista, en la búsqueda de la reivindicación de los derechos colectivos y la protección de los bienes comunes. Es así como surgen los movimientos alimentarios que defienden la soberanía alimentaria como respuesta a las limitaciones de la SA, y que liderados por La Vía Campesina, promueven el desmantelamiento del poder monopolístico de las corporaciones agroalimentarias, la paridad, la reforma agraria redistributiva, los derechos comunitarios al agua y las semillas, los sistemas alimentarios basados en regiones, la democratización del sistema alimentario, los medios de vida sostenibles, la protección contra el desperdicio/sobreproducción y el resurgimiento de la agricultura campesina gestionada agroecológicamente para distribuir la riqueza y enfriar el planeta (Desmarais 2007; Holt-Giménez y Shattuck, 2011; La Vía Campesina, 1996; Martínez y Rosset, 2014; Wittman, 2011).
Los movimientos sociales indígenas, campesinos, afrodescendientes, tanto rurales como urbanos, que han resistido, resisten y producen iniciativas para proteger sus sistemas alimentarios tradicionales y dar respuesta a las crisis sociales, económicas y medioambientales desencadenadas por el régimen alimentario corporativo, son fuerzas importantes para el cambio social (Holt-Giménez y Shattuck, 2011) que han desarrollado una amplia variedad de habilidades políticas, técnicas, organizativas y empresariales para demandar las reformas agrarias y la soberanía alimentaria (Desmarais, 2007) con discursos antiimperialistas, anticorporativistas y anticapitalistas, que no son comparables o complementarios con aquellos que se promueven alrededor de las acciones y estrategias implementadas para lograr la SA. Estos movimientos son fundamentales para la correlación de fuerzas que se requiere para reformar el sistema alimentario capitalista.
Así, la SoA, como objeto de lucha, surgió en 1996 del movimiento campesino internacional denominado La Vía Campesina, que dio el debate en la Cumbre Mundial de la Alimentación, para:
Insistir en la centralidad de los pequeños productores de alimentos, la sabiduría acumulada por generaciones, la autonomía y diversidad de las comunidades rurales y urbanas, y la solidaridad entre los pueblos como componentes esenciales para la elaboración de políticas en torno a la alimentación y la agricultura (La Vía Campesina, 2021, p. 2).
La propuesta de la SoA por parte de los movimientos campesinos estuvo motivada por una serie de amenazas que se presentaron en la década de los años noventa, relacionadas con políticas neoliberales que favorecieron, entre otros aspectos, a la apertura de mercados transnacionales, los tratados de libre comercio, la eliminación de los apoyos a los pequeños productores del sector público, la consolidación de grandes empresas dedicadas a la producción y certificación de semillas8 y la criminalización de las protestas (Edelman et al., 2014), teniendo a organismos como la OMC liderando e impulsando acciones en favor del sistema alimentario hegemónico y la acumulación de capital.
La SoA, definida por diversos movimientos sociales y actores de la sociedad civil es
el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales. La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica (La Vía Campesina, 2007, p. 1).
En esta definición queda claro que la SoA ofrece una mirada amplia al tema alimentario y evidencia el resurgimiento, fortalecimiento y reivindicación de los movimientos sociales para resistir al libre comercio y al régimen corporativo y hacerles frente a los modelos patriarcales de producción y comercialización de alimentos, para lograr el acceso a la tierra y la protección de los territorios, de las semillas, del agua, la naturaleza y de los conocimientos y prácticas culturales alrededor de la producción alimentaria, con el reconocimiento de la importancia de las mujeres en todo el proceso alimentario. La SoA tiene un enfoque que pone en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias a quienes producen y consumen, así como a la garantía de sus derechos (La Vía Campesina, 2007).
La SoA reconoce la importancia de quién y cómo produce los alimentos, más allá de solo tener disponibilidad y acceso a estos. En ese sentido, las redes de subsistencia y los sistemas de conocimiento de los campesinos, indígenas, pescadores, etc. son centrales en la propuesta de la SoA para gestionar sistemas agroecológicos sustentables. Así, la SoA alienta no solo a la defensa de la biodiversidad, sino también de los sistemas culturales y de conocimientos que se configuran en torno a los procesos alimentarios locales (Micarelli, 2018). La SoA también visibiliza una interacción entre el derecho de los pueblos, su autonomía, su cultura y los recursos naturales, lo que deja ver una relación de interdependencia entre las personas, las comunidades y la naturaleza.
En la declaración del Foro mundial sobre Soberanía Alimentaria realizado en La Habana, Cuba, en el 2001, los movimientos sociales participantes concluyeron que:
El hambre y la malnutrición son consecuencia de determinadas políticas económicas, agrícolas y comerciales a escala mundial, regional y nacional que han sido impuestas por los poderes de los países desarrollados y sus corporaciones en su afán de mantener y acrecentar su hegemonía política, económica, cultural y militar en el actual proceso de reestructuración económica global (La Vía campesina, 2001, p. 2).
En este sentido, consideraron que el hambre y la malnutrición continúan en aumento por la falta de garantía de derechos y, por esto, la SoA es la vía para erradicar el hambre y la malnutrición y garantizar el DHAA para todos los pueblos, no solo a través del acceso a los alimentos, sino del derecho al control democrático sobre los alimentos y los recursos para producirlos (Holt-Giménez y Shattuck, 2011). Así mismo, la SoA contribuye a la garantía del DHAA al defender los intereses alimentarios de las actuales y futuras generaciones, al resistir y desmantelar los monopolios agroalimentarios corporativos, al dar prioridad a las economías y mercados locales y al promover nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones. De esta manera y de acuerdo con Hannah Wittman (2011): “La soberanía alimentaria puede considerarse como un nuevo paradigma alternativo, motor del cambio que desafía el actual régimen alimentario, en sus esfuerzos por reintegrar preocupaciones económicas, ambientales relacionadas con la equidad en torno a la producción agrícola, consumo y comercio” (Wittman, 2011, p. 90).
El camino hacia la SoA implica la posibilidad de tener acceso a la tierra como base de los procesos. Es por lo que, los procesos de reforma agraria redistributiva que prioricen a las mujeres son esenciales para hacer frente al modelo de producción alimentaria capitalista que favorece el agronegocio, y pasar a modelos de agricultura campesina, indígena y familiar basados en los principios sociales de las agroecologías emancipadoras (Giraldo y Rosset, 2021).
De acuerdo con Santiago Sarandón (2021), la agroecología surge, como un nuevo enfoque crítico en respuesta a un modelo de producción agrícola agotado y ante el evidente colapso del sistema agroalimentario mundial, que obliga a avanzar hacia una agricultura sustentable, económicamente viable, ecológicamente adecuada y socioculturalmente aceptable. Las agroecologías constituyen un paradigma diferente al que ha llevado a la crisis civilizatoria y son “un elemento clave en la construcción de la Soberanía Alimentaria” (Comité Internacional de Planificación [CIP], 2015, p. 1), la defensa de la vida y los territorios.
Aunque la agroecología se origina desde una perspectiva científico-técnica, en los últimos años se ha vinculado a las luchas de los movimientos sociales y políticos orientados a transformar el sistema alimentario hegemónico actual (Giraldo y Rosset, 2021). La declaración del Foro Internacional de Agroecología, Nyéléni 2015, propone los principios de la agroecología como forma de resistir a las imposiciones del modelo alimentario hegemónico. De estos principios se resalta el reconocimiento de las diversidades locales, que implican la adaptación de las prácticas a las particularidades de cada región (por lo que es importante hablar de agroecologías en plural); además el reconocimiento de la importancia del cuidado del medioambiente y los recursos naturales, la protección de los territorios y el respeto de las tradiciones, la promoción del diálogo de saberes tanto intercultural como intergeneracional, el reconocimiento de la interdependencia entre humanos y naturaleza, la promoción de la autoorganización, la acción colectiva y la solidaridad entre los pueblos, el fomento de la autonomía de las comunidades y los canales cortos de distribución, la exigencia de desafiar y transformar las estructuras de poder hegemónico que ubica en la base de los procesos a la juventud y a las mujeres como líderes de la transformación social y ecológica (CIP, 2015).
Estas características dialogan con el enfoque de la SoA y convierten a las agroecologías en un camino esencial para lograrla, toda vez que promueven la construcción de una relación con la naturaleza diferente, que protege los recursos naturales, promueve la diversidad y la reducción de pérdidas de recursos naturales, dialoga con la experiencia y el conocimiento que han acumulado históricamente los productores locales de alimentos y además buscan transformar las relaciones de poder características del modelo agroalimentario hegemónico, por medio de procesos políticos emancipatorios que implican la autoorganización de la población en los territorios. A pesar de las políticas públicas de los Estados, las agroecologías han tenido avances importantes en la última década, evidenciados en la consolidación de asociaciones agroecológicas en diferentes países de América Latina y la vinculación de currículos en las universidades para la formación de profesionales en ciencias agrarias (Sarandón, 2021).
Dada la crisis de la agricultura industrial, la agroecología está siendo cooptada por el capital para resolver algunos de sus problemas productivos. De esta manera el agronegocio se está apropiando de elementos técnicos de la agroecología que permitan el uso más eficiente de insumos, comercializar productos “agroecológicos” y alimentos con etiquetas “verdes” (greenwashing), manteniendo la lógica de aumentar sus ganancias y mantener una buena imagen frente al consumidor. De hecho, la FAO ha incluido en sus discursos a la Agroecología, sin embargo, su enfoque es estrictamente cientificista y técnico (Giraldo y Rosset, 2016). Este enfoque dista de las características de las agroecologías emancipadoras, en las cuales se construyen procesos sociales basados en la recuperación y uso de prácticas de agricultura tradicional, semillas y razas de animales criollas y en la defensa del territorio (Giraldo y Rosset, 2021); en este sentido las agroecologías emancipadoras desafían y transforman las estructuras de poder y constituyen una herramienta política para la defensa de los derechos colectivos y la generación de procesos de transformación que permitan la autonomía en los territorios, además de la conservación y transmisión de los saberes ancestrales, en los cuales es fundamental el papel de la mujer y la juventud.
A lo largo de este ensayo se ha mostrado que el enfoque de las acciones relacionadas con la SA, epistemológicamente ha sido ordenado por el capitalismo y, por lo tanto, su praxis responde a estrategias de acumulación, de producción y reproducción de capital de las corporaciones que lideran el mercado alimentario mundial, es un enfoque desde el cual no es posible lograr la garantía del derecho humano a la alimentación, como la crisis civilizatoria y las cifras actuales de hambre y malnutrición lo evidencian.
Por su parte, la SoA tiene un marco ontológico y epistemológico diferente a la SA, que además implica una praxis diferente para la garantía del DHAA. La SoA es una apuesta política de los pueblos, una apuesta por los derechos, la defensa del territorio, el reconocimiento de la diversidad y de los conocimientos locales, tiene un enfoque que vincula a la población y reconoce el papel fundamental de las mujeres en los procesos alimentarios. Así, la SoA va más allá de garantizar alimentos y nutrientes, es un camino de resistencia que invita a avanzar desde los modelos organizativos y de producción locales, donde las mujeres sean protagonistas, para la reforma del modelo agroalimentario hegemónico dominante y la transformación de las relaciones de poder para la garantía de derechos, entre los cuales está el DHAA.
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1 El Dust bowl fue un periodo (de 1932 a 1939 aproximadamente) de tormentas de polvo que impactó las llanuras desde el Golfo de México hasta Canadá, siendo los Estados Unidos el país más afectado. Desde 1930 se presentaron fuertes sequías que, aunadas a las inadecuadas prácticas del manejo del suelo, relacionadas con la eliminación de las coberturas vegetales protectoras (pastos nativos que crecían antes de que se iniciara el arado para la siembra de trigo) para dar paso a la producción especializada de alimentos, favorecieron la pérdida de la humedad y debilitamiento del suelo, dejándolo susceptible a ser levantado por el viento. Este periodo ocasionó el desplazamiento de alrededor de tres millones de personas desde los Estados de llanuras afectados por el Dust bowl, pérdida de animales, cosechas, etc.
2 Este modelo consistió en la tecnificación de la agricultura, la adopción de nuevos métodos de cultivo (que promueve los monocultivos), la mecanización de los cultivos, introducción de variedades vegetales de mayor rendimiento, la siembra de cereales (trigo, maíz y arroz, principalmente) más resistentes a los climas extremos y a las plagas, así como el uso de fertilizantes químicos (inorgánicos), plaguicidas y el riego por aspersión, que posibilitaron alcanzar altos rendimientos productivos (Giraldo, 2018).
3 Plan para la reconstrucción de los países europeos devastados por la Segunda Guerra Mundial, el cual proporcionó ayudas económicas para el resurgimiento y la prosperidad en el continente europeo y así evitar la propagación del comunismo. De acuerdo con Friedmann (2005), de las ayudas enviadas a Europa en el marco del Plan Marshall, el 40 % eran alimentos, piensos y fertilizantes.
4 Además de subsidiar los alimentos y favorecer las exportaciones de los Estados Unidos, la PL-480 promovió el enfoque de producción agroindustrial mediante la exportación de tecnologías de la Revolución Verde en México, Brasil, Argentina, Venezuela, Filipinas, Indonesia e India, que eran Estados claves del sur global en ese momento (McMichael, 2015).
5 El programa propuesto por el presidente John F. Kennedy en 1961 para ofrecer ayudas económicas, políticas y sociales a los países latinoamericanos, que permitieran “combatir el subdesarrollo económico y la pobreza generalizada del hemisferio” (Copello, 2011, p. 49). El programa promovió la reforma agraria para mejorar la productividad agrícola, el libre comercio entre los países latinoamericanos, la modernización de la infraestructura, la reforma de los sistemas de impuestos, el acceso a vivienda, educación y mejora de las condiciones sanitarias con el fin de elevar la expectativa de vida, entre otras.
6 En Colombia, los procesos de agricultura tecnificada se consolidaron a través del programa de Desarrollo Rural Integrado en 1976, que, en articulación con fundaciones filantrópicas estadounidenses, como la Fundación Rockefeller, apoyaron y financiaron proyectos dirigidos a propietarios de grandes extensiones de tierra, con un capital económico consolidado y con las posibilidades de fortalecer la industria alimentaria y contribuir a la acumulación de capital. Por su parte, los pequeños campesinos, indígenas, afrodescendientes, quedaron por fuera de estos programas dejándolos en condiciones desiguales para desarrollar la agricultura local y procesos de comercialización que garantizaran su economía. Es así como la Revolución Verde en Colombia creó una clase empresarial de agricultores que recibieron subsidios por parte del Gobierno: mejores tierras (más planas para facilitar la mecanización), canales de riego, carreteras, beneficios tributarios, etc. Los pequeños productores fueron despojados y desplazados de sus territorios y no contaban con ayudas del gobierno para subsidiar su producción ni para controlar las importaciones, además de quedar dependientes de los paquetes tecnológicos, las semillas certificadas, los agroquímicos y los fertilizantes inorgánicos.
7 Si bien esta declaración constituyó un avance importante en el tema de derechos humanos, no contaba con un carácter de obligatoriedad, por lo que fue necesario generar otros pactos, como el Pacto Internacional por los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) que, si bien se firmó en 1966, entró en vigor diez años después. Con este pacto, los Estados parte, excepto los Estados Unidos, se comprometieron a garantizar los derechos humanos, entre los cuales se encuentra el derecho a la alimentación.
8 Al conformarse la OMC, en 1995, se estableció el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) en el cual se incluyen los medicamentos, semillas y tecnologías biomédicas.
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