¿Tienen futuro las teologías feministas en América Latina?
Is there a future for feminist theologies in Latin America?
Têm futuro as teologias feministas na América Latina?
Ivone Gebara
ivonegebara@gmail.com
Recibido: 18 de setiembre de 2013
Aprobado: 06 de noviembre de 2013
Resumen
El texto analiza algunas razones del rechazo de las teologías feministas en las iglesias, facultades de teología y en los medios católicos populares de América latina. Problematiza la palabra “rechazo” a partir de un recorrido por la historia de la teología feminista en el continente y la revisión de algunos de sus contenidos en el contexto de la producción teológica de los últimos 40 años. Reflexiona sobre el momento actual y los nuevos retos que se presentan a las teologías feministas.
Palabras clave
Mujeres, Teología, Feminismo, Rechazo, Historia
Abstract
This article examines some reasons for rejection of feminist theologies in churches, schools of theology and popular Catholic media in Latin America. It problematizes the word "rejection" from the perspective of a journey through the history of feminist theology in the continent and reviews some of its contents in the context of the theological works in the past 40 years. Finally, it reflects on the present and on the new challenges presented to feminist theologies.
Keywords
Women, Theology, Feminism, Rejection, History
Resumo
O texto analisa algumas razões da rejeição das teologias feministas nas igrejas, faculdades de teologia e nos meios católicos populares da América Latina. Problematiza a palavra “rejeição” a partir de uma retomada da história da teologia feminista no continente e a revisão de alguns de seus conteúdos no contexto da produção teológica dos últimos 40 anos. Promove uma reflexão sobre o momento atual e os novos desafios que se apresentam para as teologias feministas.
Palavras chave:
Mulheres, Teologia, Feminismo, Rejeição, História.
Introducción a la cuestión
La pregunta, objeto de este artículo, se ubica en el contexto actual de América latina, ante la actitud de rechazo hacia las teologías feministas por parte de las instituciones universitarias confesionales y de las iglesias. Esta actitud es una constante; aunque se puedan observar variaciones de comportamiento en uno u otro lugar donde, ocasionalmente, se admite un curso o algunas conferencias. Pero, en realidad, las teologías feministas no son conocidas ni integradas en los currículos como una expresión teológica de igual importancia que las tradicionales. Además, en las parroquias y en otras instituciones religiosas, hay, prácticamente, un desconocimiento total de estas teologías; no existe ningún interés por conocerlas ni divulgarlas, salvo raras excepciones.
Mi reflexión se inspira en esta desafiante, incómoda y triste situación. Me restrinjo más a la Iglesia católica romana en la cual vivo, pero puedo afirmar, sin sombra de duda, que comportamientos semejantes se reproducen en las iglesias tejidas de la Reforma y del neopentecostalismo contemporáneo.
Rechazo puede parecer una palabra bastante fuerte, pues está cargada de sentimientos y posturas negativas que, a primera vista, podrían ser consideradas por algunos como inexistentes en la Iglesia. Pero no se trata de retórica ni de constataciones infundadas. No se trata, tampoco, de problemas personales con una u otra persona de la institución. Es una realidad más amplia que puede ser observada y se resume en la dificultad de introducir pensamientos y prácticas alternativas en lo que, convencionalmente, se ha llamado "verdad del cristianismo". Lo que se afirma comúnmente como verdad del cristianismo es una postura dogmática relacionada con formas, contenidos, interpretaciones bíblicas, catequesis, formas de ejercicio de poder presentes en las iglesias y reconocidas por la sociedad. Son formas que se han constituido en el pasado y que, a pesar de sus límites, respondían a las preguntas de un tiempo y de un contexto histórico (marcado por la dominación cultural masculina y que se ha mantenido hasta nuestros días). En la misma línea, esta “verdad del cristianismo” se refiere a maneras de comprender el mundo y el ser humano, particularmente el ser cristiano, desde jerarquías de género, raza y clases sociales; a esta comprensión, el feminismo le dio el nombre de sistema patriarcal: un sistema en el que las jerarquías se afirman; de diferentes maneras, excluyen o rechazan las teologías feministas y se oponen a estas.
En la mayoría de los casos e independientemente de elecciones personales, en este sistema se ha cristalizado, a lo largo de los siglos, una gran cantidad de estructuras sociales, psíquicas, antropológicas y teológicas. Muchas de ellas se han naturalizado y, por este motivo, han sido consideradas inmutables. En este proceso de naturalización, a una realidad, nacida en una determinada cultura y en un momento dado, se le confiere el rango de ley de la naturaleza o ley de Dios. En otros términos, hablar, aquí, de naturaleza o de procesos de naturalización es ya afirmar la existencia de leyes casi inmutables relacionadas con creencias y con papeles sociales masculinos y femeninos, incluyendo las formas de organización de la vida social. Lo que se llama naturaleza no se refiere al mundo físico del cual somos parte integrante; es, más bien, una casi entidad abstracta que regula la vida y los comportamientos como si se tratara de un destino preestablecido desde fuera. Esto puede constatarse en los casos en los que alguien se declara cristiano convencido y asume una postura distinta a la habitual: se convierte, seguramente, en objeto de espanto y de juzgamiento. Por ejemplo, estar a favor de la ordenación de mujeres, de la despenalización y legalización del aborto, o de una expresión distinta del credo tradicional parece alejarse de lo que se entiende por cristianismo. De igual manera, hablar de la trascendencia y vivirla desde otro modelo da la impresión de ir en contra de lo que se llama la trascendencia cristiana o Dios.
El cristianismo es reconocido, principalmente, por las actitudes y las prácticas milenarias positivas; sin embargo, también la dominación y sumisión de conciencias constituyen los esquemas de pensamiento considerados como pertenecientes al “verdadero cristianismo”. Lo que se denomina como el “verdadero cristianismo” pretende ser lo más antiguo y lo más cercano a la experiencia de Jesús y de las primeras comunidades cristianas; pero, también se utiliza como criterio de autoridad para imponer lo que se considere como la verdad sobre el ser humano y determinar, así, caminos y elecciones. Así se erigió el comienzo histórico del movimiento cristiano a partir de una interpretación más bien masculina, considerada, hasta hoy, como modelo para toda la historia de los cristianos. No nos damos cuenta de que lo que ha sido escrito es, solamente, una de las tantas interpretaciones de lo que ha sido vivido y que está en continuo proceso de interpretación.
A pesar de sus límites, este verdadero cristianismo no dudó en condenar, en el pasado, a hombres y mujeres que interpretaban la tradición recibida desde otro eje; un cristianismo que todavía, hoy, no duda en seguir condenando a las mujeres y a los hombres que asumen su rebeldía frente a las muchas opresiones de las cuales son víctimas. Es en esta tradición donde ubico la teología feminista: desde las múltiples irrupciones históricas que ha realizado.
La teología feminista es una teología rebelde. Rebelde porque nace en América Latina de una generación de mujeres con ansias de liberación; algunas de ellas, con una historia de luchas contra regímenes militares; otras, herederas de la tradición de diversas luchas sociales. La teología feminista es teología porque toca la dimensión sagrada de la vida a partir de los sufrimientos de las mujeres, de sus búsquedas y de sus esperanzas de liberación. Teología, no porque habla a partir de un Dios todopoderoso de imagen histórica masculina, sino porque se habla desde el Dios/Fuerza misteriosa, Soplo que nos habita dentro, desde nuestros cuerpos y mentes y que sueña con nosotras sueños de dignidad. Es una divinidad que, con y en nosotras, busca caminos para alejarse de las muchas formas de opresión y marginación. Hemos descubierto el Dios en nosotras y el Dios de nosotras, capaz de decirnos que la fuerza de la vida ha escuchado nuestros lamentos y nos invita a tomarnos de las manos, a unir nuestras voces y gritar siempre de nuevo: "libertad". Es el Dios en nosotras, de la compasión recíproca, del reconocimiento del otro/a diferente de nosotras que aunque nos haga sufrir también sostiene nuestra vida. De ahí se construyen relaciones éticas inspiradas, particularmente en los Evangelios, donde la tierna cercanía, el compartir y la solidaridad son valores que sostienen la vida de cada día. Desde la perspectiva de la afirmación de la dignidad y la libertad se ubica, para nosotras, el tema de los derechos de las mujeres.
Es una cuestión de gran actualidad, con pertinencia en nuestro siglo y fundamental en nuestra presente reflexión. ¿Por qué y para qué luchan las mujeres feministas? Luchamos para que la gente y, particularmente, las mujeres reivindiquen derechos y que las instituciones no los transgredan por razones, muchas veces, de incoherencia con sus propios valores. Con frecuencia, en la Iglesia católica romana tenemos la impresión de que las nuevas conquistas de las mujeres no cambian la noción tradicional de “derecho” presente en la institución eclesiástica. Los nuevos sujetos y las nuevas identidades que reivindican espacios en la sociedad civil no tienen espacios semejantes en las instituciones de Iglesia. Las instituciones religiosas se creen islas de preservación de valores inmutables. En términos más directos, la Iglesia católica, a la cual me refiero con mayor intensidad, tiene mucha dificultad en asumir lo que sucede hoy con los nuevos individuos, con sus identidades, con sus familias diversificadas y sus sueños. Ella mantiene su modelo tradicional de humanidad; no sale de una conceptuación y una postura muchas veces abstracta del derecho. En la actualidad, gran cantidad de movimientos se están afirmando en contra de un derecho estático de fundamento divino. Un ejemplo claro de esta situación son los puntos de vista que maneja sobre las mujeres, siempre definidas desde la óptica de la maternidad y de la sumisión a la familia. La Iglesia jerárquica no siempre se sale del discurso universal masculino y de los principios, como si estos fueran tan universales que toda la gente tuviera que ubicarse en ellos de la misma manera. Sobre todo para las mujeres, muchas inquietudes se presentan en su lucha cotidiana por el respeto y la dignidad.
¿Cómo hablar de los derechos de las mujeres dentro de la Iglesia? ¿Cómo reapropiarse de muchos contenidos desarrollados en los Evangelios y en la tradición cristiana desde la irrupción de las mujeres como sujetos políticos y ciudadanas en busca de la igualdad de derechos? La Iglesia o, mejor, el gobierno masculino de la Iglesia, todavía no ha salido de una concepción naturalizada y general de los derechos humanos. Esta se basa en una interpretación de los textos bíblicos reconocida por el Magisterio como la más acorde con el seguimiento de Jesús. Todavía no han hecho la crítica de esta misma concepción y no han abierto las puertas de sus teorías a las identidades emergentes y, especialmente, a las reivindicaciones de las mujeres. No han abierto las puertas de sus mentes a los nuevos aportes del humanismo y de las ciencias de hoy. Siguen manteniendo el carácter inmutable de lo que afirman es su auténtica tradición y por eso rechazan lo que parece molestar o contrariar esta visión.
Para entender por qué las instituciones religiosas patriarcales rechazan las teologías feministas, presento un breve recorrido histórico y algunas reflexiones. Este desarrollo nos dará pistas para entender mejor la condena implícita y explícita contra el feminismo teológico en América latina. La condena, más que una pesadilla o una forma de silenciamiento, es, también para nosotras, camino de esperanza. Nos remite a la tradición de la historia de resistencia de muchas mujeres que no dudaron en exponer sus vidas por los valores en los cuales creían y siguen creyendo. A partir de esas nuevas experiencias de vida, siguen sembrando semillas de cambio y de esperanza, aunque no sepan de qué forma y en qué terreno van a crecer o de qué forma van a transformarse en vida para la VIDA.
1. El nacimiento de la teología feminista latinoamericana en los años 1980.
Tomamos el comienzo de los años ochenta como fecha simbólica del inicio de la teología feminista en América Latina. Se trataba, en ese entonces, de una teología con un carácter más colectivo, pues es sabido que muchas mujeres, de forma individual, habían asumido posturas de rebeldía que ya anunciaban los nuevos tiempos. En esos años, se realizó una reunión en Buenos Aires, en la que participaron algunas mujeres que trabajaban en teología. Por primera vez nos expresábamos como un grupo que sentía y vivía a “Dios” de otra manera, que buscaba la justicia más allá de los moldes ya vividos, que quería salir del silencio existente dentro de los muros de las iglesias y reinterpretar el Evangelio desde nuestras vidas y nuestros cuerpos. Queríamos, juntas, compartir sufrimientos ocultados, rescatar historias de vida de muchas mujeres del pasado y del presente y afirmar la compasión más allá de la violencia. Cada una de nosotras, además de su historia personal, cargaba historias de mujeres, marcadas por muchas formas de violencia por el hecho de haber nacido mujer y sufrir las consecuencias sociales de una cultura de dominación masculina. Empezamos, también, a percibir que todo eso, de una manera diferente, se reproducía en nuestras tradiciones religiosas que, raramente, se levantaban en contra el sufrimiento de las mujeres.
Desde este tiempo, muchas de nosotras fuimos motivadas a estudiar, leer aportes de teólogas de otros países y dedicarnos más a la producción académica. Teníamos como metodología la cercanía a las mujeres pobres, pues todas habíamos abrazado la teología de la liberación y nos ubicábamos, especialmente, desde la liberación de las mujeres pobres. Nuestra opción por los pobres se traducía en una opción por la vida digna de las mujeres pobres.
Al principio, nuestras actividades de acompañar grupos de base, dar asesoría, impartir cursos y publicar estaban marcadas por el aporte de muchos teólogos de la liberación. Poco a poco, por la cercanía a las grandes reivindicaciones del movimiento feminista, percibimos diferencias con nuestros colegas teólogos, al tiempo que nos dimos a la tarea de proponer nuestros propios planteamientos. Nos dimos cuenta de que las temáticas sobre las mujeres no eran asumidas en los análisis más frecuentes de la teología de la liberación. También constatamos la centralidad de lo masculino, tanto en la teología como en la liturgia cristiana, católica y romana de la liberación; una centralidad que dejaba poco espacio a nuestra creatividad como mujeres. Por otra parte, empezó a molestarnos la centralidad de lo masculino en el ejercicio del poder en las iglesias, basada en la imagen del Dios Padre, justificador de la teología, como también las posturas políticas autoritarias. Por eso, junto con la alegría de descubrir la historia de muchas mujeres en la Biblia – y reconocer que ya estábamos presentes desde tan remoto pasado, aunque no se hubiera hablado de nosotras- , nos hicimos más críticas, incluso de las teologías de nuestros compañeros teólogos. Críticas, también, de los modelos de trascendencia que, se decía, ya estaban presentes en la Biblia y, particularmente, en los Evangelios.
Dejamos una postura, quizás más ingenua con relación a nosotras mismas, y nos dimos cuenta de que las cosas eran más complejas, de que no era suficiente limitarse, únicamente, a descubrir nombres de mujeres y sus historias en la Biblia o a descubrir la cantidad de mujeres de las cuales no se conocía ni siquiera el nombre. Estábamos asumiendo, poco a poco, una postura feminista más radical con respecto a imágenes, contenidos y comportamientos históricos del cristianismo de las iglesias. Teníamos que aprender a descubrir el punto neurálgico a partir del cual muchas formas de opresión en contra de las mujeres eran desarrolladas y hasta autorizadas; este punto se manifestaba en todas las formas de opresión social e individual. Tenía que ver con nuestra realidad biológica femenina, con nuestra capacidad de procrear, capacidad amada y al mismo tiempo temida por ellos. Por esta razón empezamos a reflexionar desde las relaciones con nuestros cuerpos situados en el tiempo y en el espacio. No éramos solo parte de los proletarios, de los hijos de Dios, de los seguidores de Jesús, de los bautizados. Éramos, por nuestro sexo y género, un cuerpo diferente que tenía lugares sociales diferentes, conflictos y valoraciones diferentes.
Otro hito muy importante, relacionado con los anteriores aspectos, fue la percepción de la relación de las imágenes de Dios con los sistemas autoritarios, incluso con las dictaduras militares de América latina. Tuvimos mayor conciencia de la relación entre las cosas, de los nuevos acontecimientos y de las diferentes posturas históricas. La misma imagen del Dios todopoderoso justificaba tanto al dictador como la vida de los pobres. Muchas de nosotras vivimos en los abismos de la falta de sentido de realidades en las cuales habíamos creído. Una revolución interior estaba en curso y nos impulsaba a buscar, y buscar en otras fuentes, en otras historias, y a rescatar la vida de nuestras madres y abuelas en la fe.
El despertar de nuestra consciencia no agradó a las autoridades de iglesias y universidades, ni tampoco a los teólogos nuestros amigos. El feminismo les parecía una corriente distinta y distante de América latina y, además, traidora a los proyectos nacionalistas propuestos por algunos grupos cristianos y por los movimientos de izquierda. Durante los años ochenta y noventa, lo más que hicieron algunos teólogos y grupos de las iglesias fue admitir una teología femenina o una teología de la mujer. La palabra ‘feminista’ era totalmente rechazada y demonizada en el lenguaje masculino. Esta situación se presentaba en diferentes ambientes y hasta en los pocos textos que hacían alusión al trabajo de las mujeres. Surgió, entonces, una distanciamiento entre el lenguaje de los teólogos y de las teólogas. Ellos seguían desarrollando la misma teología, aunque introducían elementos de análisis sociológico e histórico marcados por la opción por los pobres. Y los pobres en sus textos no parecían tener sexo. Eran pobres en general, pobres en el sentido de la pobreza material y como clase proletaria. Y Dios, así como su reinado, exigía el socialismo y la revolución social en una clave general que se expresaba desde lo masculino para incluir a toda la humanidad.
Gran cantidad de mujeres cristianas, especialmente aquellas que reflexionaban sobre su fe y sus valores, no podían aceptar este límite, casi impuesto, a los cambios sociales, políticos y culturales. No podían limitarse a aceptar un protagonismo secundario y un lugar de colaboradoras en los procesos de liberación. La comprensión que nosotras teníamos de las estructuras sociales incluía las relaciones entre mujeres y hombres en los diferentes niveles de la vida. Incluía también una comprensión de la dignidad de nuestros cuerpos, no más sujetos de la voluntad y de la racionalidad masculinas. No podíamos admitir el control sobre nuestros cuerpos, pensamientos y maneras de sentir la vida a partir de un modelo único de vida cristiana liberadora. Queríamos decidir, no solo sobre los rumbos de la historia de nuestros países y de las iglesias, sino también sobre la urgente autonomía de nuestros cuerpos secularmente marcados por la dominación patriarcal. En esta situación, un nuevo distanciamiento se hacía sentir. Buscar la autonomía de nuestros cuerpos significaba, de nuestra parte, rechazar un modelo de ser humano vigente en la sociedad y en las iglesias. Significaba cambiar formas de poder y lenguajes seculares. Significaba, además, de nuestra parte, una afirmación de los derechos que antes no existían como derechos. Por ejemplo, considerar el estupro o la violencia doméstica como crímenes pasó a convertirse en un enfoque que invitaba a salir de un pensamiento naturalizado sobre la subordinación de las mujeres y el uso de su cuerpo como objeto de placer y de trabajo gratuito.
Estas posturas empezaron a tomar cuerpo y a afirmarse de diferentes maneras con diferentes intensidades en los años ochenta, noventa y dos mil. Crearon polémicas y hasta conflictos en la sociedad y en las iglesias. Los conflictos no eran solamente entre hombres y mujeres, sino también entre mujeres de iguales y diferentes clases sociales. Así que el feminismo en general y el feminismo teológico comenzaron a ser un divisor de posturas antropológicas, sociales y teológicas; y esto significó un rechazo del feminismo teológico en las instituciones de Iglesia y la pérdida de puestos de mujeres en las universidades y en los trabajos pastorales.
Nacimos marcadas por la alegría de encontrar nuestra historia y nuestra voz, de pensar la vida desde lo que experimentamos de ella. Nacimos como señal de contradicción en los cielos y en la tierra dominada por las interpretaciones masculinas de Dios y de las mujeres. Seguimos adelante, pasando por etapas diferentes y viviendo relaciones todavía más tensas y lejanas con las instituciones que representan el poder del cristianismo.
2. El desarrollo y el pluralismo del feminismo y algunos conflictos con la jerarquía de las iglesias.
Es común afirmar que no hay uno solo feminismo, sino muchos. Igualmente, es necesario admitir la existencia de muchas teologías feministas, que no se pueden excluir entre ellas. En esta perspectiva de la multiplicidad que nos constituye, percibimos que, hasta dentro de nosotras, conservamos el pasado que hemos querido superar con las búsquedas del presente. Esta es una situación que también se presenta en la vivencia del cristianismo dentro y fuera de las instituciones. Aunque juntas cambiamos las verdades eternas del cristianismo y abrazamos la inseguridad de la vida, todavía volvemos a los lenguajes tradicionales ante el sufrimiento de unas y otras. Todo depende del instante de la vida y de las exigencias del momento cuando salvar la vida es lo más importante para nosotras. Vivimos una mezcla, a pesar de la claridad de algunas de nuestras ideas y nuestros deseos.
La primera década del siglo XXI sigue marcada por los mismos conflictos de contenidos y poderes, aunque más centrados, pública y políticamente, en las cuestiones sobre la sexualidad humana. La búsqueda de autonomía de las mujeres en relación con su cuerpo, cuando se trata de temas como los anticonceptivos, el aborto, la interrupción del embarazo en caso de malformación fetal y otras situaciones límites, crearon nuevas confrontaciones entre feministas y las iglesias. La mayoría de los representantes de las iglesias no podía ponerse en los zapatos de una mujer en situación de embarazo por violencia o por la imposibilidad de llevarlo a término. La “otra”, la mujer, no era vista desde su propia realidad y sus problemas, sino como el fiel “objeto” a ser sometido a las leyes de Dios y de la naturaleza, así como a los que detentaban la verdad sobre ella.
Los argumentos elaborados a partir de los principios y de la voluntad de Dios llevaron a muchas mujeres a la necesidad de reflexionar, de forma más sistemática, sobre las cuestiones relacionadas con la naturaleza y con las afirmaciones de principio sobre la voluntad de Dios. Habíamos entrado así en una era de repensar los cuerpos y sus límites, como también los límites impuestos por algunos discursos sobre los cuerpos. En otras palabras queríamos saber, de forma más directa, de quién venían los límites impuestos y las teorías sobre nuestros cuerpos. ¿Qué intereses históricos y religiosos representaban? ¿Por qué no se podían cambiar?
Debido a nuestros cuestionamientos, pasamos a vivir de otra manera en la Iglesia. Pienso que, particularmente, los conflictos (en torno a la sexualidad, al poder y a los planteamientos teológicos que agredían nuestros cuerpos y corazones) generaron nuevas formas de membresía femenina en las iglesias cristianas. Nosotras, cristianas feministas, teníamos una nueva comprensión de nuestros cuerpos y, a partir de estos, buscábamos comprender, a partir de otras claves, la tradición cristiana a la cual pertenecíamos. Por eso, pasamos a ser “miembros sospechosos”, es decir, nos convertimos en personas con sospechas sobre lo que escuchábamos y sobre lo que se enseñaba de nosotras. En el pasado, rara vez las mujeres, en América latina, se enfrentaron a cuestiones de justicia relacionadas con sus iglesias. Aunque la lucha de Sor Juana Inés de la Cruz en México estaba en nuestra memoria, ahora la situación era diferente. Muchas de nosotras sentíamos que pertenecíamos totalmente a nuestra Iglesia, pero no totalmente a sus políticas y teologías. Era como sentirse parte de la Iglesia y fuera de ella. Una distinción y, en múltiples ocasiones, una tensión cada vez mayor se hacía sentir desde las nuevas fronteras que la historia actual nos presentaba. Una cosa eran las declaraciones oficiales de las iglesias, sobre todo de la Iglesia católica romana, todavía mayoritaria en el continente, y otra era la vida y las contradicciones vividas por nosotras las mujeres. Crecía en nosotras la conciencia de que, cuando las iglesias hablaban de derechos, nosotras no estábamos incluidas; y esto porque jamás tomaban en cuenta, de forma atenta y comprometida, lo que vivíamos. En los escritos oficiales, jamás nos trataban con simpatía, seriedad y misericordia; más bien, nos trataban como si fuéramos niñas necesitadas de la orientación de los papás. Por eso, muchas de nosotras, hasta hoy, vivimos una membresía híbrida, mezclada de dudas, críticas y malestar.
La afirmación de nuestra ciudadanía dentro de las instituciones religiosas está sometida a una concepción muy general del ser humano, incompatible con el pluralismo de nuestro tiempo y con las nuevas reivindicaciones de las mujeres. La pretendida eficacia de las normas morales de las iglesias se muestra cada vez más distante de los problemas reales que nosotras vivimos. Un dualismo religioso y político se hace sentir cada vez que esos problemas son puestos en discusión. Pareciera que, del lado de las instituciones religiosas y de su autoridad, se encuentran la verdad, la justicia y la voluntad de Dios; del otro, la voluble voluntad de las mujeres consideradas, muchas veces, como las causantes del desorden social y familiar. No es extraño que algunas autoridades y hasta gente sencilla sigan creyendo que la crisis actual del modelo tradicional de familia se debe al feminismo, aunque también, en parte, al capitalismo contemporáneo que utiliza cada vez más la mano de obra femenina. Las mujeres, para ellos, por haber renunciado a su vocación de madres y esposas, son responsabilizadas de muchos de los delitos juveniles y de los desequilibrios en la familia. No se dan cuenta de los cambios y de las necesidades actuales de compartir tareas y revisar nuestras antiguas concepciones acerca de los roles masculinos y femeninos.
Debería haberse desarrollado, también, en las iglesias un nuevo sistema de cooperaciones, beneficios y responsabilidades, más allá de los roles tradicionales de la membresía religiosa marcada por las jerarquías. Todavía en la presente década estamos lejos de un trabajo colectivo para repensar nuestras responsabilidades comunes y diferenciadas, así como nuestros poderes comunes y diferenciados. Por eso se constata un distanciamiento de las iglesias, sobre todo vivido por los grupos de mujeres que participan en movimientos sociales y reivindican sus derechos en los distintos países de América latina. Esto se llama también negación del derecho a la diversidad dentro de la Iglesia; diversidad que significa que todos y todas tenemos derechos de expresión y de justificación personal de nuestras creencias y acciones. No se puede ni pensar en una real diversidad dentro de la Iglesia católica; esta pretensión mancharía la idea de la Iglesia una, santa y católica-romana.
3. La distancia de las universidades católicas con respecto al feminismo
Las universidades católicas en América latina, como lugar privilegiado de reproducción del pensamiento católico, no asumieron los retos planteados por el feminismo, sobre todo cuando este tocaba el edificio teológico tradicional. Eminentes teólogas europeas y norteamericanas jamás han tenido un espacio significativo en las citas y referencias bibliográficas de la mayoría de los profesores de teología. ¿Qué decir entonces de las latinoamericanas?
El feminismo aparecía como una ideología contraria a las propuestas católicas con respecto a la familia y al papel de las mujeres en la familia. Por eso tenía que ser eliminado. Mujeres estudiantes de teología, en muchos de nuestros países, han sido testigos y víctimas de la forma misógina como eran tratadas por compañeros de estudios y hasta por profesores. Chistes, falta de atención a sus reivindicaciones y desconsideración del aporte feminista fueron frecuentes. Las estudiantes sufrían una violencia velada por el hecho de estar presentes en los lugares sagrados, dedicados prioritariamente a los varones. Aunque se puede decir, hoy, que, en muchos lugares, existe más respeto, sin embargo, se mantiene todavía una desconfianza velada hacia el aporte teológico de las mujeres cuando este está conectado con el movimiento feminista.
El mundo académico, pretendidamente abierto a las novedades, sigue su ritmo misógino y sospechoso en relación con los avances ofrecidos por las mujeres, particularmente en filosofía y en teología. La tradicional división social del trabajo ha invadido el mundo de los profesores de teología, especialmente del clero marcado por supersticiones teóricas sobre el lugar de las mujeres, y ha incentivado prácticas misóginas. Para muchos una lectura diferente de la teología, o sea, desde las mujeres, parece traicionar la pureza de la tradición que ellos han producido o reproducido. Se puede admitir que una mujer enseñe teología, pero tiene que ser la misma teología enseñada por los varones. Pocas excepciones han sido registradas en los muchos centros de educación teológica de nuestro continente.
Las facultades de teología católica tienen, también, como objetivo reproducir el sistema jerárquico clerical, aun cuando trabaja con estudiantes laicos. Y esto porque en la Iglesia los laicos tienen que estar sometidos a este sistema donde el poder es privilegiadamente masculino. En estos espacios, así como no hay lugar para la democracia real, tampoco hay lugar para un pensamiento alternativo y plural, aunque a veces parezca existir la libertad de cátedra.
Los esfuerzos teológicos y bíblicos de las teólogas feministas en América latina han sido muchos y significativos. Por ejemplo, la hermenéutica bíblica feminista buscó ir más allá de las lecturas basadas en el método histórico-crítico o de los métodos llamados científicos, mostrando otras formas de entender el texto. Esta hermenéutica afirmó, además, la necesidad de salir de la centralidad masculina en la interpretación de los textos y dar lugar a la multiplicidad de actores de una misma historia. Estas novedades han sido vistas con desconfianza y esto porque tales lecturas feministas arrebatan el poder de las manos privilegiadas del clero y de los maestros de teología para desplazarlo hacia otros lugares; es decir, la Biblia puede ser una palabra que inspira a mujeres, hombres, homosexuales, lesbianas, transgéneros, pobres o menos pobres, fuera de la tutela del llamado magisterio de la Iglesia. Esto significa que todas las personas que se sienten cercanas a la tradición de sabiduría bíblica y se inspiran en su ética y poesía, tienen autoridad para interpretarla. Por supuesto, se admiten aquí los riesgos de manipulación o de mala comprensión. Sin embargo, la historia humana está hecha de esta multiplicidad de aproximaciones marcadas por la mezcla que nos constituye.
En la medida en que la diversidad y el pluralismo reclaman el derecho de existir, la “verdad única” de la teología, mantenida por una élite, tiene que abrirse a nuevas interpretaciones. Igualmente, está invitada a revisar lo que se entiende por verdad de la fe y verdad del cristianismo. Esto lleva a admitir que hasta dentro del catolicismo existe una diversidad de catolicismos que podrían, más bien, enriquecerse si decidiesen dialogar y aprender unos de otros.
Lo que ocurre en América latina es que las universidades católicas y, en ellas, las facultades de teología, existen bajo un fuerte control eclesiástico de manera que, para ser católicas, tienen que obedecer a la doctrina instituida. Los maestros tienen que tener la misio canonica, que es una autorización oficial para enseñar teología. Esta se puede recibir solamente cuando su enseñanza obedezca a lo que se ha establecido como doctrina oficial de la Iglesia.
Una vez más hay que subrayar el hecho de que, en las facultades o escuelas de teología, se forman profesores de teología y clero para reproducir la misma estructura. Pocas excepciones a esta regla existen en América latina, como la Universidad Nacional de Costa Rica donde, por 40 años, ha estado funcionando la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión. En general, las escuelas de teología están prioritariamente dirigidas a la formación del clero o de funcionarios de la religión. Por ello tienen siempre alguna intervención o límites impuestos por la Iglesia católica. Habría que tomar el tiempo para examinar las diferentes instituciones, pero, de todas maneras, este no es nuestro tema y problema en este texto.
Lo que quiero subrayar de nuevo es que en la mayoría de estas facultades y escuelas el desarrollo de la teología feminista es bastante limitado, así como la conexión con los problemas reales que las mujeres sufren en su cotidianidad. Decir esto significa afirmar el poco interés de muchos centros teológicos por cuestiones relativas a la violencia contra las mujeres, al crecimiento de la pobreza femenina o a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Para maquillar esa ausencia de compromiso se aceptan algunas tesis de maestría, y aun de doctorado, que abordan la temática y, con eso, tienen algo a decir cuando son interpelados.
Aunque se hable de pastoral de la mujer marginada o de pastoral de la familia, la clave interpretativa sigue rechazando un abordaje feminista que muestre la interdependencia de muchos factores en la misma producción de la violencia contra las mujeres. La mujer, como víctima de la sociedad, pobre, madre de muchos hijos y sin trabajo, esa sí puede ser ayudada. Hay mucho asistencialismo, pero poco pensamiento crítico e invitación al pensamiento.
4. La distancia de las comunidades populares del feminismo teológico.
Hablar de la distancia de las comunidades populares del feminismo teológico quiere decir, de manera simple y directa, que la teología feminista no ha podido desarrollarse en los medios populares como una teología desde las mujeres pobres. O sea, las mujeres pobres no han vivido colectivamente un enfrentamiento con la jerarquía católica para reivindicar espacios y contenidos diferentes en la teología y organización vigentes en la Iglesia; no tenían conciencia clara de la opresión del sistema religioso como la teníamos nosotras teólogas y activistas. Tampoco los espacios de convivencia y formación popular cristiana les ofrecieron reflexiones teológicas feministas y nosotras hemos estado, en muchos lugares, alejadas de estas comunidades.
Las mujeres de los medios populares seguían encontrando en la religión patriarcal las migajas de sentido, de consuelo y cariño que necesitaban para sobrevivir en medio de tanta violencia contra ellas. No podían criticar la religión que les daba aliento en la figura de los santos o de la Virgen María, para muchas, siempre dispuesta a acoger sus pedidos. No podían criticar al cura tan bueno, tan educado, tan diferente de los hombres muchas veces brutos con los cuales convivían. La Iglesia era un lugar diferente, mejor que otros. Cuando las mujeres pobres escuchaban hablar de las reivindicaciones del feminismo y de los aportes de las teologías feministas, esto les parecía muy lejano y fuera del orden natural de las cosas; algo que no tenía cabida, además, en los límites de la religión que habían conocido. La religión era como un puerto seguro donde cuerdas invisibles eran lanzadas para asegurar las vidas del naufragio.
Las mujeres han tenido mayor visibilidad en muchos otros lugares como en la catequesis, como acólitas en las misas, o en las pastorales de los niños, enfermos y ancianos. Pero esa visibilidad ha sido y es, sin duda, una visibilidad que revela el lugar doméstico de las mujeres en la sociedad y también en la Iglesia. Esta visibilidad era, en cierto sentido, un refuerzo de los estereotipos que el feminismo denunciaba en la sociedad: la ideología patriarcal religiosa, que reconocía la imagen de Dios como históricamente masculina y sus representantes (todos varones), seguía habitando o colonizando a las mujeres y reproduciendo las tradicionales formas de dependencia. La fuerza de la religión tradicional con los nuevos aparatos tecnológicos es todavía muy presente sobre todo en el campo y en las periferias de las grandes ciudades.
En este contexto tenemos que recordar que el objetivo inicial de las teólogas feministas de América latina fue, en la primera etapa de nuestro compromiso, ayudar a la liberación de las mujeres pobres de la opresión del sistema patriarcal traducido de diferentes maneras.
Desafortunadamente, cuando nuestras reivindicaciones empezaron a molestar a las autoridades religiosas, perdimos muchos lugares y público. Únicamente pudimos entrar en los movimientos de mujeres laicas, abrazar algunas causas del feminismo o formar organizaciones no gubernamentales independientes. Pero en los dominios institucionales, como, por ejemplo, las parroquias y aun en la mayoría de las congregaciones religiosas femeninas, casi no hemos podido entrar. Pienso que esto creó una distancia entre la novedad de la teología feminista y los grupos populares.
Comparto por escrito mi limitado punto de vista. Sin duda es un análisis bastante contextual y personal, entre muchos otros, de mujeres que han vivido estos tiempos y esta militancia. No tengo la pretensión de traducir los sentimientos de la jerarquía católica sobre nosotras en los muchos lugares del continente. Creo que hubo y hay mucha diversidad en las posturas con relación al feminismo. Por eso esa reflexión tiene que ser completada por otras mujeres que quizás han percibido aspectos cualitativamente diferentes en otros espacios de América Latina.
Para mí es importante decir de nuevo, en este momento de mi reflexión, que, por mucho tiempo, la Iglesia Católica Romana ha sido una referencia importante en las culturas y en la organización de la vida colectiva de nuestros países. No olvidemos la antigua creencia según la cual pertenecer al reino de Portugal y España era lo mismo que ser cristiano. Sabemos bien que la Iglesia Católica tenía la mayoría de la membresía religiosa y, con todas las contradicciones de su historia, ha sido también promotora de muchas luchas sociales desde los tiempos de las revoluciones por la independencia. Ha sido después reconocida como autoridad y referencia moral para muchas funciones de autoridad. Desde los espacios de capellanía militar hasta la participación de obispos como consejeros en diferentes Ministerios, como el de la Cultura y el de Educación, se puede constatar la enorme influencia de las autoridades de la Iglesia en la vida cotidiana de la gente. La Iglesia jerárquica era, sin duda, una referencia cultural de peso, con una autoridad reconocida en muchos ambientes. Sin olvidar las excepciones, comúnmente se decía que era necesario contar con la presencia de las autoridades, civiles, militares y religiosas en ambientes oficiales; la autoridad religiosa era, en muchos lugares, la católica romana representada por el clero.
Sabemos cómo, a partir de la década de 1950, de forma quizás más organizada en América Latina, la Iglesia católica manifestó mayor dedicación a diferentes segmentos sociales, de forma tal que se respetaran las diferencias y los contextos de estos últimos. Trabajó con la juventud, los campesinos y los obreros; mostraba preocupación por ubicarse en sus lugares sociales y formar liderazgo en estos segmentos. Su influencia en la sociedad se extendió más allá del culto dominical y de los días santos. Lo que tradicionalmente se llamaba “Acción Católica” fue un fermento innovador en muchos lugares hasta finales del siglo pasado. Muchas de nosotras pudimos vivir estos tiempos o convivir con personas militantes de estos grupos que tuvieron reconocida influencia social en muchos sectores de nuestros países.
En los tiempos de la teología de liberación, especialmente a partir de los años 1970, esta influencia adquiere un rasgo más político. Sectores importantes de la Iglesia se comprometen con la lucha contra las dictaduras y por una América Latina libre y socialista. La doctrina social de la Iglesia se reactiva en las luchas por la justicia y por los derechos; luchas en las que parecía que todos éramos iguales. Pero, las figuras centrales seguían siendo los sacerdotes; la Iglesia seguía siendo, primero, la jerarquía, que tenía la autoridad en los rumbos del cristianismo y en la producción teológica. ¿Dónde estaban las mujeres en esta época? Estábamos allí, en la lucha, pero con una voz poco escuchada y con una fuerza junto a los pobres poco reconocida por la jerarquía. Las mujeres intelectuales y activistas seguían su trabajo, aunque con cierto malestar, de apoyar las iniciativas de los varones de Iglesia y aceptar ser solo colaboradoras en las luchas por la liberación. Muchas mujeres tenían conciencia del valor de su trabajo y del aporte y apoyo que daban a las comunidades populares y por eso se callaban o hablaban poco.
Pero los tiempos cambian. La valoración que nosotras hacemos de nuestra labor y de nuestras conquistas en la sociedad nos lleva a no aceptar someternos. Queremos hablar desde nosotras y, al hablar desde nosotras, ya no nos permiten los espacios oficiales de Iglesia, los espacios de las parroquias y de los movimientos religiosos. Esta es una de las razones, como he afirmado anteriormente, por las cuales la teología feminista no ha podido penetrar en los medios populares. Además, los sacerdotes guardaban el espacio físico y el poder ideológico como su propiedad privada. El feminismo teológico no podía reproducirse en las comunidades populares, ni en las comunidades de base controladas por los sacerdotes y obispos, ni en las comunidades religiosas femeninas también controladas por un poder patriarcal, aunque femenino. La rebeldía de las mujeres teólogas y feministas no podía contaminar el público de la Iglesia. La “mala hierba” del feminismo no podía, sobre todo, entrar en los espacios católicos populares pues cuestionaba no solamente las injusticias sociales y de relaciones de género en la sociedad, sino también las injusticias eclesiásticas y eclesiales.
En esta perspectiva se puede decir que el rechazo institucional también tocó al pueblo acostumbrado a un cristianismo como religión de favores del cielo y de dependencia de las autoridades religiosas. Por una cuestión de fidelidad a la historia actual hay que decir que algunos grupos de mujeres, todavía vinculadas a la tradición cristiana, siguen teniendo cierto interés por la teología feminista, pero se dan cuenta de su marginación y de las dificultades de introducir esta teología en los medios más sencillos. Pienso, particularmente, en los movimientos de mujeres campesinas en Brasil, donde muchas se sientes mal ubicadas en sus Iglesias de origen. No sienten vida en los contenidos actuales transmitidos, pero todavía quieren seguir en el cristianismo considerado como buena herencia humanista para ellas y para sus hijas e hijos. En este sentido, algunas veces se les solicita a las teólogas ayuda para formular su fe de otra manera. Pero sigue presente la contradicción institucional que rechaza la novedad del aporte de las mujeres en un ámbito más amplio de reproducción de saberes. Quizás necesitemos más tiempo para ver fructificar nuestros esfuerzos de libertad a partir de las nuevas identidades femeninas y de la nueva configuración del cristianismo en nuestro continente y en el mundo.
Conclusión: preguntas y sorpresas en nuestros caminos.
Pienso que, en realidad, esta no es una conclusión, sino más bien una consideración final de un escrito que me invita, a mí primero, a seguir pensando. Por eso, de forma más intensa en estos últimos años, desde el inicio del nuevo siglo, me doy a la tarea de recuperar los nuevos dibujos que ya pueden ser vistos en nuestra historia.
Pienso que en estos últimos 10 años, aunque no de forma absoluta, constatamos una nueva configuración de los movimientos sociales y de los grupos cristianos protagonistas en diferentes frentes en América Latina. Por un lado, hubo un cambio significativo en los gobiernos y en la economía mundial: han sido elegidos gobiernos populares y se pueden constatar cambios significativos en el desarrollo de muchos países, favoreciendo, sobre todo, a los más pobres y excluidos. Por otro lado, el desarrollo de las tecnologías electrónicas de comunicación ha modificado muchas formas de acción y compromiso social y político; ahora podemos encontramos en las redes sociales y nos organizamos desde ellas.
Aunque muchas veces hablemos del debilitamiento de los movimientos sociales, pienso que esto es correcto si entendemos tales movimientos según el modelo de los años 1970 a 2000. En ese entonces, teníamos todavía más clara la posibilidad de instauración de una sociedad más allá del modelo capitalista neo-liberal presente en nuestros países. Y, además, acreditábamos tener más o menos una línea de lucha común desde los movimientos sociales, desde la teología de la liberación y el inicio de las teologías feministas. La teología de la liberación creó una especie de nuevo sistema de análisis social y teológico más o menos englobante de los diferentes grupos cristianos que luchaban por la liberación de sus pueblos. En otras palabras, la teología de la liberación creó una cierta unidad de significados con acentos diferentes, sin duda, pero con una cierta homogeneidad en las claves de referencia política, económica, bíblica, teológica y social a través de la "opción por los pobres". Hubo una conciencia latinoamericana y de tercer mundo que nos daba un rostro social y eclesial particular. Había, también, otro mundo, el mundo de los opresores que entraba en conflicto con el nuestro; el mundo de la dominación imperialista que se presentaba de forma más clara que en la actualidad. Las reglas de juego del poder económico parecían más claras y detectábamos más fácilmente el enemigo desde fuera.
A partir del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, hubo una especie de giro en la historia de los pueblos. Muchas cosas y percepciones han cambiado. Aunque se diga que en América Latina hubo más democracia en el sentido de afirmación de derechos, hubo, también, en casi todas las partes del mundo y también en América Latina, una criminalización de los proyectos alternativos de sociedad. Véase, por ejemplo, nuestro caso de mujeres. La creciente criminalización del aborto y la ola de violencia contra las líderes que defienden esta posición, la demonización de mujeres cristianas que luchan por estos y otros derechos. El número de feminicidios aumentó en la última década, aún con las denuncias y la organización de acciones promovidas por el movimiento feminista.
Además, en el ámbito mundial, hubo también una progresiva militarización y una creciente sospecha hacia algunos pueblos y religiones como el islam; de una u otra manera, están siendo exterminados. Pienso en los pueblos indígenas y en otros que se han convertido en blanco de los países imperialistas como Palestina, Afganistán, Iraq, Siria y tantas otras víctimas de lecturas ideológicas destructivas de su autonomía y de su derecho a existir; es la guerra por la guerra y por sus razones económicas. El derecho a existir como ciudadanos autónomos y sujetos de derecho es una lucha que sigue siendo difícil y se torna cada vez más compleja. Como ya sabemos, la globalización no favoreció la lucha de muchos pueblos por su autonomía; más bien, posibilitó la entrada de muchos al mismo consumismo, pero no a una buena calidad de vida. De ahí surgió otro tema que se desarrolló de manera significativa en estos años: el tema de la ecología en sus múltiples expresiones, incluyendo el feminismo ecológico. Muchas de nosotras hemos agregado las preocupaciones ecológicas a nuestras teologías.
Siento que estamos en un mundo globalizado donde los modelos de la modernidad y de los socialismos libertarios del siglo XX son demasiado limitados para dar cuenta de la complejidad vivida en el siglo XXI. Buscamos liberaciones y ayudas de formas diferentes. Basta con ver la cantidad de grupos existentes -grupos musicales, de teatro, de deportes, etc.- que se organizan según las necesidades y son capaces de muchos gestos de generosidad y de ayuda al prójimo. La acción es puntual sin un plan determinado, sin una ideología que engloba todas sus acciones, ni tampoco un proyecto de sociedad a largo plazo. En la misma línea, con respecto a la la liberación de las mujeres, hay una proliferación de sitios de internet, organizaciones interconectadas mundialmente y que desarrollan, ya, un gran número de acciones. Empezamos a conocer otros feminismos y otros movimientos de lucha de mujeres por su dignidad con otras características diferentes del pasado. ¿Qué cambios cualitativos anuncian? ¿Cómo reaccionan las iglesias cristianas ante estos movimientos?
Pienso que la mayoría de las iglesias volvió a sus prácticas de años pasados, o sea, a celebraciones, asistencialismos y actividades caritativas y formativas en una línea menos conflictiva y carismática. Aunque subsistan en algunos lugares comunidades de base, estas ya no tienen la fuerza que tenían en los años1980 o 1990. Ahora, más que antes, están bajo control clerical y son menos politizadas. También ahí hay luchas puntuales por diferentes causas, pero, aunque sigan hablando de un proyecto de Dios realizado por la Iglesia, la debilidad de este discurso parece grande. ¿Dónde están las teólogas feministas? ¿Qué están viviendo y haciendo? Situar el momento actual de la teología feminista en el contexto latinoamericano no es fácil.
Desde los años noventa nos damos cuenta de que estamos viviendo un nuevo momento también entre nosotras, teólogas feministas; digo esto por lo que he descrito más arriba y por la actual diversidad de teologías feministas. Estas teologías son un fenómeno plural e individual. No tenemos tantas reuniones nacionales e internacionales para confrontar nuestros pensamientos y nuevos sueños. Aunque todas hemos optado por la dignidad de las mujeres, nuestras construcciones teológicas feministas son múltiples y variadas como la sociedad en la que vivimos. Entre nosotras habita la diversidad y esta diversidad no construye una escuela de liberación de teología feminista, como en los años de la teología de la liberación. Tampoco muchas de nosotras estamos vinculadas a una iglesia ni participamos de sus iniciativas. Tampoco vinculadas a un grupo popular, comunitario, o a un movimiento laico con compromiso específico. En general, cada una de nosotras hace lo suyo y tiene su público en diferentes lugares. Por ejemplo, las que hacen teología negra, cada una la hace desde una clave propia; las que se dedican a una teología feminista "blanca", adoptan claves diferentes; lo mismo sucede con quienes hacen lecturas bíblicas y trabajan cuestiones relacionadas con la sexualidad y los derechos reproductivos. Hoy, pocas veces estamos en conexión unas con otras. Muchas veces desconocemos lo que una y otra hace, conservando ideas, muchas veces simplificadas y hasta vetustas, de nosotras mismas, sin darnos cuenta de las evoluciones de nuestros compromisos y pensamientos. Cada una tiene sus grupos de admiradoras, sus pocas o muchas publicaciones, sus encuentros nacionales o internacionales con los más variados grupos. Esta no es una crítica sino solo una constatación de lo que estamos viviendo y de nuestra expresión pública individual en un tiempo bastante fragmentado. ¿Quizás hay que pensar en reconectarnos, reorganizarnos, repensar la teología feminista para hoy? Este es un reto sentido por algunas de nosotras.
Es difícil prever el futuro. Me doy cuenta también de la dificultad de responder a la pregunta inicial, tema de este texto. Hay muchas piezas por considerar en el montaje de nuestro “rompecabezas”. Me doy cuenta de que me faltan muchas piezas al final de este texto. Tengo que aceptar dejar espacios vacíos y muchas preguntas abiertas.
Pienso que la diversidad actual subsistirá y que cada una de nosotras tendrá que buscar la tribu que, cree, expresa mejor los valores que busca. En nuestra aldea global hay lugar para muchas moradas y muchas construcciones de sentido. El reto es poder seguir en diálogo, ayudándonos a cargar nuestros sufrimientos, a construir puentes de compasión en el mundo y a alegrarnos con nuestras alegrías.
Además, es importante que mantengamos la convicción de que hay que continuar la lucha por la dignidad humana en sus diferentes expresiones. Y esto vale la pena porque nutre nuestra vida y da razón a nuestra esperanza en la creación de relaciones más justas y llenas de compasión.
¿Bibliografía?
Al considerar la presentación de una breve bibliografía, busqué en mi memoria los muchos libros, revistas, entrevistas, crónicas en los innumerables periódicos de nuestra América latina. Me di cuenta que, desde América Central y Caribe, pasando por todos los países de lengua española, portuguesa y creol, hubo y hay mujeres trabajando en teología feminista. Y esto más allá de las publicaciones. Hablar aquí de teología feminista implica hablar, primero, de las anónimas luchadoras por la dignidad de las mujeres. ¡Y son muchas en diversos campos! Hay que hablar de las que trabajan una hermenéutica bíblica feminista en el continente y de los trabajos en ciencias de la religión que incluyen las culturas africanas e indígenas de los diferentes países. Hay que hablar de las teólogas y de la construcción de nuevas interpretaciones del cristianismo.
Son incontables los libros, artículos y videos; no hay suficiente espacio en este artículo para citarlos. Lo que me queda es lanzar la invitación a las lectoras y lectores para emprender, desde su lugar, una investigación con el fin de constatar, particularmente en estos últimos 40 años, la riqueza de estas publicaciones y de los muchos aportes de nosotras, más allá de las publicaciones. Todo es bello, desafiante y muy diverso. Este todo que viene de todas conserva el objetivo de des-ocultar nuestra historia pasada y presente, así como nuestro pensamiento dirigido hacia la construcción renovada de la dignidad humana.
Por eso decidí no colocar citas en este texto ni presentar una bibliografía escrita organizada. Muchos podrían decir que eso no es científico o que falta sostener los datos interpretados con documentos históricos. Me doy cuenta de que esa es una manera correcta de hacerlo y que está presente en muchos libros de teólogas feministas. Pero aquí elegí otra manera, menos perfecta, quizás llena de imprecisiones pero también de riquezas, de emociones, porque ha sido parte de mi vida y lo sigue siendo. En este camino conocí a gente de mucho valor y calidad humana. Con muchas compañeras hemos acalentado sueños, hemos compartido preguntas y hemos buscado caminos. Me siento parte de un tiempo extraordinario y de un movimiento de gente que cree que la dignidad de las mujeres va a brillar como un sol en medio de las tinieblas. Es eso que ordena la Santa Madre VIDA en todos los rincones de la Tierra y para el bien de toda la Tierra.
Ivone Gebara
Septiembre 2013.