REVISTA |
e-ISSN: 2215-3659 Número 80, Julio-diciembre 2019 |
LUCIÉRNAGAS
Allexy Eduarda Tacán Cochoy
Sololá, Guatemala
No sé cómo pasó…
Todavía no logro entender si estaba en un sueño, si lo añoré, si lo imaginé o si morí y de verdad pasó…
Pero ahí estaba en la cocina en la que crecí, en la que el mundo se encogía y era solo de mi mamá y mío, después que mi papá atizara el fuego.
Esa cocina, la que hoy hace muchas semanas santas y navidades dejamos atrás.
Mi hermanita corriendo, un parquecito y el frío, el mucho frío de siempre. Yo tenía que seguirla, ella tenía que seguirme. Así era como el mundo giraba. Naturaleza protectora.
En medio de aquella tarde, con la luz rompiendo la ventana a la hora perfecta para leer, las hojas de un libro me susurraron y preferí quedarme recostada sobre la pared de madera de la casa de mi abuela.
Me encantó verme así.
Ese pelo super despeinado, con los cachetes rajados, con mi chumpa lila, pants de los que me hacía mi papá, con mis calcetas escolares, una roja y una verde.
Tantas cosas que no recordaba desde hace tiempo. Mis zapatos, esos zapatitos negros raspados al fente… Mis manos detrás de la espalda… no quería alejarme de ese calor que me abrazaba.
De repente, algo llamó mi atención.
No sé cómo describirlo. No había bulla. Me quedé casi petrificada, casi sin respirar.
La vi, me vi.
El corazón me desbordaba, la extrañaba. No había pensado en ella. No había querido, no me lo había permitido. Pero la extrañaba.
La vi parada de frente, dudando.
Ambas tímidas. Mi yo pequeña quería jugar con mi yo grande. Me hinqué y la abracé.
Ella me miraba con esos ojos grandes, la tomé de la mano, cruzamos el patio. Todo lo demás desapareció y solo quedamos nosotras.
Yo la amaba y ella me amó.
Todo estaba como antes. Disfrutaba ver su cabello ondear con el viento, su chumpa sin cerrar casi cayéndole a los hombros. Amaba esa risa.
Desde ahí, las dos sabíamos perfectamente qué hacer. Ella corrió delante de mí y yo la seguí.
Cuando la alcancé, ya había oscurecido y las luciérnagas habían iniciado su fiesta.
Me acuerdo de que en sus pequeñas manos llevaba un bote de plástico y atrapaba las parpadeantes luces. Yo podía sentir sus manitas heladas, sus deditos finos cuando las encerraba con una caricia.
Saltábamos, jugábamos y corríamos en distintas direcciones atrapándolas. Ella no hablaba mucho. Es normal en ella, es normal en mí. Tampoco era tan necesario.
Se hizo tarde. Ella me vio y yo la vi. Solo dijo que estaba feliz por lo que éramos, que no tenía que sentirme arrepentida de nada, que éramos felices, que estábamos juntas. Ella habló con su voz suave, dulce y sabia.
¡Yo le grité que la amaba!
Se tenía que ir. Yo me tenía que ir. Cada una volvió adonde pertenecía.
Ahí, encerramos nuestros recuerdos y los mantenemos en el frasco de nuestros corazones, como esas luciérnagas que también olvidamos soltar esa noche.
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