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Revista de Teología
Revista de Estudios Sociorreligiosos

Volumen 15, Número 1, 2022
ISSN 2215-227X • EISSN: 2215-2482
Doi: https://doi.org/10.15359/siwo.15-1.6
Recibido: 14/10/2021 • Aprobado: 15/3/2022
URL: https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/siwo
Licencia (CC BY-NC 4.0)

Asignación femenina al cuido en tiempos de pandemia: sacrificio, culpa y rituales de vida y muerte

Female assignment to care in times of pandemic: sacrifice, guilt and rituals of life and death

Atribuição feminina ao cuidado em tempos de pandemia: sacrifício, culpa e rituais de vida e morte

Brenda Jiménez Argüello1

Resumen

Este trabajo indaga el impacto que ha tenido en las mujeres la situación pandémica en Costa Rica. Se realizó un estudio bibliográfico para considerar aportes conceptuales de la teoría de género, que permitieron abarcar categorías capaces de mostrar cómo la asignación del cuido sigue estando en manos de las mujeres y esto ha repercutido en su salud tanto física como emocional. Esta asignación se reproduce a través de una cultura patriarcal con rasgos católicos, la cual justifica creencias, roles y acciones violentas hacia las mujeres, así como a través de la incidencia que tiene lo religioso en nuestro contexto costarricense. Además, la situación pandémica conllevó una ruptura con rituales de vida y muerte que han tenido consecuencias en la sociedad.

Palabras clave: cuido, control social, culpa, sacrificio, rituales.

Abstract

This work investigates the impact that the pandemic situation in Costa Rica has had on women. A bibliographical study was carried out to consider conceptual contributions of gender theory that allowed to cover categories capable of showing how the allocation of care continues to be in the hands of women and this has affected their physical and emotional health. This assignment is reproduced through a patriarchal culture with Catholic features that justifies beliefs, roles and violent actions towards women, as well as through the incidence that religion has in our Costa Rican context. In addition, the pandemic situation led to a break with rituals of life and death, having consequences in society.

Keywords: care, social control, guilt, sacrifice, rituals.

Resumo

Este trabalho indaga o impacto que teve nas mulheres a situação pandêmica na Costa Rica. Realizou-se um estudo bibliográfico para considerar contribuições conceptuais da teoria de gênero que permitiram abranger categorias capazes de mostrar como a atribuição do cuidado continua estando nas mãos das mulheres e isso tem repercutido em sua saúde física e emocional. Esta atribuição se reproduz através de uma cultura patriarcal com traços católicos que justifica crenças, comportamentos e ações violentas contra as mulheres, assim como através da incidência que tem o religioso em nosso contexto costarriquenho. Além disso, a situação pandêmica levou a uma ruptura com rituais de vida e morte tendo consequências na sociedade.

Palavras-chave: cuidado, controle social, culpa, sacrifício, rituais.

Introducción

¿Cómo inciden los roles de género en una sociedad atravesada por la violencia? Este interrogante nos traslada a uno de los grandes desafíos de nuestro contexto costarricense: generar cambios culturales en torno a una sociedad envuelta en el machismo, la cual construye creencias, conocimientos y ritos que justifican y fortalecen una cultura violenta. Para ello, este texto analiza la reproducción de roles y estereotipos de género que construyen sociedades basadas en la división y jerarquización, así como la incidencia que tiene lo religioso en nuestro contexto costarricense, expresadas a través del mantenimiento de creencias y discursos de opresión, llegando a construir subjetividades femeninas con aspectos como la obediencia, la sumisión, el miedo y la culpa.

De esta manera, el documento indaga el impacto que ha tenido la pandemia en las mujeres costarricenses, generando mayor vulnerabilidad, teniendo incidencia en su salud física y psicológica. Concluye con un acercamiento a los cambios en las formas de vivir rituales de vida y muerte en la sociedad costarricense, aspecto importante de examinar, puesto que conlleva un mayor nivel de estrés y de asignación de roles como los de maternidad, el sacrificio y el cuido en las mujeres.

1. Costa Rica: un país con identidad católica

Comprender cómo los roles de género llegan a justificar una sociedad atravesada por la violencia conduce a preguntarnos sobre la incidencia que tiene lo religioso en la construcción y permanencia de esos roles. Costa Rica posee un Estado confesional decretado en la Constitución actual aprobada en 1949, en el artículo 75, donde se expresa: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres” (Costa Rica, 1949, p.10).

Si bien Costa Rica cuenta con un aumento en la cantidad de personas que se están uniendo a iglesias protestantes, o se están alejando de instituciones religiosas, su raíz católica es aún muy fuerte. Un estudio cuantitativo del 2018, realizado por un grupo de académicos y académicas del Observatorio de lo Religioso de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión y del Programa Umbral Político del Instituto de Estudios Sociales en Población (IDESPO), pertenecientes a la Universidad Nacional (UNA), así como del Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo (CICDE) de la Universidad Estatal a Distancia (UNED) y del Centro Dominico de Investigación (CEDI), ofrece un acercamiento al porcentaje de personas que se consideran católicas en nuestro país. Este trabajo contó con la realización de 1000 entrevistas, de las cuales el 53 % fueron mujeres y un 47 % hombres. Los resultados obtenidos mostraron que un 77 % de la población encuestada indicó haber sido criada en la religión católica. En lo que respecta a la práctica religiosa actual, se menciona que de la población encuestada un 52,5 % dice ser católico, un 27 % dice pertenecer a una iglesia de denominación cristiana o evangélica, un 16,5 % manifiesta ser creyente pero no pertenecer a ninguna religión específica y casi un 2,7 % dice practicar otra religión.

La representación conseguida con el estudio permite aproximarse al porcentaje poblacional costarricense que se considera católico en nuestros días. Además, este porcentaje puede ayudar a mostrar cómo el catolicismo determina una parte sustancial de las creencias de nuestra población y, por ende, la incidencia aún tan presente que tiene en nuestro contexto costarricense. Sin embargo, estas cifras no incorporan toda la influencia de lo religioso en dicho contexto, donde se deben incluir las personas que no pertenecen al catolicismo o que se han alejado de este, pero que siguen teniendo repercusiones de los moralismos católicos en las construcciones de sus subjetividades (Jiménez, 2021). Lo mencionado se debe a que en Costa Rica lo religioso ha abarcado los espacios culturales, económicos y políticos; la Iglesia católica tiene gran participación en las discusiones sobre temas como la educación o la salud sexual y reproductiva, en los que, además, llega a influenciar la toma de decisiones de la población costarricense. Se trata de una moral católica que impacta el reconocimiento y la garantía de derechos como la fertilización in vitro, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo y muchos otros, que han sido y siguen siendo foco de lucha constante, debido a la negación de los derechos sobre los cuerpos en nuestro país, especialmente los de las mujeres.

Esa resonancia de lo religioso en nuestro contexto tico se puede comprender a través de una identidad nacional abordada por Quesada (2012), la cual permite comprender la activa participación, en suelo costarricense, de la Iglesia católica, en ámbitos como el político, social y económico, a raíz de una institución que se ha mostrado necesaria para la sociedad y, de esta forma, se ha llegado a incorporar en la construcción del sujeto costarricense. Esta identidad nacional con raíces religiosas ha llegado a incorporar nociones como la heterosexualidad obligatoria, el matrimonio y la hegemonía masculina, las cuales han permitido la construcción de una Costa Rica moralista.

Al ser la identidad nacional un proceso que constantemente se construye, permite percibir las diversas formas en que el catolicismo transforma sus discursos para que sigan formando parte de la vida de los costarricenses. Uno de los elementos centrales de tal identidad es el ideal de familia, con el cual se enseña como modelo la familia heterosexual y patriarcal, en la que la postura religiosa hacia la mujer se ve reflejada en una serie de prohibiciones que expresan cómo debe ser y expresarse una mujer para ser considerada “buena” y, consecuentemente, “buena” cristiana. Estos ideales permiten entender la construcción de las subjetividades femeninas (Lagarde, 1998) en torno a rasgos católicos que las limitan y oprimen. Asimismo, dichos rasgos, al comprenderse como parte de una identidad nacional, han hecho que se perciban como éticos o culturales y no meramente como rasgos religiosos.

Emile Durkheim (1974) señala cómo la influencia que ha ejercido y ejerce históricamente el catolicismo ha permitido que, mediante los sistemas educativos que conforman las relaciones familiares y los roles sociales intervenidos por la tradición, llegue a permearse en los imaginarios sociales generadores de discriminación y violencia en contra de la mujer.

La relación religión-ciudadano, esa introducción religiosa en la construcción de una identidad nacional, nos lleva a comprender la forma en que se construyen las subjetividades femeninas y, por ende, la manera en que se espera que una mujer reaccione, piense y actúe en una sociedad. Esto lleva consigo una serie de exigencias o demandas que cargan a las mujeres y hacen que estas se vean profundamente afectadas socialmente y con la pandemia; tales cargas se han visto mayormente reflejadas en sus vidas.

Como señalé, la familia sigue siendo uno de los elementos centrales en el ideal de ciudadano costarricense. Esta noción de familia ha sido foco de discusiones por parte de varios grupos religiosos y de personas creyentes que buscan defender esos imaginarios sobre la familia, los cuales plasman la legitimación heterosexual como una única orientación sexual posible. Los imaginarios religiosos (Rosales, 2009) presentes en la construcción del ser costarricense han llevado a que las mujeres deban seguir una serie de normas sobre lo que significa ser ellas en ese ideal de familia, lo que ha generado sentimientos negativos como el de culpabilidad o ha guiado a señalamientos sociales para aquellas quienes se han alejado de este ideal de familia, así como de las expectativas que la sociedad tiene sobre su posición en esa estructura familiar heteronormativa y con valor implícito de la hegemonía masculina (Jiménez, 2021).

Miranda (2009) señala cómo el cristianismo ha permitido y promovido la dominación masculina y, así, la subordinación femenina. Al generar el judeocristianismo la división entre lo sagrado y lo profano, marginando al segundo, colocándolo en el espacio de la exclusión, de aquello que debe limpiarse, ha posibilitado incidir en la comprensión de relaciones de género basadas en el orden establecido, autolegitimándose bajo la lógica de la división y la distinción (Miranda, 2009). Como menciona Saceda (2010), el discurso religioso ha constituido, a lo largo de la historia, recursos por parte del patriarcado en su lucha por la supremacía del varón: “Textos, imaginería, tradiciones y costumbres. Todo en la corriente unívoca para la obtención de un solo fin: relegar a la mujer a un segundo plano” (p. 315).

Esta división e incidencia de la religión en construir las subjetividades, sobre todo en las mujeres, ha formado ideales femeninos (Rosales, 2009) ligados a características cristianas como la obediencia, la pasividad y la delegación del papel de cuidadora como acto de sacrificio y amor; estas han hecho que sufran de mayor vulnerabilidad, mayormente en tiempos de crisis como el que vivimos actualmente con la pandemia.

2. Asignación femenina al cuido

En una época en la que la situación mundial conllevó cambios en las relaciones sociales, así como en las realidades laborales de muchísimas personas, a causa de la pandemia, hubo mayor visibilidad de un aspecto que se ha destinado a las mujeres y que se les sigue destinando con predominancia en nuestros días: el cuido de niños, ancianos y enfermos, donde el trabajo doméstico sigue estando mayoritariamente en manos de ellas o sigue viéndose como una responsabilidad femenina (Montesó, 2015). La Organización de los Estados Americanos (OEA) y la Comisión Interamericana de Mujeres (CIM) (2020) señalan cómo a través de la pandemia los hogares se han llegado a convertir en espacios donde se da el cuidado, la socialización, el trabajo y la educación de los menores. Esto ha provocado un aumento en la crisis de la atención a personas; la respuesta debería ser colectiva, pero la realidad muestra que ha recaído principalmente en las mujeres. Ello, además, se ve plasmado en espacios públicos, donde las mujeres representan, en mayor número, la participación de cuido tanto en sanidad como en lo doméstico remunerado o en centros especializados que se dedican a menores y personas adultas mayores.

El hecho de que los aprendizajes de género asignen a las mujeres las actividades domésticas instaura que estas se comprendan como parte de su identidad de género (Figueroa, 2020). Tal asignación ha llevado a una sobre carga, al incremento de estrés, generando que las horas extras laborales sean un factor importante de atención, ante el riesgo de la salud física y psicológica de las mujeres (OEA-CIM, 2020).

Figueroa (2020) menciona que, etimológicamente, el cuidado alude a “preocuparse por”, “estar al pendiente de”. Igualmente, remitiendo a Foucault (1994), propone la categoría del “cuidado de sí”, con la que el sujeto pasa a conocerse y, al ser un ser social por definición, se desprende que ese cuidado de sí incluye el de los otros. Siguiendo esta noción, Figueroa (2020) expresa que tanto hombres como mujeres tienen en su estructura social la importancia del cuido, aunque de diferente forma.

Muchas de estas distribuciones de roles se han dado a través de constructos de género. Tanto mujeres como hombres nos encontramos definidos por la condición de género, así como por otras características como edad, salud, lingüística, etnia, clase, religión y política (Lagarde, 1998). El género, al ser atribuido desde nuestro nacimiento y reforzado a lo largo de la vida por distintas instituciones sociales, conduce a que lo entendamos como algo construido, por lo tanto, el entorno cultural, religioso y social va a repercutir en cómo nos posicionemos en el mundo (Butler, 1998). Así, al crear los sistemas socioculturales, la diferenciación sexual (hombre/mujer), estos crean roles, mediante mecanismos de control que determinan cómo los individuos deben ser y actuar, estableciendo, también, lo prohibido para cada sexo, así como diversas experiencias relacionadas con la reproducción, las prácticas sexuales y los valores (Campos y Salas, 2002).

Como se ha enfatizado, los constructos han llevado a ligar a la mujer con características como sumisión y obediencia (Dio, 1991; Rosales, 2009) y el cristianismo ha tenido mucho que ver con ello. La obediencia, como sacrificio y máxima expresión de amor, es una de las perspectivas que trasmiten las entidades religiosas y que se han presentado mayormente como femeninas. El miedo a no obedecer y ser señaladas, ya sea por la sociedad, la familia, la pareja sentimental o los padres, hace que acatar se muestre como la mejor opción y genera que muchas mujeres vivan con temor. La incidencia que posee la Iglesia católica tanto en el nivel político como en el económico y social (Quesada, 2012) permite entender la construcción de la subjetividad femenina basada o atravesada por imaginarios religiosos de género vinculados a lo que es ser mujer (Rosales, 2009). Estos conllevan a que todo aquello que este fuera de la normalidad establecida sea visto, desde lo religioso, como pecado o anormal.

Esta disociación entre lo moral e inmoral es importante de comprender a través de discursos como los religiosos, que se encargan de crear binarismos, permitiendo basarse en la constante comparación y, por ende, exclusión que lleva a crear sociedades justificantes de violencia. Al entenderse estos discursos religiosos como una red de elementos capaces de moldear las subjetividades (Jiménez, 2021), se capta que son capaces de introducirse en espacios como el político, haciéndose parte de la identidad nacional, ya que este tipo de alocuciones son responsables de transmitir moralismos. Asimismo, participan en los procesos sociales, respondiendo a intereses políticos y económicos, al ser capaces de dar sentido a los símbolos (Ricoeur, 2004) que son parte de toda sociedad, por lo que se ven condicionados por aspectos específicos como las instituciones, la forma de organización de la misma sociedad, así como por las relaciones sociales; todas ellas y otras van a repercutir en la producción de los procesos religiosos. La importancia de prestar atención a los discursos para comprender su incidencia en nuestra sociedad se basa en que:

El discurso (religioso/cultural/educativo, etc.) por su carácter disciplinario forma cuerpos dóciles que se homologuen a los símbolos que ese discurso envuelve, por eso resultan tan útiles para modelar religiosamente a las personas. Los discursos religiosos se presentan prácticamente como palabras provenientes de Dios, tomando carácter divino y por ende incuestionable (Jiménez, 2021, p. 85).

Cuando se crea la idea de que las cosas están destinadas por lo divino, se permite que otros discursos esencialistas sean aceptados con mayor facilidad, ya que, si se admite que Dios hizo las cosas de una manera, es fácil creer que, entonces, la orientación sexual o el género son productos de esos mandatos divinos y no llega a cuestionarse la visión dualista que, además de dejar de lado a otras formas de expresión del género (Schifter y Madrigal, 2002), ha provocado que se conciba a la mujer atada a las disposiciones de un dios masculino, lo cual ha justificado la posición femenina subordinada en la historia del cristianismo (Jiménez, 2021).

La articulación de discursos construye epistemologías, implementando el disciplinamiento y la culpa. Mecanismos como el miedo y la culpabilización son muy utilizados para ejercer control, porque generan obediencia y, de esta manera, crean efecto en los cuerpos. El lograr que las personas obedezcan hace posible manipular su sentir, pensar y actuar. Es así como los sistemas de poder han buscado manejar a las personas para que actúen a su conveniencia, consiguiendo que se acepten las normas y logrando una domesticación del ser (Jiménez, 2021). Por lo tanto, el miedo y la culpa, entendidos como técnicas para obtener la obediencia de las personas, posibilitan crear tácticas de vigilancia (Foucault, 2000), desde interrogatorios, exámenes y diagnósticos psicológicos hasta confesiones. En el caso de la confesión, no solo entra en juego el papel del sacerdote como juez, sino que entra a tomar partida el proceso disciplinario de evaluación propia, se crean autorregulaciones, un policía interno que reprime los pensamientos y llega a controlar las acciones, bajo unas premisas religiosas que determinan lo bueno y lo malo, lo moral y lo inmoral y, por consiguiente, la decisión de actuar o no ante el miedo al castigo (Rosales, 2009).

De acuerdo con lo mencionado anteriormente, la confesión cuenta con un mecanismo pedagógico que origina una serie de parámetros reguladores sobre las acciones y pensamientos producidos con base en el miedo al castigo, lo cual normaliza esos pensamientos y acciones con fundamento en la moral católica, extrayendo lo más íntimo de cada quien y creando tanto un castigo como una vigilancia interna (Foucault, 2000). Este punto es importante de abordar porque el hecho de que dichas técnicas de vigilancia, como la confesión, permitan instaurar normas que estimulen en las personas acudir a ellas para ser evaluadas y, posteriormente, recibir ya sea un premio o un castigo, muestra un aspecto esencial de la construcción social-religiosa del ser mujer: la importancia del sacrificio como una forma de amor puro, en el que podríamos comprender el cuido como parte de esa entrega, que además se refuerza de la mano de esa asignación femenina a la maternidad, que regula su cuerpo. Por ello, las normas impuestas que buscan ser obedientemente aceptadas y se regulan a través de mecanismos de vigilancia, como la confesión, mantienen y justifican la designación que se sigue dando a las mujeres al cuido de los otros, al igual que a controlar sus cuerpos con aspectos como la asignación de la maternidad, único y mayor fin, la obediencia y la entrega sin medida. Estas resultan maneras de subordinarlas y de querer desligarlas de la sexualidad, con miras a tutelar su cuerpo femenino (Fonseca, 2015), quitándoles el placer a las madres por el simple hecho de serlo y manteniendo figuras simbólicas como las vírgenes, todo parte del discurso legitimador misógino bajo justificaciones morales. Ello hace que muchas de estas construcciones se encuentren tan interiorizadas, percibidas como normas éticas o parte de esa identidad del costarricense, que no se cuestione su trasfondo religioso.

Lo descrito, además, se funda mediante un lenguaje simbólico, el cual permite crear argumentos universales, arbitrarios, vistos como naturales, y, de este modo, promueve que sean aceptados (Miranda, 2009). Todo esto permite mantener unas bases desiguales que, a pesar de que ya eran parte de la formación de imaginarios de género de nuestra sociedad, se llegan a ver con mayor fuerza en estos tiempos. El tema del cuido de sí, pero ligado al cuido del otro, se debe estudiar desde estas asignaciones de género, para comprender cómo puede ser un factor de estrés en las mujeres (Montesó, 2015), similar a otros tópicos como que la sociedad mantiene, permite y crea criterios misóginos, adentrados en la esencia social, los cuales instan a que la violencia hacia la mujer sea un factor de gravedad en nuestro país. Existe, en muchas ocasiones, una invisibilización, en algunos espacios y personas, del asunto, al naturalizar la violencia de género justificada por mucho tiempo como características atribuidas a ambos géneros: unas de fuerza (aspectos violentos) y otras como debilidad (mujer como sumisa). Como menciona Miranda (2009): “Mucho de este control se centra en alimentar una idea discriminatoria sobre “lo femenino” a partir del cuerpo de las mujeres, entendiéndolo como cuerpo sometido” (p. 42). También, se justifica a través de imaginarios religiosos de género:

Dios es citado como “el hombre” o “el hombre de arriba”; esta es una expresión masculina que se refiere a Dios con respeto, pero como de “tú a tú”. Como macho que es, es bravo, posesivo, distante, lejano, castigador, vengativo y con autoridad lineal. O sea, que el hombre está en lo correcto cuando se comporta siguiendo el ejemplo del Dios social (Rosales, 2009, p. 268).

Lo religioso se ha hecho parte de la construcción del ser costarricense, por lo que analizarlo desde el género es esencial, para comprender cómo creencias, prácticas y rituales se plasman desde sistemas socioculturales que crean la diferenciación sexual, pues existen, en cada sociedad, mecanismos que determinan roles a los que los individuos deben adaptarse, basados en la diferenciación.

La división de roles religiosos, así como la presencia de valores morales que deben cumplir las personas permiten observar esa diferenciación de género, ya que no se viven igual en hombres y en mujeres; tampoco se exige lo mismo en uno y en la otra. Lo anterior se debe a que, al encontrarse la identidad de género estructurada e internalizada desde nuestra infancia y además transmitida por diversas áreas de nuestra sociedad, como la familia ¾espacio de socialización primario desde el cual se transmiten valores, creencias y se premian o castigan ideas y conductas (Rosales, 2009)¾, la religión, la escuela, entre otras, se han creado normas o roles que de no seguirse poseen sanciones sociales. Una de las asignaciones más fuertes que se le han dado a la mujer es en su función de cuido en la familia, sea como esposa, hija o madre.

2.1 Sacrificio como expresión de amor que justifica la violencia

Las costumbres sociales han estimulado características femeninas como la pasividad que, consecuentemente, las pone en posiciones de impotencia, desalentando el poder y creando ideales como el de sacrificio, con los que se busca una entrega de la mujer al servicio de los demás (Dio, 1991). Esta postura, además, se basa en mecanismos de culpa y una necesidad de salvación (Rosales, 2009) que llevan a actos de sacrificio. A esto se le suma la capacidad que ha tenido la religión cristiana para mantener una visión dualista de la vida, la cual, bajo una estructura binaria del mundo, ha permitido dividirlo entre lo sagrado y lo profano, donde las relaciones de género se basan en la misma lógica y dan cabida a la autolegitimación del otro (Miranda, 2009). El hecho de que a las mujeres, ante esa lógica de cuerpo-alma (el cuerpo se relaciona con la mujer y, por ende, a lo que debe controlarse), se les acusa de ser seductoras (Eva con Adán) crea la necesidad de controlar lo “impuro”, situación reforzada a través de una sociedad patriarcal que también es sacrificial y exige sacrificios en nombre del bienestar o del desarrollo, que por ser concebidos necesarios no permiten ser vistos como violencia (Miranda, 2009). Asimismo, la presencia de un dios que exige sacrificios es determinante dentro de una sociedad sacrificial, porque los sustenta. Lo anterior provoca que actos de sacrificio como la entrega completa se vean como un acto de amor, aun cuando conlleven repercusiones en la salud de la propia persona.

El poder que posee el sacrificio se debe a que este se ha presentado como una “virtud” de una madre, figura de virgen y santa doliente (Rosales, 2009). El ser madres se nos presenta como una virtud, al ser progenitoras sacrificadas, que todo lo soportan y perdonan, así como esposas, hijas o enfermeras sacrificadas. Rosales señala: “¡Nacidas para el sufrimiento en nombre de la virtud!” (2009, p. 271). Por su parte, Hinkelammert (2008) hace alusión a cómo la exigencia de sacrificio llega a significar la negación del cuerpo, su abstracción.

Es importante comprender el sacrificio como un acto violento, el cual es posible por la existencia de una sociedad sacrificial que lo presenta como voluntario y necesario (Miranda, 2009). De esta manera, podemos entender cómo nuestra sociedad nos muestra la idea de mujer como madre, cuidadora, quien se sacrifica, hecho posible por esa sociedad sacrificial que lo naturaliza, lo presenta como voluntario, expresión de amor, naturaleza femenina, instinto maternal.

El hecho de que el sacrificio no sea visto como una exigencia de la sociedad sacrificial, sino como algo voluntario, conduce a que no se logre observar el argumento que lo valida, como señala Miranda: “al propio orden por el que se da la vida, en este caso la religión cristiana sacrificial.” (2009, p. 54). Ello justifica los diferentes sacrificios realizados por las mujeres, al validarse como naturales.

Aunque el sacrificio en el cristianismo comprende el asesinato por la santidad y se niega el cuerpo, en relación con la interpretación de Jesús de entregarse voluntariamente, en nuestra sociedad podría entenderse ese sacrificio como el desprendimiento de las libertades y apropiaciones del cuerpo, ante miedos, culpas y policías internos que regulen tanto la sexualidad como las asignaciones de género de sacrificio; por ejemplo, el de cuido en las mujeres.

La represión de la sexualidad femenina es una de las principales herramientas de dominación del patriarcado, en nombre de la defensa de la pureza y el honor. La pureza sexual será una de las más reconocidas virtudes femeninas, la cual se defenderá aún a costa de la pérdida total del cuerpo, es decir de la propia vida. Las mujeres no se sacrifican, son asesinadas por un orden que exige sacrificios para mantenerse, para legitimarse, aun cuando se relate como una voluntad propia (Miranda, 2009, p. 57).

Además, es importante señalar que las mujeres se sacrifican porque se les enseña a hacerlo para no ser “malas”, y esta división entre “buena” y “mala” es clave para mantener el control en ellas, por miedo a sentirse culpables y señaladas. “Puede ser tanto una ramera montada en una bestia como una virgen pura lista para el sacrificio” (Miranda, 2009, p. 46).

La pandemia ha sido un reflector de toda esta sociedad patriarcal que se ha encontrado inmersa en la violencia hacia la mujer y que ha permitido verla con características biológicas de un género, menos como un problema social causado por un ente social misógino. En estos tiempos, seguimos observando cómo se responsabiliza a la mujer por los actos de violencia que recibe; ante esto, la noción del sacrificio en pro de discursos favorecedores del sistema de opresión es justificada, como menciona Hinkelammert (1991), mediante el culpar a las víctimas y no a los victimarios. Ello puede comprenderse en la lógica tras la cual las mujeres no solamente se enfrentan a un sistema que las violentan (a propósito, esa violencia se encuentra en todas las áreas, como resultado de un país misógino, calando en lo más profundo de la identidad costarricense), sino que, del mismo modo, ha sido responsable de culparlas por las agresiones recibidas.

2.2 La culpa como componente de aceptación del cuido

Es importante abordar la capacidad que posee lo religioso de incidir en las asignaciones de género en nuestro contexto, ya que repercute de forma distinta en mujeres que en hombres. Como la imposición de estereotipos es parte clave en la construcción social sobre el ser mujer en el sistema patriarcal, hace que esta sienta la necesidad de calzar en algún lado, para no caer en ese <<no lugar>> que implica no seguir las normas y enfrentarse a la culpabilidad, al rechazo.

Al estar el trabajo de reproducción de los estereotipos y normas con las que crecen las mujeres, asegurado, como comenta Bourdieu (2000), por medio de tres instancias principales (familia, Iglesia y escuela), estas actúan en conjunto sobre las estructuras inconscientes, haciendo que para el gremio femenino sea muy difícil romper con las expectativas y vean necesario pertenecer a ese lugar que representa la feminidad. Por ello, es muy importante para las mujeres calzar en algún sitio, lo que lleva a que busquen formas para mantener ese espacio o camino y mueve a que muchas acudan a psicólogos, con preocupaciones derivadas de este estrés del “deber calzar”.

Con respecto al cuido de los menores, la mayoría de las mujeres concibe ese rol como una obligación, pero no todos los hombres consideran el cuidado de la niñez, a tiempo completo, como un deber y como su rol, sino que se ve como una ayuda. Los sentimientos de culpa en torno a dejar a los menores al cuido de otras personas recae con predominancia en las mujeres, por esa idea que las concibe como malas o buenas madres.

El hecho de que una mujer se valore mala madre o hija viene determinado por características que han definido socialmente cómo deben ser (Jiménez, 2021). Estos rasgos suelen relacionarse con la entrega sin medida y el cuido, anteponiendo el bienestar de los demás, lo cual, además de limitar la libertad de las mujeres y sus otras facetas, han creado estándares de cómo debe conformarse una mujer, que la atan siempre a otro.

Asimismo, sentimientos como el miedo, generados por el encierro o por tener que romper con este para poder cuidar de otros, pudieron constituir terror y culpa en quienes decidían no exponerse. Lo anterior se reafirma cuando pensamos en aquellas mujeres a las que la pandemia representó continuar con su trabajo y con ese otro trabajo doméstico; el hecho de no poder con todo pudo suscitar sensaciones de que estaban fallando como mujeres, por todas esas cargas socialmente impuestas. Esto igual ocasionó que muchos de los espacios laborales que habían sido adquiridos por mujeres tuvieran que ser dejados para el cuido de los niños, ante el cierre de las escuelas y guarderías, así como de centros de cuido de adultos mayores (Pajín, 2021). La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) detalla la forzosa salida que las mujeres han tenido del ámbito laboral tanto por desempleo como por la necesidad de atender los cuidados en los hogares.

El cristianismo ha tenido gran repercusión, al presentar imágenes de las mujeres relacionadas con la maternidad como entrega absoluta. Un ejemplo es la imagen de la Virgen María, la cual ha sido un símbolo de pureza; le han impuesto ideales de obediencia, negando el placer, creando la idea de que la mayor aspiración de las mujeres debe ser dar a luz a otro ser y dedicarse a su cuidado. Esta imposición de arquetipos bíblicos (Rosales, 2009) conlleva que ellas puedan enfrentarse a sentimientos de culpabilidad, por sentir que no lo están haciendo de la mejor manera, y puesto que trabajar fuera de casa y dejar a los hijos al cuidado de otros es motivo de señalamiento para las mujeres, no así para los hombres.

Por lo dicho, la culpabilidad es un tema importante de tratar en nuestra sociedad. Si bien la mayoría de las personas en el país ha crecido en un hogar considerado católico (como se reveló en la muestra del estudio cuantitativo del Observatorio de lo Religioso de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión, del Programa Umbral Político del Instituto de Estudios Sociales en Población, del Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo y del Centro Dominico de Investigación, 2018, en la que el 77 % de la población encuestada indicó haber sido criado en la religión católica y solo el 52,5 % expresó considerarse católico actualmente), la culpabilidad no se limita a la permanencia o participación de las personas a iglesias como la católica. Algunos sentimientos y acciones que las mujeres tienen, aun después de alejarse de la religión o de no pertenecer a una, son producto de la construcción del sujeto femenino en de una sociedad con raíces católicas. A pesar de que se tome distancia, no se logra desligar por completo lo enseñado; las normas religiosas aprendidas siguen influyendo en la mayor parte de los parámetros utilizados por las mujeres para pensar y actuar (Jiménez, 2021), como la postura femenina ante el cuido. No cumplir con los estándares de mujer “buena” que la Iglesia pide dirige a que algunas mujeres se sientan inconformes con quienes son, se sientan culpables de no ser quienes se espera que sean y de no cumplir con la obediencia que la religión les pide tener, sea con sus padres, sus esposos o con la entrega sin medida a los hijos.

La culpa como discurso religioso ha sido opresora en la vida de las mujeres, se ha utilizado para introducir el miedo y construir caminos de obediencia a las normas establecidas. Además, al encontrarse dicho discurso en diversas áreas de la sociedad, ha sido muy incidente y determinante en la construcción de las subjetividades femeninas en nuestro país (Jiménez, 2021). Precisamente, como la construcción de la subjetividad de las mujeres se constituye por una red de interrelaciones, en la que discursos, símbolos y prácticas componen su transversalidad, y al estar la disertación religiosa de la culpa inmersa en otras áreas de la sociedad, dificulta que las mujeres perciban los sentimientos asociados a la culpa, en primera instancia, como algo religioso. El mismo discurso, además, se liga a la asignación de la maternidad a lo femenino, en ese ideal religioso de familia, lo cual hace que la culpa se presente en la vida de las mujeres y afecte tanto sus estados de ánimo como sus acciones.

En nuestra sociedad, es normal que un hombre no sienta como propio el deber de cuidar los hijos o de ver qué hace con ellos para poder ir a trabajar. Y es que, muchas veces, las mujeres se enfrentan a la responsabilidad de elegir entre su ambiente laboral o su hogar, ya que, al caer en ellas el compromiso del espacio privado, la carga del “descuido” les llega a generar preocupación, miedo, culpa y, mayoritariamente, deben elegir por alguno de los dos espacios, y el hogar suele ser priorizado. Este se enlaza a la idea de mujer entregada, velando siempre por los demás antes de sí misma, obligada por su rol sociocultural a no fallar ante las expectativas sociales. Es muy importante resaltar que, cuantiosas veces, las mujeres que trabajan fuera del hogar se enfrentan a señalamientos del tipo “es una irresponsable con sus hijos o una insensible”, con los que se pone en duda su capacidad “maternal”, cosa que no sucede con los hombres; a ellos se les naturaliza su rol de proveedores y, por ende, pueden ausentarse gran tiempo, sin esa presión o carga de sentir que están abandonando a sus hijos por ir a trabajar. Esto, sin duda, llega a calar en la vida de las mujeres, quienes no solo se enfrentan a la autocrítica, a ese policía interno, sino a toda una sociedad.

Con la pandemia, la necesidad de cuido aumentó, salió a flote la naturalización e internalización de este en manos de las mujeres, lo cual hizo que en una familia donde las personas adultas mayores se encontraban en una situación que ameritaba atenciones fueran, más que todo, las mujeres las que se hicieran responsables de sus cuidados (OEA-CIM, 2020) y, de no poder cumplir con estos, muchas se han sentido culpables por creer que están abandonando a sus padres. Así, la imposición de estereotipos es parte clave en la construcción social sobre el ser mujer en el sistema patriarcal; esto provoca que aquello fuera de dichos estereotipos sea considerado negativo, con el consecuente sentimiento de culpa en las mujeres que los rompen o que simplemente no se adaptan a las normas y parámetros impuestos. De tal modo, tomar decisiones enfrenta a ese sentimiento de culpabilidad por no cumplir con lo que se ha enseñado en relación con estar siempre para los demás antes de estar para sí mismas, haciendo que el cuestionamiento de sus propios deseos sea algo común, por miedo a sentirse culpables (Montesó, 2015). Las imposiciones también orientan a culpar a las mujeres hasta de sufrir actos violentos, como en el caso de alguna que sufre agresión doméstica. Aquí nos topamos con una sociedad que ha adoctrinado para culpar a las mujeres, por lo que las posturas ante estos temas constantemente son: ¡Quien sabe que hizo ella para que él le pegara!, ¡si no sale de esa relación violenta es culpa de ella!, ¡ella también es violenta consigo misma porque acepta esa agresión y no la frena, se deja!, ¡es una tonta y sumisa!

2.3 Estrés, desgaste físico y emocional como consecuencia del modelo de feminidad

Es tan importante analizar y trabajar el tema de la culpabilidad, ya que las consecuencias que poseen los roles derivados sobre las mujeres traen consigo efectos en su salud mental. López (2007) muestra cómo existen secuelas psicológicas de la situación de subordinación que la mujer experimenta en la sociedad. En su estudio, López la manera en que la sociedad ha generado que las mujeres enfermen por esa mutilación que implica el ser quienes son, donde la condición de subordinadas implica que se originen problemas emocionales:

El proceso de deconstrucción de paradigmas tradicionales que ha tenido lugar en las últimas décadas destaca que vivir en una sociedad sexista tiene costos para la salud mental. Sin importar condiciones de raza, edad, clase u orientación sexual, conlleva diversos factores que propician conflictos intrapsíquicos (2007, p. 52).

El escenario insta a analizar de qué manera la salud mental, como menciona Emilce Dio (1991), se relaciona con la identidad de género, en el entendido de que factores psicosociales que llevan a la depresión se vinculan con los estereotipos de feminidad. La autora señala que la forma en que la cultura construye los modelos de feminidad basados en la pasividad, el sacrificio, que desalientan el ejercicio del poder, provee a las mujeres de mecanismos psíquicos potenciadores de la depresión: “que los factores psicosociales que conducen a la depresión no son sino el espíritu mismo del estereotipo de la feminidad” (1991, p. 285). Es así como la opresión del rol femenino llega a ser insoportable para muchas mujeres, donde las reglas de comportamiento incrementan su subordinación social y psicológica (Montesó, 2015).

Uno de los ejemplos que puede reflejar la problemática planteada, además de la presión a la maternidad, lo vemos en la cantidad de mujeres que sufren depresión por problemas de pareja (parejas heterosexuales-patriarcales). Ello puede deberse al hecho de que a la mujer se le ha impuesto la carga de tener que aguantar todo, de soportar infidelidades, callar, cuidar a los hijos, no salir mientras el marido va al trabajo o se divierte con los amigos. El deber de la mujer de “salvar” las relaciones, de “obedecer” y ser incondicional al marido porque se supone que ese es su “compromiso”, le generan estrés y depresión tras aguantar: el verdadero amor conyugal supone y exige grandes sacrificios (Juan Pablo II, 1981). También, ellas reciben mucha carga si deciden divorciarse y criar a sus hijos solas; se da cabida a términos como madre soltera, que refieren a que algo les falta. El informe Forensis del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia señala: “La mujer es un objeto que se posee, la violencia es un medio para mantener el poder, a su vez la mujer como figura que cuida es una representación del amor como amor romántico que todo lo aguanta, además la mujer como figura sumisa frente al hombre dominante, en la que se establecen creencias arraigadas respecto a la familia ideal” (2018, p. 529).

La relación a la que Dio (1991) hace alusión, entre los rasgos relacionados con la depresión (dependencia, pasividad, baja autoestima, entre otros), puede observarse al compararlos con los aspectos designados a lo femenino; por lo tanto, características de la depresión como dependencia, pasividad, falta de firmeza o asertividad, gran necesidad de apoyo afectivo y baja autoestima se encuentran en lo atribuido a la feminidad.

Mabel Burin, citada por López (2007), menciona cómo la alta incidencia de trastornos sin base biológica en las mujeres debe comprenderse como una rebelión interna, ya que esta resistencia se da ante las condiciones opresivas que ellas reciben en sus vidas cotidianas y que han llegado a internalizar, al tener que aceptar socialmente las características para calzar y ser aceptadas. Este factor se encuentra en la mayoría de mujeres con depresión, quienes han recibido una educación de entrega a los demás (Montesó, 2015).

Como Lagunas (1996) expresa, el género es una forma de significar relaciones de poder. Esto ha servido como justificante de las etiquetas y características sociales impuestas a cada género, así como para limitar las expresiones sexuales a dos únicos géneros. Por ello, resulta necesario analizar los sistemas socioculturales que crean la diferenciación sexual, ya que esta se ha encontrado, a lo largo de la historia, fuertemente reflejada en la división de roles religiosos y en los valores morales, lo que hace muy difícil generar rupturas; se posee un trasfondo religioso que justifica y da una especie de sentido a las divisiones, les da carácter de divinidad o de naturaleza.

De esta manera, la jerarquización de los géneros presente en nuestra sociedad permite observar la relación de poder que impera, en la cual, a pesar de que las mujeres han ido teniendo más espacio en lo laboral y han ido ganando luchas para que se respeten sus derechos, todavía queda mucho camino para lograr una sociedad equitativa y justa, en donde las oportunidades laborales femeninas se encuentren al mismo nivel que las de los hombres. La Organización Internacional del Trabajo (2021) señala que, en todo el mundo, únicamente 63 países ofrecen a las mujeres la baja de maternidad recomendada de 14 semanas; además, menos de una tercera parte de las mujeres trabajadoras poseen el derecho a pedir esa baja. Igualmente, es esencial analizar cómo la asignación al ámbito privado sigue quedando, mayoritariamente, en manos de las mujeres. Por lo anterior, se habla de cargas sociales y religiosas en torno al ser mujeres, así como de una diferenciación de tiempos, presiones y resultados esperados de estas, ya que se espera que ellas sigan realizando las labores del hogar, del cuido de los niños, de ancianos y de enfermos, lo que significa tiempo, dedicación, cansancio. Junto a la inserción al mundo laboral (público), esto genera el incremento de estrés, sentimientos de culpa y ansiedad en las mujeres, al enfrentarse a una sociedad que les exige funciones. En el caso de lo privado, las labores vistas casi obligatorias del género femenino, actividades que además no tienen una retribución económica, ni tan siquiera son funciones valoradas dentro de la sociedad, donde se utilizan términos despectivos como ¡no trabaja! o ¡solo se dedica a la casa!

Es así como la pandemia llegó a reflejar, con más fuerza, la distribución aún presente entre lo privado y lo público. Se refuerza el análisis de que la mayor precariedad vivida por las mujeres se comprende por los roles de género que les son atribuidos y por las responsabilidades de cuido que les son asignadas, lo cual llega a perjudicar su participación en el mercado laboral y provoca incremento en la brecha salarial (OEA-CIM, 2020). Lo anterior pudo examinarse, con mayor detalle, en este momento pandémico, debido a la forma abrupta en que tuvieron que enfrentarse las personas al cambio en su estilo de vida; al cierre de negocios, centro educativos y lugares de trabajo; todo llevó a reestructurar la dinámica diaria, sin embargo, las labores del espacio privado siguieron, en su mayoría, siendo responsabilidad de las mujeres, incluso en aquellas que siguieron sus trabajos remunerados desde casa, junto a sus parejas.

El encierro que se sufrió en este tiempo pandémico muy pocas veces había sido visto como un problema que amerita estudio, un proceso de cambio o un aspecto para el bienestar psicológico de las personas. Es así como ese ambiente que durante muchos años ha sido destinado a las mujeres no se trataba enfáticamente como un causante de estrés en estas, simplemente se naturalizó como su espacio.

La época ha permitido observar no solo la carga tan grande que representan las labores del hogar, sino el peso psicológico que han enfrentado muchas mujeres en los encierros de sus labores domésticas (Pajín, 2021). Estas actividades, además de ser altamente demandantes, no han sido remuneradas económicamente ni valoradas socialmente y muchas veces tampoco en la estructura familiar.

Un estudio de España, realizado por Sánchez Perruca en el Hospital Clínico de la Universidad Complutense, citado por Dio (1991), muestra que la morbilidad mental global femenina es el doble que la del hombre y que la mayor frecuencia de depresión en la mujer se va incrementando con la edad. Muchas de las causas de la depresión femenina se deben a la falta de redes de apoyo. En lo que respecta a las mujeres que se dedican al hogar, el tema del encierro es muy preocupante y con la pandemia este salió a relucir, ya que se trata de una situación que llegó a afectar a toda la población; sin embargo, este ha sido parte, durante muchísimo tiempo, de lo que implica socialmente el ser mujer. El no tener contacto o compañía, no contar con espacios y personas para hablar, para distraerse y no centrarse en los problemas son de las consecuencias que trae el aislamiento y que han vivido muchas de las amas de casa.

La importancia que representa para una persona contar con más espacios de convivencia que solo el hogar radica en que, al dedicar su tiempo a un único espacio, esta se encuentra aislada y con muy poca participación social, fuente de alimento de la autoestima. Ello puede conllevar que las personas se vuelvan más dependientes a figuras de ese pequeño círculo en el que se relacionan, lo cual igual podría encaminar a la depresión (Dio, 1991 y Montesó, 2015). También es importante el hecho de que muchas mujeres llegan a sentirse dependientes de sus parejas, por motivo de que no pudieron desarrollar su carrera profesional para cumplir con las tareas de la casa y de cuido de sus hijos, lo cual ocasiona que, habitualmente, esto les impida salir de espacios de agresión. Además, que las actividades y relaciones sociales sean limitadas y exista una restricción social (Dio, 1991) hace que las personas se encuentren más vulnerables a la pérdida, con temor de no tener esos vínculos, con mayor ansiedad, lo que vuelve más difíciles procesos como los del duelo o la carga del día tras día.

Lo anterior es necesario de analizarse a través de la gran representación que tienen las mujeres en la economía informal de todos los países, donde existe un fuerte vínculo entre la informalidad y la pobreza (OEA-CIM, 2020), se tienen pocas oportunidades económicas y sociales que, como menciona Cimac (2000), llevan a que haya un alto índice de estrés. Con respecto a la repercusión de las condiciones sociales frente al estrés, Sandín señala: “ya que las condiciones sociales (organización social, apoyo social, aspectos socioeconómicos, estatus marital, rol laboral, género, etc.) pueden estar implicadas tanto en el origen como en las consecuencias de las experiencias estresantes.” (2003, p. 143).

El que muchas mujeres se enfrenten a la decisión de dejar sus estudios y trabajos para dedicarse al hogar, hace que, cuando se separan de sus parejas, deban dedicarse a labores no formales que dificultan o no les cumplen todos sus derechos. Con la pandemia, gran cantidad de estas trabajadoras no formales se vieron fuertemente afectadas por condiciones de inestabilidad laboral, la mayoría de estos empleos se perdieron en los momentos de más crisis pandémica, dejando a esas mujeres desempleadas. El informe de la Organización Internacional de Trabajo (OIT), “El trabajo doméstico remunerado en América Latina y el Caribe”, del 2021, en el que se tomó en consideración el último trimestre del 2019 y el segundo trimestre de 2020, señala que el 44,2 % de las trabajadoras domésticas en Costa Rica fue despedido o suspendido de sus labores durante dicho período, así como aquellas que siguieron trabajando se han enfrentado a un deterioro en sus condiciones laborales, al disminuirse sus horas y, por ende, sus ingresos. El hecho de no contar con un contrato escrito por su condición de informalidad llega a limitar, en la práctica, la posibilidad de reclamar derechos. Si bien tal informe señala que en Costa Rica no hubo, en ese tiempo, un aumento particular en la desafiliación a la seguridad social de las trabajadoras domésticas (evidencia de algunos logros obtenidos en este ámbito), esto no elimina las brechas salariales, la necesidad de hacer valer derechos y de formalizar el trabajo, ya que el 84,8 % de las trabajadoras domésticas se encuentra en situación de informalidad. Tampoco se eliminó el de que, ante esta situación pandémica, se incrementara el estrés por tener que trabajar en condiciones de riesgo, exponerse a salir cuando las medidas eran quedarse en casa, al igual que se acrecentaron las condiciones de pobreza.

Las trabajadoras domésticas enfrentan el doble riesgo de contagio, por seguir trabajando, o de pobreza, por dejar de trabajar en situaciones de informalidad donde no tienen acceso a licencia pagada (OEA-CIM, 2020). El impacto negativo que ha tenido esta crisis pandémica ha sido agudizado tras la intersección del género con otras condiciones de vulnerabilidad como lo es pobreza. De esta manera, la pandemia ha permitido observar los espacios a los que las mujeres son mayormente designadas. En el informe mencionado, también se señala cómo el porcentaje de personas, en nuestro país, que trabajan en servicio doméstico remunerado es del 88,1 % de mujeres y del 11,9 % de hombres. Además, del total de mujeres ocupadas, un 17,2 % representa el porcentaje de trabajadoras domésticas.

El trabajo doméstico no remunerado ha hecho que las mujeres cumplan con una doble y hasta triple jornada, lo que equivale a espacios desvalorizados social y económicamente, lo que ,,constituye un elemento potenciador de estrés mental que conlleva mayores niveles de depresión.

La Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) del 2017, publicada por el Instituto Nacional de Estadística y Censos - INEC (2018), muestra el tiempo dedicado al trabajo no remunerado, entre el que se encuentra el doméstico. El estudio señala cómo las mujeres dedican mayor tiempo al trabajo del hogar, un aproximado semanal de 35:49 horas (treintaicinco horas y cuarentainueve minutos) al trabajo doméstico no remunerado, en comparación a 13:42 horas que emplean los hombres. Lo anterior permite observar de qué modo las mujeres dedican 22 horas semanales más, en promedio, respecto a los hombres, lo cual indica que el tiempo global de trabajo, sumando el no remunerado y el remunerado, sea de 69:53 horas para las mujeres, respecto a las 62:56 horas de los hombres, con una diferencia aproximada de 7 horas. Además, la carga de tiempo de trabajo remunerado es mayor en los hombres, quienes poseen una tasa semanal de participación en el mercado de 36 horas, mientras que la incursión de las mujeres es de un promedio un poco menor a las 16 horas a la semana. Así mismo, lo descrito nos lleva al tiempo destinado para lo social o tiempo de descanso, en el que se encuentran grandes diferencias: 34 horas para las mujeres y 37:48 horas para los hombres. Esta distinción temporal evidencia cómo, a pesar de que el trabajo doméstico no remunerado se ha extendido a mujeres y hombres, la carga que recae en las féminas, al dedicarse a las labores domésticas, es mayoritaria; sus obligaciones horarias son muy grandes y dejan poco tiempo libre para descansar o dedicarse a actividades de recreación. Las implicaciones de la doble o triple jornada, así como la dedicación exclusiva al hogar llevan a incrementos en el nivel de estrés en las mujeres, que deben ser motivos de preocupación, análisis y cambio.

López (2007) señala en su tesis que un estudio ,realizado en Estados Unidos, nos adentra en otra de las cargas que tiene la mujer: la asignación de la maternidad. Esta indagación constata que las mujeres quienes tienen hijos y responsabilidades laborales se encuentran expuestas a un alto nivel de estrés durante el día. La asignación de lo femenino a la maternidad conlleva que para las mujeres esta sea casi una obligación o una forma de llegar a ser una persona “completa”; sin embargo, la carga de cuido vislumbra lo pesado que puede ser el cumplir con tantas funciones. Para comprender la incidencia de dicha carga, la investigación examinó la orina de algunas mujeres madres que trabajan fuera del hogar y, al compararlas con mujeres que también poseen un empleo afuera pero no tienen hijos, se constató que los niveles hormonales de cortisol, adrenalina y noradrenalina, sustancias asociadas al estrés, son mayores en aquellas con hijos, lo que se extiende a las 24 horas del día.

Si bien los resultados muestran lo agotante que puede ser cumplir con tantas funciones, con las implicaciones del cuido de la descendencia, la carga de estrés no solo se presenta en mujeres madres, sino también en aquellas que sin desear serlo o no pudiendo serlo se enfrentan a la presión social de tener que convertirse en madres para ser consideradas “completas”. Este se suma a la tensión de quienes son presionadas para regresar a la casa, con el fin de no perder a su familia o de criar a sus hijos y de ser ellas las que deben dejar su trabajo para cuidar de estos y así no recibir el calificativo de malas madres.

Por otro lado, aunque es importante señalar que el ingreso de las mujeres en el mundo laboral ha permitido que nos posicionemos en diversos ámbitos y se generen ciertos cambios en las ramas cultural y legal, así como ocurren ciertas modificaciones a lo interno de la familia y en el acceso a bienes materiales que antes eran provistos únicamente por el hombre, todavía son muchas las que dependen económicamente de sus parejas sentimentales. Esto introduce estrés por estar supeditadas a alguien para poder comprar sus cosas; limita espacios de bienestar y diversión como salir con amigas, tomarse un café, y produce que, en muchas ocasiones, no sean independientes de personas que utilizan su poder económico (designado socialmente al hombre) para desacreditar o humillar la fortaleza y la capacidad femenina, generando sentimientos de tristeza, de no creerse capaces, de considerarse menos, pisoteadas, humilladas y atadas por esa dependencia económica de hombres que las agreden psicológicamente. En nuestros días, aún falta más trabajo para que se logre reconocer socialmente el maltrato psicológico con la severidad que tiene y se considerarse como lo que es: violencia.

Muchas de las experiencias que las mujeres viven en torno a la violencia se siguen manteniendo, debido a falta de recursos económicos que les impulsen a salir del lugar donde viven la agresión. Lara y Moyolema (2020) son enfáticos al señalar que el desarrollo personal de quienes sufren violencia intrafamiliar se encuentra obstaculizado, ante la falta de una adecuada formación académica y de un empleo formal, que les hace difícil adaptarse y generar rupturas de las situaciones que se les presentan en sus vidas, por lo que se encuentran limitadas en información suficiente sobre sus derechos.

2.4 La incidencia de un Estado misógino en la situación de violencia hacia las mujeres

Todo lo que vimos anteriormente permite adentrarnos en un aspecto muy importante que se ha visto, sobre todo, durante los momentos de mayor encierro de la pandemia: el incremento en la violencia de género. El confinamiento llevó a un acceso limitado en servicios públicos de prevención, atención y sanción a la violencia (OEA-CIM, 2020), lo que, además, hizo aún más difícil para muchas mujeres huir de sus parejas, aunque sea por momentos (como cuando salían a trabajar o a hacer compras), suscitando que esa convivencia constante junto a la violencia ya presente en sus hogares aumentara, incorporando mayor carga, estrés, sufrimiento y haciendo menos visible la agresión. Es fundamental tener en cuenta que el hogar es el lugar más peligroso para las mujeres que sufren violencia por parte de sus parejas sentimentales y el encierro la prolonga, originando una percepción de impunidad en el agresor (OEA-CIM, 2020). El hecho de que muchos de los agresores no tuvieran espacios como bares, estadios o salidas con amigos acarreó que terminaran desquitando aún más su frustración con sus parejas y haciendo que los números en casos de violencia aumentaran.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que alrededor de una de cada tres (36 %) de las mujeres en el mundo ha sufrido violencia en algún momento de su vida, tanto física o sexual por parte de su pareja como sexual por parte de terceros. El Observatorio de Violencia de Género contra las Mujeres y Acceso a la Justicia-Femicidio del Poder Judicial de Costa Rica señala que el año pasado (2020), según lo muestra el último análisis de la Subcomisión Inter Interinstitucional de Prevención del Femicidio (2 de julio de 2021), hubo en el país 23 femicidios (37 %), de un total de 62 muertes. En estos, se incluyen los feminicidios tipificados por el artículo 21 de la Ley de Penalización de Violencia contra las Mujeres (LPVcM), que, tras su reforma del 10 de junio de 2021, incluye los asesinatos de mujeres en los escenarios de las relaciones de noviazgo, convivencia, no convivencia, casual u otra análoga; también cuando medie divorcio, separación o una ruptura, siempre que la conducta no constituya un delito más grave o previsto con una pena mayor. Se contemplan, también, los feminicidios ampliados, entre los que se toman en cuenta las muertes de mujeres por razones de género que no son consideradas en los supuestos del art. 21.

Según información del Instituto Nacional de la Mujer (INAMU), publicados en Elpaís.cr el 25 de noviembre del 2020, se denuncia el alarmante incremento de la violencia contra las mujeres en el 2020, comparado con el 2019. Algunos de los datos que surgieron hasta el corte del 26 de octubre del 2020 son que 11 mujeres fueron asesinadas en manos de sus parejas, exparejas o algún desconocido por su condición de género. 50 mujeres fallecieron de forma violenta, de esas, 41 se encuentran aún en estudio para poder determinar si son o no feminicidios. Además, en el 2019, la suma de albergadas fue de 203 mujeres y para el 2020 eran 504 personas las que habían sido amparadas, incluyendo en esta suma a 234 mujeres afectadas y el número restante responde a sus descendientes. Con respecto a la cantidad de informes policiales por violencia doméstica, se obtuvo que en el 2019 se recibieron 7162, mientras que en el 2020 se registraron, hasta la fecha del informe, 9206 casos, mostrando un aumento de 2044 casos. En cuanto a las denuncias por delitos sexuales ingresadas al Ministerio Público, se halló que durante el primer semestre del 2020 había un incremento, en comparación con el 2019; se pasó de 22 a 37 en el 2020. En lo tocante a las agresiones contra menores, se tiene que el 96 % son mujeres y se obtiene un gran número de denuncias por delitos sexuales. Igualmente, los estudios demuestran que cerca del 99 % de estos delitos son cometidos por hombres y un 60 % de estos los realiza algún integrante de la familia de la víctima.

Otro aspecto muy sustancial por tratar en nuestra sociedad es la agresión psicológica. El nivel de violencia en nuestro país es enorme, la mayoría de las mujeres ha sufrido agresión en alguna de sus formas, en algún momento de su vidas. Los traumas psicológicos que trae la violencia generan un impacto emocional que repercute en el bienestar de la persona, llega a deteriorar su estado de ánimo, a través de alteraciones como depresión, ansiedad, estrés, baja autoestima, aislamiento, sentimientos de vergüenza y culpa, trastornos psicosomáticos, lesiones producto de los actos violentos a los que se encuentra sometida (Lara y Moyolema, 2020; Quirós, 2014). Todas esas secuelas suponen el quiebre profundo de los sentimientos de seguridad y gestan cuadros clínicos como el trastorno de estrés postraumático (TEPT) (Echeburúa et al., 2016). Uno de los obstáculos que se enfrentan cuando se aborda el tema de la violencia psicológica es que aún no se llega a ver la gravedad con la que amerita ser tratada. Este tipo de violencia posee la característica de que algunas de sus expresiones se producen de manera sutil, pasan a normalizarse, en muchas ocasiones, por la sociedad machista que respalda esos tratos y los justifica. Como menciona Rivera (2019), uno de los factores ligados a la violencia intrafamiliar son los estereotipos sociales que se introducen en la dinámica familiar. Sin embargo, normalmente, estas acciones, al ser realizadas de forma prolongada y reiteradamente, mediante actos de dominación y control, llegan a generar estragos en la persona, en lo que respecta a su confianza, seguridad, estado de ánimo, autonomía y, por ende, desenvolvimiento social (Lara y Moyolema, 2020). La violencia también tiene repercusiones económicas y laborales en las mujeres, ya que afecta su salud mental y, por lo tanto, la forma en cómo se desenvuelven en sus trabajos (Guedes et al., a y2014). Otra consecuencia de la violencia es que, al dar paso a la existencia de la depresión, suman más factores propios, como mala alimentación, desorden de hábitos y consumo de medicamentos que estimulan la obesidad (Bates et al., 2006), que empeoran la confianza cuando se enfrentan estereotipos de belleza.

El reflejo de lo esbozado es una sociedad que ha adquirido pensamientos misóginos y valores culturales patriarcales, donde la burla y la agresión hacia la mujer se ven como una actitud naturalizada de los hombres, donde también se han permitido actitudes invasivas por parte de algunos y se han justificado como parte de la naturaleza “cazadora” del hombre, al estilo de características de “coqueteo” que se perfilan como rasgos del ser masculino. Esta justificante promueve que muchas actitudes no se vean negativas y agresivas, sino que se perciben como ese comportamiento “masculino-fuerte” y el reclamo de las mujeres ante estas actitudes se vislumbra como esa forma de ser “débil y dramática” que se le ha impuesto.

El poco conocimiento sobre todas las formas de violencia, incluyendo la física, carga de culpa a la mujer que la sufre; se comprende más como un castigo, hace que se desvíe la atención del tema por tratar, al culpabilizar a la misma mujer por permitir la agresión, y al no ver la necesidad de realizar cambios sociales que eviten la violencia y que impidan la naturalización de estas situaciones.

Lo anterior lo vemos reflejado en las noticias, las familias y los centros educativos, donde uno de los ejemplos reconocidos es la respuesta que reciben muchas mujeres al buscar ayuda. Ellas se enfrentan a palabras que justifican al agresor; en ocasiones, son sus mismas familias y mujeres quienes, al formar parte de la sociedad misógina que ha enseñado a culparlas, reproducen esos actos violentos y les dicen que ¡deben aguantar!, ¡que fue culpa de ellas! Sin duda, se necesitan transformaciones en la estructura social y estas, por supuesto, comprenden una reestructuración de espacios y conocimientos transmitidos, donde se siguen reproduciendo patrones y estereotipos de género que construyen sociedades basadas en violencia, división y jerarquización.

Es importante analizar la violencia hacia la mujer desde los diversos espacios en los que se relaciona. La agresión se encuentra presente desde cuando a la mujer se le es negada su inserción al mundo laboral o al recibir un menor salario que un hombre quien cumple las mismas funciones. De hecho, existe un doble esfuerzo que debe hacer la mujer para poder ser tomada en cuenta en la mayoría de los espacios laborales, es como si debiera demostrar, constantemente, que es capaz, solo por ser mujer, mientras al hombre ya se le asume esa capacidad. Esto genera gran estrés en las féminas, por tener que hacer uso frecuente de la competencia para poder resaltar, que además va siempre en esa lógica de enfrentamiento entre mujeres. De esta manera, ellas deben lidiar con verse bien para que se les considere profesionales, pero también se enfrentan al ser tachadas de “lindas”, donde se busca eliminar la aptitud laboral o justificar logros profesionales con comentarios como ¡seguro se acostó con el jefe! o ¡quién sabe a quién le gusta! Es una situación realmente compleja; de cualquier forma, la mujer será señalada y su capacidad será cuestionada.

Todo lo anterior nos plantea la necesidad que hay como país de trabajar la violencia (en todas sus formas), de enfocar los esfuerzos en la eliminación de la agresión intrafamiliar y de los feminicidios, mediante el abordaje de las estructuras de una sociedad invadida por discursos machistas que justifican y permiten que lo violento cale en cada espacio de la vida de las personas. De esta manera, la búsqueda por erradicar esa violencia no se basa, únicamente, en analizar los casos particulares. El sistema en el que vivimos es reflejo de una sociedad que ha naturalizado actitudes agresivas y las ha asignado como parte de la masculinidad, ya que detrás del agresor se encuentra todo un imaginario colectivo que lo avala, perjudicando enormemente la seguridad y la vivencia plena de las mujeres.

Como Estado, se deben tomar medidas judiciales, pero, además, enfocar atenciones en la educación, con el fin de impactar directamente la estructura de poder de género sobre la que se consolida el sexismo, así como la importancia de crear alianzas que permitan visualizar la violencia y generar cambios. La idea es combatir los discursos violentos de una cultura machista, buscando crear una transformación como sociedad, desde las diversas áreas como la familia, las escuelas, las iglesias, así como desde ambientes laborales que incorporen la perspectiva de derechos humanos, género y diversidad en el espacio profesional de las personas. Así, se crearía una cultura promotora de la equidad entre hombres y mujeres, para lo que es necesaria una reestructuración de entornos, conocimientos, creencias y ritos transmitidos, en los cuales se siguen reproduciendo patrones y estereotipos de género.

3. Rituales de vida-muerte de las mujeres en tiempos de pandemia

Los seres humanos somos sociales y, de esta forma, los ritos son parte de nuestra estructura. Es importante señalar que, si bien cada cultura establece rituales distintos, existe un carácter ritualista perteneciente a cada una y se da a través del rito, la unidad simbólica que poseen tales culturas para expresarse. Los rituales pueden encontrarse desde pequeñas cotidianidades (como el orden de nuestros adornos o la hora de acomodar nuestro cuarto) hasta actos asociados a lo sagrado, en los que el rito se encuentra en la raíz de toda autoridad moral, ya que hablar de lo sagrado es referirse a las suposiciones más fundamentales de las personas quienes forman nuestra imaginación moral entre lo bueno y verdadero. Algunos de esos ritos señalan la situación del ser humano con lo sagrado y el miedo que se tiene a eso denominado impuro, lo que traslada a la búsqueda constante de la purificación a través de ceremoniales (Ricoeur, 2004).

Los rituales pueden enlazarse a dos etapas biológicas y cruciales de los seres humanos: el nacimiento y la muerte. La socióloga Alicia Aradilla (2020) menciona cómo la muerte y el miedo a esta son de los procesos sociales que poseen mayor nivel simbólico y cultural, en los que sufre tanto el individuo como la sociedad; el ritual es capaz de crear una emocionalidad grupal que ayuda a la persona a poder transcender ese momento de dolor.

Sabemos que los procesos religiosos se ven condicionados por aspectos sociales específicos como las instituciones, las relaciones sociales y la forma de organización de una sociedad. Esto permite comprender el modo en que un evento tan determinante como la pandemia llegó a incidir profundamente en la producción de esos procesos religiosos.

El virus del COVID-19 ha traído la muerte de una forma repentina y masiva, con un pronóstico de continuidad que no permite saber con certeza todas sus consecuencias. El espacio que representan los rituales de vida y de muerte en nuestro contexto costarricense se llegó a ver gravemente afectado por una realidad que impidió seguir realizándolos como se acostumbraba. Los rituales, en su sentido de práctica simbólica, encierran el concepto de colectividad, el mismo que con la pandemia se desdibujó y llevó a un replanteamiento de sus prácticas.

La muerte en todas las culturas se encuentra codificada por rituales, a través de los que las sociedades se reconocen y se consuelan, por lo que es importante conocer las incidencias que pueden llegar a tener los cambios traídos por la pandemia, con respecto a la vivencia que han tenido las personas en torno a dichos rituales. Un estudio realizado en España, presentado en el periódico El País, con fecha del 29 de agosto del 2021, sobre la situación de la pandemia, habla de cómo estos tiempos han llevado a que como sociedad vivamos la muerte sin la posibilidad de seguir realizando rituales mortuorios como los funerales y velatorios, determinantes dentro de la mayoría de países occidentales. En ellos, el acompañamiento en el duelo posee gran relevancia, en el entendido de que la muerte está codificada, para algunas culturas, mediante protocolos, por medio de los cuales las sociedades se reconocen y comprenden la muerte desde aspectos religiosos.

El simbolismo que poseen los rituales es fundamental en la comprensión y vivencia que se tiene de la despedida de un familiar o conocido. Parte de estos rituales, como los rezos, representa para muchas personas una forma de guiar a su ser querido a ese reino deseado, con sentido social de consolación. El cristianismo, como hemos señalado, se encuentra muy presente en el contexto costarricense y presenta la muerte como un tránsito de la vida terrenal a esa anhelada vida espiritual con lo sagrado. El creer que al morir la persona va a estar en un descanso eterno, pero para ello la familia debe ayudar a su difunto, ha hecho que la vigilia, la liturgia del funeral y el entierro, ritos católicos, sean aceptados por las personas y busquen, a través de la Iglesia, que el difunto sea perdonado por sus pecados y pueda entrar al reino. Esto permite plasmar la trascendencia de los rituales en la construcción del ser costarricense, lo cual hace que sea importante analizar los cambios surgidos con la pandemia: al no existir la posibilidad de hacerlos, se transformaron las formas de realizarlos, pero no se rompió su práctica, mostrando la incidencia que posee lo religioso en nuestro contexto.

La prohibición de funerales y velatorios por miedo al contagio puede conllevar repercusiones en las personas, por crearse una ruptura con la cotidianidad, con la ritualidad que existe en torno al duelo: “Ritualistas, como somos, podemos sentir un vacío, un limbo que no podemos gestionar a través de los rituales conocidos, con el COVID-19 llega el momento de crear nuevos rituales de despedida a nuestros seres queridos, para mantener salud emocional como sociedad” (Aradilla, 2020).

El despedirse y todo lo que representan los velatorios fue simplemente negado y quienes vivieron estas situaciones se enfrentaron a una realidad en la que la distancia implicaba sentir que se dejó sola a la persona fallecida. De esta manera, no poder cumplir con el duelo trae una serie de repercusiones psicológicas, así como consecuencias culturales, ya que el ritual funerario cumple la función de apaciguar el dolor que generan la muerte y la idea de morir (Aradilla, 2020).

Núñez et al. (2010) señalan cómo la calidad de vida de las mujeres es examinada a través de su dimensión psicológica, donde las creencias religiosas forman parte del significado de vida de las personas creyentes y, al verse limitadas, pueden repercutir en el estado de felicidad de una persona y, por ende, en el deterioro en su salud mental o autoestima.

El no contacto con la persona difunta nos lleva a un tema central del rito: el cuerpo. Los diversos rituales mortuorios realizados por culturas variadas exaltan la importancia del cuerpo en la acción ritual. Al tener tanta importancia este en los rituales de muerte, se hizo más complicado el duelo para muchos que no pudieron tener contacto con sus familiares fallecidos por el virus del COVID-19. La ausencia del cuerpo, junto con la no despedida, significó una nueva forma de transitar la muerte, que llega a profundizar aún más en las vivencias individuales en torno a esta.

Conocer la relevancia de los ritos es parte de comprender la cultura. Permitir a esta última dar significado a todo aquello que nos rodea, posibilita entender cómo se encuentra constituida a través de creencias, valores, prácticas, formas de vivir y tradiciones. Aunque las culturas se hallan en constante cambio, existe una estructura que deja saber lo fundamental de las creencias y valores que forman parte de ellas. Si bien con la pandemia se generaron grandes cambios en torno a las relaciones, pasando a ser aún más predominante el uso de espacios virtuales para tener contacto, las personas se enfrentaron a una necesidad de afianzar sus creencias tanto religiosas como científicas, o bien la simbiosis religiosa-científica.

En lo que respecta a rituales en torno a la vida, como los nacimientos, estos también se vieron envueltos en modificaciones, al prohibirse el ingreso a hospitales o al no poder visitar y acompañar el proceso de alumbramiento. Esto causó que, en muchos casos, los familiares hayan tenido que esperar semanas o meses para conocer a ese nuevo integrante de la familia. Lo mismo conllevó que el proceso de gestación, el parto y el posterior cuido fuera vivido por las mujeres en situación de aislamiento (OEA-CIM, 2020), lo cual pudo incrementar el estrés y la carga tanto física como emocional. De la misma forma, rituales católicos como los bautizos sufrieron cambios en la forma de vivirlos. Esa etapa de reclusión que han vivido muchas mujeres en torno a los procesos relacionados con la maternidad ha podido fortalecer la asignación del cuido en sus manos; se ven naturalizados la maternidad, el parto y todo lo que implica cuidar a un bebé como responsabilidad femenina (Montesó, 2015), lo cual ha hecho que la carga sea todavía más pesada.

La pandemia nos enfrentó como sociedad al requerimiento de incorporar nuevos hábitos, así como rituales, desde el distanciamiento social, el uso de tecnología para el contacto, la utilización de cubrebocas, la desinfección de productos, de nuestras manos, el encierro como una forma de protección que sacó a relucir lo necesario de las relaciones sociales y los diversos espacios de convivio para el bienestar de las personas. También, la realidad pandémica sacó a relucir las consecuencias de un encierro, tanto en el nivel físico como emocional, un aislamiento que, durante mucho tiempo, se había designado al rol de las mujeres como amas de casa, donde las secuelas de su salud psicológica no habían sido un foco tan fuerte de atención, sino fuese por los efectos colectivos manifestados.

De esta manera, los rituales en torno a la muerte y a la vida sufrieron cambios que hasta hoy no pueden ser valorados. Se necesitará un tiempo prudente para que las consecuencias de la pandemia, en torno a la ausencia de despedidas, espacios de duelo, abrazos, velorios, entierros, bautizos, festejos, escuelas, espacios de trabajo, salidas con amistades, etc., se puedan observar, así como aquellas restructuraciones que los mismos rituales tuvieron.

Conclusiones

Para comprender el incremento que la pandemia ha generado en torno a la violencia hacia la mujer, así como los cambios en las formas de vivir rituales de vida-muerte, es necesario considerar el impacto que tiene una sociedad patriarcal envuelta en una moral religiosa, la cual ha asignado a las mujeres el cuido y ha permitido justificar espacios, estereotipos, creencias y acciones violentas.

Sin duda, la situación pandémica ha permitido observar, con mayor detenimiento, la gran incidencia que tiene lo religioso en el contexto costarricense, que junto a esa estructura machista conlleva implicaciones graves para el bienestar y la seguridad de las mujeres. Además, la pandemia nos ha puesto frente a un nuevo panorama social, generando cambios profundos en nuestra vida, incluyendo la muerte. Esto ha originado modificaciones en cuanto a cómo vive los rituales la población, provocando transformaciones en estos y trayendo consecuencias tanto individuales como sociales.

Es importante que Costa Rica adopte, como sociedad, un enfoque inclusivo y respetuoso que dirija a considerar la asignación de estereotipos de género como un espacio de construcción y reconstrucción de las formas de violencia tratadas. Es preciso abordar factores claves que son herencia de una identidad costarricense con raíces católicas, manifestados en la incidencia de lo religioso en el mantenimiento de creencias y discursos de opresión, en su papel en la construcción de subjetividades oprimidas, que han respaldado una sociedad violenta.

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1 Profesora en la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional, Costa Rica. Bachiller en Teología (UNA). Máster en Estudios Sociorreligiosos, Géneros y Diversidades (UNA/UBL). Correo electrónico: brendaj.arguello11@gmail.com / ORCID: 0000-0002-1523-4761

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