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Doi: https://doi.org/10.15359/siwo.2018(1).1
Recibido: 7 de febrero de 2017
Aprobado: 10 de abril de 2017

“Los olvidos de Adán”
Abdelfattah Kilito
1


(Traducción del francés y nota de Manuela Ceballos)


Resumen

En “Los Olvidos de Adán,” texto que hace parte del libro La lengua de Adán (en francés, La Langue d’Adam, 1999), el escritor marroquí Abdelfattah Kilito se pregunta acerca de la lengua que hablaba Adán (el primer profeta del Islam) en el paraíso. También investiga si el primer poema del mundo es, como lo narran algunas fuentes clásicas de la tradición arabo-musulmana, una elegía que el mismo Adán escribió tras el asesinato de uno de sus hijos, Abel, a manos de su otro hijo, Caín. A través de una lectura de La epístola del perdón (Risālat al-Ghufrān) del pensador y poeta del siglo XI, Abū al-ʿAlāʾ al-Maʿarrī, Kilito explora la relación entre la posibilidad del lenguaje y el olvido. Presentamos aquí el texto de Kilito en traducción al español.

Palabras clave: Abdelfattah Kilito, Adán, olvido, memoria, elegía.


Abstract

In “Adam’s Forgetting,” which is part of The Tongue of Adam (La Langue d’Adam, 1999; trans. Robyn Creswell, 2016), Moroccan writer Abdelfattah Kilito wonders, what language did Adam (the first Prophet of Islam) speak in paradise? He also investigates whether the first poem ever written is, as some classical Arabic sources of the Islamic tradition recount, an elegy that Adam himself wrote to grieve the murder of his son, Adam, by his other son, Cain. Through a reading of The Epistle of Forgiveness (Risālat al-Ghufrān; trans. Geert Jan Van Gelder, Gregor Schoeler, 2013) by the eleventh-century poet and thinker Abū al-ʿAlāʾ al-Maʿarrī, Kilito explores the relationship between the possibility of language and the act of forgetting. Here we present Kilito’s text translated into Spanish.

Keywords: Abdelfattah Kilito, Adam, forgetting, memory, elegy.


Introducción

El libro La Langue d’Adam (1999) es una recopilación de cuatro cursos que el escritor marroquí Abdelfattah Kilito dictó en el Collège de France en 1990. Las charlas, como bien lo indica el título, tratan el más complejo de los temas: la lengua adámica, la lengua original, la lengua que usó el mismo Dios para enseñarle a Adán todos los nombres de las cosas, según lo narra el Qurʾān.

Adán, considerado el primer hombre (y profeta) en la tradición islámica, prueba el fruto prohibido y, junto con su compañera, es exiliado del paraíso. En el Qurʾān, sin embargo, no es la mujer —cuyo nombre no aparece en el texto, pero que la tradición identifica como awwāʾ (Eva)— la culpable de la caída: ambos prueban, gustosamente, lo que no deben. Por ende, no hay en el Islam la idea de un “pecado original”: en cambio, es el olvido de Adán (el olvido del mandato divino) lo que da origen al exilio que sufrimos todos los seres humanos. Kilito escribe:

Vamos a preguntarnos entonces acerca de la lengua de Adán. Pero ¿de cuál lengua se trata? ¿Del idioma o del órgano? ¿De la lengua considerada como medio de comunicación dentro de un grupo social, o de la lengua que probó el fruto prohibido? La ambigüedad es original: se remonta al árbol situado en el paraíso, al árbol del conocimiento. Alrededor de ese árbol, Eva habla con la serpiente (toma su lengua) y enseguida saborea, con Adán, el fruto del bien y del mal. El saber se vuelve inseparable del sabor: las dos palabras tienen la misma etimología.2

El paraíso es también el lugar en el cual la lengua, órgano e idioma, llama a las criaturas y las cosas por su nombre verdadero, el que tenían destinado desde el principio de los tiempos. La caída del paraíso es también una caída lingüística, una falla no solamente de la lengua, sino del oído, de la capacidad de escuchar y comprender las palabras divinas, las cuales más que advertencias u órdenes son premoniciones, actos creadores. Por eso, Dios en el Qurʾān, quien habla de sí mismo en la primera persona del plural, dice “sea” y es: Kun fa-yakūn (Q 36: 77-83).

Kilito, quien ha hecho de la lengua uno de los temas centrales de su obra, no se pregunta solamente por el lenguaje creador, sino también por el de la muerte. Se dice que el primer poema del mundo es una elegía (rithāʾ) compuesta por Adán después de la muerte de su hijo Abel. ¿En qué idioma se llora a un hijo, al primogénito asesinado, al primer hombre muerto violentamente? ¿Con qué lengua pide perdón el padre de un asesino? ¿En el árabe del paraíso, o en el siríaco de la tierra? (La mayoría de las biografías cuentan que todos los hijos del Profeta Mahoma, con la sola excepción de Fāṭima, murieron antes que él. Seguramente tuvo que llorarlos en árabe, la lengua de la revelación del texto sagrado). En cualquier caso, aquí, Adán olvida: tal vez no recuerde los versos que escribió, ni el siríaco con el que lamentó la pérdida de su hijo, ni la muerte de su hijo (¿si el duelo durara una eternidad, podríamos todavía hablar de un paraíso?), ni a sus hijos. El olvido precipita la caída, pero tal vez, también nos permita imaginar, por medio del lenguaje (y el habla, dice Kilito, solamente es posible desde el fondo del olvido), el retorno a un lugar que nunca conoceremos.

Los olvidos de Adán

Quienes mueren les juegan una mala pasada a los vivos: desaparecen, dejándoles a estos últimos la tarea de comentar sus obras, es decir, de discutir acerca de lo que dijeron, de lo que pudieron haber dicho, y hasta de lo que nunca dijeron. Surge entonces un sueño, tan empecinado como imposible: el de poder conversar con los muertos, directamente, sin mediador. Una vez, una sola vez, encontrárselos, consultarles sobre el significado de sus palabras o, en algunos casos, preguntarles si esas palabras de verdad fueron suyas. Es suficiente que hablen para que los litigios se resuelvan, se enderecen los contrasentidos y se aclaren las ambigüedades. Ante la explosión de la verdad, todos los hombres se pondrán de acuerdo y no habrá objeción posible.

De ese sueño nace todo un género literario: el diálogo con los muertos. A ese género pertenece, en la cultura árabe, La epístola del perdón (Risālat al-ghufrān) del poeta al-Maʿarrī (s. XI), que narra la historia de un viaje al más allá. Al protagonista, Ibn al-Qāri, se le permite entrar al paraíso. Allí coincide con sus poetas más amados, o con aquellos cuyos versos en especial despiertan su curiosidad filológica. Conversa también, durante una visita al infierno, con los poetas malditos. Al final, de regreso al paraíso, se encuentra con Adá.

La epístola del perdón es una obra de gran riqueza; yo no trazaré aquí sino sus análisis, directos o indirectos, sobre la poesía o el olvido de la lengua.

***

Cada vez que Ibn al-Qāri hace sus oraciones, le ruega a Dios poder conservar, en el más allá, el recuerdo de los poemas que aprendió de memoria. La página en blanco y la virginal mirada no tienen ningún atractivo para él; quiere resucitar con sus recuerdos literarios y, por ende, con su lengua. No se imagina hallarse en el paraíso despojado del gusto poético al cual le ha consagrado la vida entera; la amnesia sería el infierno, el peor mal que le podría caer encima. Parecería que sus oraciones no han sido en vano y que su deseo se ha cumplido casi por completo: no solamente conserva, en el más allá, la memoria, sino que también se encuentra con los poetas a quienes más aprecia y admira. A cada uno su paraíso: literato, Ibn al-Qāri no busca más compañía que la de otros literatos, y todo lo que hará y dirá se llevará a cabo bajo el signo de la literatura.

Sin embargo, por poco las cosas le salen mal. El Día del Juicio, que dura cincuenta mil años (Q 70: 4), es una prueba terrible. Un ángel le entrega a nuestro protagonista una libreta que contiene la lista de sus actos que no augura nada bueno, pero que termina con un certificado de arrepentimiento “que borra todos los pecados˝3 (el maw, es decir, el acto de borrar, de deshacer los rastros, es una forma de olvido). Lleno de esperanza, Ibn al-Qāri no tiene más que hacer que esperar a que lo dejen entrar al paraíso. Pero, al cabo de dos meses, comienza a impacientarse y, al no poder aguantar la canícula y la sed, decide conquistar con panegíricos a los ángeles que vigilan las puertas del paraíso. Causa perdida, pues los ángeles ignoran lo que es la poesía y no se dejan enseñar nada sobre ese arte, ni se inmutan. Desesperado, Ibn al-Qāri se une a un grupo en el cual reconoce a un gramático, Abū ʿAlī al-Fārisī (s. X), a quien desprecian los poetas, pues le reprochan haber interpretado mal sus versos. Olvidando su dramática situación, Ibn al-Qāri sigue apasionadamente la querella semántica, salva al gramático de las garras de los poetas y pierde, en medio del alboroto, su certificado de arrepentimiento. Por fortuna, un cadí testifica a su favor, y luego de muchas tribulaciones, entra al paraíso. Como la espera sola ha durado seis meses terrestres, un tiempo relativamente corto, conserva íntegra su memoria.

En el paraíso, debe volver a aprenderse el nombre de los seres que se encuentra en el camino y que no logra reconocer. El jardín es, en efecto, el lugar de las metamorfosis y como todo individuo sueña tener una apariencia diferente de aquella que tenía abajo en la tierra, los nombres ya no aplican con certidumbre. Los seres exhiben un cuerpo nuevo, un nuevo donaire y, en esas condiciones, en cada encuentro es necesario restablecer la relación entre un nombre y una cara. Ibn al-Qāri, es cierto, nunca conoció a los poetas con quienes se topó en el más allá, pero sí se había hecho una imagen de ellos a través de un aspecto particular de su obra o de un rasgo biográfico cualquiera. No obstante, esa idea que se hizo de ellos le es completamente inútil, pues toda carencia que uno ha sufrido en la tierra se alivia en el paraíso: así, el poeta preislámico (Zuhayr), quien se quejaba de su vejez, es ahora un hombre joven lleno de vitalidad; y otro miope célebre (Aʿshā) tiene ahora bellos ojos con los cuales puede ver lo que sucede al otro extremo del paraíso. La renovación física no acontece sino una vez para los humanos, quienes, tras el cambio, conservan indefinidamente la misma apariencia. En cambio, algunos animales tienen la posibilidad de transformarse a voluntad. Un pavo real que acaba de ser devorado renace de sus huesos, las víboras y los gansos se convierten en mujeres jóvenes (a las cuales evitan los hombres por miedo de que se les acuse de zoofilia). Durante la caza, un ternero salvaje adquiere bruscamente el don de la palabra y pide misericordia justo en el momento en el que la jabalina está a punto de lacerarlo. Las frutas no escapan tampoco a la ley general de las transformaciones: de una granada o manzana que se desprende de un árbol con toda calma, sale una encantadora ḥūrī.

En resumen, Ibn al-Qāri es un nuevo Adán. El padre de la especie humana, creado a partir de algunos puñados de barro, era incapaz de nombrar las cosas, pero Dios, quien velaba por él, le enseñó los nombres de todos los seres. Mucho antes de su creación, los nombres habían sido pronunciados y las cosas ya estaban allí, maduras y listas, esperando que el hombre viniera a ratificar su existencia al disponer de los designios que Dios había, durante toda la eternidad, previsto para ellas. Si Dios no le hubiera enseñado los nombres, Adán hubiera errado sin conocer siquiera el suyo propio. Gracias a la intervención divina, se familiarizó con las cosas y sintió que el jardín era su hogar.

¿Qué hará Ibn al-Qāri con su bagaje literario? ¿Qué uso les dará a los frutos de su memoria intacta? Es verdad que las delicias del paraíso son numerosas y variadas, pero nuestro protagonista siente profunda nostalgia por una forma particular de vida, la vida tal y como la describe la poesía. En todo momento recuerda los actos mencionados por los poetas, y pronto comienza a imitarlos, a realizarlos (en el paraíso, le es suficiente desear para que el objeto de su deseo aparezca frente a él). Por ejemplo, versos cinegéticos le trotan por la mente: ensilla inmediatamente un caballo y sale a la caza. Los placeres que goza con una ḥūrī reflejan aquellos descritos por el poeta preislámico Imruʾ al-Qays en su muʿallaqa. Recordando las controversias de los sabios en la tierra, organiza un banquete e invita a poetas y gramáticos y, como es de esperarse, las querellas no tardan en surgir: hay intercambios de insultos y de puñetazos.4 Así, Ibn al-Qāri puebla el paraíso de temas y sentidos poéticos y, como un don Quijote feliz (si oso decir tal cosa), vive sus declamaciones, sus lecturas, su literatura.

Se beneficia igualmente de sus encuentros para intentar resolver, en definitiva, los problemas de orden filológico que lo atormentaban en la tierra.5 Ocurren debates sabios, en los cuales participan los elegidos y los condenados. Parte de la comedia en La epístola del perdón nace de la discordancia entre la situación de los poetas malditos en medio de su sufrimiento y aquella de Ibn al-Qāri quien, desde su posición arriba de la gehena, los interroga sobre las atribuciones fraudulentas y el orden del sujeto y el complemento en tal o tal verso. En general, los poetas del paraíso están más dispuestos a discutir acerca de los problemas que plantea, pero las respuestas que recibe lo decepcionan la mayor parte del tiempo: los unos declaran que perdieron la memoria durante el Juicio y los otros afirman que tienen otras cosas por hacer distintas de ocuparse de la poesía. En resumidas cuentas, no aprende nada nuevo de lo que ya sabía y las cuestiones espinosas de la filología siguen sin respuesta.

Ibn al-Qāri corre con más suerte con los jinns del paraíso quienes han conservado su memoria intacta pues fueron creados del fuego, mientras que los hombres, forjados de barro húmedo, son olvidadizos por naturaleza. Aprenden también que alguna vez fueron capaces de transformarse, de deslizarse en el cuerpo de un ratón, de una paloma o de una serpiente, y que esas metamorfosis les son prohibidas en el paraíso. También componían poemas e inspiraban, como es obvio, a los hombres. En fin, conocían todas las lenguas humanas y tenían, además, un lenguaje particular que los hombres eran incapaces de comprender.6

***

Durante sus peregrinajes al paraíso, Ibn al-Qāri, por pura coincidencia, se encuentra con Adán. ¿Cómo lo reconoce? El texto, que no describe al padre de los hombres, no lo precisa. Es más, a Adán no hace falta que se le presente, al contrario de los demás personajes de La epístola del perdón, los cuales, después de sus metamorfosis respectivas, son imposibles de reconocer.

Entre los dos hombres comienza una discusión en la cual la filología prima por sobre toda consideración adicional. El tema del olvido, que permea la obra entera, toma en esta discusión una importancia especial.

A quemarropa, Ibn al-Qāri le pregunta a Adán sobre dos versos gnómicos que se le atribuyen, dos versos que solamente he encontrado en la obra de al-Maʿarrī:

Somos los hijos de la tierra y sus habitantes

De ella venimos y a ella regresaremos

La dicha dura poco para los hombres

Y la desdicha se borra con las noches de felicidad.7

El contenido de estos versos concuerda con la aventura de Adán, quien nació de la tierra, conoció las delicias del Edén, el dolor de la expulsión y quien, después de haber vivido más de nueve siglos, fue enterrado en la tierra. Su atractivo gnómico, sin embargo, hace que los versos puedan aplicarse a cualquier hombre; cada uno puede comprobar, en carne propia, cuán ciertas son esas afirmaciones llenas de sabiduría. Pero nadie mejor que Adán para ser su autor, pues, más que a nadie, a él le concierne el destino del cual es fundador.

Adán confirma que esos versos contienen la verdad y que sin duda han sido compuestos por un sabio, pero también declara que es la primera vez que los escucha. Ibn al-Qāri no se encuentra para nada satisfecho con esta respuesta, pues nace una preocupación en su espíritu: ¿no habrá olvidado Adán sus propios poemas? La inquietud es válida si se toma en cuenta la mención que hace el Qurʾān de la predisposición de Adán al olvido: “Y ciertamente, hicimos una alianza con Adán. Él [la] ha olvidado y nosotros no encontramos constancia alguna en él” (Q 20: 115). Además, advierte Ibn al-Qāri, el nombre genérico de Adán, insān (ser humano), viene de nisyān (olvido). Esta idea es tan importante para al-Maʿarrī que la retoma en otra de sus obras, Zajr al-nābi, respaldando también sus observaciones filológicas con el siguiente verso de Abū Tammām (s. IX):

No olvides tus compromisos: ciertamente

Has sido llamado hombre (insān) porque eres olvidadizo (nāsī)8

La esencia del hombre es el olvido inscrito en su nombre. El hombre está sometido al naufragio del recuerdo, a la extinción de la memoria. Adán “olvidó” la prohibición divina y comió del fruto prohibido, no es nada sorprendente que también haya olvidado sus poemas.

Adán no se deja impresionar por la invocación de sus ausencias, y se pone a demostrarle a Ibn al-Qāri que él no pudo haber sido, de ninguna manera, el autor de esos versos gnómicos. En realidad, dice, la lengua que hablaba en el paraíso era el árabe: cuando “descendió” a la tierra, comenzó a hablar siríaco y así fue hasta su muerte. ¿En qué momento pudo haber compuesto esos versos que buscan atribuirle a todo costo? ¿Fue acaso durante su estancia en la tierra? Pero si él hablaba siríaco y los versos son en árabe. ¿Acaso entonces durante su estancia en el jardín? ¿Pero, cómo pudo haber dicho, hablando de la tierra “a ella regresaremos”, cuando en ese entonces no sabía nada de la muerte? Suponer que los compuso cuando volvió por segunda vez al paraíso tampoco tiene sentido: siendo ya inmortal, Adán no tenía ningún motivo para evocar la muerte.

El razonamiento es impecable: el fraude se puede demostrar por medio del sintagma “a ella regresaremos”, que no le corresponde a Adán. El impostor ha cometido una gran imprudencia al no tener en cuenta las fases diversas de la aventura adánica. Sin embargo, Ibn al-Qāri no se da por vencido. Aparentemente, le cuesta no ver más en Adán a un poeta. Para refutar el argumento lingüístico de su interlocutor, invoca la traducción: asegura que esos dos versos fueron descubiertos en manuscritos siríacos por Yaʿrub, quien los tradujo enseguida al árabe.9

Ibn al-Qāri aborda también la cuestión de la elegía.10 Esta vez, el primer hombre, exasperado, recurre al juramento: jura que ni él ni nadie de su tiempo la ha compuesto. El diálogo llega a su fin de manera brutal. Cuando un profeta jura por Dios, no hay nada más que añadir.

Este intercambio insinúa que el olvido domina el camino de Adán. El olvido es un faux pas, un movimiento en falso, una pérdida del equilibrio,11 una caída de un nivel al otro, de arriba abajo, del cielo a la tierra. Adán y su compañera se deslizaron, su trayecto es un descenso: “Dijimos: ‘desciendan [del Jardín]’” (Q 2: 36). Expulsado del paraíso, Adán olvida el árabe y habla el siríaco; de regreso al paraíso, olvida el siríaco y habla el árabe. El cambio de morada viene acompañado, en el caso de Adán, de la pérdida de una lengua y de la adquisición de otra. Es, en definitiva, un hombre de una sola lengua: no podemos decir que sea bilingüe, pues no posee dos lenguas simultáneamente. Para él, una lengua supone la exclusión de otra; no se puede hablar sino desde el fondo del olvido.


1 Agradezco a Abdelfattah Kilito por permitirme traducir este ensayo “Los olvidos de Adán” (tomado de La Langue d’Adam et Autres Essais (Casablanca: Les Éditions Toubkal, 1999), 45-50.

2 Ibíd., 9; Michel Jeanneret, Des mets et des mots (Paris: Ed. Jose Corti, 1987), 9. En realidad, el Qurʾān no habla de serpientes, esta tradición proviene de un género llamado “historias de los Profetas” (Qia al-'Anbiyāʾ) [N. de la T.]

3 al-Maʿarrī, Risālat al-ghufrān, 150.

4 La epístola del perdón tiene todas las características de la sátira menipea mencionadas por Mikaïl Bakhtin en La poética de Dostoïevski (Paris: Ed. De Seuil, 1970), 159-165.

5 Ver a Amjad Trabulsi, Al-nāqd wa-l-lugha fī risālat al-ghufrān (Damasco, 1951).

6 al-Maʿarrī, Risālat al-ghufrān, 296.

7 Ibíd., 360. El metro de los versos es sarīʿ.

8 Ibíd., 360-361; Amjad Trabulsi (ed.), Zajr al-nābi (Damasco, 1965), 100-101.

9 Yaʿrub ibn Qaḥṭān, nieto del profeta Hūd, es, según la leyenda, la primera persona que habló en árabe. Ver Everhard Ditters and Harald Motzki Approaches to Arabic Linguistics: Presented to Kees Versteegh on the Occasion of His Sixtieth Birthday (Leiden: Brill, 2007), 203. [N de la T.]

10 La cual no consiste sino en los siguientes dos versos en La epístola del perdón (362):

El país ha cambiado, y con él, la gente que vive en él,

Y la faz de la tierra es polvorosa y fea.

Un cuarto de sus habitantes ha muerto,

Y la cara graciosa ha sido abandonada a la tierra.

Hasta donde sé, el segundo verso no se encuentra en ningún otro texto fuera de La epístola del perdón. Si un cuarto de los habitantes ha muerto, es que la tierra no contaba más que con cuatro personas: Adán, Eva, Caín y Abel. Thaʿlabī habla de la existencia de dos hermanas de Caín y Abel, quienes serían el motivo original de la querella entre los dos hermanos (Qisās al-Anbiyāʾ, 26-27).

11 Ver a Claude Lévi Strauss, “Mito y Olvido,” en Lengua, discurso, sociedad, obra colectiva en homenaje a Emile Benveniste (Paris: Ed. de Seuil, 1975), 299.


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