R E P E R T O R I O | A M E R I C A N O | |
Segunda nueva época N.° 34, Enero-Diciembre, 2024 | ISSN: 0252-8479 / EISSN: 2215-6143 | |
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Rocío García Rey
Anduvo en lo que creyó, imaginaria procesión. Sola, juntando los aromas de la pretérita piel, cuando las flores tenían colores. Quizá así tendría fuerza, pensó. Anduvo. Luego fueron dos, tres… La procesión se extendió en la noche exacta del invierno, entonces, en el momento más cruel del incesante viento, fueron miles.
Aquel invierno nunca conocido, Antígona y Polínices rememoraron los parajes donde tuvieron que trazar su propia tumba. Aquel vívido recuerdo fue el que los hizo unirse a la procesión. Miraron a las que avanzaban: sus pasos eran incoloros, rostros aciagos, como aquellos que vieron en los habitantes de las afueras de Tebas. Los hermanos se unieron a la ruta que seguían las mujeres que ya no cargaban a su virgen, madre sagrada. Tonanzin, como muchos, también las había abandonado.
Aquellas mujeres dejaron de sentir el consuelo de la medrecita; las plegarias que le habían dirigido se habían transformado en líquidas estrellas que adquirían forma de lágrimas intermitentes derramadas más allá de sus cuerpos. Lo asumieron, era hora de marchar sin dioses ni vírgenes. La imagen adherida a sus pasos sería otra. Autómatas colocaron en su pecho, la fotografía de sus ausentes porque eso era lo único que les quedaba.
Antígona y Polinices aprendieron nuevamente, cuán intrincada es la oscuridad en los cuerpos desolados; cuerpos en apariencia vivientes que, sin saberlo, eran obligados a beber la pócima del olvido y del silencio. En ocasiones, Políxena se multiplicaba, lo hacía para volver a besar a Hécuba, su madre. Su aparición, al principio fue una especie de vértigo para las que andaban: se enfrentaron a osamentas perdidas, osamentas navegando en la superficie de la tierra.
Las de los pasos aciagos transmutaban su sangre en luces colectivas para inventar tumbas para aquellas que una vez fueron cuerpos y palabras. Tuvieron también que aprender a inventar plegarias, para bregar y soportar el frío que las abarcaba por no saber si alguna vez hallarían a las que siempre serían la fiel alianza de la memoria.
Acaso meses, quinquenios anduvieron hasta que leyeron que estaban prohibidos los cementerios con flores. Ahora sólo habría eso que retumbó pausadamente en sus entrañas: fosas clandestinas. En ese momento recordaron que tenían voz; la desplegaron como su única arma. Gritos hiperbolizados abarcaron la aciaga escenografía: Martha, Rosa, Herminia, Antígona, Elena… Sintieron, entonces, ámpulas, vieron su sangre, su propia sangre en sus pies que eran el instrumento para inventar su periplo de búsqueda incesante.
Su coreografía que era la del amor, fue vista por el nuevo Creonte como voces abruptas que molestaban su sueño. ¿No había bastado su orden para olvidar por los siglos de los siglos a los cuerpos deshojados? Por ello cuando tocaron su puerta, ni las Furias pudieron defenderlas del gesto de indolencia con el que fueron cubiertas.
El cansancio es rígido, tan atroz que puede hacer claudicar a la más auténtica gerbera.
Cayeron y el frío quemante las abrasó, llama insomne que hizo aparecer un jirón de Clío; fue así como la caída fue el vuelo que les hizo parir nuevamente. Olas de fuego no les impidieron gritar de nuevo el nombre de sus hijas. Esta vez, Antígona y Polínices también cayeron.
El siguiente día, Creonte hizo saber que erigiría un monumento a una nueva Clío, una que supiera inspirar recuerdos que no interrumpieran su sueño.
Equipo Editorial
Universidad Nacional, Costa Rica. Campus Omar Dengo
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